Artículo original en catalán

Ha bastado dos meses desde que la Covid-19 fue declarada pandemia por la OMS, para que cada día sea más evidente que estamos asistiendo a un cambio profundo, de alcance mundial, como no se conocía desde hacía muchas décadas o siglos. Parece claro que muchas cosas cambiarán después de esta pandemia. Para bien o para mal no lo sabemos, dependerá de muchos factores.

Se está produciendo una copiosa literatura en torno a este hecho, en la que se habla del impacto de la crisis climática y ecológica, de la ineficacia del modelo neoliberal del capitalismo dominante, de la necesidad de resituar las prioridades de la vida humana y social y establecer una mejor relación con el entorno y el planeta; cambios todos ellos que tienen una dimensión social, económica, científica y tecnológica, pero también, y sobre todo, humana y personal. Los más optimistas piensan que saldremos más fortalecidos y humanizados; los más pesimistas, auguran un futuro donde las tensiones de todo tipo, los problemas climáticos y ecológicos, la polarización social, el empobrecimiento de grandes capas de la población y la deriva hacia sociedades cada vez más autoritarias, sería poco menos que inevitable.

Sí se ha planteado, como mínimo, cuáles deberían ser las prioridades para evolucionar hacia una sociedad más justa y sostenible. El requisito de unos servicios públicos de calidad a la altura de las necesidades, especialmente en el campo de la salud y la atención a la gente mayor, pero también en el de la educación, entre otros. Y también cambios profundos en el sistema económico y en las actividades depredadoras del planeta, así como en la distribución de la riqueza. Sobre estos temas tan vitales volveré más adelante.

Coronavirus, política y politiquería

En consecuencia la situación exige personas y actores sociales competentes y comprometidas en el trabajo para afrontar la crisis en la que estamos inmersos; capaces de trabajar por los cambios necesarios. En el ámbito de la política requeriría de unos representantes y unas organizaciones con altura de miras y afán por buscar soluciones, con capacidad de diálogo, sin sectarismos y, obviamente, sin la necesidad de abandonar cada uno sus proyectos legítimos. Nuestra realidad, sin embargo, es bastante diferente tanto si nos referimos a la política en el conjunto del Estado, como a la catalana.

Más allá de que la mayoría de gobernantes del mundo reaccionaron tarde y de manera insuficiente, con honorables excepciones, el gobierno del Estado adoptó decisiones demasiado teñidas de intenciones políticas, que poco tenían que ver con la manera más eficaz de afrontar la crisis. Con el primer decreto del estado de alarma, se optó por la centralización en lugar de la cooperación franca con las diferentes administraciones, cargándose, de hecho, la estructura tan propagada de un supuesto estado descentralizado a través de las autonomías. Cuando las competencias de sanidad estaban mayoritariamente traspasadas y por lo tanto el gobierno central no disponía de los mecanismos preparados para determinadas tareas, esta opción por la centralización fue teñida de ineficacia y errores, en muchos casos, y también de desconfianzas.

Para justificar esta centralización –que quizás obedecía a la debilidad política del actual gobierno– se utilizó una retórica que a menudo rayaba el ridículo: "el virus no conoce territorios"; si fuera así, ¿por qué hay que cerrar fronteras entre países, por ejemplo o confinar áreas específicas? Una retórica potenciada con una terminología de guerra y la presencia absurda y sobreactuada de los militares en las ruedas de prensa, que posteriormente hubo que corregir.

También en sectores del independentismo catalán se incurrió en errores graves en este sentido. Querer transformar los debates sobre las medidas más adecuadas, siempre discutibles, en debates sobrecargados de intencionalidad política y utilizando propuestas, también opinables, como herramientas de confrontación sobreactuada contra el gobierno del Estado. La expresión más desafortunada de esta politización han sido las intervenciones de algún consejero del Gobierno en las ruedas de prensa, con un lenguaje hostil y de menosprecio hacia el gobierno del Estado español, más allá de las críticas que, con razón, se le podían y se le pueden hacer. También resultan deplorables las rencillas dentro del independentismo, de las que, últimamente, crecen los ejemplos. Demasiado a menudo los partidos y muchos políticos buscan los réditos partidistas. Por supuesto, los tres partidos de la derecha y la ultraderecha lo hacen aún con menos miramientos.

Lamentablemente, en la época de la comunicación acelerada, de la prensa virtual y de las redes sociales, hay un fenómeno que alimenta esta deriva hacia la política más tacticista y de bajo tono: el hooliganismo político y social. Porque la responsabilidad no es sólo de los políticos y la mediocridad de muchos de ellos. El fanatismo en las redes, a menudo con mucha agresividad verbal y escaso rigor, el considerar que el adversario lo hace todo mal y no hay que reconocerle mérito alguno, mientras que el propio grupo o líder siempre acierta, juega un papel nefasto. Tachar de tibios o traidores a los que se apartan de un dogma o una consigna tiene asustadas incluso a direcciones de partidos. El fanatismo no admite matices ni reflexiones, si no son para reafirmar las ideas preconcebidas. Sólo políticas de convicciones firmes, coherencia y solvencia intelectual son capaces de no dejarse llevar por las exclamaciones de los corifeos de secta. Lo cual no quiere decir no ser capaz de escuchar argumentos, sino todo lo contrario, cuando son argumentos. El problema es que afrontar el mundo que nos espera una vez pasada la pandemia, o en medio de ella, requeriría actitudes y liderazgos sociales y políticos de más talla.

Un futuro incierto: ¿humanismo ecológico o barbarie?

Después de la Segunda Guerra Mundial, Europa tuvo que hacer frente a las secuelas de dos grandes conflagraciones en menos de 30 años, así como a los horrores del fascismo y el nazismo. Como nos recordó lúcidamente Stephen Hessel, una generación con conciencia social entendió que era necesario adoptar medidas profundas para afrontar el mundo surgido de la tragedia, y así se forjó lo que conocemos como el Estado del bienestar, para evitar caer nuevamente en el desastre. Una socialdemocracia fuerte, muy diferente de los actuales partidos social-liberales, presionada por un movimiento obrero organizado y también por la amenaza de la influencia de los mal llamados regímenes de socialismo real, protagonizó –aliada con otras fuerzas– este proceso de transformación, que, sin embargo, se quedó a medio camino. A menudo, la humanidad ha necesitado sufrir cataclismos para replantearse cambios profundos en la manera de organizarse y vivir. ¿Será la experiencia de la Covid-19 suficiente para reaccionar y encarar de manera inteligente y humanista los problemas a que nos enfrentamos en este siglo?

En su obra Algo va mal, Tony Judt se preguntaba: "¿Por qué se nos hace tan difícil ni siquiera imaginar otro tipo de sociedad? ¿Por qué se nos hace inalcanzable la concepción de una serie diferente de disposiciones que irían en beneficio de todos?"Actualmente, pensar como construir otro tipo de sociedad y adoptar disposiciones en beneficio de todos –y de todos significa también de nuestro hábitat, el planeta–, es urgente e indispensable, si queremos evitar el desastre social y ecológico, y el acrecentamiento del sufrimiento.

Probablemente, la dificultad más importante no radica tanto en imaginar una sociedad diferente, pues no faltan propuestas serias en muchos ámbitos que permitirían alcanzar un mundo más armónico y convivencial; la principal dificultad radica en los potentes intereses económicos, políticos y geoestratégicos, así como en las inercias sociales e individuales que van en sentido contrario, y de las que a menudo somos cómplices, aunque sea por inacción. Estos últimos meses han resurgido algunas propuestas que, de hacerse viables, nos acercarían a este nuevo paradigma que tanto urge y tanto necesitamos. Ciertamente hay mucho camino por recorrer, pues el futuro inmediato nos planteará nuevos retos.

La pandemia ha puesto de relieve la importancia de disponer de unos servicios públicos suficientes, universales y de calidad en todos los ámbitos fundamentales de la vida humana. Empezando por una red de salud pública dotada con recursos suficientes y de profesionales bien tratados, desde los médicos y enfermeras hasta el personal que cuida la limpieza. También otros sectores como la educación, la atención social y la atención a las personas mayores deben ser prioritarios y tratados con dignidad. Como ha escrito Leonardo Boff, "Lo que esta pandemia revela es que hay bienes y servicios que deben quedar fuera de las leyes del mercado".Esto debería incluir aquellos bienes y servicios esenciales que deberían ser básicamente públicos –o estar bajo control público–, para cubrir su función social. También se ha hecho patente la necesidad de una renta básica de ciudadanía, que destierre la pobreza en sectores crecientes de la sociedad, así como el derecho a una vivienda digna. Todo esto puede ser posible si se pone por encima de todo el derecho a la vida digna. Lo que lo hace imposible es el capitalismo neoliberal, que supedita la política a los mercados financieros.

Habrá repensar y renovar el sistema productivo, así como los sistemas de transporte. La pandemia ha puesto sobre la mesa los problemas de la deslocalización industrial abusiva, por ejemplo, a la hora de disponer de mascarillas o respiradores, pero se podría hacer extensivo a muchos productos esenciales. Habrá que pensar sobre todo en fomentar las energías renovables y limpias y desarrollar industrias lo menos contaminantes posible. La emergencia climática nos pone frente a una eventual crisis que podría tener consecuencias mucho peores que la de la actual pandemia. Todo esto demanda destinar los recursos necesarios a la investigación científica, no sólo en el ámbito sanitario. Una investigación científica que debe ir acompañada también del desarrollo de los estudios y debates en el ámbito de las ciencias sociales y humanas, y de la cultura en general. Confiar sólo en la técnica y la ciencia, sin ética, nos puede abocar a otros tipos de desastres.

Todo esto plantea también cuestiones políticas que habrá que encarar. ¿Evolucionaremos hacia sociedades más humanas, libres y democráticas, o el miedo instrumentalizado nos llevará a echarnos en brazos de soluciones autoritarias? El desarrollo de las nuevas tecnologías de la información puede ser necesario o inevitable, pero hay que vigilar sus impactos, por un lado en la ecología y la salud pública, y por otro lado en la posibilidad de control social y de cibervigilancia de masas, que convertirían el 1984 de George Orwell en un cuento para niños. ¿Qué papel tendrán que jugar la ONU y las diversas organizaciones internacionales? ¿Qué reformas requerirán?

También deberemos repensarnos en el ámbito personal y más íntimo. Gandhi nos enseñó que no se podía disociar la transformación social de la propia mejora individual y la capacidad de introspección. Habrá que detener la obsesión por un consumismo exacerbado y la idea de que se puede crecer económicamente de manera infinita. Hay otras maneras de crecer, sin duda más enriquecedoras.

Todos estos cambios son, sin duda, gigantescos y, seguramente, no se podrán implementar de golpe. Pero la crisis que afrontamos no lo es menos; por lo tanto, deberemos escoger. Ignacio Ramonet citaba la frase de un periodista e historiador británico: “El nuevo mundo no surgirá por arte de magia. Habrá que luchar por él". Todos los cambios sociales y políticos importantes han requerido lucha, trabajo. Pensando en estos retos, asusta la mediocridad y el tacticismo de muchos líderes políticos y sociales. Y preocupa el fanatismo de muchos de sus seguidores. Pero sin duda hay también mucha gente con ganas de repensar un mundo mejor y de trabajar por él.

15/05/2020

Artur Domingo y Barnils es historiador, especialista en la obra y el legado de Gandhi.