Cuando el presidente Joe Biden y su homólogo chino, Xi Jinping, llegaron a la isla turística de Bali, Indonesia, para asistir a su cumbre del 14 de noviembre, las relaciones entre sus dos países se hallaban inmersas en una espeluznante espiral descendente, con tensiones en torno a Taiwán que se acercaban al punto de ebullición. El sector diplomático esperaba, en el mejor de los casos, una modesta reducción de las tensiones, cosa que, para alivio de muchas personas, ocurrió efectivamente. Sin embargo, no se esperaban cambios políticos trascendentales, que no se produjeron. No obstante, en un ámbito vital sí apareció por lo menos un atisbo de esperanza: los dos principales países emisores de gases de efecto invernadero acordaron reanudar sus languidecientes negociaciones sobre esfuerzos conjuntos para superar la crisis climática.

Estas conversaciones se han interrumpido y reanudado repetidamente desde que el presidente Barack Obama las inició antes de la cumbre climática de París de diciembre de 2015, en la que las delegaciones aprobarían el objetivo crucial de evitar que la temperatura global aumentara más de 1,5 °C (la cota máxima que la ciencia considera que este planeta puede absorber sin consecuencias catastróficas). Las consultas entre EE UU y China continuaron tras la adopción del acuerdo climático de París hasta que el presidente negacionista Donald Trump las suspendió en 2017. El presidente Biden las relanzó en 2021, pero volvieron a ser interrumpidas por parte de la dirección china en represalia por la visita a Taiwán de Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes de EE UU, el pasado 2 de agosto, visita que a ojos de Pekín fue una demostración de apoyo a las fuerzas independentistas de la isla. Sin embargo, gracias a las intensas presiones de Biden en Bali, el presidente Xi aceptó activar de nuevo el conector interactivo.

Subyace a este modesto gesto una cuestíón mucho más trascendental: ¿Y si los dos países fueran más allá de las meras palabras y se pusieran a trabajar conjuntamente para liderar la reducción radical de las emisiones globales de carbono? ¿Qué milagros podrían entonces hacerse realidad? Para contribuir a encontrar respuestas a esta cuestión fundamental, hemos de rememorar la historia reciente de la cooperación entre EE UU y China en materia climática.

La promesa de cooperar

En noviembre de 2014, tras una amplia labor diplomática, los presidentes Obama y Xi se reunieron en Pekín y firmaron una declaración en que se comprometieron a colaborar para asegurar el éxito de la cumbre de París del año siguiente. “Los Estados Unidos de América y la República Popular China han de desempeñar una función crítica en el combate contra el cambio climático global”, afirmaron. “La gravedad del desafío obliga a ambas partes a cooperar constructivamente en pro del bien común.”

Obama ordenó entonces al secretario de Estado, John Kerry, que cooperara con los funcionarios chinos  en la tarea de convencer a otras delegaciones en aquella cumbre ‒oficialmente la 21ª Conferencia de las Partes del Convenio Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, o COP21‒ de que aceptaran un compromiso firme de respetar el límite de 1,5 grados. Según un gran número de observadoras, este esfuerzo conjunto fue decisivo a la hora de persuadir a participantes renuentes como India y Rusia para que suscribieran el acuerdo climático de París.

“Con nuestro anuncio conjunto con China el año pasado”, declaró Obama en la sesión de clausura de la cumbre, “demostramos que es posible superar las antiguas divisiones… que habían impedido el progreso global durante tanto tiempo. Este logro animó a docenas y docenas de otras naciones a fijar sus propios objetivos climáticos ambiciosos.” Obama también destacó que todo progreso global significativo por esta vía depende de la continuidad de la cooperación entre los dos países. “Ninguna nación, ni siquiera una tan poderosa como la nuestra, puede afrontar este desafío por sí sola.”

Trump y los riesgos de la falta de cooperación

Aquel periodo de cooperación no duró mucho. Donald Trump, ardiente defensor de los combustibles fósiles, no ocultaba su aversión al acuerdo climático de París. Anunció su intención de apearse del acuerdo poco después de asumir la presidencia. “Es hora de colocar a Youngstown, Ohio; Detroit, Michigan; y Pittsburgh, Pensilvania, además de otros muchos lugares de nuestro gran país, por delante de París, Francia”, declaró ominosamente en 2017 al anunciar su decisión.

Con EE UU ausente del escenario, la aplicación del acuerdo de París apenas avanzó a paso de tortuga. Muchos países que habían sido presionados por EE UU y China para que aceptaran planes ambiciosos de reducción de emisiones acabaron desdiciéndose de aquellos compromisos en sintonía con la presidencia de Trump. China, en aquel entonces el principal país emisor de gases de efecto invernadero y principal consumidor del combustible fósil más sucio, el carbón, también se sintió mucho menos presionada para cumplir su compromiso, incluso en un planeta que se calienta rápidamente.

Nadie sabe qué habría ocurrido si Trump no hubiera sido elegido y aquellas conversaciones entre EE UU y China no hubieran quedado en suspenso, pero a falta de esta cooperación se registró un aumento constante de las emisiones de carbono y de las temperaturas en el conjunto del planeta. Según CO.2.Earth, las emisiones se incrementaron de 35.500 millones de toneladas métricas en  2016 a 36.400 millones en 2021, un aumento del 2,5 %. Puesto que estas emisiones son el principal factor que contribuye al efecto invernadero responsable del calentamiento global, no es extraño que los últimos siete años hayan sido los más cálidos jamás registrados, con olas de calor de récord en gran parte del mundo, incendios forestales, sequías y pérdidas de cultivos. No cabe ninguna duda de que en ausencia de una renovada cooperación climática entre EE UU y China, estos desastres serán cada vez más frecuentes y graves.

Nueva reanudación, nueva suspensión

Poner fin a esta temible dinámica fue una de las principales promesas electorales de Biden, quien a pesar de la feroz oposición del Partido Republicano se ha esforzado efectivamente por reparar al menos una parte del daño causado por Trump. Fue todo un símbolo que se uniera de nuevo al acuerdo climático de París en el primer día de su presidencia y ordenara a su gobierno que acelerara la transición de las instituciones estatales al uso de energías limpias. En agosto logró un avance significativo cuando el Congreso aprobó la Ley de reducción de la inflación de 2022, que prevé un total de 369.000 millones de dólares para préstamos, subvenciones y créditos fiscales para iniciativas de energía verde.

Biden también se propuso reforzar la diplomacia climática de Washington y reanudar las conversaciones interrumpidas con China, nombrando a John Kerry enviado especial para la acción climática. Kerry, a su vez, recuperó los lazos con sus interlocutores chinos que había establecido en su periodo de secretario de Estado. En la reunión del año pasado de la COP26 en Glasgow, Escocia, les convenció de que se unieran a EE UU en la aprobación de la Declaración de Glasgow, un compromiso de redoblar los esfuerzos por mitigar el cambio climático.

Sin embargo, Joe Biden y su equipo de política exterior siguen estancados en muchos sentidos en la era de la guerra fría y su gobierno ha venido adoptando en general una actitud mucho más antagonista con respecto a China que Obama. No es extraño, por tanto, que los avances que logró Kerry con sus interlocutores chinos en Glasgow se evaporaron en gran medida cuando se agudizaron las tensiones en torno a Taiwán. Por ejemplo, Biden fue, que se recuerde, el primer presidente que declaró, y ello por cuatro veces, que las fuerzas militares estadounidenses defenderían la isla en caso de crisis si fuera atacada por China, abandonando en lo esencial la posición tradicional de Washington de mantener una ambigüedad estratégica con respecto a la cuestión de Taiwán. En respuesta, los líderes chinos alzaron cada vez más la voz para afirmar que la isla les pertenecía.

Cuando Nancy Pelosi realizó aquella visita a Taiwán a comienzos de agosto, China respondió lanzando misiles balísticos a las aguas que rodean la isla, y en un ataque de furia abandonaron las conversaciones bilaterales sobre el clima. Ahora, gracias a las súplicas de Biden en Bali, parece que la puerta vuelve a abrirse a la cooperación entre ambos países con vistas a limitar las emisiones de gases de efecto invernadero. En un momento en que se constatan las consecuencias cada vez más devastadoras del calentamiento global, desde una megasequía en EE UU hasta una ola de calor extremo en China, la pregunta que se plantea es esta: ¿Qué podría implicar un nuevo esfuerzo conjunto significativo?

Reafirmación de la centralidad del clima

En 2015 eran pocas las personas que ocupaban los centros de poder que pusieran en duda la amenaza suprema que suponía el cambio climático o la necesidad de que la diplomacia internacional contribuyera a superarla. En París, Obama declaró que “la creciente amenaza del cambio climático podría trazar los contornos de este siglo de forma más dramática que cualquier otra”. Lo que podría infundirnos esperanza, continuó, “es el hecho de que nuestras naciones compartan cierto sentido de la urgencia con respecto a este desafío y una creciente conciencia de que está en nuestras manos hacer algo al respecto”.

Desde entonces, tristemente, otros desafíos, incluido el aumento de las tensiones de guerra fría con China, la pandemia de covid-19 y la brutal invasión de Ucrania por las tropas rusas, han venido a “trazar los contornos” de este siglo. En 2022, pese a que las secuelas del calentamiento del planeta son cada vez más evidentes, pocos líderes mundiales sostienen que “está en nuestras manos” hacer frente al peligro climático. Así, el primer resultado (y tal vez el más importante) de toda cooperación renovada entre EE UU y China en materia climática podría consistir simplemente en otorgar al cambio climático la máxima prioridad en todo el mundo y demostrar que las grandes potencias, trabajando juntas, pueden abordar el problema con éxito.

Este esfuerzo conjunto podría comenzar, por ejemplo, con una cumbre sobre el clima de Washington y Pekín, presidida por los presidentes Biden y Xi, en la que participaran delegaciones de alto nivel de todo el mundo. Científicas estadounidenses y chinas podrían presentar las últimas malas noticias sobre la probable trayectoria futura del calentamiento global e identificar objetivos realistas encaminados a reducir significativamente el consumo de combustibles fósiles. A su vez, esto podría dar pie a la formación de grupos de trabajo multilaterales, patrocinados por agencias e instituciones estadounidenses y chinas, que se reunieran regularmente e implementaran las estrategias más prometedoras para frenar la catástrofe en cierne.

Siguiendo el ejemplo que protagonizaron Obama y Xi en la COP21 en París, Biden y Xi aceptarían desempeñar un papel destacado en la próxima Conferencia de las Partes, la COP28, convocada para diciembre de 2023 en los Emiratos Árabes Unidos. Visto el resultado inoperante de la COP27, reunida recientemente en Sharm el Sheij, Egipto, será necesario ejercer un liderazgo fuerte para conseguir algo significativamente mejor en la COP28. Entre los objetivos que deberían perseguir ambos líderes, la máxima prioridad debería tener la plena aplicación del acuerdo de 2015 en París, con su compromiso de no superar el límite de 1,5 grados de aumento máximo de la temperatura global, seguida de un esfuerzo mucho mayor por parte de los países ricos por ayudar a los países en desarrollo que sufren sus consecuencias.

De todos modos, China y EE UU no serán capaces de influir de manera significativa en la voluntad de realizar un esfuerzo internacional efectivo en materia climática si ambos países  ‒China como principal emisora de gases de invernadero en este momento y EE UU como el principal emisor histórico‒ no adoptan otras iniciativas mucho más importantes de cara a reducir sus emisiones de carbono y se decantan plenamente por las fuentes de energía renovable. La Ley de reducción de la inflación permitirá de hecho a la Casa Blanca impulsar muchas iniciativas nuevas en este sentido, mientras que China acelera más que ningún otro país la instalación de sistemas adicionales de energía solar y eólica. No obstante, ambos países siguen contando con los combustibles fósiles para la generación de una parte sustancial de su energía ‒China, por ejemplo, sigue siendo el país que más carbón consume y quema más que el resto del mundo conjuntamente‒, de modo que ambos tendrán que acordar más iniciativas audaces para reducir sus emisiones de carbono si pretenden convencer a otros países de que hagan lo mismo.

Fondo común de China y EE UU para las transiciones a energías limpias

En un mundo mejor, el siguiente en mi lista de posibles frutos de una revitalización de las relaciones entre China y EE UU sería el de un esfuerzo conjunto por ayudar a financiar la transición mundial de los combustibles fósiles a las energías renovables. Aunque el coste del despliegue de las energías renovables, especialmente la eólica y la solar, ha disminuido mucho en los últimos años, no deja de ser importante, incluso para los países ricos. Para muchos países en desarrollo sigue siendo inasequible. Esta fue una de las cuestiones más importantes que debatió la COP27 en Egipto, donde representantes del Sur global se quejaron de que los países ricos, que son los principales responsables del sobrecalentamiento del planeta, apenas hacían algo (si es que lo hacían), a pesar de sus promesas del pasado, por ayudarles a asumir los costes de los impactos cada vez más devastadores del cambio climático y de la transición energética de sus países.

Muchas de estas quejas se refirieron al Fondo Verde del Clima, creado por la COP16 en Cancún. Los países desarrollados aceptaron aportar cada año 100.000 millones de dólares a este fondo hasta 2020 a fin de ayudar a los países en desarrollo a sufragar los costes de la transición a energías renovables. A pesar de que dicho importe se considera ahora totalmente insuficiente para esta transición ‒“está demostrado que necesitamos billones, no miles de millones”, ha señalado Baysa Naran, una gerente de la Iniciativa de Política Climática‒, el fondo nunca ha alcanzado ni de lejos este objetivo de los 100.000 millones, para desespero de muchos países del Sur global, donde el cambio climático asesta golpes cada vez más graves en forma de inundaciones sin precedentes y olas de calor abrumadoras.

Cuando EE UU y China cooperaron en materia climática en la COP26 en Glasgow, la provisión del Fondo Verde del Clima parecía realmente imaginable. En su Declaración de Glasgow de noviembre de 2021, John Kerry y su homólogo chino, Xie Zhenhua, afirmaron que “ambos países reconocen la importancia del compromiso contraído por los países desarrollados de cumplir el objetivo  de movilizar conjuntamente 100.000 millones de dólares anuales a partir de 2020 y cada año hasta 2025, a fin de cubrir las necesidades de los países en desarrollo [y] subrayan la importancia de alcanzar este objetivo lo antes posible”.

Triste es constatar que esa afirmación dio muy poco de sí en los meses que siguieron, dado que las relaciones entre EE UU y China se fueron resquebrajando. Ahora, tras la reunión de Biden con Xi y la reanudación de sus conversaciones sobre el cambio climático, al menos es posible imaginar la intensificación de los esfuerzos bilaterales por avanzar hacia el objetivo de los 100.000 millones  e incluso ir mucho más allá (pese a que cabe prever una feroz resistencia por parte de la mayoría Republicana en la Cámara de Representantes).

A modo de aportación personal a esta manera de pensar, me permito sugerir la creación de un Fondo bilateral de China y EE UU para las transiciones a energía verde, una entidad que conceda préstamos y subvenciones, sostenida conjuntamente por ambos países con el propósito primordial de financiar proyectos de energía renovable en el mundo en desarrollo. Las decisiones sobre la financiación correrían a cargo de un consejo de administración paritario y el personal estaría formado por profesionales de todo el mundo. El objetivo sería complementar el Fondo Verde del Clima con cientos de miles de millones adicionales cada año a fin de acelerar la transición energética global.

El camino a la paz y la supervivencia

Los líderes de EE UU y China reconocen que el calentamiento del planeta constituye una amenaza extraordinaria para la supervivencia de sus naciones y que será preciso desplegar un esfuerzo colosal en los próximos años para minimizar el peligro climático y resistir su efectos más devastadores. “La crisis climática es el desafío existencial de nuestra época”, dice la Estrategia Nacional de Seguridad de octubre de 2022, emitida por el gobierno estadounidense. “Sin una acción global inmediata encaminada a reducir las emisiones, la ciencia nos dice que pronto superaremos los 1,5 grados de calentamiento, dando lugar a olas de calor y temporales extremos, al aumento del nivel de los océanos y a una pérdida catastrófica de la biodiversidad.”

A pesar de esta evaluación certera, la Estrategia Nacional de Seguridad califica la competencia de China de amenaza todavía mayor para la seguridad de EE UU, aunque sin especificar cuáles serían los riesgos concretos, y propone una movilización masiva de los recursos económicos, tecnológicos y militares del país a fin de asegurar el predominio de EE UU en la región de Asia-Pacífico en las próximas décadas. Esta estrategia requerirá, por supuesto, la inyección de miles de billones de dólares para cubrir el gasto militar, restando recursos para abordar la crisis climática y exponiendo al país a un riesgo creciente de entrar en guerra, tal vez incluso nuclear, con China.

Dados estos peligros, tal vez el mejor resultado de la nueva cooperación entre China y EE UU en materia climática, o diplomacia verde, sería un aumento de la confianza entre los líderes de los dos países, permitiendo una reducción de las tensiones y del gasto militar. En efecto, este enfoque constituye la única estrategia práctica para salvarnos de las consecuencias catastróficas tanto de un conflicto entre EE UU y China como del cambio climático desenfrenado.

01/12/2022

(Artículo publicado en el sitio de  TomDispatch, traducido por A l’Encontre )

Traducción: viento sur

Michael T. Klare es profesor emérito de estudios sobre la paz y la seguridad mundiales en la Universidad Hampshire en Amherst, Massachusetts.

 

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