Tras meses de discusión en discretas mesas de negociación, el gobierno, liderado en este caso por Yolanda Díaz, CCOO, UGT y la CEOE anunciaron un acuerdo para readaptar la reforma laboral. Lejos del pacto programático suscrito por el gobierno, el acuerdo abandona el planteamiento de la “derogación” y asume como base la reforma de 2012 del Partido Popular. En la izquierda gubernamental se ha intentado vender (de nuevo) el acuerdo como histórico; sectores de la derecha, como el periódico ABC, el tan famoso como mediocre economista liberal Juan Ramón Rallo, el presidente de la CEOE o Luis Garicano han salido en defensa del acuerdo, considerando que, a pesar de la irritación que les produce el hecho de que está liderado por la izquierda, no toca (pese a ciertas limitaciones a la temporalidad) los pilares básicos del modelo laboral implantado por el bipartidismo.

Lo que se retoca y lo que no se toca

A nivel de cambios en la legislación laboral, es difícil vender esto como un éxito, aunque la maquinaria ilusionista del progresismo lo intente con su mezcla de argumentario chantajista y pasivo-agresivo contra la izquierda crítica, aderezado de un ilusionismo verbal cada vez más impostado y entristecido. No se toca el abaratamiento del despido, se mantiene la flexibilidad para los despidos objetivos, la falta de control administrativo en los despidos colectivos, no se recuperan los salarios de tramitación... Está por ver si la prioridad aplicativa de convenios sectoriales se aplicará a los convenios ya existentes, aunque solo afecta al salario, no a las condiciones de trabajo. Lo único que se puede vender como una recuperación de derechos tiene que ver con la ultra-actividad de los convenios, una concesión a los aparatos sindicales que permite evitar más retrocesos formales tras años en donde la capacidad de negociación de estos actores había retrocedido con fuerza. La patronal puede darse por satisfecha: mantiene la posibilidad del despido libre y barato y, por otro lado, la total capacidad de organizar el trabajo a sus anchas en las empresas, pudiendo modificar las condiciones a su antojo.

Es decir, no estamos ante una derogación de la reforma laboral del PP ni ante una nueva reforma laboral: estamos ante una pequeña corrección del marco de precariedad laboral y flexibilidad pro-empresarial que han impuesto históricamente PP, PSOE y la CEOE, amparados por los aparatos sindicales.

En el fondo del consenso, la modernización

Desde hace tiempo, los dirigentes de PSOE y UP vienen insistiendo en la idea de una nueva modernización. Quizás el texto donde se expresa con más claridad esa tesis, poco discutida por desgracia en la izquierda, es un artículo de Alberto Garzón y Enrique Santiago (https://www.eldiario.es/opinion/tribuna-abierta/modernizacion-espana-enemigos_129_6295329.html), que pasó desapercibido y que trataba de fundamentar teóricamente lo que Pablo Iglesias llevaba desgranando hace tiempo a través de declaraciones en los medios de comunicación.

Este artículo trataba del compromiso de la izquierda progresista con la modernización de España. Modernización es el correlato en el plano de la política económica del término regeneración en el político. Se trata de actualizar las formas y sectores que vertebran el capitalismo español. En el artículo, la clásica retórica del capitalismo verde se combina con ilusiones ridículas en la capacidad del progresismo de orientar la inversión y el modelo de desarrollo capitalista. Ilusiones absurdas, no solo por la naturaleza del capitalismo, sino porque UP es parte subalterna de un gobierno débil que no va a acometer ninguna reforma que modifique coyunturalmente la relación entre estado y capital, y que pueda generar una contra-tendencia disruptiva contra el neoliberalismo.

Lo más interesante del artículo, más allá de estas afirmaciones tan viejas como extravagantes sobre el “desarrollo progresivo de las fuerzas productivas” y la capacidad de la izquierda para orientar este proceso, es el fondo político, convertido en dogma de fe en la nueva UP liderada por Yolanda Díaz. Los dos dirigentes de IU y el PCE reconocían en ciertos sectores de la patronal un aliado. El artículo retomaba de forma clara el viejo axioma compartido por el eurocomunismo de derechas y la socialdemocracia convertida al socio-liberalismo (cuya síntesis más avanzada es el Partido Democrático italiano): la modernización es “algo que el Gobierno sólo puede resolver si una parte de la clase empresarial, la más dinámica y viva, forma parte de la solución.” Es decir, el adversario no es la clase empresarial, porque el objetivo a corto plazo no es ya debilitar su poder social, sino fortalecerlo. El enemigo pasa a ser tan solo la derecha política, que con sus exabruptos incumple con sus responsabilidades de Estado y deviene en un obstáculo para la modernización.

Esta modernización progresista se enfrenta a ciertos límites objetivos (el rol del Estado español en el mercado global, las múltiples crisis que vive el capitalismo a nivel global y las especificidades españolas que se derivan de ella), pero seamos claros. El objetivo de la modernización no es modernizar la estructura productiva española: es reactivar el ciclo de crecimiento español, porque en realidad, nuestros modernizadores (liberales o eurocomunistas) solo creen que se puede activar la economía a través de la reactivación de las ganancias del capital.

Sobre esos objetivos, reaparece el famoso consenso, palabra fetiche de nuestra de nuevo bien hallada Transición. El famoso consenso, caricatura pseudo-gramsciana justificada sobre la base del acuerdo con quién debería ser tu enemigo irreconciliable y construido sobre la exclusión amplios sectores que deberían ser aliados: kellys, migrantes, trabajadores de las PYMES -poco se habla de cómo se renuncia en esta reforma laboral a incluirlos dentro del paraguas de la negociación sindical- y un largo etcétera de la gran mayoría de los trabajadores y trabajadoras.  Pero seamos justos. Si la tesis es que hay que priorizar la alianza y los vínculos con los empresarios, la no reforma laboral impulsada por Yolanda Díaz cumple su papel a la perfección. Es ni más ni menos que una traducción en términos laborales de la famosa modernización, pues adapta la estructura reguladora del trabajo a las necesidades políticas y económicas del capitalismo. Es decir, este nuevo acuerdo laboral viene a complementar los otros dos grandes ejes sobre los cuales el progresismo sostiene el proyecto modernizador, reintegrando a las cúpulas sindicales en la gestión del mismo:  la distribución de los fondos europeos (dinero que se destina a las grandes empresas como forma de compensar su crisis de rentabilidad a través del doping público, una práctica ortodoxamente neoliberal) y la contención salarial para evitar que la inflación la paguen los beneficios empresariales, cuyo primer ejemplo pudimos comprobar a base de tanquetas en Cádiz.

En definitiva, no pienso que estemos ante un avance hacía ningún otro sitio que no sea hacía este proyecto modernizador que hemos enunciado. Es importante esta discusión porque nos ubica en el mapa político y económico en el que se mueve el progresismo y prefigura una determinada posición política ante el mismo. Se trata de asumir una posición de oposición activa a la modernización y a los diferentes hitos políticos que la posibiliten, así como de construir una alternativa a ella, pero también, y eso es importante, ir definiendo los escenarios políticos que este proyecto (todavía débil y sujeto a la volatilidad de las crisis) puede generar.

Lecturas políticas

Políticamente, esto es una derrota para las fuerzas que durante años se han movilizado contra este modelo laboral (incluyo, por supuesto, a la militancia de las fuerzas de izquierda firmantes del acuerdo), a pesar de que sea un triunfo político para la integración modernizadora de la izquierda. Sé que está de moda vender la idea de que es un avance parcial, pero desde un punto de vista político es falso venderlo así. Se incumple el acuerdo de gobierno, ya que no se deroga la reforma laboral. Todos los partidos del bloque de gobierno estaban de acuerdo en ese punto, logrado a través de años de lucha, porque, no olvidemos, esta es una demanda que se ha sostenido viva con movilización. Tras años insistiendo en que las cosas se cambiaban a través del BOE, resulta que cuando la izquierda tiene mayoría parlamentaria para aprobar ciertas leyes, no se hace. Es más, se introduce un actor no electo como la CEOE para determinar todo el proceso de negociación. Esta negociación ha sido buen indicativo de cómo funciona la lógica del régimen político heredado de la Transición. Cuando gobierna la derecha, el consenso social se rompe y solo mandan los empresarios. Cuando gobierna la izquierda, el consenso social se reorganiza para que también sigan mandando. La hipótesis de que UP en el ejecutivo iba a garantizar los acuerdos de gobierno ya ha sido escondida sin muchos reparos por los dirigentes de la izquierda: ahora ya solo se trata de vender como un avance lo que es una renuncia, contraparte necesaria y no contingente de un profundo giro estratégico.

En ese sentido, me parece que desde la izquierda (utilizo este término a falta de uno mejor e igual de amplio), debemos discutir sobre algunas cuestiones.

Creo que esto no es simplemente un problema de relato o de cómo ha vendido el gobierno lo que evidentemente es la aceptación con retoques del orden político vigente. El problema es político y de estrategia. Tan ingenuo es creer que es posible una transformación anticapitalista dentro de este régimen, como pensar que no hay margen para luchar y lograr conquistas parciales. Las conquistas parciales pueden ser cuñas, temporales, siempre sujetas a la necesidad de ser defendidas, que consiguen introducir las clases subalternas, que tienen como objetivo mejorar las condiciones de vida y de lucha dentro y contra el propio sistema. Renunciar a ellas es renunciar también a la política, y algo peor, asumir por ejemplo la idea de que una clase obrera depauperada será más radical, cuando es todo lo contrario. Es la fortaleza y el fortalecimiento de nuestra clase, en un sentido amplio y sin residuos corporativos, lo que nos permitirá estar en mejores condiciones de asumir retos transformadores. En realidad, se trata de apostar por introducir esas cuñas no para salir de la crisis, sino para vivir y luchar en ella, desplazándola a través de la lucha política y económica hacia el capital, mientras la clase trabajadora se hace más fuerte. Es ahí, en ese punto, donde pueden encontrarse acuerdos de lucha entre las izquierdas.

Aclaro esto porque me parece nefasto asumir que esto tenía que pasar sin más. Esto es el resultado de decisiones estratégicas y del rumbo que ha asumido la izquierda gubernamental y que ahora tratan de compensar con cacareos sobre la unidad y nuevos liderazgos. Una estrategia que busque mejorar la famosa relación de fuerzas debe estar basada en el conflicto social y político y no en el consenso modernizador, y requiere dos objetivos: utilizar todos los espacios para extender el conflicto (y eso incluye utilizar las posiciones en el Estado y en el parlamento en esa clave, bloqueando lo que haya que bloquear para lograr esas conquistas parciales) y una  voluntad movilizadora amplia y organizada. No ha habido voluntad para esto en la izquierda gubernamental, ni tampoco ha habido capacidad en la izquierda que está fuera del gobierno o en los movimientos sociales. Una lección amarga, pero que merece ser discutida sin concesiones, evitando, en mi opinión, caer en aquel fetiche (“lo social o lo político”) al que hacía mención Daniel Bensaid: necesitamos luchar en la calle y en las empresas, un sindicalismo de combate más fuerte, capaz de arrastrar a sectores hoy imbricados en las organizaciones del consenso modernizador, pero también instrumentos y proyectos políticos propios, para no depender de una lógica de presión que permite que los aparatos de la izquierda terminen integrados en el Estado y asumiendo la gestión pro-capitalista. Por decirlo con claridad: no basta con llamamientos a la lucha, necesitamos organización política para afrontar esta nueva etapa.  Presionar y delegar la política en la izquierda es también un mecanismo ideológico que solo genera decepciones y derrotas.

A corto plazo, evitar que se cierre esta grieta

Todo el mundo sabe que esto no cancela ni los problemas ni el debate sobre el mundo del trabajo. La propaganda tiene las patas muy cortas. Tanto el sindicalismo vasco como el gallego, así como el sindicalismo alternativo en el resto del Estado, ya han mostrado su oposición a este apaño lleno de renuncias. Se necesita también una posición política correlacionada con esto: veremos qué ocurre con partidos como EH Bildu o ERC, ya que estaría bien que se mantuvieran firmes en el rechazo anunciado a la reforma y que no giraran a las primeras de cambio. Se ha optado por mantener el mismo pilar laboral que en la etapa anterior, en aras de profundizar el consenso “modernizador progresista”. No conocemos aún los efectos políticos de esto, aunque es posible que cuando pase el colocón propagandístico, siga aumentando la desafección hacia la izquierda gubernamental, sin que, siendo sinceros, otras fuerzas sustitutivas vayan a corto plazo a canalizar ese malestar por la izquierda. Saquemos fuerzas para luchar en plazos cortos, pero también preparémonos para una nueva etapa, que a pesar de los consensos por arriba, se augura turbulenta. Porque la modernización no es ni más ni menos que una reorganización de la clase dominante en su lucha contra la clases trabajadoras y subalternas.

30/12/2021

Brais Fernández es miembro de la redacción de viento sur y militante de Anticapitalistas

 

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