A lo largo de sus dos mandatos, Barak Obama no siempre ha sabido dar pruebas de valentía. Y algunos de sus ambiciosos proyectos se han quedado en letra muerta frente a un Congreso de mayoría republicana y ferozmente hostil al programa del inquilino de la Casa Blanca. Reconozcámosle sin embargo la batalla llevada a cabo, con éxito, por la cobertura de enfermedad de varias decenas de millones de estadounidenses desprotegidos; medida que Donald Trump ha declarado querer abolir rápidamente.

Ahora bien, ha sido en política exterior donde el fracaso del Presidente saliente ha sido más flagrante, en particular en el expediente palestino-israelí que, sin embargo, al comienzo de su mandato lo situó en el corazón de sus prioridades: recordamos el discurso de El Cairo en el que Obama hizo un análisis de la situación política en Medio Oriente que no habría desentonado en la Revista de Estudios Palestinos, y en el que explicaba con gran claridad por qué la estabilidad del Próximo Oriente exigía poner fin a la ocupación colonial israelí.

Frente a una alianza entre el gobierno israelí de extrema derecha, la derecha republicana, los evangelistas y una parte del lobby judío, el Presidente debió dar marcha atrás, hasta el punto de decidir desentenderse completamente de lo que algunos continuaban llamando “proceso de paz”. Más allá del bloqueo realizado por Netanyahu, Barak Obama tuvo que sufrir además una larga serie de declaraciones descorteses, e incluso de humillaciones, por parte de dirigentes israelíes.

Acercándose al final de su mandato, el Presidente saliente se sintió con las manos libres para tomarse pequeñas revanchas sobre sus adversarios, aunque solo fueran simbólicas: la gracia concedida a la soldado Chelsea Mannig, el desbloqueo de 500 millones de dólares para el Fondo Verde para el Clima… y los 220 millones de dólares para la Autoridad Palestina y la reconstrucción de Gaza. Más aún, mucho mejor: por primera vez desde 1973, no utilizó su derecho de veto en el Consejo de Seguridad que, de ese modo, aprobaba una resolución que denunciaba sin ambigüedades la colonización israelí en Cisjordania.

Israel se consuela repitiendo que Barak Hussein Obama era una espacie de islamo-izquierdista (que sin embargo votó antes de su salida una ayuda de 37 millones de dólares [sic] al Estado hebreo, para los próximos diez años: se ve que Obama no es rencoroso), y que con Donald Trump las cosas van a volver a su cauce. Si está claro que la ideología de extrema derecha y racista de Trump, y en particular su islamofobia, está en onda con la del gobierno israelí, el nuevo Presidente estadounidense puede, sin embargo, dar muy malas sorpresas a los dirigentes de Tel Aviv: contrariamente a todos sus predecesores desde el final de los años sesenta, Trump es un electrón libre que no está ligado a los diferentes lobbys proisraelíes, y el hecho de que su hija esté casada con un judío no debe hacer olvidar los numerosos antisemitas que le rodean o le apoyan. ¿Quién puede garantizar a Benjamin Netanyahu que en uno o dos años el nuevo Presidente no firme un acuerdo con Rusia e Irán sobre el asunto sirio, incluso sobre una Conferencia internacional para poner fin al conflicto colonial en Palestina? Con Donald Trump todo es posible, y Netanyahu haría bien en recordarlo antes de vaciar las cajas de champán rosa de su mujer Sarah.

7/02/2017

Publicado en Sine Mensuel, febrero 2017.

Traducción: Faustino Eguberri para VIENTO SUR

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