En un periodo en el que la educación se reduce a nada más que un lugar de formación para el capital global, definido por los modos de gobernanza modelados según una cultura empresarial, tanto la escuela pública como la educación superior corren el riesgo de no cumplir su función como esfera pública democrática dedicada a crear una ciudadanía informada, crítica y comprometida. En una época marcada por el debilitamiento de la cultura cívica, la erosión de todo sentido de ciudadanía compartida y la emergencia de una cultura de la inmediatez y la autoabsorción, los y las intelectuales, artistas, enseñantes y otros trabajadores de la cultura se repliegan o se ven presionados a mirar para otro lado o desistir de su responsabilidad de utilizar la educación para abordar graves problemas sociales, como la amenaza de guerra nuclear, la devastación ecológica y el agudo deterioro de la democracia. En el ámbito de la educación pública se reduce la financiación de las escuelas, el personal docente pierde el control sobre las condiciones de su trabajo y los sindicatos ven continuamente mermada su capacidad para trabajar en pro de los derechos de docentes y estudiantes.
En la educación superior, las modalidades de gobernanza neoliberales la han convertido en un apéndice de la lógica empresarial, que ve a los estudiantes como consumidores, las facultades como fondo de trabajadores temporales y el conocimiento como una mercancía. Pasó la época de la universidad como intelectual público cuya labor académica y cuyas intervenciones públicas eran un modelo para enriquecer la vida pública y abordar formas extremas de desigualdad económica, guerras innecesarias e injusticias de clase y raciales. Se fueron los maestros y académicos diversos que trabajaban sin descanso por inspirar a las personas y los movimientos sociales para que desplegaran la energía, la comprensión y la pasión necesarias para mantener vivos el espíritu, las promesas y los ideales de una democracia radical. Casi parece pintoresco hablar de una época en que la docencia, como señala Khalid Lyamlahy, producía investigaciones centradas en “cuestiones latentes y nexos desatendidos”, creaba un lenguaje que generaba una “afinidad más activa entre la gente” y profesaba prácticas pedagógicas y una labor cultural que denunciaban una política que se negaba a “separarse de instituciones sociales y relaciones materiales de poder y dominación” (Lyamlahy, 2019). Habiendo dejado de desempeñar el papel de transgresores, demasiados académicos y académicas se ven sometidas a contratos y trabajos temporales que socavan la libertad académica y se les reduce a funcionariado a tiempo parcial que lucha por sobrevivir.
Son tiempos especialmente difíciles para las personas que se dedican a la educación, muchas de las cuales se han opuesto con fuerza a la degradación a ultranza de la enseñanza y al aprendizaje que viene produciéndose de forma insistente desde la década de 1980 en EE UU. Estas personas necesitan un nuevo lenguaje, una nueva visión, nuevas políticas y un renovado sentido de la solidaridad. Necesitan sacar la verdad de las tinieblas y crear un espacio para el pensamiento crítico y la acción cívica, presionando al mismo tiempo sobre las fronteras de la imaginación social. Sobre todo, necesitan reconocer y luchar por la centralidad de la educación para la definición de modalidades de acción, identidad, valores, relación social y visiones del futuro. Tal vez sea mucho preguntar, pero ¿pueden contribuir aquellos de nosotros y nosotras que operan en varios espacios, lugares y terrenos pedagógicos en los que se produce conocimiento y se reimagina el futuro a inventar una política que confiera sentido a las promesas e ideales de una democracia radical? ¿Podemos inventar una política capaz de operar en una sociedad y de retarla convirtiéndose en el azote de los valores de mercado y los crecientes registros de una política fascista? Toni Morrison tenía razón cuando señaló que el trabajo de maestros y maestras, intelectuales y trabajadores de la cultura “es más indispensable que nunca antes porque el mundo es más peligroso que nunca antes” (Morrison, 2019: 30). En lo que sigue me propongo explorar lo más ampliamente posible estos temas mediante el examen de la educación, la pedagogía y la enseñanza y el aprendizaje en relación con los múltiples lugares en que se llevan a cabo.
En todo el mundo, instituciones democráticas como los medios independientes, las escuelas, el sistema judicial, ciertas entidades financieras y la educación superior están siendo asediadas. La educación ha devenido cada vez más un instrumento de dominación en que los aparatos pedagógicos de derechas, controlados por los empresarios del odio, atacan a la gente trabajadora, a la que vive en la pobreza, a la gente de color, a quienes buscan refugio, a las y los inmigrantes del Sur y otras personas consideradas desechables. En medio de una época en que un orden social antiguo se desmorona y uno nuevo lucha por autodefinirse, se produce un periodo de confusión, de peligro, y momentos de gran agitación. Nos hallamos ahora, una vez más, en una coyuntura histórica en que las fuerzas de la democracia y el autoritarismo compiten por configurar un futuro que puede ser o bien una pesadilla impensable, o bien un sueño realizable.
Los arquitectos de una nueva camada de corrientes políticas fascistas dominan cada vez más importantes aparatos culturales y otras instituciones políticas y económicas poderosas en todo el mundo. Su pavoroso reino de miseria, violencia y exclusión se ve legitimado, en parte, gracias a que controlan toda clase de mecanismos de producción de conocimiento que construyen una vasta maquinaria de consentimiento fabricado. Esta formación educativa reaccionaria incluye grandes medios audiovisuales, plataformas digitales, Internet y edición cultural impresa, que participan en un espectáculo continuo de violencia, en la estetificación de la política, en la legitimación de las opiniones por encima de los hechos y en la difusión de una cultura de la ignorancia.
El potencial educativo de la esfera cultural se ve amplificado por la fusión del poder con nuevos instrumentos de cultura
Es difícil imaginar un momento más urgente de tomarnos en serio la exigencia de situar la educación en el centro de la política. El autoritarismo se impone cada vez menos a base de golpes militares y cada vez más mediante elecciones subvertidas por la fuerza de formas opresivas de educación, que se extienden de las escuelas a las redes sociales y otros aparatos culturales. El potencial educativo de la esfera cultural se ve amplificado actualmente por la fusión del poder con nuevos instrumentos de cultura que han creado poderosos lugares de lucha, en un esfuerzo por normalizar y legitimar ideas, valores y relaciones sociales dominantes. Situar la educación en el centro de la política significa abordar las fuerzas culturales que configuran la política y la sociedad con el fin de crear una cultura formativa que esté al servicio de modalidades de acción, aspiraciones e identidades democráticas. Si queremos que la educación opere al servicio de la democracia, necesita una nueva visión y un nuevo lenguaje en que la exigencia de un cambio real entre en consonancia con las necesidades, los deseos, los valores y los modos de identificación concretos que la gente de clase trabajadora de todas las tendencias pueda entender y valorar críticamente.
Si queremos desarrollar una política capaz de despertar nuestras sensibilidades críticas, imaginativas e históricas, es crucial que los educadores y educadoras creen un proyecto político dotado de un lenguaje de crítica y posibilidad, impregnado de la noción crucial de que no hay democracia sustantiva sin una ciudadanía informada. Este lenguaje es necesario para que pueda haber condiciones para forjar una resistencia colectiva internacional de educadores, jóvenes, artistas y otros trabajadores culturales en defensa no solo de los bienes públicos, sino también de una democracia con la garantía de derechos civiles y políticos y también de derechos económicos que aseguren la dignidad y un sentido de la acción significante (Fountain, 2020). En un periodo de aislamiento social, sobrecarga de información, cultura de la inmediatez, exceso consumista y crecientes movimientos populistas de derechas es todavía más crucial que nos tomemos en serio que una democracia no puede existir ni defenderse sin una ciudadanía informada y comprometida críticamente.
La educación debe entenderse ampliamente como algo que tiene lugar en varias ubicaciones y definirse, en parte, a través de su interrogación de las exigencias de democracia. Como señala Ariel Dorfman, es hora de crear las instituciones culturales y las condiciones pedagógicas en múltiples lugares, desde la prensa del sistema hasta el mundo digital en línea, con el fin de “dar rienda suelta al coraje, la energía, la alegría y, sí, la compasión con las que millones de rebeldes [puedan] desafiar el miedo y mantener viva la esperanza en estos tiempos traumáticos” (Dorfman, 2020). Según Pierre Bourdieu, “importantes formas de dominación no solo son económicas, sino también intelectuales y pedagógicas y se sitúan en el lado de la creencia y la persuasión [redoblando así] la importancia de reconocer que los intelectuales cargan con una enorme responsabilidad de desafiar esta forma de dominación” (Bourdieu y Grass, 2002). Esta es una demanda especialmente crucial en un periodo en que la fuerza educativa y pedagógica de la cultura se abre paso en múltiples lugares. La escuela solo es una vertiente de la educación, mientras que las películas, la televisión, los libros, las revistas, Internet, las redes sociales y la música constituyen fuerzas increíblemente significativas en la elaboración de cosmovisiones, modos de actuar y diversas formas de identificación.
En un periodo en que la verdad se ha tornado maleable y a la gente le dicen que la única obligación de la ciudadanía es consumir, la lengua se ha vuelto más superficial y más individualista, desvinculada de la historia, y más introspectiva, mientras socava las esferas sociales democráticas viables como esferas en que la política junta a las personas como sujetos colectivos que desean ensanchar las fronteras de la imaginación política y moral. Demasiadas personas de todo el mundo han olvidado sus lecciones de civismo, y al hacerlo ceden el terreno de la historia a los proveedores de mentiras, de militarismo y supremacismo blanco. Como educadores e intelectuales, es crucial que recordemos que no puede haber una democracia de verdad sin la presencia de ciudadanos y ciudadanas decididos a pedir responsabilidades al poder, emprender formas de testimonio moral, romper la continuidad del sentido común y cuestionar la normalización de instituciones, políticas, ideas y relaciones sociales antidemocráticas.
Situar la educación en el centro de la política supone que como artistas, investigadores y académicos formulamos preguntas incómodas sobre lo que Arundhati Roy denomina “nuestros valores y tradiciones, nuestra visión del futuro, nuestras responsabilidades como ciudadanos, la legitimidad de nuestras instituciones democráticas, el papel del Estado, la policía, el ejército, el poder judicial y la comunidad intelectual” (Roy, 2001: 3). La educación tiene la misión de crear las condiciones en que las personas puedan desarrollar un sentido colectivo de la urgencia que propicia el deseo de aprender cómo gobernar, en vez de aprender meramente cómo ser gobernadas. Educar para el empoderamiento significa crear movimientos sociales informados y comprometidos críticamente, dispuestos a combatir las plagas emocionales, la desigualdad económica, la miseria humana, el racismo sistémico y el colapso del Estado de bienestar provocado por el capitalismo neoliberal y otras formas de autoritarismo. La supervivencia de la democracia depende de un conjunto de hábitos, valores, ideas, cultura e instituciones capaces de sostenerla. La democracia es precaria y siempre inacabada, y su futuro no solo es una cuestión política, sino también educativa.
No hay democracia sin un público informado y no hay justicia sin un lenguaje crítico con la injusticia
A fin de cuentas, no hay democracia sin un público informado y no hay justicia sin un lenguaje crítico con la injusticia. La democracia debería ser una manera de pensar sobre la educación, que aspire a conectar la pedagogía con la práctica de la libertad, el aprendizaje con la ética y la acción con los imperativos de la responsabilidad social y el bien público. En este periodo de fascismo naciente no basta con conectar la educación con la defensa de la razón, el juicio informado y la acción crítica; también debe alinearse con la fuerza y el potencial de la resistencia colectiva. Vivimos tiempos peligrosos. Por consiguiente, hay una necesidad urgente de que más personas, instituciones y movimientos sociales confluyan en la convicción de que es posible ofrecer resistencia a los actuales regímenes tiránicos, de que son posibles otros futuros alternativos y de que actuar con esta convicción a través de la resistencia colectiva abrirá la puerta a un cambio radical.
Las y los enseñantes han de desarrollar un planteamiento impregnado de la noción de que la historia está abierta y de que es necesario que la gente piense y actúe de otra manera, especialmente si queremos imaginar y poner en práctica futuros democráticos y horizontes de posibilidad alternativos. Se trata de la necesidad de desarrollar una visión impregnada de una mezcla de justicia, esperanza y lucha, una tarea en la edad de las pandemias que nunca ha sido más importante que hoy. Es más, frente a la tiranía emergente y las políticas fascistas que se expanden por todo el globo, es hora de juntar un sentido de indignación moral con un sentido de coraje cívico y acción colectiva. Como mínimo, la educación está en el centro de la política porque sienta las bases para quienes creemos que la democracia es un terreno de lucha que solo puede librarse desde la conciencia de su fragilidad y su necesidad. Como educadoras y educadores, lo que no podemos hacer es mirar para otro lado. Goya tenía razón cuando dijo aquello de que “el sueño de la razón produce monstruos”.
Henry A. Giroux es profesor en McMaster University, Hamilton (Canadá) y Paulo Freire Distinguished Scholar en Pedagogía Crítica
Traducción: viento sur
Referencias
Bourdieu, Pierre y Grass, Günter (2002) “La restauración progresista: un diálogo franco-alemán”, New Left Review, 14, pp. 61-74.
Dorfman, Ariel (2020) “Defying Fear in Traumatic Times”, Counterpunch, 11 de noviembre. Disponible en https://www.counterpunch.org/2020/11/11/defying-fear-in-traumatic-times/
Fountain, Ben (2020) “What Has Minimalist Democracy Gotten Us?”, The New York Review. Disponible en https://www.nybooks.com/articles/2020/11/19/election-what-has-minimalist-democracy-gotten-us/
Lyamlahy, Khalid (2019) “The Professional Stranger: On Abdelkebir Khatibi’s Plural Maghreb”, Los Angeles Review of Books. Disponible en https://lareviewofbooks.org/article/the-professional-stranger-on-abdelkebir-khatibis-plural-maghreb/
Morrison, Toni (2019) “The War on Error”, The Source of Self-Regard. Nueva York: Knopf.
Roy, Arundhati (2001) Power Politics. Cambridge: South End Press.

