Como un típico milenial, pegado constantemente al móvil, mi vida virtual se ha fusionado con mi vida real. Ya no se diferencia de ella”.

Judith Duportail

La teoría de Zuboff se sustenta en la premisa atomista liberal de un ser humano libre y autónomo. Precisamente, es este presupuesto el que Fréderic Lordon hizo trizas en Imperium, criticando la idea de que lo social no es más que un conjunto de individuos soberanos que solo están vinculados entre sí cuando lo deciden ellos.

Un efecto trascendental inmanente

Renovando el sesgo holístico de la sociología heredada de Emile Durkheim, Lordon considera que “el todo está por encima de las partes” (Lordon, 2015):

“Lo social es necesariamente transcendencia, si bien una transcendencia de un tipo bastante particular: una transcendencia inmanente. No existe colectivo humano de un tamaño significativo que no se construya sin proyectar sobre sus miembros producciones simbólicas de todo tipo, que todos han contribuido a generarlas, aunque estén dominados por ellas y no reconozcan en ella su trabajo” (ibid.).

Dos investigadores que, respectivamente, trabajan para Amazon y Microsoft, Brent Smith y Greg Linden, sugieren que los Big Data se basan en una lógica similar:

“Las recomendaciones y la personalización se alimentan del mar de datos que creamos nosotros cuando nos desplazamos por el mundo, con las cosas que encontramos, lo que descubrimos y lo que amamos (…). Los algoritmos no son mágicos, simplemente comparten con nosotros lo que otras personas ya han descubierto” (Smith y Linden).

Producciones simbólicas que emanan de los individuos, pero que multiplicándose y agregándose adquieren una forma que las hace irreconocibles. Eso son los Big Data: un mar de datos en los que se basan los algoritmos, una nueva creación fruto de acciones individuales que, mediante un proceso de agregación, se ven transcendidas y vuelven a los individuos metamorfoseadas.

Entre lo social y los Big Data existe más de una analogía. Evidentemente, los Big Data no son en absoluto lo social, pero forman parte de lo social. Ambos proceden de un movimiento dialéctico: en un primer momento, cristalización simbólica de la potencia colectiva recogida en las regularidades estadísticas; después, retroacción de ella sobre los individuos y sus comportamientos. Lo que la mayoría de las plataformas tienen en común es que los datos que acumulan de sus usuarios le permiten realizar el servicio que proporcionan. Bien sea mediante el rastro que dejan las búsquedas realizadas [en Internet], las muestras vocales o al calificar los servicios recibidos, “las y los usuarios se sitúan en un bucle retroactivo al que contribuyen los productos que utilizan. Es el ABC de la ciencia de los datos” (Loukides, 2010). La captación de datos alimenta los algoritmos y estos, a su vez, guían las conductas, reforzándose ambos en un bucle de retroacción.

El poder de los Big Data se debe a su gran volumen. Dicho de otro modo, la excedencia algorítmica, el efecto de transcendencia que resulta de la recolección y el tratamiento de datos inmanentes, es tanto más fuerte cuanto mayor sea la cantidad de datos recogidos. Pero el reverso de este poder de la gran cantidad de datos es el riesgo de perder el control1/. Lo que a una pequeña escala de datos resulta factible en términos de una conciencia total compartida de los resortes y efectos de la vida colectiva, cuando el nivel de datos es enorme se convierte en un asunto de especialistas, un trabajo de científicos de datos. A la multitud le resulta difícil apropiarse de ese poder a partir del momento en el que no lo reconoce porque se ha convertido en algo extraño para ella. “Componer es algo más que añadir: es obtener un complemento”, escribe Lordon (2015: 224). El drama es que, en ese movimiento vertical de la composición de lo social, el poder que se manifiesta está expuesto al riesgo de la desposesión:

“Porque la potentia multitudinis [el poder de la multitud] es el objeto de la captura, el elemento a captar (…). Podríamos caracterizar como captura al propio hecho institucional. La autoridad de las instituciones, su poder normalizador, el poder efectivo de hacer que nos comportemos de una determinada manera, de llevarnos a hacer determinadas cosas, cosas dictadas por sus normas…; esta autoridad no tiene otro origen que el poder de la multitud, que ellos captan y le dan una forma, por decirlo de alguna manera, cristalizada: las instituciones son cristalizaciones de potentia multitudinis” (Lordon, 2015: 221).

Reemplazad “instituciones”por Big Data y sabréis lo que significa Big Data. O, más bien, ved en Big Data no un hecho técnico, sino un hecho institucional; algo que, como escribe uno de los padres del institucionalismo, John R. Commons, “controla, libera y favorece la expansión de la acción individual” (Commons, 1995: 479-489).

En el movimiento ascendente de la caza de datos, el objetivo no lo constituyen, fundamentalmente, los propios datos, sino lo que contienen de poder social. En el movimiento descendente, esta potencia invierte a los individuos, amplía su capacidad de acción dotándoles de recursos cognitivos de la fuerza colectiva. Pero ese retorno del poder de lo social opera bajo el imperio de los poderes que lo organizan: de ese modo, el individuo se refuerza por el poder de lo social restituido por los algoritmos, al mismo tiempo que su autonomía decrece por la forma como se da esta restitución. Este doble movimiento constituye una dominación, porque la captación institucional está organizada por compañías que persiguen objetivos propios, que no tienen nada que ver con los que podrían perseguir las comunidades afectadas.

Los Big Data proceden mediante el efecto de una transcendencia inmanente de un tipo particular, situado bajo el imperio del capital y de las empresas digitales. El proceso ascendente de cristalización simbólica del poder colectivo (potentia) reacciona bajo forma de poder (potestas) ejercido sobre los individuos por organizaciones que persiguen sus propios objetivos. Es ahí donde radica el núcleo de este dispositivo, que Zuboff solo explica parcialmente con su concepto de capitalismo de vigilancia.

Las plataformas como feudos

El ser humano engrandecido de nuestra era digital no es más inmune al imperio de los algoritmos que el ser humano socializado al imperio de las instituciones. La cristalización en la Nube [Cloud] de la excedencia social impregna las existencias individuales, las sujeta, como antaño los siervos estaban sujetos a la gleba del dominio señorial. Esta fuerza de lo social, que emana de las comunidades humanas y da forma a los individuos, se objetiva en parte en los Big Data. Hay que ver los Big Data como un nuevo tipo de medio de producción, un campo de experimentación en el que se afianzan las subjetividades del siglo XXI.

En lo sucesivo, nuestras complementariedades se encarnan en un restringido número de dispositivos informáticos hegemónicos con gran capacidad de atracción. El lugar que aún hoy ocupa Microsoft Word ilustra este mecanismo de forma elemental. Word me es útil porque me ofrece una herramienta para escribir y dar forma a mi trabajo, pero sobre todo porque mis editores, mis colegas, mis coautores y coautoras, mis estudiantes, la administración de la universidad y más de 1.200 millones de potenciales correspondientes2/ también trabajan con este programa, lo que garantiza la integridad de los documentos que quiero enviar o recibir. La atención que hemos dedicado a aprender el interfaz de Office, las rutinas que hemos aprendido para su uso y los datos del o la usuaria que hemos aceptado transmitir al editor del programa nos inscriben en un ecosistema sociotécnico controlado por Microsoft, del que es difícil salir. Además, no hay mecanismos de coordinación simples que permitan una migración simultánea a otro programa de todas las personas que utilizan Word. Al final, si Word perdura es porque su progresiva difusión, tras su primera versión en 1983, ha creado un pasaje obligado, un efecto de bloqueo3/. La dificultad para renunciar al desarrollo de Microsoft, aun cuando existen alternativas eficaces y gratuitas, es el reverso de la medalla de las complementariedades de red que nos vinculan unos a otros. Para la compañía de Seattle es una ganga que no tiene mucho que ver con la calidad intrínseca de sus productos. Quienes los utilizan son empujados a utilizar el Pack Office para garantizar la continuidad de sus actividades. Esto implica activar un código preciso, propiedad intelectual de Microsoft, que le genera decenas de miles de millones de dólares cada año4/.

Sin embargo, el apego a este programa es liviano comparado con la fuerza de atracción generada en el seno de otros ecosistemas de los gigantes digitales. Google se ha convertido en un auxiliar indispensable para la vida cotidiana de la mayoría de las y los occidentales. Si Google Maps es capaz de proponerme un itinerario óptimo, es porque dispone en tiempo real de geolocalizaciones suministradas por otros terminales que utilizan sus programas. Gracias al análisis de mis e-mails o de mi agenda, Google conoce mi destino y me informa sobre mi trayecto antes incluso que yo se lo pregunte. También sabrá ofrecer de forma espontánea el resultado de un partido sobre el que yo haya realizado una búsqueda el día anterior.

Observándonos y testándonos, las plataformas nos brindan poderosos efectos útiles. Es la fuerza de nuestras complementariedades la que nos viene de vuelta. Ya podemos ver la fuerza de esta dominación. En el verano de 2014, cuando Facebook dejó de funcionar durante unas horas en varias localidades estadounidenses, los servicios de urgencias se vieron inundados de llamadas5/. Llegadas a ser indispensables, las plataformas debemos entenderlas como infraestructuras (Plantin et al., 2018: 293-310), al mismo nivel que las redes de suministro eléctrico, las ferroviarias o las telecomunicaciones. Su gestión está relacionada con el mismo tipo de problemas que el de las infraestructuras críticas, cuya importancia social se mide en función de los trastornos que puede generar su disfuncionamiento.

La arquitectura de las infraestructuras digitales está organizada en torno a tres elementos clave: componentes centrales poco variables, componentes complementarios muy variables e interfaces que gestionan la modularidad entre los componentes centrales y los complementarios. Esta estructuración permite conciliar fortaleza fundamental y flexibilidad evolutiva. El precio de ello es una asimetría radical entre quienes están encargados de los componentes centrales, quienes intervienen sobre los elementos complementarios y, al final de la cadena, las y los usuarios que pueden navegar entre los módulos pero que siguen sujetos a la plataforma a la que han confiado su rastro. Son cautivos en la medida que con el paso del tiempo han depositado un conjunto de elementos que les singularizan: la red de la gente que conocen, sus hábitos de navegación, su histórico de búsquedas, sus centros de interés, sus claves de acceso, sus direcciones…

El desarrollo de estos ecosistemas de aplicación basados en plataformas cerradas marca una ruptura fundamental con el principio de organización que presidió la concepción original del World Wide Web. La web reposa sobre una arquitectura descentralizada en la que un protocolo genérico de transacción (http) y un formato de identificación uniforme (URI/URL) generan un espacio de contenido plano al que pueden tener acceso los agentes humanos e informáticos de forma uniforme y sin mediación alguna. Por el contrario, la plataforma recrea la mediación: pone en marcha bucles retroactivos en los que las interacciones son más densas. El objeto técnico que sostiene esta arquitectura jerarquizada es la interfaz de programación de las aplicaciones (API), cuya propietaria es la plataforma. Por una parte, las grandes plataformas, vía las API, ofrecen a las aplicaciones que incorporan los datos básicos indispensables para que puedan prosperar allí; por otra parte, la plataforma accede a las informaciones adicionales que estas API generan. Y a medida que el ecosistema se va agrandando, la plataforma acumula cada vez más datos. Es lo que muestra el ejemplo de Google Maps:

“En 2005, Google lanzó Google Maps y casi al mismo tiempo ofreció una API [Application Programming Interfaces, o sea, interfaz de programación de aplicaciones]. Esta API permitía a terceras personas añadir o sobreponer otros datos sobre el mapa básico de Google, creando así superposiciones cartográficas. En otras palabras, con Google Maps como plataforma, Google transformó los mapas en objetos programables. Ejemplos similares se han multiplicado mediante la adición de API a la mayoría de los productos Google. Al igual que para Facebook, las principales ventajas para Google son los datos sobre la actividad de las y los usuarios reenviados por la API y la omnipresencia de su interfaz de marca, mientras que la miríada de aplicaciones conectadas a la plataforma Google se benefician de la posibilidad de apoyarse sobre los datos suministrados por Google”6/.

El paso de la arquitectura abierta y horizontal de la web a la estructura en capas jerarquizadas de las plataformas coincide con la acumulación de una excedencia socionumérica en la Nube. La puesta a disposición individualizada e instantánea de estos recursos colectivos conlleva un trastorno de nuestra existencia personal y nuestra vida social. Conectado permanentemente, nuestro ser-cibernético se hace cada vez más denso. Proponiendo despojarnos de lo que hay de más mecánico en nuestras actividades cognitivas (Cardon, 2015), los algoritmos aportan, a cada uno de nuestros roles, la ayuda inmediata y continua de nuestra fuerza común. A medida que estas intervenciones se multiplican, nuestras vidas se vinculan cada vez más estrechamente a la Nube.

Las formas de este arraigo en las capas digitales de las plataformas están modeladas por las estrategias de rentabilidad de las empresas. La calidad del servicio propuesto crece con los beneficios a medida que las y los usuarios generan más datos. Por tanto, las plataformas tienen interés en encerrar a las y los usuarios en su ecosistema, limitando la interoperabilidad con sus competidores (Plantin et al., 2018: 299-300). Así pues, el aumento de su poder va de la mano de una lógica de fragmentación de Internet.

Las plataformas están en vías de convertirse en feudos. Más allá de la lógica territorial para el acaparamiento de las fuentes de datos originales, el bucle de retroacción inherente a los servicios digitales genera para la gente una situación de dependencia. No solo porque los algoritmos que se alimentan de la observación de nuestras prácticas están en vías de convertirse en medios de producción indispensables para la existencia ordinaria, sino también porque la inscripción de los individuos en las plataformas se ha hecho duradera mediante un efecto de bloqueo fruto de la personalización del interfaz y los elevados costes de salida (Candeub, 2014: 409).

A fin de cuentas, el territorio digital organizado por las plataformas está fragmentado en infraestructuras rivales y relativamente independientes las unas de las otras. Quien controla estas infraestructuras concentra un poder, tanto político como económico, sobre quienes están vinculados a ellas. La otra cara de la lógica de vigilancia propia de la gubernamentalidad algorítmica es la sujeción de las personas a la gleba digital.

Una falsa autonomía

La cuestión de la naturaleza del vínculo entre las plataformas de movilidad y los trabajadores ha suscitado grandes controversias a propósito de las relaciones laborales en la era de la gestión algorítmica. Al respecto, el caso Uber es paradigmático, con una pregunta recurrente para los 3,9 millones de chóferes inscritos en dicha plataforma al 31 de diciembre de 2018: ¿son, como afirma Uber, trabajadores independientes que llegan a acuerdos libremente con la plataforma, o deben ser considerados como empleados de la plataforma y, en función de ello, gozar de la protección propia que goza cualquier persona asalariada?

La respuesta no está clara en el plano jurídico, más aún cuando el problema no se plantea de la misma manera según qué contexto local y nacional. Por ejemplo, en 2019, el legislador californiano se pronunció a favor de la segunda interpretación, señalando que los trabajadores de las plataformas son asalariados y que, en consecuencia, las plataformas deben asumir sus responsabilidades como empleadores en materia de seguridad social, seguro de desempleo, impuestos sobre los salarios, cobertura por accidentes de trabajo, así como respetar la regulación del salario mínimo. A la inversa, las autoridades francesas han seguido más bien los argumentos de las plataformas que, como Uber, niegan ser empresas de servicio tradicionales y se presentan como empresas tecnológicas que ponen en relación consumidores y empresarios individuales. De ese modo, desde 2016, en el Hexágono se han adoptado una serie de dispositivos legislativos orientados a “asegurar el modelo de las plataformas”7/.

En el fondo, la cuestión es, de entrada, la que se refiere a la remuneración del trabajo. Si Uber insiste tanto en la independencia de los chóferes, es porque su recalificación en asalariados representaría un sobrecosto muy significativo, del orden del 20 al 30% en Estados Unidos (Conger y Scheiber, 2019). Su modelo, aún frágil en el plan financiero, no es viable más que a condición de generar un trabajo infrapagado; es decir, con salarios/hora que se sitúan al nivel de los salarios bajos en la restauración y el comercio8/, y libres de las obligaciones de las empresas.

La justificación de este arreglo contractual se basa en un argumento central: la autonomía. Los chóferes utilizan su propio vehículo, eligen sus días y horas de trabajo y tienen la posibilidad de marcharse a otra plataforma cuando quieran. Esta flexibilidad constituye, de forma innegable, un aspecto importante de la relación, como se desprende realmente de las encuestas realizadas entre los trabajadores afectados. Como lo resume un chófer de Uber de Nueva York: “Tú eres tu propio patrón. Si quieres, trabajas; si no quieres trabajar, te quedas en casa. Depende de ti” (Möhlmann y Zalmanson, 2017: 7). Para aclarar el asunto, los investigadores, entre los cuales se encontraba un economista que trabajaba para Uber, realizaron un ejercicio de modelación empírica con el fin de cuantificar el valor de esta flexibilidad, que estimaron en un 40% de la renta de los chóferes (Chen, Chevalier, Rossi y Oehlsen, 2019: 2735-2794). Para Uber y los adeptos del modelo de la gig economy [trabajos esporádicos para una plataforma], esta flexibilidad y la oportunidad que ella representa para los chóferes suponen una ausencia de subordinación y, recíprocamente, el carácter no salarial de la relación laboral.

Si la cuestión de la subordinación no se plantea exactamente en los mismos términos que en el empleo clásico, sin embargo, aparece claramente que la relación entre trabajadores y plataforma se basa en una asimetría radical, tanto desde la perspectiva de los sistemas de información como desde el punto de vista del análisis jurídico.

Los especialistas de los sistemas de información hablan de gestión algorítmica para designar las prácticas de vigilancia, de dirección y de control desplegadas a distancia con ayuda de dispositivos de software (Möhlmann y Zalmanson, 2017: 3). Esta forma de gestión pasa “por el seguimiento y la evaluación permanente del comportamiento y rendimiento de los trabajadores, así como por la ejecución automática de las decisiones”. De ese modo, estos agentes interactúan no con supervisores humanos sino principalmente con un sistema rígido y poco transparente, en el que una gran parte de las reglas que ordenan los algoritmos le son inaccesibles. En el caso del chófer de Uber, esto lleva a una situación paradójica, en la que la aspiración a la autonomía choca con el control extremadamente fuerte de la plataforma sobre su actividad (Mishel y McNicholas, 2019): control en tiempo real de sus trayectos, sumisión a la evaluación de los pasajeros, opacidad en cuanto a la fijación de tarifas, prohibición de hacerse con las coordenadas de los clientes, bonificaciones con incentivos orientados a retener a los chóferes o a incrementar la oferta en determinada área, sanciones que pueden llegar hasta la desactivación de la cuenta. La asimetría radical incorporada en la arquitectura del software debilita drásticamente el poder de negociación de los trabajadores, lo que desmiente totalmente la afirmación de que la plataforma se dedicaría solo a realizar una función de intermediaria9/.

Por eso, a lo que los dirigentes de Uber consagran toda su energía es a mantener esa ficción. En California, con la entrada en vigor de la ley a principios de 2020, la empresa de San Francisco se enfrenta a una recalificación masiva de los acuerdos con los chóferes existentes en contratos laborales. Para tratar de evitarlo, ha iniciado una reconfiguración de los parámetros que rigen el funcionamiento de la aplicación en ese Estado a fin de ampliar el margen de maniobra de los chóferes. En lo sucesivo, estos podrán conocer de antemano la duración, la distancia, el destino y el precio estimado del trayecto que les proponen. También podrán rechazar las solicitudes sin riesgo de ser penalizados. En fin, en algunas ciudades también se ha introducido a título experimental una especie de subasta a la inversa, mediante la cual son los chóferes quienes fijan el precio (Rana, 2020). Las circunvalaciones de la gestión algorítmica de Uber en California, así como las dificultades de las autoridades francesas para asegurar jurídicamente este tipo de actividad, muestran que las y los trabajadores de las plataformas se encuentran “al borde del vínculo de la subordinación propia del contrato laboral”10/. Pero más allá de la cuestión de la subordinación, la relación de dependencia económica se mantiene. Las plataformas de transporte de viajeros, de la distribución o de los pequeños trabajos a domicilio permiten una organización de servicios que no existiría sin la intervención de dispositivos de software.

Efectivamente, lo que da a estos servicios una cualidad particular, inaccesible a los productores individuales dispersos, es el poder de los bucles de retroacción algorítmica: reputación, ajuste en tiempo real, simplicidad, histórico de los comportamientos... En otras palabras, incluso si se considera que los trabajadores disponen de un margen de autonomía esencial para producir los servicios en cuestión, no pueden alcanzar el mismo grado de calidad fuera del marco de la plataforma. Es por ello por lo que la plataforma está en posición de beneficiarse de su trabajo.

Aquí estamos ante un punto fundamental, reconocido por el derecho social francés. El criterio de “ganancia económica obtenida de la actividad ajena” se aplica incluso en ausencia de vínculo de subordinación y justifica la contribución de quien lo ordena a la financiación de protección social, por ejemplo, para la seguridad social de los artistas autores (Larrazet). De ese modo, la producción de un servicio medido mediante dispositivos algorítmicos, incluso cuando no implique más que una subordinación muy limitada, no excluye una relación de dependencia económica total entre el trabajo y el capital que lo explota. Esta disyunción posible es precisamente lo que singulariza la relación con el trabajo en el contexto de las plataformas de movilidad. Mientras que la cuestión de la subordinación constituye el núcleo de la relación salarial clásica, en el contexto de la economía de las plataformas la relación preeminente es la relación de dependencia económica.

Cédric Durand es economista, profesor de la Universidad de París XIII y colaborador de Contretemps. Es autor de Le capitalisme est-il unsurpassable? (Textuel, 2010) y El Capital ficticio (NED, 2018)

Traducción: viento sur

Notas

1/ La transcendencia inmanente es precisamente ese complemento que nace de las sinergias afectivas en grandes cantidades, ahí donde las pequeñas cantidades, satisfaciendo la condición sinóptica, pueden esperar guardar el dominio pleno de sus producciones colectivas (Lordon, 2015: 74).

2/ Según John Callaham, este era el número de usuarios del Pack Office en marzo de 2016 (Callaham, John, 2016).

3/ A este respecto, los economistas hablan de lock-in fruto de los rendimientos crecientes y de los efectos de red. Un artículo clásico que aborda el papel de las ventajas iniciales en las dinámicas históricas de desarrollo tecnológico es el de Arthur, W. Brian (1989) “Competing technologies, increasing returns, and lock-in by historical events”, The Economic Journal, vol. 99, n° 394, pp. 116-131.

4/ 26.000 millones en 2016 solo por el Pack Office. Cf. Bishop, Todd (2016) “This is the new Microsoft: Windows slips to No. 3 amid shift to the cloud”, GeekWire.com, 2 de agosto.

5/ “911 calls about Facebook outage angers L. A. county sheriff’s officials”, Los Angeles Times, 1 de agosto de 2014.

6/ Esto también dificulta el trabajo de los desarrolladores de aplicaciones, que deben dedicarse a una sola plataforma o mantener múltiples versiones del mismo producto.

7/ Con el fin de limitar las posibilidades de recalificación en contrato de trabajo, se ha optado por convertir en operativo el concepto de responsabilidad social de las plataformas. Cf. Struillou, Yves (2019) “De nouvelles dispositions législatives pour réguler socialement les plateformes de mobilité et sécuriser leur modèle économique”, contribución de la Dirección General de Trabajo al informe 2019 del grupo de expertos sobre el Smic [salario mínimo], pp. 144-148; Larrazet, Coralie (2019) “Régime des plateformes numériques, du non-salariat au projet de charte sociale”, Droit social, vol. 2, pp. 167-176.

8/ Entre la documentación que acompaña su lanzamiento en Bolsa, Uber asume frente a su futuro accionariado la insatisfacción de los chóferes en cuanto a su magra remuneración y anticipa que se acentuará: “Aunque nuestro objetivo es proveer una oportunidad de salario comparable a la ofrecida por los sectores del comercio al por menor o al por mayor, de la restauración o de otros trabajos similares, un número importante de conductores está insatisfecho con nuestra plataforma. Dado que pensamos reducir los incentivos monetarios de los conductores para mejorar nuestros resultados financieros, pensamos que su malestar va a aumentar” cf. “Uber technologies, inc., form s-1 – Registration statement under the Securities Act of 1933”, United States Securities and Exchange Commission, 11 de abril de 2019, p. 30.

9/ Ver al respecto la interpretación del Tribunal de Justicia de la Unión Europea: Gomez, Bárbara, (2018) “Les plateformes en droit social: l’apport de l’arrêt Elite Taxi contre Uber”, Revue de droit du travail, vol. 2, pp. 150-156; Hatzopoulos, Vassilis (2019) “After Uber Spain: the EU’s approach on the sharing economy in need of review”, European Law Review, vol. 44, n° 1, pp. 88-98.

10/ “Étude d’impact. Projet de loi pour la liberté de choisir son avenir professionnel”, Assemblée nationale, 27 de abril 2018, art. 28, p. 234.

Referencias

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Cardon, Dominique (2015) À quoi rêvent les algorithmes. Nos vies à l’heure des Big Data. Paris: Seuil.

Chen, M. Keith; Chevalier, Judith A.; Rossi, Peter E. y Oehlsen, Emily (2019) “The value of flexible work: evidence from Uber drivers”, Journal of Political Economy, vol. 127, n° 6, pp. 2735-2794.

Commons, John R. (1990) Institutional Economics. Its Place in Political Economy, vol. 1. Londres: Transaction Publishers, pp. 73-74.

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Larrazet, Coralie (2019) “Régime des plateformes numériques, du non-salariat au projet de charte sociale”, ISSN, nº 2.

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Loukides, Mike (2010) “What is data science? The future belongs to the companies and people that turn data into products”, O’Reilly Radar Report.

Mishel, Lawrence y McNicholas, Celine (2019) “Uber drivers are not entrepreneurs. NLRB General Counsel ignores the realities of driving for Uber”, Economic Policy Institute Report, 20 de septiembre.

Möhlmann, Mareike y Zalmanson, Lior (2017) “Hands on he wheel: navigating algorithmic management and Uber drivers’ autonomy”, International Conference On Information (ICIS), Association for Information System.

Plantin, Jean-Christophe et al. (2018) “Infrastructure studies meet platform studies in the age of Google and Facebook”, New Media & Society, vol. 20, n° 1, pp. 293-310.

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