“Fui encarcelado por haber sido leal al mandato de los que me escogieron”. La frase es de Jordi Turull, uno de los cinco políticos que el juez Pablo Llarena mandó a prisión el 23 de marzo, sin posibilidad de fianza, por la participación en el proceso independentista catalán y en la organización del referéndum del día 1 de octubre.

Con el envío a prisión, Jordi Turull se vio imposibilitado para defender su candidatura a la presidencia de la Generalitat, tal como ya le había sucedido a Jordi Sànchez, a pesar de los llamamientos del Comité de Derechos Humanos de la ONU, que instaba ”con urgencia” al Estado español a “asegurar todos los derechos políticos de Jordi Sànchez”.

El Tribunal Supremo ordenó también la prisión preventiva de Carme Forcadell, Raúl Romeva, Josep Rull y Dolors Bassa, aceptando la acusación de rebelión contra el “grupo de los 13”. El mismo juez tiene procesos abiertos contra un total de 22 dirigentes y activistas políticos catalanes, a los que se unen más de un millar de alcaldes y de directores escolares por su colaboración en la organización del referéndum del 1 de octubre.

Al mismo tiempo que en España un juez mandaba decapitar el movimiento político independentista catalán, fuera de sus fronteras, los servicios secretos españoles y alemanes detenían a Carles Puigdemont, expresidente de Catalunya exiliado en Bruselas, cuando pasaba por Alemania. El dirigente catalán fue detenido en una estación de servicio a 30 kilómetros de Dinamarca cuando regresaba de un desplazamiento a Finlandia, a donde viajó a invitación del parlamento nórdico. Los tribunales alemanes tienen ahora 60 días para decidir si Puigdemont será extraditado directamente a una prisión española, resolución que la complicidad de la Unión Europea, incluyendo el silencio del gobierno portugués, hace inexorable.

Veremos si no tendrán igual destino los otros dirigentes que escogieron el exilio frente a la prisión política, entre ellos Marta Rovira, secretaria general de Esquerra Republicana de Catalunya. De dirigentes políticos democráticamente elegidos a exiliados perseguidos por los servicios secretos de no se sabe cuántos países, para que nos acordemos de qué pequeña es la frontera de la democracia.

Lo que sucedió los últimos días en España es inaceptable para cualquier conciencia democrática. Las cuentas son simples de hacer: sin que hubieran empuñado una sola arma, o siquiera llamado a que lo hicieran por ellos; sin haber cometido otro “crimen” que la organización de un referéndum democrático, considerado ilegal pero cuyo resultado fue validado en las urnas; sin que se les conozca otra voluntad que aquella que lleva a tantos de nosotros a participar en movimientos políticos y a aspirar a dirigirlos; por nada, nada más que eso, están encarcelados o exiliados todos los dirigentes políticos catalanes que intentaron cumplir los programas con los que fueron democráticamente elegidos.

Por nada más que la comprensión de esto, del vínculo silenciosamente compartido entre quien votó y quien arriesga 30 años de prisión por las mismas ideas, está el pueblo catalán en la calle, a pesar de la creciente represión y violencia de las fuerzas policiales.

Es un duro golpe para el débil hilo de esperanza de que aún pudiera existir un desenlace dialogado para el proceso catalán. Con los acontecimientos de los últimos días, la farsa democrática con la que el gobierno de Madrid reaccionó a la tentativa de declaración de independencia de Catalunya corre el riesgo de desembocar en una tragedia para la democracia.

Tras tanta propaganda sobre el diálogo, el gobierno español y el propio Rey mostraron en qué términos quieren hacer el debate sobre Catalunya. No consta que haya línea telefónica directa entre la Moncloa y la prisión. Es tiempo de recordar a Rajoy que, por muy antagonistas que sean, transformar problemas políticos en cuestiones policiales es propio de regímenes no democráticos.

Joana Mortágua es diputada del Bloco de Esquerdas en Portugal

Traducción: viento sur.

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