Cuando escribimos estas líneas, el virus SARS-CoV-2 se ha estabilizado, pero ha dejado la fatídica cifra de más de 200.000 personas afectadas y más de 27.000 muertes. Para quienes formamos o hemos formado parte del Servicio Madrileño de Salud (SERMAS), la actual pandemia nos resulta especialmente insoportable por muchos motivos: nuestros amigos, familiares, compañeras de trabajo, muchas de las personas que hemos visto en las salas de urgencias de los hospitales, algunas incluso en las UCI, han sufrido los efectos de la Covid-19 e incluso algunas han fallecido. El relato de esta epidemia en Madrid y en el resto del mundo ha sido exhaustivamente contado en los medios de comunicación. Por lo tanto, nuestra aportación irá en otras direcciones.

Y la amenaza se hizo realidad

Cuando todavía en febrero la Covid-19 no había penetrado con fuerza en el Estado español y mostraba los primeros síntomas en Italia, los responsables políticos negaban las evidencias de lo que más tarde sería la peor pandemia de los últimos cien años. La Comunidad de Madrid, a través de su gobierno e instituciones, estuvo muy lejos de prevenir, interpretar y reaccionar ante la crisis sanitaria que hoy asola 140 países del mundo. El número de víctimas aquí, en proporción al conjunto de la población, es uno de los más altos del mundo (junto con Bélgica, por cada 100.000 habitantes), y en el caso del personal que trabajamos en la sanidad
o residencias tenemos el triste privilegio de ser el número uno, el 20% de todas las personas contagiadas.

Si seguimos ahondando en las cifras y datos comprobaremos que la Comunidad de Madrid ha sufrido más que ninguna otra la epidemia del coronavirus. Jamás nos podíamos imaginar un escenario como el que estamos viviendo estas semanas, donde las urgencias se han visto colapsadas, las UCI desbordadas, las camas hospitalarias dedicadas todas a la Covid-19; donde se ha tenido que montar un hospital de campaña (IFEMA) con 1.250 camas habilitadas y, lo peor de todo, donde se han tenido que tomar decisiones médicas sobre qué pacientes tenían que ser intubados y quiénes no; es decir, a quiénes (en base a sus edades o patologías) se podía intentar salvar sus vidas y a quiénes se les tenía que sedar para que el desenlace definitivo no fuera tan agónico. ¿Se puede seguir hablando –tras esta dolorosa experiencia– que seguimos teniendo la mejor sanidad del mundo, como han dicho insistentemente los dirigentes del PP? Pensamos que no. Y ni siquiera esta situación se justifica por la fuerza brutal de la epidemia, ni por el factor sorpresa (que no lo debía haber sido, ya que Wuhan había vivido una situación similar en el mes de noviembre de 2019 hasta casi el mes de marzo de 2020).

Los primeros motivos por los que se llega a esta situación (las causas más de fondo las analizaremos más adelante) son esencialmente dos y cada uno de ellos tiene responsabilidades muy concretas. La sanidad española y, más en concreto, la sanidad madrileña enfrentaron la crisis del coronavirus desarticuladas y desarmadas de antemano, lo que provocó un desbordamiento de todos los recursos (personal, camas, equipos de protección individual (EPI), mascarillas, respiradores, etc.), y finalmente un colapso que tuvo dos resultados catastróficos: un mayor coste en contagios y vidas, y un número de contagios del personal sanitario muy superior al resto del mundo. Este dramático panorama en el que hemos sido las víctimas hay que multiplicarlo en el caso de las residencias de ancianos, en donde por falta de personal y recursos se ha dejado morir a miles de personas. Abuelas y abuelos que han fallecido solos y sin cuidados, víctimas de un virus terriblemente cruel cuando encaras tus últimos momentos si no tienes una atención médica adecuada.

El desmantelamiento de la sanidad pública ha sido una constante en los gobiernos de Esperanza Aguirre, Ignacio González, Cristina Cifuentes e Isabel D. Ayuso. Han pasado más de veinte años de recortes presupuestarios y privatizaciones debilitando un sistema público que de otra forma habría podido responder con mucha más eficacia ante esta crisis. Era la crónica de una tragedia anunciada, la incompatibilidad entre la necesidad de fortalecer uno de los servicios públicos más esenciales para una sociedad y, por otra parte, los sucesivos pasos para transformar la sanidad pública en un negocio de alta rentabilidad para las empresas que aterrizaban desde otros sectores económicos, como las constructoras (Florentino Pérez, Villar Mir...), aseguradoras, bancos, fondos de inversión especulativa o el sector de la hostelería. Así ocurrió que, desde los años noventa, la sanidad se convirtió en el mejor ensayo de las políticas neoliberales: se construyeron hospitales privados con diferentes fórmulas de colaboración entre los gobiernos del PP y la empresa privada (Acciona, ACS, Ribera Salud, Bupa, etc.), y se privatizaron servicios esenciales relacionados con los suministros, limpiezas, comidas, lavandería, radiología, donaciones de sangre y un largo etcétera. Además, el caudal o trasvase de dinero público a manos privadas no se detuvo un año tras otro, afianzando proyectos de interés privado pero con denominación pública, como la Fundación Jiménez Díaz y otras empresas del sector, llegándose a una participación cada vez de mayor peso del sector privado (24,3%) en los presupuestos de la Comunidad, excluyendo el sector farmacéutico que asciende al 21,3%.

Pero al mismo tiempo que se desarrollaban estas políticas dirigidas al saqueo del patrimonio público en beneficio de un puñado de empresas privadas (generalmente amigas del poder político), ocurría otro fenómeno no menos importante. Tanto desde la Unión Europea como desde los gobiernos centrales (ya fueran del PP o del PSOE) se implementaban duros planes de ajuste para hacer frente a las distintas crisis económicas (particularmente la que tuvo lugar a partir de 2008). Las medidas económicas y fiscales conocidas como el techo de gasto, para no superar o para controlar el déficit público, tuvieron efectos devastadores sobre el sector público y muy particularmente sobre los sistemas públicos de salud. En los últimos veinte años –pero muy particularmente a partir del año 2010– se lleva a cabo la mayor ofensiva presupuestaria contra el SERMAS, que tiene como colofón el plan de Lasquetty del año 2012 y el surgimiento de la Marea Blanca. Pero, aunque el plan no triunfara del todo, al menos sí tuvo efectos catastróficos: la atención primaria sufrió una falta escandalosa de recursos, las plantillas del SERMAS cayeron aproximadamente en un 10%, las camas hospitalarias sufrieron recortes de alrededor de 1.500 a 2.000 durante esos años, se cerraron quirófanos y se limitaron al mínimo las pruebas diagnósticas o rehabilitadoras. Esta combinación fatídica entre privatizaciones y desinversión de lo público es lo que ha conducido al escenario actual o, lo que es lo mismo, a que la lucha contra el coronavirus se diera en las peores circunstancias posibles. Como se decía durante los dramáticos días de marzo de 2020, ¡los recortes de ayer son las víctimas de hoy!

Pero también, el otro motivo que ha llevado a una situación como la que estamos viviendo en esta pandemia es la falta de previsión y la política errática del gobierno central de PSOE y Unidas Podemos. El hecho de que no se tomara en serio no solo lo que había ocurrido en China, sino en Italia, las dudas sobre el confinamiento y el aislamiento, la falta de recursos materiales y la mala gestión sobre factores decisivos (como la compra de respiradores, las mascarillas, los equipos de protección individual, los test en malas condiciones), todo ello es responsabilidad del gobierno central. Y si bien es cierto que era un gobierno recién constituido, no es menos cierto que esperó y no tomó decisiones determinantes, como por ejemplo poner bajo control público las fábricas o talleres que podían producir respiradores, equipos de protección, test o mascarillas... En todo esto se ha tardado mucho y se siguen sin hacer las cosas correctamente.

Pedro Sánchez, sin llegar ni mucho menos a la osadía criminal de Bolsonaro, Trump, López Obrador o Boris Johnson, ha capitulado como el resto de gobernantes de la Unión Europea ante las grandes corporaciones y empresas capitalistas, que han presionado para que la economía siguiera funcionando incluso a costa de miles y miles de vidas humanas. Una vez más se ha mostrado que dichos gobiernos e instituciones están al servicio del funcionamiento del sistema capitalista.

Manda la economía y no la salud de la población

Todo esto que ha sucedido y seguirá sucediendo no ha pasado porque sí. Tiene profundas causas que no se explican solo por el carácter de los gobiernos o Estados o por las políticas de austeridad y de recortes. Estados, gobiernos y organismos supranacionales forman parte de un todo que es el sistema mundo capitalista que se mueve en medio de una apariencia caótica y desenfrenada. Pese a todo, es el poder del capital el que manda en el mundo. Los hechos recientes y la sumisión de los poderes públicos y gobernantes de todo el mundo son el mayor ejemplo. Las decisiones acerca de mantenernos en las casas o indecisiones a la hora de poner la producción nacional a fabricar equipos de protección, respiradores, test o mascarillas, ahondan en los mismos argumentos.

El capitalismo es un sistema al que solo le interesa la obtención máxima de ganancias y para ello tiene que transformar todo lo existente en mercancías, es decir, valores que se intercambian en el mercado mundial. Los grandes capitales solo buscan la mayor acumulación de capital posible en una competencia cruenta. La obtención de esos objetivos solo es posible mediante la explotación de la fuerza del trabajo o la acumulación por desposesión de los bienes públicos. Este es el trasfondo económico de lo que ha ocurrido con todos los servicios públicos en el Estado español.

La salud de las personas y los sistemas de salud, lejos de librarse de esta pandemia, habían formado parte de estas políticas neoliberales y han sido sus objetivos privilegiados. El hecho de que las poblaciones de los principales países occidentales hayan sufrido de una forma descomunal la crisis del coronavirus (en particular Estados Unidos, Italia, España o Francia), refleja que en los principales países capitalistas se aplicaron las mismas políticas de privatización de recursos y de recortes presupuestarios. La salud como un derecho de toda la población se ha ido convirtiendo en un nicho de negocios o, lo que es igual, parafraseando a Marx, en un nuevo valor de cambio.

Se ha roto la tendencia de los años 50 o 60 del siglo pasado, marcados por las políticas del Welfare State, donde los sistemas de salud jugaban un doble papel. Por un lado eran una inmensa conquista para las clases trabajadoras que no tenían capacidad de costearse los grandes gastos de una enfermedad o las mismas bajas laborales, y por otro, para el buen funcionamiento del capitalismo, los sistemas de salud servían como reposición o cura de una mano de obra duramente tratada y explotada por el capital. De esa manera, el Estado de bienestar cumplía un papel de engranaje del propio sistema.

Lo que ha sucedido a partir de los años 80 del siglo XX es que el propio capitalismo tuvo que cambiar de estrategia para enfrentarse a la crisis de los años 70. La puesta en marcha de las políticas neoliberales combinadas con las crisis sucesivas, como la de 2008, ha puesto en el foco de los grandes capitales internacionales a los gigantescos sistemas públicos de salud de los países capitalistas más avanzados. Todo ello, junto a las políticas de austeridad, recortes en el gasto público y el paradigma de controlar el déficit público, ha ido debilitando y descomponiendo las principales defensas que tenían las poblaciones europeas frente a la enfermedad y, muy particularmente, a situaciones excepcionales como las epidemias o la pandemia del coronavirus que estamos sufriendo.

Hace falta un plan global e integral para la salud y para todos los servicios sociosanitarios

Comencemos por lo esencial, es decir, poniendo la vida de las personas en el centro. En el centro de las decisiones económicas, en el centro de las decisiones sanitarias y sociales, en definitiva, en el centro de las decisiones políticas que se han de tomar.

Pensando ya en las necesidades de la mayoría de la población, una población que va a quedar esquilmada por el paro, la precariedad, la desigualdad y la pobreza en una cuantía que todavía nos es difícil calcular, pero que según todas las estimaciones será superior a la sufrida en la crisis de 2008. Por ello es urgente garantizar una alimentación básica y de calidad para toda la población que no cuente con una renta suficiente. A través de las diferentes modalidades (tarjetas de alimentación, etc.) hay que asegurar estas raciones para todas las personas bajo el umbral de la pobreza, el 26,1% de la población (AROPE, 2018). Son unas cifras dramáticas, 12 millones de personas, pero ¿en qué cifras estaremos cuando salgamos de la crisis sanitaria?

Se debe instaurar una renta básica para todas las personas que no cuenten con una renta suficiente para sobrevivir. Si bien esta no puede ser una renta del tipo renta mínima de inserción, como es el caso de la Comunidad de Madrid (CM), sujeta a una burocracia para su obtención que la termina haciendo inalcanzable para muchas personas.

Hay que asegurar una vivienda digna a todas las personas sin techo o sin una seguridad habitacional. Hay que aplazar el pago de los alquileres e hipotecas para quienes se hayan quedado sin ingresos.

Se debe asegurar de manera especial una alimentación según sus necesidades a niños y niñas, igualmente una escolarización desde los cero años sin ningún tipo de coste para las familias.

Los servicios públicos como la sanidad, servicios sociales o la educación han de ser transformados para dar respuesta a las necesidades de la población y ser garantía de los derechos humanos.

Los servicios de salud (SS) se han de reconstruir sobre la base de una atención primaria de salud (APS). Han de tener una orientación comunitaria y contemplar los determinantes sociales de salud, para conseguir disminuir las desigualdades. Es inadmisible mantener las diferencias existentes entre poblaciones (entre comunidades autónomas y dentro de las mismas), por ejemplo, en muertes evitables o esperanza de vida al nacer.

La mayor inversión en los SS se centrará en mejorar la APS para conseguir que aproximadamente un 25% de todo el gasto sanitario se dirija a mejorar infraestructuras, insumos y, sobre todo, se mejore el número de profesionales sanitarios dedicados a este nivel asistencial.

La descentralización de los SS debe hacer realidad la participación de la ciudadanía en todos los niveles decisorios, hasta ahora testimonial.

Otra de las experiencias de esta pandemia ha sido que no se puede menospreciar la salud pública y la vigilancia epidemiológica como se ha hecho en el Estado en general y en particular en la CM, que durante la anterior crisis llegó a eliminar la Dirección General de Salud Pública. Igual ha pasado con el desprecio y la falta de inversión en la investigación en general y en especial en la biomédica. Esto da una idea de en qué situación se ha tenido que afrontar esta pandemia, con una insuficiencia de efectivos notable.

Los SS se han de configurar como servicios públicos universales, que atiendan por igual a toda la población que viva en ese territorio. Su financiación habrá de ser a través de unos impuestos directos. Esto requiere realizar una reforma fiscal más justa y progresiva que la actual para que con la recaudación paguen más quienes más tienen. Algo que no se hará si se mantiene la reforma que se realizó del artículo 135 de la Constitución, que prioriza el pago de la deuda a la inversión en gasto social. Hay que abandonar el pago de la deuda en una crisis sistémica como la actual.

Hay que dar un giro de 180º a la actual gestión gerencialista y mercantil de los SS, para que se conviertan en verdaderos servicios públicos sujetos al derecho administrativo, sin provisión privada, y sin fórmulas privatizadoras como han sido las colaboraciones público-privadas o los conciertos. Hay que fijar su paulatina reversión en base al interés general.

Toda esta transformación de los actuales SS requiere de miles de profesionales de todas las categorías para que los servicios puedan funcionar, por lo que es esencial una política de recursos humanos que se dirija a incrementar las plantillas, con una planificación integral de todas las necesidades de las poblaciones reflejadas en Planes Integrales e Integrados de Salud.

Precisamente esta pandemia ha dejado al descubierto la situación de precariedad de una buena parte de quienes trabajan en estos SS. Abuso de contratación irregular, eventualidades que se renuevan año tras año en puestos estructurales, interinidades que se alargan por décadas, cargas de trabajo inasumibles y, por último, un desprecio absoluto a la protección necesaria de estas trabajadoras y trabajadores para no convertirse ni en vectores de transmisión, ni sufrir un deterioro tan grande de su salud, incluso con el riesgo de su vida: más del 20% de las personas contagiadas han sido las que trabajan en sanidad.

Según el Consejo General de Colegios Oficiales de Médicos, que expide los certificados de idoneidad para salir al extranjero, la huida de personal médico del Estado se calcula en 27.590 personas desde el año 2011; solo en el año 2019 han sido 4.100. La gran mayoría de certificados de idoneidad se ha solicitado para salir a trabajar fuera de España (64,85%). También se han solicitado para estudios (4,37%), cooperación (10,82%) y otros/homologación (19,96%). De todos ellos, el 50,87% ha sido solicitado por mujeres y el 49,13% por hombres.

El gobierno central, después de anunciarlo y recogerlo en la Orden SND/232/2020, de 15 de marzo, en su punto octavo (“Puesta a disposición de las comunidades autónomas de medios y recursos sanitarios de otras Administraciones Públicas y de centros y establecimientos sanitarios privados”), no ha hecho nada para que esto se cumpliese. Por esto hemos asistido a una situación dramática de la que habrá que exigir responsabilidades; porque al contar con camas hospitalarias y de UCI en el sector privado, ninguna autoridad sanitaria ha osado ponerlas al servicio del bien común, mientras en los servicios públicos morían pacientes por falta de ese tipo de recursos. Un sector al que en los mismos días se le ha permitido hacer ERTE y, ahora además, reclama ayudas a los gobiernos.

Por otra parte, se hace inaplazable la fabricación propia de los insumos sanitarios necesarios para la protección de quienes trabajan en este sector y de la ciudadanía en general. Es igualmente necesario comenzar con la producción pública de medicamentos esenciales y vacunas.

Residencias de personas mayores

Las residencias de las personas mayores han sido concebidas como lugares para que viviesen las personas mayores que no tuvieran a nadie que las cuidase, o no pudieran hacerlo, incluso porque vivieran solas y preferían estar en cierta compañía. En el conjunto del Estado español dependían mayoritariamente de las Consejerías de Servicios Sociales [autonómicas] y sus trabajadores y trabajadoras, incluidas las de la sanidad, también. Y la inmensa mayoría eran concertadas con el sector privado.

Con el paso de los años se fueron adjudicando estos conciertos a fondos de inversión y multinacionales. Adjudicaciones que hacían las Administraciones Públicas forzando a la baja el precio por plaza. De esta forma, las ganancias para las adjudicatarias eran a base de contratar a menos personal y pagar menores salarios.

El resultado de la privatización de este servicio esencial que han estado desarrollando las Administraciones Públicas se ha visto dramáticamente con la pandemia actual, pues ni los gobiernos ni las adjudicatarias se propusieron que fuesen lugares que reuniesen los recursos necesarios para una atención digna a las personas mayores.

Las consecuencias de un negocio permitido, cuando no estimulado, son bien conocidas: miles de muertes, en su mayoría en condiciones inhumanas. Aunque la situación previa fuera determinante, en estos días se le sumó la de un sistema sanitario colapsado. De nada sirvieron las bienintencionadas órdenes e instrucciones del gobierno central, porque no se podían cumplir en la mayoría de las residencias. No eran lugares que contasen con los espacios que se les exigía, ni con las y los trabajadores que se les requería. Y en esta ocasión, el desahogo que en ocasiones suponía la evacuación al sistema sanitario de los residentes enfermos no funcionó, dado el desbordamiento.

Por otra parte, en las residencias, como en el sistema sanitario en general, no se preocuparon de proteger a las trabajadoras para que no fuesen vectores en la transmisión del coronavirus.

Esperemos que una de las lecciones de esta tragedia sirva para cambiar la realidad de este negocio criminal que han permitido las Administraciones Públicas, denunciado durante años desde colectivos de familiares y por el personal que trabaja en las residencias de las personas mayores.

Organizar las respuestas

Nadie puede decir que no vayamos a sufrir nuevos rebrotes. Hemos aprendido que la situación no se puede volver a producir. Hemos quedado al desnudo frente a la Covid-19 y a las políticas de los gobiernos del PP o los errores del gobierno central. Por eso se hace más necesaria que nunca la preparación ante posibles brotes o ante nuevas contingencias.

La sanidad pública y los profesionales se han ganado un prestigio ante el conjunto de la población por el sacrificio y el sufrimiento que hemos padecido. No se puede tolerar que los gobiernos vuelvan a desmantelar o utilizar la sanidad pública en beneficio propio.

Ya estamos empezando a dar nuestros primeros pasos. Las movilizaciones en memoria de las y los profesionales fallecidos o ante la rescisión de las personas contratadas demuestran que empezamos a salir del shock. Desde muy abajo, a través de la autoorganización, se empiezan a crear grupos en redes para fomentar la participación y la preparación de asambleas y concentraciones en nuestros centros de trabajo. Todo esto debemos hacerlo junto con la sociedad, junto con las y los usuarios que nos han aplaudido y apoyado desde las ventanas y balcones. La Covid-19 se podrá derrotar y con ella a los especuladores de la salud de millones de personas.

Carmen San José, Javier Cordón y Jesús Jaén son miembros del Movimiento Asambleario de Trabajadoras/es de la Sanidad (MATS)

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