Desde hace medio siglo, la masacre de Trelew, el asesinato a sangre fría en 1972 de 16 combatientes del PRT-ERP (Partido Revolucionario de los Trabajadores-Ejército Revolucionario del Pueblo), FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias) y Montoneros, las tres principales organizaciones armadas en aquel momento, sigue siendo recordada en Argentina año tras año.

Este mes de agosto se han celebrado numerosos actos de miles de personas a lo largo y ancho de todo el territorio argentino para rendir homenaje a aquellas y aquellos jóvenes militantes revolucionarios que fueron acribillados a balazos por oficiales de la Armada siguiendo órdenes directas de la cúpula militar gobernante.

Uno de esos actos, al que acudieron dos mil personas, mayores y jóvenes, familiares de las víctimas, ex prisioneros políticos, activistas pro derechos humanos y militantes de izquierda, abogados progresistas y también representantes del Gobierno, se celebró en el viejo aeropuerto de la ciudad de Trelew, en la sureña provincia de Chubut, a 1.700 kilómetros de Buenos Aires.

Fue allí donde 19 guerrilleros armados, que acababan de huir de la cárcel de máxima seguridad de Rawson, tras fracasar parcialmente su plan para capturar un avión y viajar a Chile -bajo el gobierno del socialista Salvador Allende- y de ahí a Cuba, aceptaron deponer sus armas al verse acorralados por un contingente de cientos de soldados de la cercana base naval Almirante Zar.

El plan de fuga de 110 prisioneros había fracasado. Solo el primer grupo, en el que estaban los principales dirigentes de las tres organizaciones que coordinaron su fuga, lograron subir al avión comercial que previamente había sido capturado por otros compañeros y viajaron con él a Chile.

No era época de móviles y ese primer grupo desconocía por qué no llegaban los camiones en los que tenían que trasladarse el resto de compañeros y compañeras.

Una señal mal interpretada había hecho que los camiones que esperaban cerca de la cárcel para recogerlos se dieran vuelta y se marcharan. Un segundo grupo de 19 presos logró, con mucho retraso, llegar al aeropuerto en taxis, cuando ya había despegado el avión. No los pudieron esperar más; alertada, fuerzas de la Armada se dirigían hacía allí.

Ese segundo grupo intentó capturar otro avión pero este fue alertado antes de aterrizar y desvió su rumbo.

Los 19 quedaron acorralados en el aeropuerto.

Antes de entregarse exigieron garantías de que se respetarían sus vidas y que serían devueltos a la cárcel de Rawson.

Era una situación inédita.

Para ello lograron que viajaran a ese aeropuerto un juez, un médico, abogados de presos políticos y periodistas de medios de comunicación locales, nacionales e internacionales ante quienes ofrecieron una rueda de prensa.

Toda Argentina seguía por radio y televisión los hechos, había máxima tensión.

La ira de la dictadura militar de Lanusse fue mayúscula, no podía dejar que un audaz plan guerrillero la dejara en ridículo.

La junta militar que en 1966 derrocó al gobierno democrático del radical Arturo Illia fue contestada desde el primer momento por una protesta social encabezada por los sectores más avanzados del movimiento obrero, opuestos a la corrupta y gangsteril burocracia sindical peronista, y por un movimiento estudiantil cada vez más radicalizado tras la intervención de la Universidad por los militares.

En 1969 Argentina había vivido su propio mayo francés. Obreros y estudiantes se unían para protagonizar duras y masivas movilizaciones contra la dictadura en las provincias de Corrientes, Santa Fe y Córdoba, que se conocieron como Correntinazo, Rosariazo y Cordobazo, reprimidas brutalmente por el régimen militar.

Lejos de intimidar a la resistencia social y política, la radicalizaron y miles de jóvenes entendimos que ya se cerraban definitivamente las puertas a las vías legales para pelear por las más elementales reivindicaciones democráticas, y que las viejas estructuras partidarias no eran eficaces ante esa nueva realidad.

Fue durante esa penúltima dictadura militar que sufrió argentina (1966-1973) que nuevas organizaciones revolucionarias, tanto de la izquierda marxista como del ala de izquierda del peronismo asumieron la lucha armada como último recurso de resistencia ante la represión militar.

La fuga de la cárcel de Rawson en 1972 se produjo en ese contexto. Ni el primer jefe de la junta militar en el poder, el general Onganía, ni el general Levingston que lo sucedió, habían logrado doblegar por la fuerza esa resistencia.

En 1972 gobernaba el tercer miembro de la junta, el general Lanusse, quien intentaba una salida de la dictadura que no fuera vista como derrota. Había lanzado la idea de lo que llamó un Gran Acuerdo Nacional, prometiendo la convocatoria de elecciones libres para 1973.

Sabía que con paciencia las fuerzas armadas encontrarían la oportunidad para volver al poder, como lo venían haciendo una y otra vez desde 1930, interrumpiendo todos los procesos democráticos.

Y volvieron, cuatro años después.

Pero ante el desafío de los guerrilleros con la ocupación desde adentro de la cárcel de Rawson, el régimen de Lanusse mostró su cara más brutal. Su gobierno presionaba al de Allende para que devolviera a Argentina a los seis jefes guerrilleros fugados pero el presidente socialista se negaba.

A pesar de que el capitán de corbeta Luis Emilio Sosa y el teniente Roberto Bravo que dirigían al contingente de soldados que rodeaba aquel 15 de agosto de 1972 el aeropuerto de Trelew aceptaron ante todos los presentes, juez, abogados y medios de comunicación, dar garantías de que se respetaría la vida de los guerrilleros fugados y se los devolvería a la cárcel de Rawson si entregaban sus armas, la decisión de la dictadura ya estaba tomada.

No se respetaría ese compromiso.

Los 19 guerrilleros y guerrilleras no fueron transportados de nuevo a la cárcel sino a la base naval Almirante Zar y una semana después y tras recibir órdenes directas de la cúpula militar, esos mismos oficiales, Sosa, Bravo y otros pocos compañeros de armas acribillaron a balazos a los guerrilleros después de obligarlos a formar de madrugada a las puertas de sus respectivas celdas.

Aquellos que quedaron heridos eran rematados con armas cortas. A pesar de ello, tres sobrevivieron, fueron heridos gravemente y dados por muertos pero lograron sobrevivir a las heridas.

Conocí de primera mano el relato de uno de ellos, Alberto Camps, de las FAR, cuando coincidimos en la prisión bonaerense de Villa Devoto, en 1973, a donde él había sido trasladado tras recuperarse de sus heridas. Alberto nos reconstruyó lo sucedido a un pequeño grupo de presos, que perteneciamos a distintas organizaciones.

Ante los primeros disparos de metralleta Alberto se lanzó cuerpo a tierra al interior de su celda, al lado de otro de los prisioneros, Mario Delfino, quien había sido militante de la trotskista Palabra Obrera antes de integrarse en el PRT-ERP, donde llegó a ser miembro de su Comité Central.

Ninguno de los dos había resultado herido.

Allí entró rápidamente el capitán Bravo, los hizo poner de pie con las manos en la nuca y totalmente exaltado y a gritos les preguntó si iban a aceptar ser interrogados, sí o no.

Querían saber todo sobre el plan que les permitió reducir a decenas de guardias, apoderarse de sus armas, controlar todo el penal e iniciar una fuga que solo por un problema logístico había impedido que se fugaran 110 presos.

Tanto Alberto como Mario se negaron a hablar y Bravo disparó inmediatamente contra ellos. Primero lo hizo contra Alberto, a un metro y medio de distancia. La bala le atravesó el estómago; se desplomó, no perdió el conocimiento pero hizo un esfuerzo por permanecer inmóvil, simuló que estaba muerto. A su lado caía muerto Mario.

Bravo salió de la celda, siguió rematando a otros.

Pero sólo el pequeño grupo de oficiales que disparó sabía de las órdenes dadas por la cúpula militar. No podía correrse el riesgo de que algún soldado hablase posteriormente. Cuando, alertados por los disparos, acudieron otros militares, les dijeron que habían intentado arrebatarle la metralleta al capitán Sosa y que se habían visto obligados a disparar.

Y esa fue la versión que inmediatamente dio públicamente el general Lanusse: “el personal respondió con sus armas reglamentarias ante un intento de fuga”.

Tras conocerse las noticias Salvador Allende decidió autorizar la salida hacia Cuba de los seis jefes guerrilleros que habían logrado llegar a Chile. Poco tiempo después todos ellos terminarían volviendo a Argentina y morirían en enfrentamientos con la policía o el ejército durante la siguiente dictadura militar.

Alberto Camps, estudiante, FAR, sobrevivió, como María Antonio Berger, socióloga (Montoneros) y Ricardo René Haidar, ingeniero químico (Montoneros) , pero los tres morirían años después también combatiendo contra la última dictadura militar argentina, la encabezada por el general Videla.

Once de los 16 asesinados pertenecían al PRT-ERP entonces todavía sección oficial del Secretariado Unificado de la IV Internacional, creada por Trotsky en 1938; tres a las FAR, y dos a Montoneros.

La matanza de Trelew conmovió al país. Miles de personas acudieron al funeral de los 16 militantes asesinados. Arreciaron las protestas sociales al igual que las acciones de la guerrilla. Hubo quienes incluso desde las filas de la izquierda criticaron el momento político en que se realizó la fuga, a meses de las elecciones.

Pero los presos y presas de Trelew respetaron un principio elemental de todo revolucionario que cae preso bajo una dictadura, intentar fugarse para volver a la lucha.

Al régimen militar la matanza, con la que pretendía mostrar autoridad y control de la situación se le tornó en un bumerán. Ante la contestación social que provocó se vio obligada a acelerar sus planes de salida y convocó elecciones para el 11 de marzo de 1973.

El retorno de la democracia, siempre bajo la poco sutil tutela de las fuerzas armadas, no supuso ni estabilidad social ni política y un año después, con María Estela Martínez de Perón -Isabelita, la segunda esposa del general Perón-, el terrorismo de Estado de la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) se ensañaría aún más brutalmente contra el activismo político, sindical, social y cultural.

En menos de dos años dejó más de mil víctimas mortales y cientos de presos políticos.

Isabelita sigue viviendo plácidamente en Barcelona.

En el plano formal, Argentina era un Estado democrático. El 26 de marzo de 1976 las fuerzas armadas desalojaron a Isabelita del gobierno y asumeron nuevamente el poder.

En los siete años siguientes la dictadura se cobró más de 30.000 vidas.

Son los desaparecidos-asesinados por los que un fuerte movimiento social encabezado desde los años ‘70 por las Madres y por las Abuelas de Plaza de Mayo, por H.I.J.O.S. y numerosas organizaciones defensoras de los derechos humanos sigue pidiendo justicia.

Un movimiento cuya presión ha terminado por lograr la derogación de las leyes de impunidad que protegían a los verdugos y el juicio, condena y encarcelamiento de cientos de militares, policías y personal civil y eclesiástico implicado en los crímenes de lesa humanidad cometidos.

A diferencia de España, en Argentina sí hubo una catarsis de la sociedad, sí se han escuchado y se escuchan en los tribunales los escalofriantes testimonios del genocidio cometido.

Sí se han podido y se pueden juzgar los crímenes cometidos durante la dictadura militar de Onganía-Levingston-Lanusse (1966-1973); los llevados a cabo bajo el Gobierno democrático de María Estela Martínez de Perón (Isabelita, 1974-1975) y aquellos que tuvieron lugar durante la última dictadura del general Videla (1976-1983).

Los ejecutores directos de la masacre de Trelew también han logrado ser localizados, capturados y condenados tras años de persecución. El capitán Sosa, a quien el general Lanusse premió por la matanza concediéndole una beca para que se formara con la infantería de Marina de Estados Unidos, terminó siendo detenido en Buenos Aires en 2010, condenado en 2012 a cadena perpetua, y murió en 2016.

Junto con él fueron condenados también otros dos ex marinos que participaron en la matanza, el capitán Emilio del Real y el cabo Carlos Marandino y se pidió la extradición del teniente Bravo a EEUU donde se había refugiado.

EEUU se negó siempre a su extradición. Lo protegió. Bravo consiguió la nacionalidad estadounidense en 1983; cambió su actividad de asesino por la de próspero empresario en la sanidad privada y suministrador de productos al Pentágono.

En 2019 finalmente Bravo fue detenido en Miami por una orden de Interpol; fue juzgado allí por un jurado popular, aunque solo fue condenado a pagar 27 millones de dólares a los familiares de las víctimas de los fusilados.

 

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