El movimiento ciudadano de Sri Lanka, llamado Janatha Aragalaya (Lucha Popular), se anotó su victoria más importante hasta la fecha cuando Gotabaya Rajapaksa anunció a través del Presidente del Parlamento que dimitiría el 13 de julio, a mitad de su mandato presidencial. Su decisión de rendirse, tras resistir durante meses a la demanda central de las protestas públicas ‒#GotaGoHome‒, consecuencia política de la devastadora crisis económica de la isla, se produjo tras las protestas masivas del 9 de julio.

Símbolos del Estado

Estas manifestaciones en toda Sri Lanka tuvieron su colofón espectacular en Colombo, con la ocupación de tres símbolos de la autoridad del Estado: la sede de la Presidencia (asediada por los manifestantes desde hace tres meses); la residencia oficial del presidente (de la que huyó horas antes para, al parecer, refugiarse en un barco de la marina); así como la residencia oficial del primer ministro (desocupada desde principios de mayo, pero fuertemente fortificada), rompiendo las barricadas metálicas y vallas de hierro y las filas del personal de seguridad del Estado.

Más de 100.000 personas, de todas las clases sociales, géneros, etnias, edades, creencias religiosas y convicciones políticas convergieron en la capital comercial, superando, por su número y determinación, a al menos 20.000 militares y policías armados que lanzaron gases lacrimógenos, emplearon cañones de agua, desataron la violencia física y dispararon munición real, lo que provocó que tres manifestantes resultaran heridos de gravedad por arma de fuego y al menos 105 fueran hospitalizados.

Esa misma noche, la residencia privada del primer ministro fue incendiada de forma intencionada en circunstancias sospechosas. Una multitud enfurecida la rodeó, probablemente atraída por las alertas de las redes sociales y la transmisión en directo de las brutales agresiones de la policía paramilitar a los periodistas que filmaban las protestas pacíficas cerca de su casa. El primer ministro se había resistido a las peticiones de dimisión. Creía que podría asegurar su posición o incluso asumir la Presidencia tras la destitución de Gotabaya Rajapaksa. Pero, por muy astuto que sea,  calculó mal.

Líder del UNP

Ranil Wickremesinghe, líder vitalicio del opositor Partido Nacional Unido (UNP) y su único parlamentario tras la humillante derrota de 2019, fue nombrado primer ministro por Gotabaya Rajapaksa el 12 de mayo, a pesar de carecer de apoyo mayoritario en el legislativo controlado por el partido del Presidente y, lo que es más importante, de toda legitimidad popular.

Esta maniobra se produjo tras la dimisión del titular Mahinda Rajapaksa (hermano mayor del Presidente y dos veces presidente) y debido a la inestabilidad política dentro del gobierno, al darse cuenta los parlamentarios del partido gobernante de la profunda crisis económica y la creciente impopularidad de la familia del presidente (cuatro de cuyos miembros eran ministros del gabinete).

Mahinda Rajapaksa había convocado a sus partidarios en Colombo el 9 de mayo para una muestra de apoyo que le permitiera asegurar su posición como primer ministro durante un estado de emergencia. Estos agentes locales de los parlamentarios fueron movilizados para atacar físicamente a los manifestantes acampados desde hacía semanas frente a la residencia oficial del primer ministro (Temple Trees) y la sede de la Presidencia (Secretariat).

La indignación y la solidaridad de la población fueron inmediatas, y la gente acudió espontáneamente a contraatacar a los matones cuando estos empezaron a abandonar la ciudad para regresar a sus pueblos y aldeas. Esta contraviolencia localizada se extendió rápidamente a todo el país: se incendiaron las casas y otras propiedades de 78 parlamentarios fieles a Rajapaksa y representantes de gobiernos provinciales y locales. Diez personas murieron, entre ellas un legislador del partido gobernante, y más de 200 resultaron heridas.

Durante los enfrentamientos violentos de la tarde y la noche del 9 de mayo, las fuerzas de seguridad observaron pasivamente los asaltos y la destrucción, pero posteriormente detuvieron a más de 2.500 personas, entre ellas manifestantes no afiliados a ningún partido y dirigentes del izquierdista Janatha Vimukthi Peramuna (JVP, Frente de Liberación Popular), simplemente a partir de las listas de nombres facilitadas a las fuerzas policiales locales por los correligionarios agraviados del presidente.

La sorprendente ascensión de Ranil Wickremesinghe al puesto de primer ministro, que había ocupado hasta entonces en cinco ocasiones desde 1993, fue denunciada por el núcleo duro del movimiento ciudadano, así como por la oposición parlamentaria, por ser un intento de desviar la campaña para derrocar al presidente y echar a su familia del poder.

Algunos sectores de la clase media, grandes empresas, la sociedad civil liberal y de derechas, diplomáticos y donantes aclamaron a Wickremesinghe como el salvador de Sri Lanka, que aportaba la estabilidad política que faltaba y las credenciales para llevar adelante las medidas económicas neoliberales aplazadas; entablar negociaciones con el Fondo Monetario Internacional para salir de la crisis monetaria y emprender la reestructuración de la deuda externa con los acreedores privados y bilaterales que supuso el primer impago soberano de Sri Lanka tras la independencia, el 12 de abril.

Los recelos del movimiento ciudadano estaban plenamente justificados. Disminuyeron la amplitud e intensidad de las protestas públicas diarias. Se dijo que las manifestaciones ya no tenían sentido y que eran perjudiciales para la estabilidad económica, que requiere orden y paz social para tranquilizar a los acreedores internacionales y a los turistas e inversores extranjeros. Hubo varios intentos de cooptar a sectores de manifestantes y de aparentar que había un diálogo con quienes pretendían a lo que es un grupo amorfo, independiente de los partidos políticos y carente de personalidades carismáticas.

En lugar de allanar el camino a la destitución del presidente, Wickremesinghe pareció contentarse con gobernar junto a él en un futuro inmediato. Consiguió deserciones de los partidos de la oposición para reforzar su nuevo gabinete dirigido por el presidente. No introdujo los cambios constitucionales exigidos por el pueblo para limitar drásticamente los poderes ejecutivos de Gotabaya Rajapaksa mientras permaneciera en el cargo, como medida provisional para la abolición de la omnipotente presidencia ejecutiva. Tampoco pudo aliviar la miseria de la gente común, cuyos medios de subsistencia y vidas están siendo golpeados por una crisis económica de proporciones desconocidas y dolorosas.

Ventaja política

Los acontecimientos del 9 de julio han permitido recuperar la ventaja política de la efímera diarquía de Gotabaya Rajapaksa y Ranil Wickremesinghe.

Las multitudes superaron muchos obstáculos. El Departamento de Policía advirtió de un posible ataque terrorista en el período previo a la movilización, con el objetivo de sembrar el miedo entre el público. El Inspector General de la Policía decretó ilegalmente un toque de queda indefinido que prohibía la circulación de la población en la noche del 8 de julio, pero se vio obligado a anularlo a las pocas horas de la mañana siguiente, en respuesta a las denuncias de políticos de la oposición y grupos de abogados. Sin embargo, el daño que se pretendía hacer estaba hecho, ya que se canceló la circulación de trenes y autobuses públicos, negando a los manifestantes esos medios de transporte. Mientras tanto, la única empresa de combustible con existencias suspendió la distribución, también con la intención de interrumpir la movilidad.

En una notable demostración de voluntad, la gente se abrió camino desde el sur profundo, las colinas centrales y la costa occidental. Los que se habían reunido en las estaciones de ferrocarril de Avissawella, Galle, Kandy y Matara requisaron los trenes disponibles, adornando la parte delantera con pancartas contra el gobierno, para viajar. Otros encontraron algún autobús privado, camión, tractor, furgoneta u otros vehículos que aún tuvieran gasoil o gasolina, en los que pudieran apretujarse. Un gran número de personas se desplazó en bicicleta bajo un calor abrasador, mientras que otras caminaron decenas de kilómetros durante todo el 9 de julio para llegar de alguna manera a Colombo. Llegaron vestidos de negro, ondeando la bandera nacional, sosteniendo carteles caseros y coreando lemas y mensajes antigubernamentales que han llegado a todas partes.

El día anterior, los estudiantes de las universidades estatales fueron convocados en Colombo por la Federación de Estudiantes Interuniversitarios (IUSF), durmiendo en la calle durante la noche. Las manifestaciones del día 9 no se limitaron a Colombo. En todas las ciudades importantes y en muchos lugares más pequeños, la gente salió a la calle, golpeando cacerolas, ondeando banderas y expresando su ira y su demanda de un cambio político, desde Galle, de mayoría cingalesa, en el sur, hasta Jaffna, de mayoría tamil, en el norte, y Batticaloa, en el este. También hubo manifestaciones de solidaridad de la diáspora de Sri Lanka (en su mayoría de la comunidad cingalesa, pero también musulmana y un número menor de tamiles, lo que refleja las fracturas y la desconfianza) en Australia, Nueva Zelanda, Norteamérica y Europa Occidental, el mismo día.

Impensable

¿Cómo registrar lo que era impensable incluso hace unos meses: la toxicidad de los Rajapaksa? ¿Cuál es el carácter del movimiento ciudadano y el lugar que ocupan en él los trabajadores organizados y la izquierda? ¿Cuáles son las divisiones y las contradicciones que tiñen la respuesta de la nación tamil y de la comunidad étnico-religiosa musulmana hacia la Janatha Aragalaya? ¿Qué ocurre ahora, si es que el presidente y el primer ministro dejan sus cargos?

Lo que ha conseguido el movimiento ciudadano en cuestión de meses, por muy prolongado y agotador que parezca para los que han participado en él, tiene que calar. El año pasado era inimaginable que Gotabaya Rajapaksa no completara su mandato como presidente, ni que su sucesor, si no se presentaba (y probablemente ganara) de nuevo, no fuera otro Rajapaksa. Tampoco era concebible que, al menos durante otra generación, los Rajapaksa estén muy tocados y sean incapaces de hacer una apuesta directa por el poder a corto o medio plazo. El profundo temor que suscitan las críticas a la primera familia y sus métodos extralegales para tratar a los disidentes se ha disipado.

Desde la primera victoria electoral de Mahinda Rajapaksa en 2005, los megaproyectos de infraestructuras financiados con préstamos extranjeros, la derrota de los separatistas Tigres de Liberación de Tamil Eelam (TLTE) en 2009, que puso fin a 26 años de prolongada guerra interna, y la consolidación del nacionalismo budista cingalés, que ha sido la ideología del Estado desde la independencia tras 443 años de colonialismo europeo, este personaje se había ganado el cariño de la nación cingalesa (que abarca casi el 75 % de los 22 millones de habitantes).

Gotabaya Rajapaksa, aunque carece del magnetismo y la astucia de su hermano mayor, estuvo asociado a estos logros como ministro de Defensa oficioso y como burócrata encargado del reasentamiento de los pobres de la ciudad para embellecer Colombo, y el desarrollo de espacios comerciales y de ocio. Su perfil de persona ajena a la política partidaria y de hacedor sin complejos le granjeó el favor de los empresarios, los grupos profesionales, la clase media y los funcionarios públicos, hartos de que unos políticos ineptos se aprovecharan de su cargo y se entrometieran en la administración del Estado.

Cuando el candidato novato Gotabaya Rajapaksa ganó la elección a la presidencia con más del 52 % del voto popular (6,9 millones) en noviembre de 2019, la única pregunta que cabía hacerse era con qué margen ganaría el recién fundado Sri Lanka Podujana Peramuna (SLPP, Frente Popular), liderado por Mahinda Rajapaksa, en las elecciones parlamentarias de agosto de 2020. De hecho, el SLPP obtuvo el 59 % de los votos emitidos, obteniendo 145 escaños en un parlamento de 225 miembros, muy poco menos de la mayoría de dos tercios que buscaba para realizar cambios constitucionales que reforzaran los poderes del presidente. Esta modificación se produjo, con el apoyo de aliados, debilitando la independencia del primer ministro y del gabinete, así como la de las instituciones supervisoras.

Sin embargo, su trayectoria en el cargo, coincidiendo con la pandemia de covid-19, decepcionó enormemente al núcleo principal de sus votantes. Aunque la campaña de vacunación de Sri Lanka fue un éxito en la región, su dependencia de militares y exmilitares (entre los que se encuentra él) para gestionar las funciones civiles provocó el rechazo de los funcionarios de carrera. Su incapacidad o falta de voluntad para frenar la venalidad de los legisladores del partido gobernante, incluidos los de su propia familia, decepcionó a la opinión pública. Por encima de todo, su mala gestión de la economía ‒incluida la prohibición de los insumos químicos en la agricultura‒, que agravó una crisis que amenazaba desde hacía décadas, hizo añicos el mito de la eficiencia tecnocrática cultivado por sus antiguos partidarios.

Movimiento ciudadano

¿Cuál es la naturaleza y la identidad del movimiento ciudadano que se autodenomina y es conocido en la sociedad con el nombre de Janatha Aragalaya? Insiste mucho en que es apartidista (nirpakshika), es decir, no afiliado a ningún partido político ni a ninguna ideología. Esto es novedoso en una sociedad en la que los partidos políticos de todo el espectro ideológico han sido vehículos de protesta social o se han apropiado rápidamente de dichas protestas. De hecho, su pundonor es que rechaza a todos los partidos representados en el parlamento, considerándolos culpables de las oportunidades perdidas durante 74 años desde la descolonización en 1948. Se enorgullece de ser no violento (samakami), algo que no es insignificante en términos de aceptación popular, cuando Sri Lanka ha experimentado tres veces levantamientos armados de jóvenes desde 1971. Desde el principio ha habido mensajes claros de oposición al racismo, entendido tardíamente y aún de forma incompleta, como algo que ha sido utilizado por la clase dirigente para dividir a la población en función de su etnia (cingalesa, tamil y musulmana) y su religión (budista, hindú, islámica y cristiana).

No tiene un líder dominante ni un portavoz identificable, sino que aglutina una variedad de orígenes y grupos de interés unidos por su rechazo a Gotabaya (Gota) Rajapaksa y su familia, pero también por su determinación de llevar a cabo lo que denomina cambio de sistema, es decir, corregir los defectos estructurales del sistema político, como la concentración y la centralización del poder en la presidencia, el nombramiento y la elección de los representantes políticos, y una nueva constitución que sustituya a la de 1978, basada en la atribución de poderes ejecutivos al cargo de presidente.

No critica ni defiende el capitalismo, ni siquiera el neoliberalismo. A lo sumo está a favor de los servicios de salud y educación gratuitos y de los programas sociales, que son lo que queda del Estado de bienestar de Sri Lanka. Pero, sobre todo, el movimiento refleja la ideología dominante en su adaptación y normalización de la liberalización económica: mercados desregulados, precios fijados por cárteles, privatización, inversión extranjera y crecimiento impulsado por las exportaciones.

Aunque a menudo lo califican de clase media y juvenil ‒no en sentido positivo‒, estas categorías no son exactas en su aplicación en Sri Lanka, ni precisas en todos los contextos. La composición social del principal lugar permanente de protesta, la llamada GotaGoGama (Aldea Gota Vete), adyacente a la sede de la Presidencia, es mayoritariamente cingalesa y budista, la edad de sus componentes oscila en su mayoría entre los 20 y los 40 años, y son autónomos y aspirantes a profesionales, pero también jóvenes de clase trabajadora y estudiantes de clase media baja. Es mayoritariamente masculino, pero con mayor representación y visibilidad de las mujeres que en los sindicatos y en la izquierda. Los voluntarios y visitantes proceden de todas las comunidades étnicas, géneros, sexualidades y credos, así como de personas mayores, entre las que se encuentran activistas de larga trayectoria, dinamizados por este movimiento único y sin precedentes.

Este movimiento ciudadano no empieza ni termina donde está más concentrado y visible, en Galle Face Green, en el corazón de la Colombo de la época colonial británica. También hay campamentos permanentes en otras ciudades y pueblos: Anuradhapura, Badulla, Galle, Gampola, Jaela, Kandy, Kurunegala, Matara, Monaragala, Negombo y Ratnapura. Más allá de esto, este movimiento incluye la forma en que comenzó: protestas a pequeña escala de personas que se reúnen cada noche o semanalmente en sus barrios para sostener pancartas, ondear la bandera nacional y corear consignas contra el gobierno. En cada lugar, la multitud varía según la clase, el origen étnico y religioso.

Todo comenzó a finales de febrero, cuando un puñado de trabajadores y amigos de un suburbio de Colombo, hartos de los cortes de luz cada vez más prolongados y de la escasez de productos esenciales, organizaron pequeñas vigilias silenciosas con velas encendidas, de una o dos horas de duración cada noche. Inspiradas por este ejemplo y buscando maneras de expresar su frustración con el gobierno, más personas de la región de Colombo se sumaron a esta acción. Les animaron a emprender iniciativas similares en sus propios barrios.

A finales de marzo ya había numerosas vigilias de este tipo, lo que llamó la atención de los medios, siguiendo el mismo formato de llevar velas o antorchas encendidas para simbolizar la oscuridad que reinaba en los hogares debido a los cortes de luz; y mostrando carteles hechos en casa que echaban la culpa al gobierno y especialmente al ministro de Hacienda (y hermano menor del presidente), Basil Rajapaksa, así como al entonces gobernados del Banco Central, Ajith Nivard Cabraal, por su mala gestión de la economía.

Una de las reivindicaciones más constantes ha sido la de “Devolved nuestro dinero robado”, dirigida principalmente a los Rajapaksa, de quienes se cree que han acumulado una fortuna importante mientras estaban en el gobierno y que está oculta en el extranjero, ya que las arcas del Estado empezaron a agotarse en 2022 limitando las importaciones, incluidas las de carbón y gasóleo para la electricidad.

En las zonas más acomodadas de Colombo, algunos portaban carteles en los que se podía leer “Vete al FMI”. Desde el año pasado, existe una corriente de opinión entre los economistas, las asociaciones empresariales y la clase media alta, según la cual solo el Fondo Monetario Internacional (FMI) puede rescatar la economía, instituir las reformas políticas necesarias y facilitar el acceso de Sri Lanka a nuevos préstamos del mercado monetario internacional. Esta creencia de que el recurso al FMI no solo es inevitable, sino incluso deseable, se ha convertido en sentido común dentro de la sociedad política y civil. No ha habido ningún debate serio sobre cómo Sri Lanka cayó en la trampa de la deuda (51.000 millones de dólares en una economía de 80.000 millones de dólares); ni sobre si esas deudas deberían ser repudiadas como ilegítimas. Solo recientemente se han escuchado voces aisladas que piden una auditoría de la deuda.

El punto de inflexión del movimiento se produjo el 31 de marzo, cuando una protesta rutinaria y pacífica cerca de la residencia privada del Presidente, en un suburbio de clase media de Colombo, se llenó espontáneamente de jóvenes y otras personas enfadadas por los cortes de electricidad, que habían aumentado de 10 a 13 horas, la escasez de combustible y medicamentos y el aumento de los precios de los alimentos. Se produjeron choques violentos mientras la policía defendía la casa del Presidente. Gotabaya Rajapaksa, que había sido evacuado previamente, fue trasladado por su equipo de seguridad a su residencia oficial fortificada, donde iba a permanecer sin comparecer públicamente hasta realizar salida precipitada la semana pasada, en el primer revés de su carrera.

Lejos de desacreditar al movimiento ciudadano, la brutalidad de la policía y el intento de los políticos gobernantes de compararlo con la primavera árabe desencadenaron una ola de simpatía pública. En los días siguientes, más personas salieron a la calle y surgieron nuevos focos de protesta en toda la isla. Para aglutinar estas acciones dispares, hubo activistas que empezaron a coordinarse entre sí a través de plataformas de comunicación y mensajería online, pero sin crear ninguna estructura ni formalizar nada. Comenzaron los preparativos de una marcha masiva para converger y ampliar su protesta.

Como no podían acercarse al Presidente, optaron por marchar hacia su despacho. La Secretaría Presidencial se halla junto a la orilla del océano Índico ‒donde esperan barcos a lo lejos para atracar en el puerto de Colombo‒ y frente a la Ciudad Financiera Internacional de Colombo, construida por China, que se eleva desde el mar, como una zona franca para el capital global libre de impuestos y regulación de los flujos de capitales.

La manifestación del 9 de abril superó todas las expectativas en cuanto a amplitud y combatividad. Algunos de los jóvenes participantes decidieron dar continuidad a su protesta (#OccupyGalleFace) negándose a abandonar el lugar. Otros aportaron tiendas de campaña para pernoctar, distribuyendo comida cocinada y bebidas y consiguiendo equipos de sonido para transmitir su ira. Pronto comenzó a desarrollarse una pequeña comunidad con su propia cocina y suministro de agua potable, aseos y primeros auxilios, biblioteca e instalaciones de carga de teléfonos móviles alimentadas por energía solar, a las que más tarde se sumaron un cine y múltiples zonas de actuación y enseñanza para el teatro, la danza, la música y la palabra hablada.

Dado que el lugar físico (#GotaGoGama), al igual que el movimiento ciudadano, es un espacio abierto a todos los que comparten la misma demanda central de destitución del Presidente y su familia, diversos grupos comenzaron a ocupar un espacio en el mismo lugar, desde la comunidad de sordos hasta exmilitares discapacitados, monjes budistas y curas cristianos, víctimas de los atentados terroristas del Domingo de Pascua de 2019, defensores de la buena gobernanza, defensores de los derechos humanos y muchos grupos más.

La izquierda organizada, principalmente el Janatha Vimukthi Peramuna (JVP, Frente de Liberación de los Pueblos) y su escisión Peratugami Samajawadi Pakshaya (PSP, Partido Socialista de Vanguardia) también estaba presente, pero no directamente como partidos, sino a través de sus alas juveniles (Unión de Juventudes Socialistas y Juventud por el Cambio, respectivamente) y estudiantiles (Unión de Estudiantes Socialistas y Unión de Estudiantes Revolucionarios, respectivamente). Otra presencia constante en el movimiento de la izquierda ha sido la Federación Interuniversitaria de Estudiantes (IUSF), antaño controlada por el JVP, pero ahora no afiliada, aunque se percibe como influenciada por el PSP.

A lo largo de toda esta lucha, la izquierda ha potenciado el movimiento mediante la movilización regular de los estudiantes en manifestaciones y mitines, intransigencia política y acciones audaces como el bloqueo del Parlamento en Kotte y de la mansión presidencial en Colombo, desafiando las porras de la policía, los gases lacrimógenos, los cañones de agua y las órdenes judiciales.

En los primeros meses de 2022 se hizo palpable la pasividad de la clase trabajadora. No parecía haber ganas de enfrentarse a la patronal y al Estado, a pesar de la presión que la crisis económica ejercía sobre su nivel de vida. Para los asalariados, las restricciones y los cierres durante los dos años anteriores de pandemia habían sido diezmado sus ingresos y puesto en riesgo su supervivencia. En estos últimos años ha habido luchas sectoriales en las plantaciones, en las zonas de procesamiento de las exportaciones, en la enseñanza y la sanidad, la agricultura, etc., pero estuvieron aisladas y sus resultados desiguales. La tasa de sindicación es baja y está disminuyendo, excepto en el sector público. La conciencia de la clase trabajadora también está fragmentada y diluida por décadas de luchas defensivas que a menudo acaban en derrota, el peso de la ideología del mercado, el nacionalismo budista cingalés y el racismo, la experiencia del terror estatal durante la guerra y la segunda insurrección encabezada por el JVP, y la incapacidad de forjar una coordinación sindical duradera.

Los principales sindicatos del sector privado, al igual que sus homólogos del sector público, históricamente vinculados a los partidos políticos mayoritarios, desconfiaban inicialmente del movimiento ciudadano, que se considera anárquico e incipiente. Sindicatos más pequeños, independientes y de izquierdas, como el de Empleados Bancarios de Ceilán (CBEU) y el de Trabajadores Industriales y Generales de Ceilán (CMU), junto con el de Profesores de Ceilán (CTU) y otros, se mostraron más comprensivos, uniéndose a las manifestaciones y participando en las protestas.

A medida que el ímpetu crecía en abril, las coaliciones ad hoc de sindicatos y otras organizaciones que abarcaban los sectores público y privado, entre las que se encontraban el Centro Sindical Nacional del JVP y la filial de La Vía Campesina, el Movimiento por la Reforma Agraria y de la Tierra (MONLAR), llevaron a cabo dos paros nacionales de gran éxito: el hartal (huelga y paro) del 28 de abril y la primera huelga general desde la impresionante derrota de julio de 1980, el 6 de mayo.

El gobierno se vio sacudido por estas acciones, que lograron un amplio apoyo de los trabajadores del sector de la administración, la sanidad, los transportes y el servicio postal ‒que suelen mostrarse leales al gobierno de turno‒, así como de pequeños empresarios y trabajadores, comerciantes rurales, agricultores y pescadores, y las trabajadoras de las zonas francas. El poder de la clase obrera para paralizar la actividad comercial y alterar la normalidad era una amenaza inmediata mayor para el Estado que las protestas juveniles y estudiantiles. La respuesta del Estado fue imponer la ley de emergencia y dictar servicios mínimos para que la huelga fuera ilegal. Sin embargo, esto no amedrentó a los sindicatos ni mermó su éxito.

¿Dónde están los tamiles?

Tanto quienes simpatizan con el movimiento ciudadano como quienes lo critican han expresado su preocupación por su carácter inclusivo y su limitada resonancia ‒fuera de las regiones urbanizadas y de mayoría cingalesa de la isla‒ y especialmente en relación con la nación tamil de Sri Lanka, que históricamente ha poblado el norte y el este de la isla. Esto es justo. Las reivindicaciones centrales de Aragalaya y su asimilación de los orígenes y contornos de la crisis están delimitadas por la identidad y la conciencia de la nación cingalesa.

Dentro del movimiento ciudadano, aparte de pequeños focos y espacios, no se han tenido en cuenta las raíces sistémicas del supremacismo cingalés, ni las injusticias históricas cometidas contra los tamiles. A la mayoría cingalesa le resulta muy difícil reconocer que no fue ella la principal víctima de la guerra. No hay un reconocimiento generalizado, ni siquiera 12 años después, del continuo dolor de los familiares y amigos a los que no se les permite llorar y conmemorar públicamente a sus muertos y los desaparecidos, incluidos los combatientes; del despojo de sus tierras cultivables y sus residencias ocupadas por los militares; de la presencia opresiva del ejército y su intervención en los asuntos civiles en la región afectada por la guerra; de los intentos continuos de desestabilizar las reivindicaciones tamiles (y musulmanas) sobre la tierra y el mar y sus lugares de culto; y de la amenaza siempre presente de la Ley de Prevención del Terrorismo contra quienes critican al Estado.

No es que los tamiles del norte y del este sean indiferentes a la Aragalaya. ¿Cómo podrían serlo cuando han votado sistemáticamente al principal candidato de la oposición a los Rajapaksa en todas las elecciones presidenciales desde 2005? Para muchos, hay poca o ninguna empatía con la nación cingalesa. que se percibe como creadora del monstruo que ahora desea destruir. ¿Se preguntan si la oposición a los Rajapaksa se debe únicamente a los cortes de electricidad y a la escasez de combustible y medicinas? Estas carencias no son desconocidas para quienes vivieron el bloqueo económico del norte durante los años de guerra. No vieron su sufrimiento, que va más allá de las privaciones socioeconómicas, representado en este movimiento ciudadano.

Sin embargo, una lucha de fondo altera invariablemente la conciencia de sus protagonistas. En el transcurso de solo unos meses desde que la Aragalaya despegó y empezó a tomar forma, como ha observado la activista de derechos humanos Ambika Satkunanathan, “... cada vez hay más conciencia y espacio para hablar de temas que antes se consideraban imposibles. La militarización, los crímenes de guerra, el documental de Channel 4 [pruebas en vídeo de los crímenes contra la humanidad cometidos por las fuerzas de seguridad de Sri Lanka en las fases finales de la guerra en 2009], el racismo. Se oye decir a la gente: 'si están haciendo esto en el sur, imagínense lo que habrán hecho en el norte y el este'".

Nada de esto habría sido posible sin la experiencia formativa de este movimiento, que incluye los pacientes esfuerzos de los activistas progresistas cingaleses, musulmanes y tamiles para informar, educar y razonar sobre los agravios y objetivos de los ciudadanos de las minorías. De hecho, entre las reivindicaciones más recientes (el 9 de julio) de conocidos activistas del movimiento están la liberación de los presos políticos (en referencia a los sospechosos de la organización Tigres de Liberación de Eelam Tamil [TLET] detenidos antes y después del final de la guerra); y justicia para las familias de las víctimas de ejecuciones extrajudiciales y desapariciones (que incluye a representantes políticos y civiles tamiles, periodistas y activistas de derechos humanos, y cuadros del TLET).

Y no es que los pueblos no cingaleses estén ausentes de las movilizaciones fuera del norte y del este. Los musulmanes, que se definen a sí mismos en Sri Lanka como una comunidad étnica y no solo religiosa, han sido objeto de islamofobia tras la conclusión de la guerra en 2009. Además de la violencia periódica contra sus hogares, negocios y lugares de culto y educación, fueron objeto de ataques colectivos tras la violencia terrorista del Domingo de Pascua de 2019; y sufrieron la agonía de la cremación forzada de los muertos de covid-19, en contra de sus prácticas religiosas.

En las etapas iniciales del movimiento ciudadano, fueron cautelosos en su participación, temiendo el racismo de los manifestantes o la represión del Estado. Pero desde abril, son visibles y se hacen oír. Mientras tanto, los tamiles residentes en el populoso oeste de Sri Lanka, ya sean de origen norteño, oriental o de las colinas, también participan en la Aragalaya. Ha aumentado la visibilidad de la lengua tamil en las pancartas, carteles y letreros del movimiento, aunque no se escuche mucho en los eslóganes, cánticos y discursos.

¿Ahora qué?

Sri Lanka tiene un nuevo presidente. El 20 de julio, el Parlamento, de acuerdo con la Constitución, eligió por clara mayoría al presidente en funciones y ex primer ministro Ranil Wickremesinghe. Sucede a Gotabaya Rajapaksa, que se vio obligado a dejar la presidencia el 9 de julio y huyó al extranjero, tras resistirse durante meses a las peticiones de dimisión ante el agravamiento de la crisis económica de la isla.

Wickremesinghe era el favorito de los expertos en lo que empezó siendo una carrera de cuatro caballos, ya que el partido mayoritario en el parlamento ‒el Partido Podujana de Sri Lanka (SLPP, Frente Popular) del clan Rajapaksa‒ se pronunció a favor suyo. La hostilidad a su candidatura por parte de sectores del SLPP, de los partidos más pequeños que en su día se alinearon con él, y de los partidos de la oposición, que se hicieron eco de los sentimientos de una opinión importante dentro del movimiento de protesta no estructurado, resultó insuficiente.

Este resultado confirma la falta de legitimidad de un parlamento de 225 miembros, expresada en el eslogan de la Janatha Aragalaya (Lucha del Pueblo): “¡No a los 225!” La ineficacia de los parlamentarios para detener y abordar el desmoronamiento de la economía y aportar soluciones a las necesidades de la población había dañado en cualquier caso la confianza en él. La elección de Ranil Wickremesinghe es el último clavo en el ataúd. Alimenta una mayor inestabilidad política. Ahora aumentará la presión para que se celebren elecciones generales anticipadas para elegir nuevos legisladores.

Junto a los Rajapaksa, a cuya mala administración, nepotismo y cleptocracia atribuye ahora la población de mayoría étnica cingalesa la culpa de la bancarrota de Sri Lanka, Wickremesinghe no tiene mandato popular. Su Partido Nacional Unido (UNP), afiliado a la Unión Democrática Internacional, que incluye al Partido Conservador británico, quedó fuera del mapa electoral en 2020. Se aseguró un escaño por representación proporcional. Su sorpresivo nombramiento como primer ministro en mayo, fue visto, con razón, como un acuerdo dentro de la élite política para salvaguardar la administración de Gotabaya Rajapaksa a cambio de una cuota de poder estatal.

Ahora que Wickremesinghe asume la presidencia, Sri Lanka se encuentra bajo el estado de emergencia proclamado el 18 de julio. Esta suspensión de los derechos democráticos le confiere mayores poderes, incluido el uso del ejército para reprimir las protestas públicas. Ya se ha establecido una orden judicial para empezar a desalojar a las personas que han asediado la oficina del presidente en una protesta continua (GotaGoGama) desde principios de abril, proporcionando un punto de encuentro al movimiento en toda la isla.

Mientras tanto, las grandes empresas, la clase media alta y los principales medios de comunicación ya están pidiendo que se acabe la Aragalaya. Ha logrado su objetivo de frenar a los Rajapaksa y conferir a un neoliberal el más alto cargo del Estado. En su opinión, el nuevo presidente y el gobierno de coalición que formará en los próximos días deberían poder estabilizar el turbulento orden político, como condición previa para la estabilidad económica.

El vehículo improbable para esa estabilidad es el Fondo Monetario Internacional (FMI). Se espera que el organismo multilateral proporcione una línea de financiación a un Estado cuyas arcas están vacías ‒las reservas de divisas utilizables son de unos 250 millones de dólares, lo que equivale a menos de cuatro días de importaciones‒ y que no tiene dónde pedir prestado.

Sri Lanka ha perdido el acceso a los mercados internacionales de capitales a través de los cuales acumuló casi la mitad de su deuda externa de 51.000 millones de dólares. Su calificación crediticia soberana se redujo aún más tras el impago de la deuda en abril. China, un nuevo e importante prestamista en la era de Rajapaksa, ha frenado la concesión de nuevos créditos durante la crisis. India intervino con una financiación puente para las importaciones de combustible y fertilizantes, pero esta fuente también se ha agotado.

Este será el 17º acuerdo de Sri Lanka con el FMI desde 1965. En las décadas transcurridas, la dependencia del país de los préstamos extranjeros y el volumen de deuda no han hecho más que aumentar notablemente. Agotados por la lucha diaria por encontrar transporte para desplazarse por falta de gasolina y gasóleo; la escasez de medicamentos (el 80 % son importados) y de gas para cocinar; la falta de divisas para financiar los insumos en la industria, la agricultura y los servicios; y la subida de los precios de los alimentos acompañada de la escasez de la producción nacional; la inflación que se dispara al 60 % y los salarios que se quedan muy atrás; el consenso en todas las clases sociales es que un rescate del FMI ayudará de alguna manera a la economía.

Anticipándose a las condiciones de ajuste estructural del FMI, el gobierno ya ha aumentado el precio del combustible un 300 % y ha abandonado a los consumidores dejando que los precios los fijen los cárteles que suministran los alimentos básicos, como el arroz, así como la leche en polvo y el azúcar, entre otros productos de primera necesidad. Una vez que comiencen a aplicarse otras reformas, como la reducción de la nómina del sector público ‒uno de cada siete trabajadores‒, la reducción del gasto público, las tarifas de los usuarios en la educación y la sanidad (que son gratuitas aunque carecen de recursos) y la focalización de los programas sociales, la carga que soportan los pobres y la clase media baja se hará más insoportable.

La elección del nuevo presidente y la evidencia de su mayoría en el parlamento, junto con la consecución del objetivo inicial del movimiento de protesta de expulsar al anterior presidente, probablemente harán que disminuya el apoyo y la intensidad de la protesta pública. Sin embargo, la codependencia entre Ranil Wickremesinghe y los Rajapaksa es un lastre para ambos. No hay ninguna garantía de que el nuevo gabinete que forme dure mucho tiempo, ya que todos intentan minimizar su culpabilidad en lo que es una crisis estructural del capitalismo dependiente y asegurar su futuro político en las próximas elecciones generales.

En las calles y en las redes sociales, los activistas de la Aragalaya han prometido mantener su oposición al gobierno dirigido por Wickremesinghe, incluyendo la ocupación de los accesos y los terrenos de la sede de la presidencia y de otros lugares públicos en toda la isla. Su campaña por la reducción de los poderes ejecutivos de la todopoderosa presidencia continuará, a la espera de un cambio constitucional que los suprima en su totalidad. La conciencia democrática del movimiento es alta. Hay nuevas reivindicaciones sobre el derecho de revocación de los representantes elegidos y el derecho a celebrar referendos sobre asuntos de importancia nacional.

Aunque el movimiento popular, mayoritariamente cingalés, todavía tiene que enfrentarse a la flagrante violación de los derechos humanos durante los 26 años de guerra interna de Sri Lanka y tener en cuenta las demandas de la nación tamil de justicia por los crímenes de guerra, la verdad sobre los desaparecidos y la autodeterminación interna, este difícil diálogo ha comenzado entre sus elementos más conscientes. Entre sus reivindicaciones más recientes se encuentran la liberación de los tamiles detenidos durante mucho tiempo y el fin del racismo, incluida la islamofobia rampante de posguerra dirigida contra la minoría etnorreligiosa musulmana. Sean cuales sean los retos que se presenten, hay que defender los logros de este momento y de este movimiento.

Balasingham Skanthakumar es miembro del Comité por la Anulación de las Deudas Ilegítimas del Sur de Asia en Colombo, Sri Lanka.

Traducción: viento sur

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