La reciente publicación del libro de Juanjo Álvarez, De animales y clases (Sylone y viento sur, 2022) abre la reflexión y el debate sobre la articulación política del animalismo. En este texto pretendo aportar algunas notas sobre una de las cuestiones planteadas por el libro, concretamente en su capítulo 4, en el que trata la idea largamente cultivada en la cultura occidental de la excepcionalidad humana y la existencia de un supuesto abismo ontológico entre los seres humanos y el resto de los animales. Aquí quiero repasar algunos de los últimos aportes científicos que cuestionan esta idea.

La noción de humanidad definida desde la filosofía se basa en rasgos como la razón, la capacidad moral y la capacidad de sentimientos elevados –empatía, altruismo y compasión– junto a la conciencia, sociabilidad y habilidades de comunicación. Verdú y García argumentan que estas características “cobran cada vez más fuerza en la ideología de lo humano”.[1]

Dos tradiciones han alimentado los sesgos antropocéntricos: el judaísmo y el pensamiento de la Grecia antigua, que se unen en el cristianismo. La Biblia, sin embargo, no establece una separación entre humanos y el resto del mundo animal, aunque sí otorga al ser humano una condición especial como “animal racional”. Esta característica bien pudo ser entendida en su papel de valedor o protector del resto del mundo natural y de otras especies –como lo entiende la mayoría de los pueblos amerindios, otros pueblos originarios y la tradición gandhiana–; sin embargo, en la tradición cristiana se interpretó, de forma sesgada y reduccionista, en base a la existencia de un abismo ontológico entre los animales humanos y los no humanos y, en general, como un supuesto derecho humano a someter al resto del mundo natural. Solo cuando los pensadores empezaron a adoptar posturas más independientes de la Iglesia surge una visión más matizada en las relaciones entre humanos y no humanos, pero para ello tuvieron que pasar varios siglos.

A finales del siglo XVIII, desde el utilitarismo inglés Jeremy Bentham responde a quienes argumentan la falta de inteligencia o de habla de los animales no humanos como justificación para someterlos diciendo: “La pregunta no es [si los animales] ¿pueden razonar?, ni tampoco ¿pueden hablar?, sino ¿pueden sufrir?”. De esta forma, estableció el argumento moral fundamental que vertebra hoy la causa animalista en base a la sintiencia de los animales no humanos.

La ciencia más reciente demuestra que ciertas capacidades que se creían exclusivas no son patrimonio únicamente humano. La evidencia científica ha mostrado no solo que los animales no humanos son seres sintientes y que muchos tienen estructura social y lenguaje, sino también que algunos de ellos hacen uso de herramientas para construir herramientas, tienen intereses, muestran intencionalidad, planifican y son capaces de acciones de altruismo, generosidad, empatía y duelo.[2] Se ha demostrado la capacidad de autoconsciencia de primates (simios y monos), elefantes, ballenas, delfines, perros, gatos, cerdos, focas, osos, entre otros mamíferos. Grandes simios, elefantes, orcas, delfines, cerdos y urracas pueden autoreconocerse en un espejo. Como los animales humanos, también los simios tienen aversión a la inequidad. De modo que muchas de las propiedades en las que se había basado la excepcionalidad humana son compartidas con otros animales. Además de las características de cada especie, empieza a admitirse la existencia de los rasgos individuales distintivos que permiten hablar de una singularidad de cada individuo animal.[3] Aunque muchas especies no gozan de estos excepcionales rasgos, ello no justifica, sin embargo, si atendemos a Peter Singer,[4] la explotación sistemática y la muerte prematuras de millones de animales cada año.

A medida que la ciencia explora otras familias animales, marinas, aún poco estudiadas en comparación con mamíferos y aves, se va ampliando el grupo de animales sintientes. Por lo pronto, ya sabemos de la capacidad sintiente de pulpos, calamares, sepias y langostas.[5] No dejan de sorprender documentales como Lo que un pulpo me enseñó,[6]que muestran lo mucho que nos queda por aprender de las capacidades de los animales no humanos, e incluso más allá, como apuntan las investigaciones sobre inteligencia vegetal del botánico Stefano Mancuso.[7]

Este cúmulo de investigaciones ha transformado totalmente la comprensión de las capacidades de los animales no humanos y hace evidente que la naturaleza humana no es radicalmente distinta del resto de los animales. Hay una continuidad biológica, cognitiva, emocional, e incluso moral. Así, esto apunta la Declaración de Cambridge sobre la Conciencia en los animales humanos y no humanos, que suscribió en 2012 un selecto grupo de investigadores, entre los que figuraba Stephen Hawkings, que afirma que “las estructuras cerebrales responsables por los procesos que generan la conciencia en los humanos y otros animales son equivalentes”.[8]

Conviene recordar que la diferencia humano-animal conlleva una carga de poder y como tal marca quiénes merecen consideración moral y quiénes no. Sin embargo, se trata de una noción construida y como construcción social es cuestionable y sus límites pueden variar.

Desde el otro lado, la neurociencia está desmontando algunas de las ideas más asentadas sobre el propio ser humano. Una de ellas es el binomio pensamiento/emoción, firmemente asentado en nuestras creencias y que da base a la venerada racionalidad humana. Sin embargo, cada vez es más evidente que todo pensamiento va asociado a una emoción, es decir, que no se trata de procesos separados sino que se dan imbricados; no “pensamos” o “sentimos” de forma pura y aislada, sino que se trata más bien de un sentipensar, parafraseando a los pueblos indígenas colombianos y a Arturo Escobar. La idea de la decisión racional, base de todo el constructo de la economía neoclásica y del capitalismo no sería, pues, tal, sino que llega mediada por la denostada emoción. De animales y clases recoge también estudios desde la psicología sobre los sesgos de representatividad, de cálculo, de evaluación y percepción de la actuación propia y ajena que presenta la conducta humana, así como la tendencia a racionalizar a posteriori, así como la enorme adherencia al endogrupo y el rechazo a quienes consideramos del exogrupo que también nubla la racionalidad más pura. A ello se añaden condicionamientos individuales, el entorno social, los atajos automatizados en el comportamiento humano que crea el cerebro para ahorrar energía, entre otros, todo ello apunta al humano como ser no tan puramente racional y deja la racionalidad, base de la supuesta excepcionalidad humana, sensiblemente mermada.

No se trata tanto de quién es superior o de establecer jerarquizaciones, sino que ciertas capacidades atribuidas al ser humano no son exclusivas, ni tampoco iguales; más bien se trata de constatar que nos encontramos ante una continuidad evolutiva.

Sin embargo, sí hay algo singular en el ser humano: no se puede negar el enorme desarrollo del neocórtex, que nos ha posibilitado crear civilizaciones y un gran desarrollo científico, cultural y social. Ese desarrollo, sin embargo, ha tenido una manifestación inesperada: la capacidad humana para desencadenar el Antropoceno, la era del ser humano, o del Capitaloceno, como prefieren algunos. Sea como sea, una época de procesos de cambio por degradación acelerada de los ecosistemas y reducción de la biodiversidad de tal calibre que es equivalente a cambios geológicos. Se trata de un proceso de degradación como no ha provocado ningún otro ser vivo en el planeta.

En este contexto, resulta crucial reexaminar nuestra relación con el resto del mundo natural en esta nueva era. El antropocentrismo que ha operado hasta ahora definiendo estas relaciones pierde pie. En el nuevo esquema, el ser humano ya no ocupa el centro, sino que se considera una pieza más, quizá singular, pero interconectada y dependiente del todo.

Paralelamente, se está produciendo un replanteamiento en torno a entidades naturales merecedoras de derechos: las constituciones de Ecuador y Bolivia otorgan derechos a la naturaleza y ríos, montañas y otros accidentes naturales son reconocidos en diversos países como poseedores de personalidad jurídica, como el río Whanganui y la montaña Taranaki en Nueva Zelanda, consideradas entidades vivas y declaradas sujetos de derechos en 2017, el río Ganges en la India y el río Atrato en Colombia. Esto supone una profunda transformación del pensamiento y abre vías al reconocimiento de derechos de los animales no humanos.

En el siglo XXI disponemos de suficiente evidencia científica y herramientas éticas para reconsiderar ampliar la visión que ha guiado la relación hacia el resto del mundo natural y de los animales. El especismo, el antropocentrismo y el sistema binario de pensamiento resultan a estas alturas un claro obstáculo. Distintas autoras y autores sostienen que para navegar el Antropoceno el ser humano necesita aprender a convivir con otras especies. La bióloga y filósofa Donna Haraway habla de “especies compañeras” con las que establecer intercambios, simbiosis, ayudas. Se trata de formar ensamblajes de especies y elementos abióticos con las que generar relaciones de parentesco, más allá de los ancestros o la genealogía entre animales humanos y no humanos. Ninguna especie actúa sola, ni siquiera la humana. Pese a su poder prometéico, el ser humano sigue siendo ecodependiente e interdependiente. Transitar el Antropoceno precisa de alianzas y confluencias transespecie. Es hora de revisar a fondo el especismo dominante.

Nuria del Viso es miembro de FUHEM Ecosocial y del Foro de Transiciones Ecosociales

Notas

[1] Ana D. Verdú y José Tomás García, «La ética animalista y su contribución al desarrollo social», Papeles de relaciones ecosociales y cambio global, núm. 112 (invierno 2010/2011), pp. 13-29, disponible en: https://www.fuhem.es/papeles_articulo/la-etica-animalista-y-su-contribucion-al-desarrollo-social/

[2] Helen Proctor, «Animal Sentience: Where are We and Where are We Heading?», Animals (Basel), diciembre 2012,2(4), pp. 628–639, doi: 10.3390/ani2040628, disponibleen: https://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC4494284/#B6-animals-02-00628.

[3] Ibid.

[4] Peter Singer, Ética práctica, Ariel, Barcelona, 1988.

[5] Véase «Octopuses, squids and lobsters could become 'sentient beings' in the UK», Live Science, 26 de noviembre de 2021, disponibleen: https://www.livescience.com/cephalopods-and-crustaceans-recognised-as-sentient-in-uky https://www.gov.uk/government/news/lobsters-octopus-and-crabs-recognised-as-sentient-beings

[6] Véase https://www.netflix.com/es/title/81045007

[7] Véase https://www.youtube.com/watch?v=KewcPw3HhOo; https://www.nytimes.com/es/2019/06/23/espanol/cultura/stefano-mancuso-reino-vegetal.html ; y https://www.cccb.org/es/participantes/ficha/stefano-mancuso/226548

[8] Declaración de Cambridge respecto de la Conciencia, julio de 2012, disponible en: http://www.anima.org.ar/wp-content/uploads/2016/03/Declaraci%C3%B3n-de-Cambridge-sobre-la-Conciencia.pdf

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