John Kerry, el que fuera secretario de Estado del presidente Obama, escribía hace unos días el siguiente twitt: “Me han dicho que el 50% de las reducciones que es necesario hacer para llegar al cero neto provendrá de tecnologías que aún no tenemos. Esto no es más que la realidad". Es una frase inquietante y lo es porque, de algún modo, nos permite relajarnos: nos dice que la salvación del planeta -o al menos de la especie humana- no depende de la conciencia ni del compromiso ni de las políticas concretas que se tomen en una u otra dirección, sino de las propias tecnologías que erosionan nuestra supervivencia. Es una frase cuyo ciego optimismo está preñado, si se quiere, de miedo y de renuncia. Kerry, como tantos y tantos de nuestros contemporáneos, acepta que nada está ya en nuestras manos, pero se refugia consoladoramente en la idea de que justamente esta emancipación tecnológica, que él identifica con la “realidad”, va a salvarnos. El hecho de que hable de “tecnologías que aún no tenemos” indica, por lo demás, que, aunque no conozcamos todavía la hechura concreta de esas tecnologías, podemos estar seguros de que serán buenas: las innovaciones sucesivas nacen en un contexto dinámico cuya ley íntima es el Progreso. Venga lo que venga a continuación, vendrá para aliviar nuestros problemas: el futuro, digamos, está trabajando siempre en nuestro favor.

La frase de Kerry, y el suelo de malentendidos, supersticiones y temores en que se apoya, es lo que Adrián Almazán Gómez llama “tecnolofilia” en su libro Técnica y tecnología, publicado por la editorial Taugenit y cuyo subtítulo es precisamente “cómo conversar con un tecnolófilo”. Es un libro al mismo tiempo sencillo y complejo, corto y profundo, ligero y exigente. Que sea sencillo, corto y ligero da toda la medida del talento de su autor, que ha conseguido volcar en pocas páginas y de la manera más didáctica años de lecturas e investigaciones cuyo rastro puede seguirse en la extensa bibliografía. La cuestión que aborda, sin embargo, es la más compleja, profunda y exigente porque no puede aislarse de nuestros deseos y proyectos vitales: porque, de alguna manera, enlaza la totalidad con la subjetividad, y más aún en una época en la que, como dice el propio Almazán, la digitalización de la existencia ha acabado por “moldear ámbitos (la amistad, la autoestima, el amor) que hasta ahora se habían resistido a este proceso”. Desmontar los tópicos de la tecnolofilia supone, por tanto, desmontar una operación terrorista suicida en todos los órdenes: el antropológico, el social, el económico, el político. Distinguir entre técnica y tecnología, entre técnica y naturaleza humana, entre técnica y progreso, como hace concienzuda y eficazmente este libro, no es sólo una labor teórica necesaria y, en su desafío, apasionante; es que de esa descomposición de los clichés tecnófilos depende de alguna manera la supervivencia humana.

 

Para ello, en efecto, Almazán emprende con botas de siete leguas un largo recorrido histórico, de la paleontología a Internet, con un rigor notable y un atrevimiento encomiable, no obstante el riesgo, que a veces no puede evitar, de simplificaciones un poco lineales: es lo que ocurre, a mi juicio, cuando parece reproducir el propio automatismo del progreso que quiere cuestionar al sugerir una continuidad entre, por ejemplo, la artesanía y la industria o entre el cristianismo y la modernidad. El relato, sin embargo, es muy valioso, tanto por los muchos relámpagos de claridad que lo acompañan como por la felicísima información que proporciona.

 

La crítica de Almazán a la tecnolofilia dominante gira en torno a dos ejes: la presunta neutralidad de la tecnología y la peligrosa idea de Progreso. Sobre el Progreso, Almazán data muy acertadamente en el siglo XIX ese momento en el que la idea de perfectibilidad humana, que comparten el cristianismo y la Ilustración, se desengancha de la vida, la moral y el pensamiento para identificarse en exclusiva con la productividad, que es, como ha demostrado el revolcón de los dos últimos siglos, el único terreno -precisamente- en el que la innovación permanente ha sido siempre  destrucción: destrucción de recursos, de riquezas, de cuerpos y de vínculos. Almazán nos recuerda atinadamente el papel que jugaron Marx y el marxismo en la fragua de este imaginario que -al modo de Kerry- fiaba la liberación de la humanidad al libre desarrollo de las fuerzas productivas. Se olvida el autor, en cambio, del otro gigante del pensamiento decimonónico, Charles Darwin, el cual concibió a su vez el desarrollo de la vida como un progreso selectivo hacia la cúspide, ocupada por el inevitable ser humano. El “árbol de la vida” -imagen que Jay Gould sustituye por “un arbusto bacteriano” y el propio Almazán, en uno de los primeros capítulos, por un “matorral”- progresaría irremediablemente hacia el Homo como las fuerzas productivas se desarrollarían espontáneamente hacia la sociedad comunista. Hoy, evidentemente, ni el darwinismo ni el marxismo pueden ser ya progresistas.

 

En cuanto a la “neutralidad de la tecnología”, Almazán recuerda algo tan evidente como habitualmente olvidado: que “cuando un nuevo objeto técnico de cierta complejidad aparece en una sociedad lo que tenemos no es la antigua sociedad más el objeto nuevo sino una sociedad diferente”. Esto quiere decir dos cosas: la primera que los objetos técnicos -y mucho más los tecnológicos- nacen en contextos económicos y sociales a los que son, de alguna manera, funcionales; la segunda que, por eso mismo, la “sociedad” no puede disponer de ellos a su entera voluntad y, mucho menos, desengancharlos voluntariamente del contexto civilizacional en el que han surgido. Pero esto quiere decir, a su vez, que los “objetos técnicos” están investidos de una cierta autonomía desde la que determinan, parcial u holísticamente (en el caso de las tecnologías capitalistas), las vidas y las conciencias de sus usuarios.

 

Creo que ésta es la parte más interesante del libro de Almazán porque es quizás la más aporética: la de la necesidad de construir -siguiendo y corrigiendo a Simondon- una “ontología del objeto técnico” que no haga concesiones a la neutralidad ni se abandone a ninguna clase de determinismo, ni tecnolófilo ni tecnolófobo. Si las primeras cien páginas nos proveen de instrumentos muy finos y retóricamente eficaces (y de lectura extraordinariamente tersa) para desmontar la superstición tecnolófila, toda la última parte obliga a pararse y pensar detenidamente. Almazán plantea de esta manera la cuestión: “Aunque un determinismo tecnológico fuerte, que de hecho reforzaría la posición del tecnolófilo, es insostenible, no resulta menos cierto que el nivel de integración y organicidad que la tecnología ha alcanzado en la sociedad contemporánea nos obliga a repensar hasta dónde llega nuestra agencia frente a ésta”. Y añade a continuación: “Tenemos que reflexionar sobre lo que podemos considerar una autonomización parcial de la tecnología que es imprescindible comprender para poder valorar correctamente nuestras posibilidades políticas de transformarla”.

 

Almazán es muy honesto, porque necesita reivindicar -contra la lógica del laissez faire tecnológico y el suicidio antropológico- la posibilidad de la intervención humana, pero reconoce que no tiene, porque no la hay, una propuesta clara. Para explicar lo que está en juego, en todo caso, utiliza de manera pertinente la metáfora del Rompenieves, tomada de la conocida película de Bong Joon-Hon, en la que los últimos supervivientes de la humanidad viajan, divididos en clases, en un viaje ferroviario absurdo y sin futuro. A Almazán, naturalmente, la imagen del tren le lleva a Walter Benjamin y a la célebre fórmula en la que se nos invita a encontrar y activar “el freno de emergencia”; es decir, en la que se nos apremia a pensar la revolución como un freno y no como un progreso.

 

Contra el determinismo, contra el progreso, contra la rendición, Almazán hace estas propuestas que comparto sin reservas pero que su libro, de algún modo, deja fuera de juego salvo en la forma, no desdeñable, de voluntarismo performativo: “como es imposible desinventar lo inventado” -dice- “y en la historia no existe marcha atrás, habría que continuar haciendo frente a un triple reto. Primero, prescindir de las tecnologías nocivas para la vida e impedir que éstas sigan destruyendo nuestro mundo. Segundo, asegurarnos de que, aunque exista el conocimiento para revivirlas, nunca más vuelvan a ser desarrolladas. Y, tercero, crear nuevas técnicas que no pretendan imitar al pie de la letra la tradición, sino que la tomen como germen de creaciones novedosas encajadas en las realidades sociales, antropológicas y metabólicas del presente”. Y concluye recordando lo más prioritario y esencial: “tenemos que ser, como Anders, conservadores ontológicos que entiendan que para transformar el mundo lo primero que hay que hacer es conservarlo”.

Un programa ambicioso y sin alternativa, pero de una dificultad mayúscula. Porque como lo demuestra el hecho de que Almazán recurra al Rompenieves y al propio Benjamin, el problema es que seguimos pensando en términos terrestres. Pero, ¿y si estuviéramos viajando ya en un avión y no en un tren? ¿Sería prudente detener en pleno vuelo un avión que se dirige hacia la destrucción? ¿Dónde podremos improvisar un aterrizaje de emergencia? Quizás es esa la paradoja a la que nos enfrentamos en el año 2021, una paradoja fatal que el libro de Almazán, presentado y avalado por el indispensable Jorge Riechmann, nos ayuda a pensar en todo su alcance, de la manera más brillante y mejor razonada, sin pesimismo ni falsas ilusiones, sin atajos ni derrotismos. No es poca cosa. Pues no debemos olvidar que pensar -y más si se piensa bien- es el único freno de emergencia que aún podemos activar; y que sigue siendo la condición -pues la subjetividad es la gasolina y la hélice de este viaje nocturno- para una toma de conciencia que, en sí misma, constituye ya una acción colectiva y una palanca de transformación.

  

Santiago Alba es escritor y miembro del Consejo Asesor de viento sur

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