En el transcurso de la última década (desde la desintegración de la Unión Soviética y la unificación alemana), algo se terminó. Pero ¿qué? ¿El "siglo corto" del que hablan los historiadores, iniciado con la Primera Guerra Mundial y terminado con la caída del Muro de Berlín? ¿El corto período que siguió a la Segunda Guerra Mundial, marcado por la bipolaridad de la Guerra Fría e ilustrado, en los centros imperialistas, por la acumulación y la regulación fordista? ¿O también un gran ciclo dentro de la historia del capitalismo y del movimiento obrero, abierto con el desarrollo capitalista de los años 1880, la expansión colonial, y el surgimiento del movimiento obrero moderno simbolizado por la formación de la IIª Internacional?
Los grandes enunciados estratégicos de los que aún somos hacedores datan en gran parte de este período de formación, anterior a la Primera Guerra Mundial: se trata del análisis del imperialismo (Hilferding, Bauer, Rosa Luxemburgo, Lenin, Parvus, Trotsky, Bujarin), de la cuestión nacional (Rosa Luxemburgo de nuevo, Lenin, Bauer, Ber Borokov, Pannekoek, Strasser), de las relaciones partidos-sindicatos y del parlamentarismo (Rosa Luxemburgo, Sorel, Jaurés, Nieuwenhuis, Lenin), de la estrategia y los caminos del poder (Bernstein, Kautsky, Rosa Luxemburgo, Lenin, Trotsky). Estas controversias son tan constitutivas de nuestra historia como las de la dinámica conflictiva entre revolución y contrarrevolución inaugurada por la Guerra Mundial y la Revolución Rusa.
Más allá de las diferencias de orientación y de las opciones a menudo intensas, el movimiento obrero de esta época presentaba una unidad relativa y compartía una cultura común. Se trata, hoy en día, de saber qué queda de esta herencia, sin dueños ni manual de uso. En un editorial muy poco claro de la New Left Review, Perry Anderson estima que desde la Reforma el mundo nunca estuvo tan desprovisto de alternativas de cara al orden dominante. Charles André Udry, con mayor precisión, constata que una de las características de la situación actual es la desaparición de un movimiento obrero internacional independiente. Estamos entonces en medio de una transición incierta, donde lo viejo agoniza sin ser abolido, y donde lo nuevo se esfuerza en surgir, atrapado entre un pasado no superado, por un lado, y por la necesidad cada vez más acuciante de un programa de trabajo autónomo, que permita orientarse en el mundo que emerge frente a nuestros ojos, por el otro. Debido al debilitamiento de las tradiciones del antiguo movimiento obrero es, en efecto, grande el peligro de resignarnos ante la mediocridad de nuestros interlocutores y contentarnos con algunas conquistas de eficacia comprobadamente polémica. Por cierto, la teoría vive de los debates y confrontaciones: siempre somos tributarios de sus defensores y sus adversarios. Pero esta dependencia es relativa.
Es fácil constatar que las grandes fuerzas políticas de la izquierda plural, el Partido Socialista, el Partido Comunista, los Verdes , son bastante poco estimulantes cuando se trata de abordar los problemas de fondo. Pero también hay que recordar que, a pesar de sus ingenuidades y a veces de sus excesos juveniles, los debates de la extrema izquierda de los años setenta eran mucho más enriquecedores.
Hemos iniciado entonces el peligroso tránsito de una época a la otra y nos encontramos en el medio del río, con el doble imperativo de no permitir la pérdida de la herencia y de estar dispuestos a recibir lo nuevo a inventar. Nos encontramos entonces comprometidos y con una doble responsabilidad: de transmisión de una tradición amenazada por el conformismo, y de exploración de los contornos inciertos del futuro. A riesgo de parecer chocante, me gustaría encarar esta terrible prueba con un espíritu que calificaría como de "dogmatismo abierto". "Dogmatismo", porque, aun si esa palabra tiene mala prensa (según el sentido común mediático, siempre vale más ser abierto que cerrado, light que pesado, flexible que rígido), en toda teoría, la resistencia a las ideas en boga tiene sus virtudes: el desafio a las impresiones versátiles y los efectos de modas exige plantar serias refutaciones antes de cambiar de paradigma. "Abierto", porque no se trata de conservar religiosamente un discurso doctrinario, sino de enriquecer y de transformar una visión del mundo ensayando prácticas necesariamente renovadas.
Propondría entonces, a modo de ejercicio, cinco teoremas de la resistencia a las ideas en boga cuya forma subraya deliberadamente el necesario trabajo por la negativa.
1. El imperialismo no se disuelve en la mundialización mercantil.
2. El comunismo no se disuelve en la caída del stalinismo.
3. La lucha de clases no se disuelve en a las identidades comunitarias.
4. La diferencia conflictiva no se disuelve en la diversidad ambivalente.
5. La política no se disuelve en la ética ni en la estética.
Frente a postulados indemostrables que requieren la aprobación del interlocutor, o de axiomas que apelan a la fuerza de la evidencia, los teoremas son proposiciones demostrables. Los escolios subrayan ciertas consecuencias de las mismas.

TEOREMA 1: El imperialismo no se disuelve en la mundialización mercantil. El imperialismo es la forma política de la dominación que corresponde al desarrollo desigual y combinado de la acumulación capitalista. Este capitalismo moderno cambia de apariencia. No desaparece. Pasó, en el transcurso de los siglos pasados, por tres grandes etapas: la de las conquistas coloniales y de las ocupaciones territoriales (imperios coloniales francés y británico); la de la dominación del capital financiero o "estadio supremo del capitalismo" analizado por Hilferding y Lenin (fusión del capital industrial y bancario, exportación de capitales, importación de materias primas); después de la Segunda Guerra Mundial, la de la dominación compartida del mundo, de las independencias formales y del desarrollo dominado.1
La secuencia abierta por la Revolución Rusa finalizó. Una nueva fase de la mundialización imperial, que se reenlaza con las lógicas de la dominación financiera aparecidas antes de 1914, está a la orden del día. La hegemonía imperial se ejerce de ahora en delante de múltiples modos: por la dominación financiera y monetaria (que permite controlar los mecanismos del crédito), por la dominación científica y técnica (casi monopolio sobre las patentes), por el control de los recursos naturales (aprovisionamiento energético, control de las vías comerciales, patentado de los organismos vivos), por el ejercicio de una hegemonía cultural (reforzada por el desarrollo mediático desigual) y, en última instancia, por el ejercicio de la supremacía militar (ostensiblemente puesta en escena en las guerras del Golfo o de los Balcanes).2

Dentro de esta nueva configuración del imperialismo mundializado, la subordinación directa de los territorios se muestra secundaria con respecto al control de los mercados. De eso resulta un desarrollo muy desigual y muy mal combinado, nuevas relaciones de soberanía (mecanismo disciplinario de la deuda, dependencia energética, alimentaria, sanitaria, pactos militares), y una nueva división internacional del trabajo. Países que podían parecer, hacía veinte o treinta años, los menos mal iniciados en el camino del desarrollo anunciado, se encuentran de vuelta atrapados por la espiral del subdesarrollo. La Argentina volvió a ser un país principalmente exportador de materias primas (la soja se convirtió en su primer producto de exportación). Egipto, que se vanagloriaba en la época de Nasser de su soberanía recuperada (simbolizada por el canal de Suez), de sus éxitos en la alfabetización (proveyendo ingenieros y médicos para los países del Medio Oriente) y de comienzos de una industrialización industrializante (como Argelia bajo Boumedienne), se está convirtiendo en un paraíso para los operadores turísticos. De Argelia mejor ni hablar... Después de las dos crisis de la deuda (1982 y 1994) y la integración al NAFTA, México aparece, más que nunca, como el patio trasero del "coloso del Norte".
La metamorfosis de las relaciones de dominación y de dependencia se traduce especialmente a través de la transformación geoestratégica y tecnológica de las guerras. En la época de la Segunda Guerra Mundial, ya no era posible hablar de guerra en singular y de una sola línea de frentes, sino de varias guerras imbricadas unas con otras.3 Con mayor razón, desde el fin de la Guerra Fría, las apuestas mezcladas de los conflictos impiden cualquier aproximación maniquea en términos de buenos y malos. El "bibloquismo" implicaba una nefasta sumatoria simplificadora para delimitar el propio dominio, siguiendo una pobre lógica binaria de la guerra. Todos los conflictos recientes, abordados dentro de la combinación singular de sus apuestas y de sus contradicciones múltiples, nos ilustran acerca de la imposibilidad de ir más allá de una respuesta única que expresaría el punto de vista de un dios que todo lo ve (o de una Internacional concebida como su encarnación laicizada). Si la lógica de guerra depende de una comprensión común, de uno y otro lado de las líneas de fuego, esta comprensión cae a causa de orientaciones prácticas diferenciadas, según la situación concreta de cada protagonista.
En el momento de la Guerra de las Malvinas, la oposición a la expedición imperial de la Inglaterra de Thatcher no obligaba de ninguna manera a los revolucionarios argentinos a apoyar la fuga hacia delante de sus dictadores militares. En el conflicto entre Irán e Irak, el derrotismo revolucionario se imponía frente a esas dos formas de despotismo. En la Guerra del Golfo, la oposición internacional a la operación "Tormenta del Desierto" no implicaba sostén alguno al régimen despótico de Saddam Hussein. Mucho más claro todavía, frente a la intervención de la OTAN en los Balcanes, una comprensión común de la situación debía conducir a la vez a París, Londres, Nueva York o Roma a oponerse a los bombardeos, a apoyar a los jóvenes desertores serbios y a la resistencia armada de los kosovares en su derecho a la autodeterminación.
La mundialización provoca también consecuencias en la estructura de los conflictos. No estamos más en la era de las guerras de liberación y de oposiciones relativamente simples entre dominadores y dominados. De ello resulta un entrecruzamiento de los intereses y una rápida reversibilidad de las posiciones. Es una razón evidente para hacer un balance pormenorizado y extraer algunas lecciones de las dudas, de los errores (a veces), y de las dificultades que pudimos encontrar para situarnos dentro de los conflictos de los últimos años.
Tanto más puesto que el nuevo discurso de la guerra imperial tiende a reemplazar la retórica de la "guerra justa" por el imperativo categórico de una guerra santa, donde el veredicto del Juicio final sería sustituido por el de una Humanidad con mayúscula ventrílocua. Es la lógica misma de la cruzada "ética" predicada por Tony Blair, Bernard Henri Lévy, o Daniel Cohn Bendit: la confusión de la moral con el derecho, como la desaparición de la política entre las fatalidades de un mercado autómata y las "obligaciones ilimitadas" de una ética de la dominación imperial. Si es cierto que "el arma es la esencia de los combatientes", esta guerra nueva, donde el riesgo de morir no es recíproco, tan abrumadora es la supremacía de la tecnología, donde la diferencia entre combatientes y civiles se borra bajo los rayos del castigo aéreo, anuncia barbaridades inéditas. Todavía no poseemos las claves de la morfogénesis del universo político estratégico que ha comenzado.

COROLARIO 1.1: LA SOBERANÍA DEMOCRÁTICA NO SE DISUELVE EN LA HUMANIDAD CON MAYÚSCULA. Hubo un tiempo cuando algunos pretendían administrar la Justicia en nombre de la Historia con mayúscula. Otros (a veces los mismos) pretenden hoy administrarla en nombre de la Humanidad con mayúscula. ¿De dónde se arrogan el derecho de hablar y de juzgar en su nombre? La humanidad no es una sustancia de la que podamos apropiarnos, sino un devenir, una construcción, un proceso de humanización que se desarrolla a través del derecho, las costumbres, las instituciones, en una larga tarea de unificación de las multiplicidades humanas. Entre tanto, invocar una legitimidad humanitaria sirve a veces de máscara a los intereses del poder imperial. En ese sentido, Alain Madelin pudo proclamar con franqueza que la operación Fuerza Aliada "marca el ocaso de una concepción determinada de la política, del Estado y del Derecho": "A partir de ahora, el único soberano absoluto, es el hombre."
Pero, ¿de qué hombre se trata? ¿De un hombre abstracto, sin atributos, sin historia, sin pertenencias sociales? El derecho del más débil así reivindicado aparece extremadamente idéntico a la moral del más fuerte. Dentro del proceso de mundialización desigual, justifica la injerencia del fuerte en el débil y la negación unilateral de las soberanías democráticas.
COROLARIO 1.2: EL DERECHO INTERNACIONAL NO SE DISUELVE EN LA ÉTICA HUMANITARIA. Aún cuando la función de los Estados Nación tal como se constituyó en el siglo XIX está sin lugar a dudas transformada y debilitada, la era del derecho internacional interestatal no está sin embargo permitida. Paradójicamente, Europa ha visto, en estos diez últimos años, surgir más de diez nuevos estados formalmente soberanos y trazarse más de quince mil kilómetros de fronteras nuevas. La reivindicación del derecho a la autodeterminación para los bosnios, los kosovares o los chechenos, queda a todas luces, como una reivindicación de soberanía. Es esta contradicción la que tiende a hacer olvidar la noción peyorativa de "soberanismo" bajo la cual se confunden nacionalismos y chauvinismos nauseabundos con la aspiración democrática legítima a tener una soberanía política que ofrezca resistencia a la pura competencia de todos contra todos.
El derecho internacional todavía está llamado a encaminarse en forma duradera sobre sus dos pilares o a conjugar dos legitimidades: aquella, emergente, de los derechos universales del hombre y del ciudadano (de los cuales, ciertas instituciones como la Corte Penal Internacional constituyen cristalizaciones parciales); y la de las relaciones interestatales (cuyo principio se remonta al discurso kantiano acerca de la "paz perpetua"), sobre los cuales reposan instituciones tales como la Organización de las Naciones Unidas. Sin atribuir a la ONU virtudes que no tiene (y sin olvidar el balance desastroso de su actuación en Bosnia, Somalia o Ruanda), hay que constatar que uno de los fines perseguidos por las potencias comprometidas en la operación Fuerza Aliada era modificar la arquitectura del nuevo orden imperial en beneficio de nuevos pilares que son la OTAN (cuya misión ha sido redefinida y ampliada durante la cumbre por su cincuentenario en Washington) y la Organización Mundial del Comercio.
Heredera de las relaciones de fuerzas surgidas de la Segunda Guerra Mundial, sin ninguna duda, la ONU debe ser reformada y democratizada (el antiparlamentarismo no impide proponer a escala nacional reformas democráticas del modo de escrutinio como la proporcionalidad y la feminización), en beneficio de la Asamblea General y contra el club cerrado del Consejo Permanente de Seguridad. No para pretender conferirle una legitimidad legislativa internacional, sino para actuar de manera que una representación por cierto imperfecta de la "comunidad internacional" refleje la diversidad de los intereses y de los puntos de vista (como lo ilustró, en abril, la toma de posición de los 77 contra el uso unilateral del "derecho de injerencia"). De la misma manera, es urgente desarrollar una reflexión acerca, de las instituciones políticas europeas y acerca de las instituciones judiciales internacionales como el Tribunal de La Haya, los tribunales penales de excepción y la futura Corte Penal Internacional.

ESCOLIO. Actualizar la noción de imperialismo no solamente desde el punto de vista de las relaciones de dominación económica (evidentes), sino como sistema global de dominación (tecnológica, ecológica, militar, geoestratégica, institucional) es de capital importancia, precisamente cuando cabezas que parecían bien amuebladas consideran que esta categoría se volvió obsoleta con el derrumbe de su doble burocrático en el Este, y que el mundo se organiza, de ahora en adelante, en torno a una oposición entre democracias sin adjetivos (dicho de otra manera, occidentales) y barbarie.
Mary Kaldor, quien fue, al comienzo de los años ochenta, conjuntamente con E. P. Thompson, una de las impulsoras de la campaña por el desarme nuclear contra el "exterminismo" y el despliegue de los pershing, afirma hoy que "la distinción característica de la era westfaliana entre paz interior y guerra exterior, ley doméstica ordenada y anarquía internacional, se acabó con la Guerra Fría." Habríamos entrado, a partir de ahora, en una era de "progreso regular hacia un régimen legal global". Es lo que algunos llaman, sin temor a la contradicción en los términos, un "imperialismo ético" y la misma Mary Kaldor, "un imperialismo benigno". Al denunciar "el antiimperialismo pavloviano" de los opositores de la intervención de la OTAN en los Balcanes, Alain Brossat está en la misma línea. Más generalmente, la campaña mediática orquestada en esta ocasión se nutrió de un efecto zoom, de focalización de lo minúsculo, respecto del sufrimiento inmediato (real e intolerable) de los kosovares para eclipsar la profundidad de perspectiva histórica y el contexto internacional, reduciendo de esa manera el acontecimiento a un presente sin raíces y el discurso a una interpelación ética despolitizada.
La negación de la relación de dominación imperial es, en efecto, la condición ideológica que permite modificar los enunciados del conflicto y de reorganizar la visión del mundo alrededor de una oposición entre el Bien (Occidente, las democracias, la civilización) y el Mal (el totalitarismo, los "estados delincuentes" tan caros a la retórica norteamericana, la barbarie). Toda intervención militar está entonces justificada de entrada como defensa de la civilización y expedición puramente punitiva contra los delincuentes internacionales o los terroristas (anteayer Panamá, ayer el Golfo, mañana ¿Colombia?).

TEOREMA 2: EL COMUNISMO (CUALQUIERA SEA LA PALABRA CON LA QUE SE LO DEFINA) NO SE DISUELVE EN LA CAÍDA DEL STALINISMO. La ideología de la contrarreforma liberal, así como se esfuerza en disolver el imperialismo a la competencia leal de la mundialización mercantil, pretende disolver el comunismo en el stalinismo. El despotismo burocrático sería entonces el simple desarrollo lógico de la aventura revolucionaria, y Stalin el hijo legítimo de Lenin o Marx. Según esta genealogía del concepto, la idea conduce al mundo. El desarrollo histórico y el desastre oscuro del stalinismo se encontrarían ya en potencia en las nociones de la dictadura del proletariado o del partido de vanguardia.
Una teoría social nunca es más que una interpretación crítica de una época. Si se deben buscar las lagunas y las debilidades que la hicieron perder fuerza frente a las evidencias, por cierto aleatorias, de la historia, no se podría juzgar esa teoría según los criterios anacrónicos de otra época. De esta manera, las contradicciones de la democracia, heredadas de la Revolución Francesa, lo impensado del pluralismo organizado, su confusión del pueblo, del partido del Estado, la fusión decretada de lo social y lo político, la ceguera frente al peligro burocrático (subestimado en relación con el peligro principal de la restauración capitalista), habrán sido propicias a la contrarrevolución burocrática en la Rusia de los treinta.
Hay en este proceso termidoriano, elementos de continuidad y de discontinuidad. Sujeta a un número indeterminado de controversias, la dificultad para fechar con precisión el triunfo de la reacción burocrática remite a la asimetría entre revolución y contrarrevolución. La contrarrevolución no es en efecto el hecho inverso o la imagen invertida de la revolución, una especie de revolución al revés. Como muy bien lo dice Joseph de Maistre (quien sabía de eso) a propósito del Termidor de la Revolución Francesa, la contrarrevolución no es una revolución en sentido contrario, sino lo contrario de una revolución. Ella depende de una temporalidad propia donde las rupturas se acumulan y se complementan.
Si Trotsky remonta a la muerte de Lenin el comienzo de la reacción termidoriana, él mismo estima que la contrarrevolución no se consumó sino al comienzo de los años treinta, con la victoria del nazismo en Alemania, el proceso de Moscú, las grandes purgas y el año terrible de 1937. En su análisis de Los Orígenes del Totalitarismo, Hannah Arendt establece una cronología parecida, que fecha en 1933 o 1934 el advenimiento del totalitarismo burocrático propiamente dicho. Trabajos historiográficos más recientes, como los de Mikhail Gueíter, basados en la experiencia personal y la apertura de los archivos soviéticos llegan, aunque con otras categorías, a conclusiones en el mismo sentido. En Russia, URSS, Russia, Moshe Lewin saca a la luz la explosión cuantitativa del aparato burocrático del Estado a partir del fin de los años veinte. En los años treinta, la represión contra el movimiento popular cambia de escala. No es la simple prolongación de lo que prefiguraban las prácticas de la Tcheka o la cárcel política de las Solovki, sino un salto cualitativo por el cual la burocracia de Estado destruye y devora al partido que había creído poder controlarla.
La discontinuidad demostrada por esta contrarrevolución burocrática es capital desde un triple punto de vista. En cuanto al pasado: la inteligibilidad de la historia que no es un relato delirante contado por un loco, sino el resultado de fenómenos sociales, de conflictos de intereses de salida incierta, de acontecimientos decisivos donde no solamente lo conceptual, sino las masas están en juego. Respecto del presente: las consecuencias en cadena de la contrarrevolución stalinista contaminaron toda una época y pervirtieron por largo tiempo al movimiento obrero internacional. Muchas paradojas y callejones sin salida del presente (comenzando por las crisis recurrentes de los Balcanes) no son entendibles sin la comprensión histórica del stalinismo. Finalmente, respecto del futuro: las consecuencias de esta contrarrevolución, donde el peligro burocrático se revela en su dimensión inédita, pesarán todavía durante un largo tiempo sobre los hombres de las nuevas generaciones. Como lo escribe Eric Hobsbawm, "no se podría comprender la historia del corto siglo veinte sin la Revolución Rusa y sus efectos directos e indirectos".
COROLARIO 2.1.: La democracia socialista no puede ser subsumida al estatismo democrático. Hacer aparecer a la contrarrevolución stalinista como consecuencia de los vicios originales de "leninismo" (noción forjada por Zinoviev en el Vo Congreso de la Internacional Comunista, después de la muerte de Lenin, para legitimar la nueva ortodoxia de la razón de Estado) no es solo históricamente errado, es también peligroso para el futuro. Sería entonces suficiente haber comprendido y corregido los errores para prevenir los "vicios profesionales del poder" y garantizar una sociedad transparente.
Si se renuncia al espejismo de la abundancia esa es la lección necesaria de esta desastrosa experiencia que dispensaría a la sociedad de las elecciones y los arbitrajes (si las necesidades son históricas, la noción de abundancia es fuertemente relativa); si se abandona la hipótesis de una transparencia democrática absoluta, fundada sobre la homogeneidad del pueblo (o del proletariado liberado) y la abolición rápida del Estado; si, finalmente, se sacan todas consecuencias de "la discordancia de los tiempos" (las elecciones económicas, ecológicas, jurídicas, las costumbres, las mentalidades, el arte identifican temporalidades distintas; las contradicciones de género y de generación no se resuelven de la misma manera y al mismo ritmo que las contradicciones de clase), entonces se debe concluir que la hipótesis del debilitamiento del Estado y del derecho, en tanto esferas separadas, no significa su abolición decretada, so pena de ver estatizarse la sociedad y no socializarse el poder.
Pues la burocracia no es la consecuencia molesta de una idea falsa, sino un fenómeno social. Por cierto revistió una forma particular dentro de la acumulación primitiva en Rusia o en China, pero tiene raíces en la escasez y en la división del trabajo. Se manifiesta en diversas formas y en distintos grados de manera universal.
Esta terrible lección histórica debe conducir a la profundización de las consecuencias programáticas extraídas a partir de 1979 con el documento de la IVª Internacional, Democracia socialista y dictadura del proletariado, que se refieren específicamente al pluralismo político de principio, la independencia y la autonomía de los movimientos sociales con respecto al Estado y a los partidos, la cultura del derecho y la separación de poderes. La noción de "dictadura del proletariado", evoca, dentro del vocabulario político del siglo XIX, una institución legal: el poder de excepción temporal designado por el Senado romano antinómico de la tiranía, que es entonces el nombre del poder arbitrario.4 Está sin embargo demasiado cargada de ambigüedades iniciales y asociada en adelante a experiencias históricas demasiado urticantes como para ser usada todavía. Esta constatación no podría sin embargo dispensarnos de replantear la cuestión de la democracia mayoritaria, de la relación entre lo social y lo político, de las condiciones de debilitamiento de la dominación a la que la dictadura del proletariado, bajo la forma "finalmente encontrada" de la Comuna de París, parecía haber dado una respuesta.

ESCOLIO 2.1. La idea de que el stalinismo es algo así como una contrarrevolución burocrática, y no una simple evolución más o menos irreversible del régimen surgido de Octubre, está lejos de contar con el consenso general. Todo lo contrario: contra reformadores liberales y stalinistas arrepentidos se oponen, coinciden en ver en la reacción stalinista la prolongación legítima de la revolución bolchevique. Es en efecto la conclusión a la que llegan los "renovadores" post stalinistas cuando se obstinan en pensar al stalinismo principalmente como una "desviación teórica" y no como una formidable reacción social. Ya era el caso de Althusser, en su Respuesta a John Lewis* que hacía del stalinismo una desviación economicista. A causa de su formalismo en fidelidad al hecho comunista inicial, Alain Badiou sigue siendo incapaz de producir un análisis histórico del porqué y del cómo las "secuencias" inauguradas por Octubre o por la revolución china pudieron interrumpirse. Roger Martelli ve por lo pronto en el stalinismo una mutación de la forma partido. Por no dimensionar su rol contrarrevolucionario, Alain Badiou termina situando el "apogeo del comunismo"... ¡después de 1945! En cuanto a Lucien Séve, él estima que la etapa "socialista", concebida como etapa previa a la sociedad comunista se apartaba de ella en lugar de acercarse, bajo las formas de estado gemelas, socialdemócrata y stalinista. Esta última consideración podría proveer material para un debate profundo a condición de articular esta crítica, formal y abstracta en Commencer par les fins, a los debates históricos y estratégicos del período de entreguerras acerca de la revolución permanente y el socialismo en un solo país, no solamente a partir de Trotsky sino también de Gramsci o de Mariátegui.5 Una vez más, el acento puesto sobre un "error" teórico, desligado de los procesos históricos y sociales de burocratización, sugiere que sería suficiente corregir dicho error para conjurar el peligro burocrático.
El método de la "desviación teórica", al perpetuar el paréntesis en el análisis político de la contrarrevolución burocrática, se compromete en una búsqueda del pecado teórico original y trae como consecuencia una liquidación recurrente no solamente del "leninismo", sino, en gran medida, del marxismo revolucionario o de la herencia del iluminismo: de culpar a Lenin, se pasa rápidamente a culpar a Marx... ¡o de culpar a Rousseau! Si, como escribe Martelli, el stalinismo es primero el fruto de un "desconocimiento", bastaría con una mejor lucidez teórica para prevenir los vicios profesionales del poder burocrático.6 Sería demasiado, excesivamente simple.
ESCOLIO 2.2. La publicación francesa de Historia del Siglo XX de Eric Hobsbawm fue bienvenida por la izquierda como una obra con salud intelectual, como réplica a la historiografía furetista y a la judicialización histórica al estilo de Stephane Courtois. Esta bien merecida recepción, a menudo teñida de alivio, sin embargo corre el riesgo de dejar sin aclarar la parte sumamente problemática de Historia del Siglo XX. Hobsbawm no niega, por cierto, la responsabilidad de los sepultureros termidorianos, pero la minimiza, como si lo que sucedió hubiera tenido que suceder en virtud de las leyes objetivas de la historia. Apenas vislumbra lo que se hubiera podido hacer de diferente.
Y así llega Hobsbawm a lo que él considera como la paradoja de este extraño siglo: "El resultado más perdurable de la Revolución de Octubre fue salvar a su adversario en la guerra como en la paz, incitándolo a reformarse.7 Como si se tratara allí de un desarrollo natural de la revolución y no del resultado no fatal de formidables conflictos sociales y políticos, de los cuales ¡la contrarrevolución stalinista no es el menor! La objetivación de la historia que sobrevino llega a la lógica conclusión de considerar que, en 1920, "los bolcheviques cometieron un error, que al mirarlo retrospectivamente, parece capital: la división del movimiento obrero internacional".8 Si las circunstancias en las cuales fueron adoptadas y aplicadas las veintiuna condiciones de adhesión a la Internacional Comunista exigen un examen crítico, no pudiésemos sin embargo imputar lo divino del movimiento obrero internacional a una voluntad ideológica o a un error doctrinario, sino al choque fundacional de la revolución y a la línea divisoria de aguas entre los que asumieron su defensa (crítica como Rosa Luxemburgo) y los que se asociaron poco o nada a la santa alianza imperialista. El historicismo de Hobsbawm surge de la misma problemática que lleva a algunos, en Francia a proyectar, convencidos, "un congreso de Tours al revés".
Si el período de entreguerras significa para él una "guerra civil ideológica a escala internacional", no enfrenta las clases fundamentales, el capital y la revolución social, sino valores: progreso y reacción, antifascismo y fascismo. Se trata en consecuencia de reagrupar "un extraordinario abanico de fuerzas". Dentro de esta perspectiva queda poco espacio para un balance crítico de la revolución alemana, de la revolución china de 1926/27, de la guerra civil española y de los frentes populares.
Al no analizar desde lo social la contrarrevolución stalinista, Hobsbawm se contenta con constatar que, a partir de los años veinte, "cuando se asentó la polvareda de las batallas, el antiguo imperio ortodoxo de los zares resurgió intacto, en lo esencial, pero bajo la autoridad de los bocheviques." Por el contrario, no es sino en 1956, con el aplastamiento de la revolución húngara, que "la tradición de la revolución social se agotó" y que "la desintegración del movimiento internacional que le era fiel" constituye la prueba de la "extinción de la revolución mundial" como la de un fuego que se apaga solo. En resumidas cuentas, ¡"es sobretodo por la organización que el bolchevismo de Lenin habrá cambiado el mundo". Con esta frase fúnebre se sustrae otra vez una crítica seria de la burocracia, simplemente considerada de paso, como un "inconveniente" de la economía planificada fundada en la propiedad social, ¡como si esta propiedad fuera realmente social y como si la burocracia fuera un gasto pequeño y lamentable en lugar de considerarlo un peligro político contrarevolucionario!
El trabajo de Hobsbawm se sitúa de esta manera en la perspectiva de una "historia historiadora", más que de una historia crítica o estratégica capaz de descubrir las opciones posibles en las grandes bifurcaciones de los hechos.
En Trotski vivant, Fierre Naville subraya muy fuertemente el alcance de este sesgo metodológico: "Los defensores del hecho consumado, quienesquiera que fuesen, tienen una visión más corta que los hombres políticos. El marxismo activo y militante predispone a una óptica a menudo contraria a la de la historia." Lo que Trotsky llamaba "prognosis", recuerda Naville, se parece más a la anticipación profética que a la predicción o al pronóstico. Los mismos historiadores, que encuentran natural el sentido del hecho cuando el movimiento revolucionario va viento en popa, le buscan inconvenientes cuando las cosas se complican y se hace necesario saber remar contra la corriente. Les cuesta muchísimo concebir el imperativo político de "esbozar la historia a contrapelo" (según la fórmula de Walter Benjamín). "Esto da a la historia, comenta Naville, la posibilidad de desplegar su sabiduría retrospectiva, enumerando y catalogando los hechos, las omisiones, los desaciertos. Pero, lamentablemente, estos historiadores se abstienen de indicar la vía correcta que habría permitido conducir a un moderado a la victoria revolucionaria, o, al contrario, indicar una política revolucionaria razonable y victoriosa dentro de un período termidoriano.
ESCOLIO 2.3. Sería útil algo que poco hizo nuestro movimiento: llevar una discusión más profunda acerca de la noción de totalitarismo en general (de sus relaciones con la época del imperialismo moderno), y sobre la del totalitarismo burocrático en particular. Nos sorprendemos, en efecto, cuando releemos las obras de Trotsky, por el uso frecuente de esta categoría, con la cual, en Stalin, acuña magistralmente la máxima ("¡la sociedad soy yo!") sin dar precisión a su status teórico. El concepto podría considerarse muy útil para pensar a la vez ciertas tendencias contemporáneas (pulverización de las clases en masas, etnización y deterioro tendencial de la política) analizadas por Hannah Arendt en su trilogía sobre los orígenes del totalitarismo, y la forma particular que ellas pudieron mostrar en el caso del totalitarismo burocrático. Esto permitiría también que un uso vulgar y demasiado flexible de esta noción útil sirviera para legitimar ideológicamente la oposición entre democracia (sin calificativos ni adjetivos, en consecuencia burguesa, realmente existente) y totalitarismo como la única causa pertinente de nuestro tiempo.
ESCOLIO 2.4. Insistir en la noción de contrarrevolución burocrática no implica de ninguna manera cerrarse a un debate más pormenorizado sobre el balance de las revoluciones en el siglo. Se trata, al contrario, de retomarlo desde una perspectiva renovada gracias a un replanteamiento crítico mejorado.9 Los diferentes intentos de elucidación teórica (teoría del capitalismo de Estado, de Mattick a Tony Cliff, de la nueva clase explotadora, de Rizzi a Burnham o Castoriadis, o del Estado obrero degenerado de Trotsky a Mandel), si pudieron tener consecuencias importantes en términos de orientaciones prácticas, son todas compatibles, mediante correcciones, con el diagnóstico de una contrarrevolución stalinista. Si Catherine Samary nos propone hoy la idea de que la lucha contra la nomenclatura en el poder exigía una nueva revolución social y no solamente una revolución política, no se trata, sin embargo, de una simple modificación terminológica. Según la tesis de Trotsky, enriquecida por Mandel, la contradicción principal de la sociedad de transición se situaba entre la forma socializada de la economía planificada y las normas burguesas de distribución en el origen de los privilegios y del parasitismo burocrático. La "revolución política" consistía entonces en ubicar la superestructura política conforme con la infraestructura social adquirida. Es olvidar, subraya Antoine Artous, que "en las sociedades post capitalistas [no solamente en esas sociedades que más valdría no calificar de "post", como si ellas vinieran cronológicamente después del capitalismo, cuando, en realidad, están determinadas por las contradicciones de la acumulación capitalista mundial. DB], el Estado es parte integral en el sentido en que juega un rol determinante en la estructuración de las relaciones de producción; y es por este sesgo que, más allá de la forma salarial común, la burocracia, grupo social del Estado, puede encontrarse al interior de las relaciones de explotación con los productores directos".
La continuación de este debate debería llamar la atención sobre las confusiones teóricas ligadas a la caracterización de fenómenos políticos en términos directamente sociológicos, en detrimento de la especificidad del campo y de las categorías políticas. Muchos equívocos atribuidos a la categoría "de Estado obrero", aunque fuera espurio, surgen de allí. Es probablemente también el caso de la noción de "partido obrero", que tiende a referir la función de una fuerza política en un juego de oposiciones y de alianzas, a una "naturaleza" social profunda.

Notas
1 Véase Alex Callinicos, "Imperialism Today", en Marxism and the New Imperialism, Bookmarks, Londres 1994.
2 Véase Gilbert Achcar, La Nouvelle guerre froide, PUF, collection Actuel Mane, París 1999.
3 Véase Ernest Mandel, The Meaning of the Second World War, Verso, Londres 1986. Versión en castellano El significado de la Segunda Guerra Mundial, Ed. Fontamara, México 1991. (N. del T.)
4 Véase Garonne, Les révolutionnaires du XI-Xe siècle, Champ Libre, París.
5 Lucien Séve, Commencer par les fins, La Dispute, París l999.
6 Roger Martelli, Le communisme autrement, Syllepse, París 1998.
7 Eric Hobsbawm, L"Age des extremes, Editíons Complexe-Le Monde Diplomatique, París 1999.
8 Ibid., pág. 103.
9 Véanse las contribuciones de Catherine Samary, Michel Lequenne, Antoine Antous en Critique communiste, n° 157, invierno 2000.

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