<3>
La reelección, el pasado 6 de octubre, de Pervez Musharraf a la presidencia de Pakistán no resuelve en absoluto la crisis de régimen que atraviesa el país. Esta crisis tiene múltiples facetas y se muestra cargada de peligros para el movimiento democrático y popular

Una doble crisis de legitimidad.

Cuando el general Pervez Musharraf tomó el poder, en 1999, mediante un golpe de estado, gozó de un real apoyo en la población e, incluso, de la neutralidad benevolente de una parte de la izquierda política o asociativa. El descrédito del régimen parlamentario, minado por la corrupción y el nepotismo, era tan profundo que beneficiaba entonces al ejército. Hoy, es el régimen militar quien está desacreditado.

Vistas las condiciones en las que Musharraf ha impuesto su reelección, no puede pretender ningún mandato democrático. Ha rechazado la renovación previa de las diversas asambleas legislativas (son ellas las que eligen al presidente); también se ha negado a abandonar su puesto de comandante en jefe durante la campaña. Para amordazar la protesta, centenares de militantes han sido encarcelados o inculpados. En consecuencia, en su mayoría, los parlamentarios de oposición había dimitido antes del escrutinio, o lo han boicoteado.

El régimen de los partidos parlamentarios tradicionales no sale sin embargo crecido de la debacle moral del ejército. Benazir Bhutto, a la cabeza del Partido del pueblo pakistaní (PPP), ha firmado en efecto un acuerdo con Musharraf: todas las denuncias judiciales emprendidas contra su familia por corrupción, en la época en que era primera ministra, han sido anuladas a cambio de su apoyo al general. Ha contribuido así a romper el frente de oposición a un escrutinio particularmente antidemocrático, cuando los periodistas (acosados por las fuerzas del orden) y los abogados (punta de lanza de la contestación) se enfrentaban en la calle con la policía. Esta alianza Musharraf-Bhutto es por el momento temporal, incluso si a Washington le gustaría ver en ella el inicio de una transición ordenada hacia una democracia de fachada más presentable.

En el plano institucional, la crisis de legitimidad del ejército (que ha ocupado el poder durante más tiempo que nunca desde la fundación del país en 1947) y de los partidos corruptos (en el gobierno en interludios parlamentarios) está lejos de cerrarse.

En pie de guerra.

Esta crisis de legitimidad política está agravada, en Pakistán, por la degradación de la situación militar. Ninguno de los conflictos que ha heredado el país de su fundación, en 1947, está resuelto. No hay normalización con la India, principalmente sobre la cuestión de Cachemira, en el noreste. Existe un estado de guerra en Baluchistán, en el oeste, así como en Waziristán, en el noroeste. En esta última región, fronteriza con Afganistán, los acuerdos de paz firmados con las tribus se han roto y se han vuelto a producir combates muy sangrientos entre el ejército y los talibanes pakistaníes, afganos o “extranjeros” –la población local es la que más soporta las operaciones militares y, en particular, los bombardeos aéreos.

El desarrollo de corrientes fundamentalistas violentamente sectarias es notable mucho más allá de las regiones fronterizas con Afganistán, principalmente en la provincia del Punjab, en la que se encuentra la capital Islamabad. Los servicios secretos pakistaníes (ISI) siempre han mantenido con ellos relaciones ambivalentes (permitieron a los talibanes constituirse cuando la guerra afgana contra los soviéticos). Pero las relaciones entre el régimen Musharraf y las corrientes religiosas más radicales se han degradado hoy de forma brutal. Así, a las tensiones regionales (Afganistán, India) y a las guerras de la periferia (Baluchistán, Waziristán), se añade una inseguridad militar en el corazón mismo del país.

Violencias comunitaristas.

Los islamistas no son los únicos en alimentar las violencias comunitaristas. Karachi, la metrópoli industrial y portuaria del país, está bajo la influencia del MQM, un partido comunitario (formado por inmigrantes musulmanes venidos de los estados mayoritariamente indús, en el momento de la disociación de los dos países) aliado al presidente. Sus bandas armadas atacaron particularmente de forma brutal al movimiento democrático, cuando fue allí el juez Chaudry, entonces cesado del Tribunal Supremo por Musharraf.

Un destello de esperanza.

Destello de esperanza en este panorama deletéreo, la amplia movilización iniciada desde 2006 por el movimiento de los abogados, ha roto estas lógicas dictatoriales (Musharraf), comunitaristas (MQM) y fundamentalistas (talibanes). Ha dado a la aspiración democrática una imagen diferente de la del régimen descalificado de los partidos corruptos de notables. Ha permitido a las aspiraciones sociales expresarse con la presencia de organizaciones obreras y campesinas. Pero, a pesar de su amplitud y dinamismo, esta movilización no puede apoyarse más que en fuerzas de izquierda –políticas, sindicales y populares- muy débiles.

Sin embargo, a pesar de su debilidad, la izquierda militante ofrece una opción política alternativa al binomio destructor régimen militar/fundamentalismo religioso de extrema derecha. Esta alternativa está ciertamente por construir, pero indica un camino posible. Por ello quizá, está hoy sometida a una política represiva particularmente inquietante. Farooq Tariq, principalmente, así como numerosos miembros del Labour Party Pakistán (LPP) u otras organizaciones progresistas, han sido, en vísperas del escrutinio presidencial, inculpados en nombre de la ley antiterrorista. Una ley que no era utilizada hasta ese momento más que contra los islamistas radicales. El poder quiere aplastar en el huevo la afirmación de una oposición capaz de establecer el lazo entre las exigencias democráticas y sociales de la población trabajadora. Emprende para ello medidas judiciales extremadamente graves y una campaña de solidaridad internacional está en curso para obtener el levantamiento de las inculpaciones.

16/10/ 2007

Traducción: Alberto Nadal

(Visited 56 times, 1 visits today)