Existe un extravagante trayecto en la historia de la pintura occidental. De la emergencia de la perspectiva, que inoculó y transformó nuestra mirada, y el clasicismo, desde sus antecedentes renacentistas, cuyos cimientos futuristas se basaban en una mirada al pasado griego y romano, hasta llegar a la desacralización, e incluso al abolengo ascético impregnado en el impresionismo, el expresionismo y el nacimiento de las vanguardias artísticas. El siglo XX mostró nuevas y extravagantes estéticas a través de las obras de diversos artistas como Lucio Fontana, Frida Kahlo, Jackson Pollock o Leonora Carrington. Se trataba de una ruptura en todos los términos, pasando del soporte técnico, la concepción del color y de lo figurativo, hasta hacer estallar los sustentos mismos que se encontraban establecidos en la percepción, representación y producción del mundo.  Vlady hace parte de la ruptura. Sin embargo, ¿en dónde situar su obra?

Las creaciones artísticas, pretendidamente revolucionarias, atravesaron la disyuntiva de apoyar, o no, una transformación radical de la sociedad. La obra y la intencionalidad de Vlady resultan mucho más sofisticadas y complejas, alentando las revueltas y revoluciones, al tiempo de renunciar y denunciar sus deformaciones más extremas y burocráticas. Si la experiencia del arte moderno fue producto de una doble ruptura, tanto con la iglesia y la aristocracia, su contrario implicaría la interrupción del autor y de la esfinge dolorosa de una supuesta neutralidad progresiva, pero falsa y soberbia.

Desde esas coordenadas fue construida una disyuntiva entre un arte escolástico, pedagógico y comprometido políticamente, incluso hasta extremos totalitarios (el realismo socialista, por ejemplo), y un arte que exigía un exceso distinto, en otros términos, mucho más personales, individuales e íntimos. De una u otra manera, es la pugna entre Brecht y Artaud al enfrentar la vida a través del arte, en el encono de su inmersión o de una deserción crítica. En mi opinión, Vlady logra, de manera impertinente, esquivar y saldar esa escisión. Que el arte sea materia de transformación social siempre atravesó el fatuo infierno en la disyuntiva de subyugarse a la colectividad o esclavizarse al individuo, lo cual muestra galantemente nuestras propias contradicciones civilizatorias.

Hijo de Victor Serge, poeta y bolchevique, quien fue exiliado por su inconformidad con el autoritarismo estalinista, y de una madre culta y prolífera, aunque confinada en un psiquiátrico. De hecho, algunas de sus piezas más íntimas consisten en el retrato de las manos de su padre, y en otras dedicadas de manera explícita a ella. De la Rusia bolchevique a un México recién atravesado por una revolución, Vlady se deslizó en diversas tendencias y estilos. Por ejemplo, algunos de sus retratos bien podrían ligarse al expresionismo vienés y alemán, Munch es una muestra clara. Tanto su trayectoria como su obra exponen este complejo rompecabezas, en donde conviven la abstracción y los mitos, la materia y los símbolos, la textura y la propia desfiguración de lo real desde el inconsciente, que exhibe su sustento social a través del deseo, la indignación y también la utopía o la irreverencia. La obra de Vlady puede ser, desde un cierto sentido, un retrato íntimo del siglo XX, una ilustración radical de aquello que suele denominarse “el corto siglo XX”, en palabras de Hobsbwn.

En la extensa estela de su obra es posible admirar cómo, en 1930, ¡a sus escasos 10 años!, elaboró una pequeña pintura denominada “Kronstadt”. Quizás las décadas de los sesenta y setenta resultaron las más prolíferas en su producción. Sin duda, lo interesante es el mestizaje que adquiere su obra, retomando elementos abstractos y radicales de las vanguardias artísticas europeas y mezclándose con el muralismo mexicano. Uno de sus primeros murales realizados en México se encargó de retratar la brutalidad represiva del estalinismo, cuestión por la cual dicha pieza fue eliminada. Desde luego, el joven Vlady estaba educado en la perseverancia y la disidencia.

Uno de los vestigios fantásticos de su obra transcurre en el dibujo, y no sólo en sus bocetos. Numerosas piezas en ese ámbito formulan un torrente de impulsos y formas en donde parecen acaecer diversas capas que, juntas y entrelazadas, exacerban la mirada hasta el infinito. Círculos y cuadrados, formas antagónicas, disturbios que alcanzan una sonoridad estridente. Esa misma potencia se revela en sus murales. Es aquí en donde Vlady se convierte en un clarividente que parece respirar a través de las heridas vivas de la historia.

El hermoso y majestuoso tríptico dedicado a Trotsky es muestra del potencial estético que este artista alcanzó. Inspirado en una sólida formación pictórica, influenciado por las tendencias vanguardistas e impactado por el muralismo mexicano. Esta exótica mezcla estaba recubierta por su propia historia de vida y por sus convicciones políticas. Y sin embargo su obra se encuentra habitada de una conexión irreverente e inusual entre arte y política, y entre lo figurativo y lo abstracto. Al ser invitado a Nicaragua, tras el triunfo de la revolución, a realizar una serie de murales diversos funcionarios quedaron atónitos puesto que la composición resultaba a sus ojos incomprensible. Y es que, a pesar de ser un artista abiertamente político y radical, jamás permitió que esa condición derivase en una instrumentalización panfletaria de la pintura.

La estela de su obra plantea un intenso arco en términos estéticos e históricos. Nacido a inicios del siglo XX, portando siempre el legado de la revolución rusa y de la disidencia trotskista, y fallecido en México a inicios del siglo XXI. Su vida transcurrió en una tierna y feroz paradoja que va de la emergencia explosiva de las utopías revolucionarias, su colapso y desahucio simbólico tras la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética, hasta su encuentro con el EZLN, a quien dedica algunas de sus últimas obras, y la teología de la liberación, avisos disruptivos del despertar de un nuevo ensayo revolucionario. Por ello precisamente la obra de Vlady constituye una fuente inagotable de magia y esperanza.

Samuel González Contreras es investigador y promotor cultural

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