Por hegemonía podemos entender, con Gramsci, dos planos de la práctica política que, aunque pueden visualizarse y presentarse secuencialmente, se entreveran en los procesos históricos concretos. Por una parte, el que se manifiesta como construcción de un sujeto político ampliado, a partir de un núcleo autónomo, capaz de expandirse a nivel ideológico y organizacional, incorporando a través del consenso y las alianzas a sectores y grupos afines o anteriormente adversarios, descolocando y desorganizando el campo opositor. Por otra parte, la noción de hegemonía indica también una forma del ejercicio del poder político y cultural de parte de un sujeto configurado como clase o grupo dirigente (y dominante) sobre un conjunto de grupos o clases subalternas a través de los aparatos hegemónicos del Estado y de la sociedad civil (Modonesi, 2021a). La noción de hegemonía se desdobla –para usar una fórmula clásica de la teoría política– como potentia et potestas, como poder hacer y como poder sobre[mfn]Retomando la distinción de Spinoza utilizada en el debate teórico contemporáneo por autores como Toni Negri, John Holloway y Enrique Dusse[/mfn].

La segunda acepción, de uso más común, asimila la hegemonía al ejercicio del poder político estatal no solo legítimo, sino fundado en el recurso al consenso más que a la coerción o a la amenaza de su uso. En este sentido,  el concepto ha sido utilizado en México, en el debate de la segunda mitad del siglo XX, en relación con la caracterización del régimen de la posrevolución mexicana y la configuración estatal y partidaria que le correspondía, es decir, del Partido Revolucionario Institucional (PRI) como partido de Estado. Mientras que en el régimen de la revolución interrumpida e institucionalizada el fin de la hegemonía culminó en tragedia –en el 68 y sus alrededores–, en el espejismo hegemónico neoliberal impulsado por Salinas de Gortari se asomó solo brevemente, como ilusión y como farsa. Entre 1994 y 2018, es decir, un cuarto de siglo y todo lo que va del siglo XXI, fue más bien la idea de crisis la que marcó el rasgo de época, sea por los sobresaltos de la economía, por la decadencia precipitada del régimen priista y también por el breve ciclo de la transición pactada a la democracia que pretendía sucederle. En efecto, el pacto de transición a la alternancia conservadora no pasó de generar un consenso superficial y efímero alrededor de una declaración de intenciones entre la segunda mitad de los años 90 y el año 2000, vaciándose casi inmediatamente de todo calado hegemónico en la deriva de los dos sexenios del Partido Acción Nacional (PAN) y el retorno del PRI en 2012.

En 2018 cambió radicalmente el escenario y se abrió un nuevo capítulo de la historia política mexicana con la elección de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) a la presidencia gracias a una masiva votación en contra de los partidos del Pacto por México (PRI, PAN y PRD), de la alternancia conservadora y de la continuidad del neoliberalismo que encarnaban.

A casi 5 años de este acontecimiento, considerando la relativa estabilidad política y económica –pandemia permitiendo– que ha acompañado el ejercicio gubernamental del obradorismo ¿podemos desenterrar el concepto de hegemonía para pensarlo y caracterizarlo como una fuerza y una forma política hegemónica en el corto plazo, pero también hipotéticamente en el mediano o largo, es decir, en la duración histórica en la que aspira a insertarse? 

Sin saber cuál será el desenlace –decía Gramsci que podemos prever solo el conflicto–, podemos, sin embargo, registrar rasgos y tendencias hegemónicas en la 4T (Cuarta Transformación), ya que la cosa obradorista –sobre cuya definición nominal volveré más adelante– se ha colocado momentánea, pero firmemente, en el centro del escenario político. Esta centralidad hegemónica se basa, a mi parecer, valga la redundancia cacofónica, en un dispositivo político e ideológico centrista y un dispositivo organizacional y de liderazgo centralista. 

Describiré rápidamente, en las siguientes páginas, cómo centralidad, centrismo y centralismo forman una triangulación hegemónica eficaz, por lo menos en el corto plazo.

Centralidad hegemónica
Desde antes de las elecciones de 2018, en el interregno y el vacío político provocado por la agudización de la crisis de hegemonía que tuvo su ápice con el crimen de Estado contra los estudiantes de Ayotzinapa, AMLO y el obradorismo estaban tomando paulatinamente la iniciativa y ocupando el centro geopolítico del escenario. Esto ocurrió, como suele pasar, tanto por méritos propios como por deméritos de sus adversarios, es decir, por ausencia de una alternativa.

A nivel electoral e institucional, el peso del obradorismo, más allá del evento extraordinario de 2018, se ha confirmado y consolidado en elecciones nacionales y locales en los años siguientes[mfn]2/ Mis lecturas de la elección de 2018 y sobre la primera mitad del sexenio, publicadas originalmente en las revistas Nueva Sociedad, Jacobin y Desinformémonos, aparecen compiladas en Modonesi (2021b).[/mfn]. En un tiempo muy breve, el aparato del Movimiento Regeneración Nacional (MORENA) se ha ramificado en todo el territorio mexicano y ha echado raíces en los palacios del poder, tejiendo relaciones y vínculos con grupos y sectores sociales de arriba y abajo.

Por otra parte, las políticas públicas de la autoproclamada 4T han marcado el ritmo de la agenda política, empezando por el tema del aeropuerto, el antihuachicol, la respuesta a la pandemia, las reformas laborales y energéticas, el aumento de salarios mínimos, las polémicas con el INE, el tren Maya y con otros entes autónomos, para citar las más sonadas. Mientras tanto, en un plano cotidiano, menos polémico y ruidoso, pero más profundo y consistente, la austeridad, la recaudación fiscal (sin reforma progresiva) y, en particular, las capilares políticas sociales llamadas del bienestar han sellado la presencia y la legitimación de la acción de gobierno en la sociedad mexicana.

A la derecha del desierto opositor, el panorama desolador varía entre el fallido intento de movilización destituyente de un ala fascistoide y vociferante (FRENAA) y la falta de credibilidad y de éxitos electorales –por separado o en coalición– de los tres partidos de la transición pactada: PRI, PAN y PRD (Modonesi, 2021c). En este contexto, la tarea contrahegemónica quedó a cargo de los medios de comunicación masiva, las legiones de opinólogos y el ejército de bots. Es notable la pobreza de argumentos de los primeros, viciados en buena medida por la deshonestidad intelectual y la hipocresía de quienes fueron corifeos de los gobiernos anteriores y ahora se dan baños de pureza, contando con la memoria corta de la compulsión opinionista de nuestros tiempos, asumiendo posturas que oscilan entre el clasismo elitista anticomunista y lo políticamente correcto liberal-social-democrático[mfn]Arditi, infra[/mfn]. Por otra parte, la avalancha de insultos y fake news que llenan las redes y los espacios de comentarios en las páginas web de periódicos y redes sociales, si bien ya están generando anticuerpos, no dejan de viciar el ambiente y de alimentar el odio hacia el obradorismo.

Los principales medios de comunicación masiva han adoptado una descarada postura opositora, pero es evidente que las notas, más allá de sus connotaciones, muestran la incuestionable centralidad del presidente y su capacidad de orientar el debate político a partir de iniciativas políticas más o menos acertadas o simplemente por medio de declaraciones polémicas. La famosa polarización –la grieta, como es conocida en el debate argentino– se presenta fundamentalmente como un ping-pong entre una ofensiva comunicacional de oposición y la capacidad de respuesta del Presidente. Si bien es cierto que, como es costumbre, los ataques vienen de la oposición, las mañaneras, que ya habían rendido sus frutos comunicativos cuando AMLO era jefe de gobierno de la Ciudad de México, le permiten abrir y orientar cotidianamente el juego mediático a partir de sus dichos y posturas, que suelen ser polémicos y, efectivamente, contribuyen a retroalimentar en lugar de desactivar la polarización verbal, respondiendo a todos los cuestionamientos, las acusaciones y las provocaciones que día a día acompañan su gestión de gobierno. Por otra parte, el obradorismo no ha intentado siquiera reformar el campo mediático y su concentración propietaria, ejerce su propia estrategia por los canales públicos y cuenta con el apoyo absoluto de un gran periódico nacional –La Jornada–, la benevolencia de algunos medios visuales, como por ejemplo La Octava, y con sus propias huestes de influencers y bots, minoritarias pero presentes y activas en las redes.

Por algo, la asimetría de la batalla comunicacional no ha afectado el apoyo a AMLO según las mediciones convencionales de opinión pública. Mientras escribo, después del fracaso de versiones extremas, apareció una iniciativa política para agrupar una oposición de rasgos moderados y que se reviste de ciudadana (Méxicolectivo), pero es habitada por dirigentes políticos del partido Movimiento Ciudadano, con mayúsculas, y por representantes de la antigua sociedad civil liberal-conservadora, cómplice, cuando no protagonista, de la simulación democrática de las pasadas dos décadas. Por otra parte, la movilización en defensa del INE del 26 de febrero muestra que existe una base social de oposición, de rechazo al gobierno obradorista, pero tanto los argumentos como los grupos dirigentes que pretenden encabezar la protesta son muy débiles. Las iniciativas opositoras efímeras, sin resonancia popular, y, por el contrario, las movilizaciones de protesta, sin una dirección legítima y reconocida, muestran la anemia del anti-obradorismo que, aunque esté muy difuso, no logra concentrarse, no cuaja. Por otra parte, esta incapacidad de conjuntar rechazo social y oposición política es, inversamente, una demostración de la centralidad hegemónica ejercida por el obradorismo en este momento de la vida política nacional. En efecto, más allá de la disputa comunicacional, por méritos políticos del obradorismo o por deméritos de sus adversarios, ni a su derecha ni a su izquierda han surgido oposiciones capaces de contenderle la hegemonía y la centralidad.

A la izquierda del escenario, el vacío contrahegemónico es más dramático a pesar de que no cesan las ordinarias luchas ligadas a derechos laborales, sociales, humanos, civiles y, en particular, en defensa del territorio. Sin embargo, es notable la ausencia de intensidad y de acumulación política y, menos aún, de la conformación de un polo opositor de izquierda que se nutra de esta conflictividad y la retroalimente. Ni siquiera se observa la constitución discursiva de un lugar de enunciación sólido, visible y sonoro de una crítica respecto de los límites del reformismo centrista de la 4T que se encuentra disperso en voces individuales o de grupos de interés parcial, gremial o corporativo. Habrá que analizar con detenimiento el campo de las clases subalternas y sus señales de pasividad, de consenso pasivo y activo a la 4T, de resistencia, de activación antagonista, así como las reservas o potenciales de autonomía[mfn] No desarrollo voluntariamente este punto fundamental por la extensión que requiere. Sobre este tema estoy coordinando en la UNAM, junto a Benjamín Arditi, un proyecto de investigación sobre “Participación política y movilización social en el sexenio obradorista” que incluye una base de datos que registra todos los eventos de protesta.[/mfn]. A primera vista, como reflejo oscuro de la hegemonía obradorista, se observa un eclipse de las izquierdas tanto políticas como sociales [mfn]Apliqué la noción de eclipse para visualizar las relaciones entre las izquierdas socialistas y el nacionalismo revolucionario mexicano, incluido el obradorismo, en Modonesi (2020).[/mfn]. Ésta se produce porque el centro obradorista se dilata y se sobrepone parcial pero significativamente al campo de las clases subalternas y de sus expresiones políticas, ideológicas y organizacionales, que se opacan y desaparecen de la vista, aunque sea temporalmente. La correlación de fuerzas es asimétrica entre la debilidad relativa y solo coyuntural de sujetos políticos y sociales autónomos y organizados, y la persistente y expansiva fuerza de atracción, de generación de consenso pasivo, cooptación y control social por parte de las redes gubernamentales y partidarias de la 4T [mfn]Desde la campaña electoral se observó una dislocación diferenciada (Modonesi, 2018a).[/mfn]. Al mismo tiempo, la polarización, en parte artificial y superficial, no deja sin embargo de tener un trasfondo real y profundo, entre conservadores y transformadores, en el discurso oficial que excluye y descalifica a las posturas críticas desde la izquierda (Modonesi, 2019a) que, a su vez, se auto inhiben cuando aceptan la lógica de no ofrecer armas a los comunes enemigos de la derecha (Núñez Membrillo, 2021). 

En todo caso, es evidente que, por lo menos temporalmente, AMLO logró generar un escenario a su medida, despejando el tablero a diestra y siniestra, aunque, como mencionábamos, la centralidad hegemónica del obradorismo se genera, en buena parte, por defecto, por default, por ausencia de contrincantes a la altura del desafío.

Centrismo político e ideológico
Una cara de la medalla del ejercicio hegemónico que sustenta la centralidad del obradorismo en el escenario político mexicano es el centrismo político e ideológico que se manifiesta, por una parte, en políticas públicas y reformas legislativas de alcance limitado y, por la otra, en su sustento y proyección de mayor alcance cultural, en la concepción del mundo que le corresponde.

La peculiar combinación de progresismo y conservadurismo que caracteriza el obradorismo ha sido un aspecto tan notorio que ha sido ampliamente registrado y comentado, aunque haya desorientado y dificultado una caracterización general de este fenómeno aparentemente contradictorio (Gómez Bruera, 2021).

A nivel ideológico, AMLO ha insistido en que su concepción del mundo y su proyecto se basan en una genérica matriz humanista y, por otra parte, ha hecho reiteradas referencias a diversos momentos y corrientes políticas del pasado: el juarismo, el maderismo y el cardenismo en particular. Al evidente nacionalismo anticonservador (liberal) y antioligárquico (popular) se han ido sumando siempre más evidentes elementos de cristianismo social, que no pertenecían a las corrientes históricas de referencia (Illades, 2020). Lo que definitivamente no está presente es la tradición socialista, ni siquiera en la versión cardenista. 

En esencia, amén de la preeminencia de referencias al humanismo, principalmente de origen cristiano, el obradorismo es una modalidad de centrismo en tanto su vocación, su proyecto y su programa son declarada y evidentemente de síntesis, de negación y superación de la contradicción derecha-izquierda y, en un plano más profundo, de la lucha de clases y del conflicto social [mfn]Lo cual no implica que su trayectoria sea ajena a las luchas sociales (Modonesi, 2019b)[/mfn]. Salvo que, en un mundo derechizado y de cara a una sociedad clasista y oligarquizada por sus raíces capitalistas y neoliberales, esta postura se encuentra malgré soi –no por vocación ni por esencia, sino por simple lógica de simetría– colocada geométricamente en la izquierda del espectro político. Si bien AMLO asume la dicotomía antagonista oligarquía/pueblo, al contrario de lo que sostienen la mayoría de los opinólogos de derecha y de la apariencia de un discurso y una performance propia de la polémica política cotidiana –en la cual por lo demás las intervenciones de López Obrador suelen ser defensivas y reactivas [mfn]Producto de un síndrome de asedio que probablemente haya incorporado en 2005-2006 –en la coyuntura crítica que va del desafuero al fraude electoral– y de la cual no se puede liberar.[/mfn]–, en el fondo la substancia político-ideológica del obradorismo es la reconciliación nacional, el anhelado bien de todos. Nada más lejos del irreductible principio antagonista de la lucha de clases, que actualmente es enarbolado de forma más o menos ruidosa por las derechas revanchistas. Los progresismos de nuestros días, en México como en los demás países latinoamericanos gobernados por progresistas, se erigen más bien como paladines defensores del orden liberal democrático y de grados mínimos de integración social y de defensa de la soberanía nacional (Modonesi, 2022).

Como lo denuncia constantemente AMLO, el clasismo no le pertenece, es un rasgo del otro bando: ellos –la oligarquía– emprenden en nombre de un anticomunismo antiguo y renovado (Illades y Kent, 2022) una lucha de clases que el humanismo obradorista reniega y que quisiera encauzar en el formato pacífico del lema por el bien de todos, primero los pobres, es decir, primero el bien de todos, no la dictadura del pobretariado. López Obrador sostiene, desde hace más de dos décadas, que el bien de todos, la armonía o la paz social, se puede alcanzar solo atendiendo el problema de la pobreza a través de una redistribución de la capacidad de consumo, de acceso a bienes y servicios. Sin atacar o modificar sus causas sistémicas, es decir, la explotación y la exclusión. Por lo demás, como señala acertadamente Jaime Ortega (2022), “el gobierno de la 4T es, ante todo, una reforma del Estado, más que una desestructuración o modificación de la economía de mercado o un choque con los grupos económicos principales”. También Armando Bartra, insigne intelectual obradorista, considera que la 4T se manifiesta como un cambio de régimen político, es decir, de la forma estatal más que de andamiaje neoliberal, cuyo desmantelamiento asume más bien como un proceso en curso que debe profundizarse en el siguiente sexenio. En esta dirección, Bartra (2020) vislumbra una nueva etapa en la cual se profundice el proyecto a partir de la acción combinada del gobierno y de un vuelco participativo de la sociedad mexicana.

Ahora bien, con todo y todo, más que las moderadas acciones o aspiraciones redistributivas de nivelación de las desigualdades, es la retórica plebeya la que marca el tono y la vertiente izquierdista del obradorismo. En el antagonismo oligarquía-pueblo, el pueblo es vestido con ropajes distintos: es asimilado a los pobres (la plebe), a la población en general (el pueblo demográfico), es el soberano elector (el pueblo político) y solo eventualmente es el pueblo participativo (la ciudadanía), el pueblo movilizado (la multitud) y el pueblo organizado (las bases de las organizaciones sociales y políticas). En todo caso, se define siempre en última instancia, por defecto, es decir, descontando al restringido grupo de privilegiados reacios a la redistribución de la riqueza y sus aliados y/o empleados. Constantemente invocado como justificación última de la existencia del obradorismo, acariciado verbalmente y ensalzado por sus virtudes antropológicas, solo ocasionalmente es convocado a organizarse o a hacerse presente en las urnas o en las calles. En el discurso obradorista el pueblo es protagonista en la medida en que es empoderado por el gobierno y el Estado que lo representa. La perspectiva nacional-popular del obradorismo es profundamente estatalista, organicista e integradora en línea con la tradición del pensamiento político del nacionalismo revolucionario mexicano y del populismo latinoamericano en general.

Más allá del ritual discursivo, a nivel programático y de políticas públicas, por transformador que se diga o que parezca ser de cara al neoliberalismo en el que vivimos, en el cual muchos nacieron –y que empañó nuestra visión histórica de largo plazo–, el Estado subsidiario de las políticas redistributivas obradoristas corresponde a un pálido reflejo del otrora welfare socialdemocrático e inclusive del Estado posrevolucionario mexicano. Sin menospreciar el impacto sobrevivencial y de dinamización de la economía popular de los bonos [mfn]El debate respecto del alcance de la política social no está cerrado sobre el manejo de cifras e interpretaciones. Véase la postura de Yáñez (en Heredia y Gómez, 2021) o, por otro lado, el balance pro 4T de Hernández García (2022).[/mfn], hay que reconocer que al pueblo subsidiado no se le proporcionan los medios de producción ni se le garantiza el goce de los derechos que aseguren su plena reproducción social. Las medidas soberanas, centradas en el sector energético, por válidas que sean, sirven para apuntalar una labor estatal que parece más paliativa que curativa, es decir, reformista, en el sentido histórico, socialdemócrata, de la palabra o, si se quiere usar fórmulas más polémicas, progresista neoliberal o social-liberal. Por ello, a contracorriente de los lecturas politicistas de las derechas mexicanas, que insisten en denunciar el autoritarismo (cuando no la incipiente dictadura) de la 4T, como ocurrió con Lula y otros gobernantes progresistas latinoamericanos, los mercados, los empresarios y los organismos internacionales muestran apreciar las obranomics, la estabilidad y el rigor monetarista de la política económica obradorista que, a decir de los economistas, para bien o para mal, permanece en el cauce neoliberal, salvo la osadía de exigir el pago pleno de los impuestos establecidos por anteriores gobiernos neoliberales [mfn]Véase el consenso en este sentido de economistas de diversas escuelas en Núñez Rodríguez (2021).[/mfn]. Si bien todos aprovechan las oportunidades de hacer negocio e incluso incrementar sus ganancias que les ofrece el gobierno de la 4T, la convivencia con diversas fracciones del mundo empresarial capitalista no deja de ser tensa y por mero interés inmediato, ya que éstas, como también lo vimos en varias experiencias latinoamericanas, no desdeñan la oportunidad de propiciar, por las buenas o por las malas, el retorno de las derechas que representan directamente al capital nacional y foráneo.

Sin embargo, justo por ser centrista y contar con un firme cobijo popular –solo inferior, se jacta el presidente, al de Narendra Modi en la India–, la 4T, sin ser revolucionaria y siquiera estructuralmente transformadora en el plano socio-económico, como fueron las otras tres transformaciones anteriores –la Independencia, la Reforma y la Revolución–, no deja de producir algo notable a nivel político y cultural en el corto plazo, algo que puede sopesarse y medirse a través del criterio de la hegemonía.

Como señaló acertadamente Blanca Heredia, la atención hacia los y las de abajo es “mínima a nivel material pero máxima a nivel simbólico” (Heredia y Gómez, 2021: 68). En efecto, a mi parecer, donde el obradorismo está haciendo algo que puede llamarse historia no es en el terreno de las políticas públicas, es en el plano discursivo y simbólico y en sus impactos culturales. Un ámbito en donde aparenta estar más a la izquierda de lo que está programática e ideológicamente. El discurso obradorista no solo ha abierto la caja de pandora reaccionaria de las clases dominantes –y sus anexos de clase media–, sino que ha iniciado un proceso que, aunque no alcanza a ser una “revolución de las conciencias” –como pretenden el presidente y sus seguidores–, coloca una serie de cuestiones de ruptura o, por lo menos de discontinuidad, en el terreno de la cultura política [mfn]Ver Bartra, infra y en una lectura retrospectiva, a partir de la idea de construcción de ciudadanía en los años previos, que antecedieron y permitieron la ruptura electoral de 2018: Tamayo (2022)[/mfn]. Todas ellas emanan de la personalidad de AMLO, que provoca rechazo justo porque tiene calado hegemónico: la austeridad, la honestidad, la moralidad, el estilo plebeyo y coloquial, la obstinación o terquedad en los principios, el elogio de los valores populares tradicionales. Posturas que son algo más que una performance o una puesta en escena (Puga, 2021), sino un estilo personal de gobernar –como el que atribuía Cosío Villegas (1974) a Echeverría– que aspira a consolidarse como cultura política siendo que se sedimenta a nivel de sentido común. Como dirían algunos simpatizantes: el obradorismo es, o aspira a ser, un “estado de ánimo”, “un sentimiento” [mfn]Gustavo Gordillo, “Obradorismo”, 25 de noviembre de 2022, consultado en https://gustavogordillo.blogspot.com/2022/11/obradorismo.html. De obradorismo como sentimiento también habla Milton Gabriel Hernández García, “¿Qué es el obradorismo?”, La Jornada de Oriente, 17 de enero de 2023, https://www.lajornadadeoriente.com.mx/puebla/que-es-el-obradorismo/.[/mfn].

Por ello, paradójicamente, la apuesta hegemónica es más frágil justo donde es más penetrante y difusa, ya que habrá que ver qué tan hondo puede llegar dependiendo tanto del estilo personal de un dirigente, ahora presidente, mañana retirado en un rancho en Palenque, cuyo nombre no deja margen a la ironía. Un ejemplo personal a modo de prédica –que recuerda la actuación, valga el doble sentido, de Pepe Mujica en Uruguay– que no parece ser ni poder ser replicado de igual manera, con el mismo rigor, intensidad y capacidad de persuasión por el grupo dirigente o el movimiento social y político obradorista.

Centralismo (superliderazgo, gobierno y partido)
Y aquí aparece la otra cara de la medalla obradorista: la forma específicamente centralista y centralizada del sujeto político.

Como ha resultado evidente desde su separación del PRD, el proyecto centralista ha sido realizado sistemáticamente como proceso de centralización alrededor del liderazgo de AMLO, que podríamos definir superliderazgo por el nivel de concentración de poder y de las cualidades carismáticas que se le reconocen o atribuyen. Alrededor del fulcro del líder, que contiene el corazón del proyecto –lo que lo mantiene en vida–, se mueven mecánicamente un brazo izquierdo, MORENA, y un brazo derecho que actualmente carga el peso político más relevante: el gobierno y los círculos dirigentes –más o menos cercanos al presidente– que lo instrumentan. 

La ocupación del aparato estatal ha sido un pasaje crucial en la construcción de hegemonía en tanto permitió el ejercicio de determinadas políticas públicas, pero también porque, a través de ellas y gracias a la simple repartición de puestos, desde allí se tejieron alianzas más allá del perímetro inicial del obradorismo triunfante en 2018, que de por sí se había ya ampliado a lo largo de la campaña en vista de la probable victoria. La atracción centrípeta del Estado-gobierno opera en relación con los grupos políticos existentes, incluidos los que temporalmente están situados en la oposición, y también con los grupos empresariales que, como es sabido, no resisten las sirenas del presupuesto público ni rechazan las prebendas que estructuralmente les garantiza, desde hace ya décadas, la forma capitalista del Estado contemporáneo. La apuesta centrípeta del estatalismo obradorista reviste la forma de la hegemonía hacia adentro, como constitución de las alianzas y ensanchamiento del sujeto político, y hacia fuera como forma de generación de consenso social hacia diversas clases sociales. De allí que la apuesta estratégica fundamental, como ha sido señalado, fue tomar las riendas del aparato estatal y garantizar su autonomía relativa (Gómez Bruera, 2021: 115 y ss.). Un margen de maniobra que ha operado no solo frente a los grupos de poder económico, sino de cara a diversas instancias de mediación de la sociedad civil que incluían negocios privados a costa del presupuesto público, organizaciones de corte clientelar, pero también una serie de espacios colectivos surgidos de luchas y que siguen sosteniendo demandas populares y formas de autoorganización desde abajo [mfn]Gustavo Gordillo, “La gobernabilidad realmente existente” en Heredia y Gómez Bruera (2021)[/mfn].

El otro brazo del centralismo obradorista es MORENA, el partido que pretende contener el movimiento –como contenedor y como contención– para soltarlo en contadas ocasiones electorales y plebiscitarias y de movilización controlada, aun cuando no dejara de reflejar expresiones de respaldo genuino y espontáneo a la 4T, como se vio en 2022 y se vio en la consulta sobre la revocación del mandato o del cuarto informe presidencial, y que hemos podido ver el 18 de marzo en la anunciada movilización en el aniversario de la expropiación petrolera. Un juego de matrioskas en donde el Amlito –el muñequito de la discordia [mfn]El peluche de AMLO que ha sido prohibido por el Tribunal Electoral por ser considerado propaganda electoral[/mfn]– es tan grande que contiene el gobierno que, a su vez, contiene el grupo dirigente que contiene al partido que finalmente contiene al pueblo. La inversión de las proporciones se origina en la concentración del poder propio de la delegación o, si se quiere, del mandato representativo de la democracia liberal, pero se agiganta a través de los fenómenos carismáticos. Al mismo tiempo, habiendo algo excedente, nada garantiza que, en otras condiciones, no se desborde y se rebele ese mismo pueblo, cuyos contornos van cambiando y cuyos humores no son tan predecibles.

Dicho sea de paso, el ejercicio del poder de todo liderazgo popular, en particular de aquéllos de carácter y vocación centrista, se manifiesta no solo y no tanto en la capacidad de convocar a la movilización, sino en la de saber y poder ordenar el repliegue y hacer efectiva la desmovilización. Perón se volvió Perón el 17 de octubre de 1945, no tanto y no solo porque convocara a las masas –vía Evita– a pedir su liberación, sino porque supo y pudo mandarlas a sus casas como le imploraban sus colegas militares que lo habían encarcelado. Y siguió siendo Perón mientras lograba que los peronistas respetaran la invitación a ir “de la casa al trabajo y del trabajo a la casa”.

Ahora bien, el centralismo como dispositivo político eficaz en términos de hegemonía se nutre necesariamente de un juego, un pulso –un “muñequeo”, diría el propio AMLO– que permite la agregación, la hegemonía frente a los aliados, la capacidad de expandir el consenso en el perímetro del propio campo de fuerzas. 

En éste, la construcción del sujeto obradorista tiene una trayectoria propia desde 2005, una historia de organización y de movilización que ha sido narrada en detalle (Quintanar, 2017) y sobre la cual no me detengo. El pasaje de 2018 comportó una obvia inflexión no solo por la evidente contención de toda pulsión hacia la movilización entendida como protesta, sino por dos ajustes simultáneos. El ensanchamiento del obradorismo que implica, adentro y afuera de la franquicia MORENA, la presencia de grupos, individuos e intereses que no promueven el cambio, sino la conservación, es decir, garantizan la conservación limitando el alcance del cambio, haciéndolo funcional al diseño de una mera reconfiguración del statu quo. Por otra parte, a nivel funcional, el partido-movimiento se ha convertido en un apéndice y no encarna el fulcro dinámico del proceso político que está centrado y motorizado principalmente en el superliderazgo de AMLO, pero también por un grupo dirigente que radica en las instituciones, en los palacios de gobierno y de legislación de la capital y del país. En un clima de exaltación acrítica y de culto al superliderazgo [mfn]Con intentos acrobáticos de teorizarlo y canonizarlo. Véase, por ejemplo, Bernardo Cortés Márquéz, “¿Qué es un liderazgo popular?”, La Jornada, 31 de diciembre de 2022.[/mfn], el papel del partido, como entidad colectiva por excelencia, es de retaguardia, cumple la función de agencia electoral tanto por su manejo de las candidaturas –por medio de encuestas, sin la participación de la militancia–, como de los arreglos cupulares y de contacto con la base electoral. Como también algunos dirigentes de MORENA señalan con preocupación, se ha convertido o tiende a convertirse en partido de Estado [mfn]Carlos Figueroa, “Congreso de Morena en México: refundación comopartido de Estado”, octubre de 2022, https://www.nodal.am/2022/10/congreso-de-morena-en-mexico-refundacion-como-partido-de-estado-por-carlos-figueroa-ibarra[/mfn]. Más allá de la dificultad de sostener esta comparación histórica, queda por profundizar el análisis sobre el tipo de mediaciones que MORENA establece y ejerce, además de la electoral; es decir, cuánto es una instancia de intermediación clientelar ligada a políticas sociales y qué tanto está ligada o es expresión de grupos de poder local, principalmente de los gobernadores guindas.

Dos datos han sido evidentes y de notable relevancia en términos de la construcción, el desarrollo y la persistencia de MORENA. Por una parte, la masiva incorporación de grupos o de dirigentes, principalmente de origen priista, pero también de la derecha y la izquierda, así como de la sociedad civil y del empresariado responsable. Por otra parte y como correlato, la capacidad de sostener equilibrios, aun precarios, al interior del partido, con un mínimo de rupturas, ligadas a la frustración de intereses políticos inmediatos y no a quiebres estratégicos y, menos aún, ideológicos [mfn]Es el caso de la Convención Nacional Morenista (https://morenademocracia.mx/), en la cual, no obstante, se vierten preocupaciones legítimas, como registra Miguel Ángel Ramírez, “La cultura política de los militantes de Morena: ‘fortalecer al partido desde las bases’”, https://puedjs.unam.mx/revista_tlatelolco/la-cultura-politica-de-los-militantes-de-morena-fortalecer-al-partido-desde-las-bases/[/mfn]. En particular, llama mucho la atención, a la hora del siempre difícil ejercicio de gobierno, la ausencia de explícitos cuestionamientos por la izquierda al interior de un movimiento que dice ser heredero de las luchas sociales y democráticas desde la época de Juárez, pasando por la Revolución mexicana, el cardenismo, el 68, etc. En efecto, las críticas que afloraron en estos años se centran más en la forma democrática y participativa que en el contenido y la orientación del proyecto de transformación [mfn]Aparecieron en distintos momentos voces que problematizan la cuestión, aun a partir de una firme militancia obradorista, como, por ejemplo, intelectuales del calibre de Pedro Miguel (“La crisis de Morena” y “Rescatar Morena”, La Jornada, 1 y 29 de noviembre de 2019) y Armando Bartra (infra) o más jóvenes como Adrián Velázquez Ramírez, “El Movimiento de Regeneración Nacional: un balance a contrapelo”, Revista Común, 28 de octubre de 2019.[/mfn].

Ahora bien, la aspiración a ser un partido de Estado –no exactamente aquel partido de Estado que fue el PRI–, más allá de lo que se opine sobre sus finalidades o sobre sus mecanismos, corresponde a la voluntad de ser eficaz políticamente y en términos hegemónicos, ya que habilita la expansión del consenso tanto entre los aliados como hacia los adversarios y constituye un formidable dispositivo de poder, capaz de ocupar el espacio político y de controlar los mecanismos de su reproducción. Presidencia, aparato estatal y partido, salvo los mínimos fisiológicos sobresaltos provocados por las disidencias internas o por las oposiciones, funcionaron como un reloj en estos cuatro años, un impecable instrumento de ejercicio del poder. Ha sido en el plano general de la disputa por el poder, amén de las improvisaciones, los desaciertos, los errores y las mezquindades que podemos considerar peccata minuta o, por el contrario, expresión sintomática de una enfermedad más grande, es decir, como parte de una tendencia a la decadencia de los grupos dirigentes que es expresión de una crisis epocal de la democracia representativa. En todo caso, aquí y hoy, MORENA cumple con la función y los propósitos que se asignó a sí misma: la conquista y la conservación del poder. ¿Pero dónde y cuándo vimos algo similar? Dejando a un lado el debate sobre el contenido, es decir, el neodesarrollismo o la nostalgia echeverrista que algunos atribuyen a AMLO [mfn]Una lectura a partir de la continuidad del nacionalismo revolucionario aparece en Rogelio Hernández Rodríguez, “La resistencia de una idea: el nacionalismo revolucionario del PRI a López Obrador”, Foro Internacional (FI), LX, 2020, 2, cuaderno 240.[/mfn], el formato político del obradorismo recuerda en efecto –en el corto plazo, insisto– aquél que sostuvo la hegemonía priista por décadas. Mutatis mutandis, porque las múltiples diferencias saltan a la vista. En aquel entonces las oposiciones no gozaban de la libertad y del poder de facto del que gozan las derechas políticas y civiles que abanderan el antiobradorismo militante de nuestros días. MORENA, a pesar de sus decenas de miles de comités electorales, depende del superliderazgo de AMLO, al revés de lo que era la relación entre el PRI y los presidentes de turno. Finalmente, la precariedad política, propia de la fluidez del voto, no garantiza la temporalidad larga de realización plena de un partido de Estado al viejo estilo de la ocupación permanente del aparato y las instituciones. En MORENA se albergan más bien tendencias y mecanismos de la que podríamos llamar una disposición a operar como partido de Estado en un régimen de alternancia.

En todo caso, la participación política y la movilización social están lejos de ser un criterio de historicidad para la 4T, así como no lo fueron para las otras transformaciones en las cuales las acciones e instancias de autoorganización popular sostuvieron parte del esfuerzo combativo, pero fueron sacrificadas en nombre de la edificación de regímenes que, si bien interiorizaban parte de sus reivindicaciones, les expropiaron la esperanza del autogobierno, es decir, de la edificación de una forma estatal socializada. La participación que se manifestó como movilización y organización de las clases subalternas queda inscrita en la historia de bronce de las gestas heroicas de los líderes (Hidalgo, Juárez y Cárdenas, por ejemplo) y termina siendo encapsulada en formas partidarias y estatales, en el mejor y más moderno de los casos bajo la mediación clientelar y corporativa. Algo que parece, en la historia de México, como la recurrencia al formato contradictorio de la revolución pasiva, para usar una expresión de Gramsci, que para el caso del obradorismo y la 4T no calza plenamente, aunque ilumina algunos aspectos cesaristas y transformistas y de la tendencia a combinar y equilibrar reformas y control social, progresismo y conservadurismo. 

Conclusión y apertura
Recapitulando y concluyendo, la hegemonía obradorista se presenta y se realiza como centralidad, centrismo y centralismo. Se desdobla entre la configuración de un sujeto ampliado, con distintos círculos concéntricos que remiten en última instancia al superliderazgo de AMLO y que incluyen núcleos duros y partes blandas, cuya configuración será puesta a prueba a la hora de definir la candidatura presidencial hacia la elección de 2024. A la par de esta hegemonía interior, se despliega una forma exterior de hegemonía como dirección y como gobierno, como capacidad de ejercer el poder por medio del consenso que se plasma en políticas públicas y en discursos orientados hacia los sectores populares que, en particular gracias al efecto AMLO, tienen una dispersión cultural, de sedimentación hegemónica y que, como contraparte, provocan una reacción de parte de las oposiciones partidarias y de las porciones de las que siguen siendo las clases dominantes mexicanas que, si bien no dejan de prosperar y de hacer negocios, apuestan a volver a tener bajo su control total el aparato estatal. 

En efecto, la polarización no surge en principio del centro obradorista, sino, por el contrario, de un rechazo y una reacción que lo amenaza y lo limita, sin que, por el momento, lo logre asediar. Aun cuando, en particular, las respuestas presidenciales suelen ser polémicas y contribuyen a incendiar la polarización verbal en lugar de tratar de desactivarla. Al mismo tiempo, si asimilamos la 4T a los proyectos-procesos progresistas latinoamericanos actuales –amén de su carácter tardío respecto de los de la primera ola (Modonesi, 2018b)–, la centralidad que actualmente ocupa el obradorismo no sólo puede resultar amenazada por la derecha, sino que, por su centrismo y centralismo, podría dejar abierto el espacio para que se genere una fisura a su izquierda. Y en esta fisura bien pueden brotar formas de rebelión, ese recurso antagonista extraordinario, desordenado pero potente, al cual suelen acudir las clases subalternas latinoamericanas para abrirse paso en la historia cuando encuentran todos los caminos cerrados y no tienen la consistencia ideológica y organizativa para proponerse otra cosa. 

No solo a partir de una deducción comparativa, sino de la experiencia de los conflictos sociales y las crisis políticas en México y América Latina, lo menos probable es que se mantenga de forma prolongada la estabilidad y la acumulación hegemónica que logró el obradorismo en sus primeros años de gobierno. 

Massimo Modonesi es historiador, sociólogo y latinoamericanista. Es autor, entre otras obras, de Revoluciones pasivas en América (2017) y ha coordinado recientemente La revolución pasiva (2022).

  • Una versión preliminar de este trabajo salió en la revista mexicana Común, https://revistacomun.com/

Referencias
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