Tras cuatro años de presidencia de Donald Trump, Joe Biden heredará una situación devastada: guerra comercial con China, relaciones deterioradas con los países aliados, instituciones internacionales paralizadas. Pero contrariamente a los anhelos de algunos, el multilateralismo de antes no volverá.

La respuesta china a la elección de Biden a la Casa Blanca no se ha hecho esperar: China sigue su camino. El 15 de noviembre, las quince naciones de la región Asia-Pacífico anunciaron la firma de uno de los acuerdos de libre comercio más amplios que existen. Con la excepción de India, todos los países de la región, incluidos Japón, Corea del Sur, Vietnam, Singapur, Indonesia y también Australia y Nueva Zelanda, forman parte del mismo. Esto representa un conjunto de 2.200 millones de personas, con un PIB total de 26.200 millones de dólares.

Los países signatarios se han comprometido a rebajar e incluso suprimir los derechos de aduana en todos sus intercambios, a adoptar normas comunes para sus productos y elaborar nuevas reglas para el comercio electrónico. Empiezan a colocarse los cimientos de un mercado único asiático. Para el gobierno chino, este acuerdo representa un inmenso éxito. Pekín ha logrado romper el cerco que quería imponerle EE UU, convenciendo a los aliados tradicionales de Washington, en particular a Japón y Australia, de que se unan a esta alianza. Si alguna vez Biden, después de entrar en la Casa Blanca, quisiera resucitar la asociación transpacífica, negociada bajo la presidencia de Obama, y después abandonada por Trump, con el propósito principal de encerrar a la potencia china en la región, ahora le resultará difícil llevar a cabo este proyecto.

Está emergiendo ante nuestros ojos un bloque económico regional en el que China, por su peso económico y demográfico, asume la función de maestra de ceremonias. El mundo bascula de oeste a este ante las narices de un EE UU impotente. Esta pérdida de influencia se analiza en Washington como una de las consecuencias de la política calamitosa de Trump. Durante cuatro años, el presidente estadounidense –a golpe de tuits devastadores, de diktats, de decisiones unilaterales– ha exacerbado las tensiones comerciales en nombre del America first.

Las sanciones comerciales han afectado a todo el mundo, incluidos los países considerados aliados. China ha sido la principal perjudicada, hasta el punto de desencadenar casi una guerra fría comercial entre Pekín y Washington. A cambio, el gobierno de Xi Jinping ha sacado la conclusión de que el tiempo de las negociaciones y acuerdos con la primera potencia mundial pertenece al pasado, y ahora el gigante asiático sigue su camino, a su aire. Todos los círculos de negocios y financieros estadounidenses desean pasar página lo antes posible y poner rumbo a aguas menos turbulentas. En un largo artículo publicado por Foreign Affairs en marzo, Biden se comprometió a restablecer los lazos de confianza con los países amigos, a reconstruir una diplomacia apaciguada y a restaurar el liderazgo mundial de EE UU, en particular en el terreno comercial. ¿Podrá?

“Mucha gente espera que cuando el presidente estadounidense Joe Biden asuma su cargo en enero, consiga salvar o incluso restaurar el orden mundial liberal vigente desde 1945, dirigido por EE UU. Es un deseo comprensible, pero totalmente irrealista”, advierte el exministro israelí de Asuntos Exteriores, Shlomo Ben-Ami. El Instituto Bruegel comparte el análisis: “La historia del gobierno Obama-Biden y el largo pasado senatorial de Biden, en el que apoyó los grandes acuerdos comerciales, incluido el Nafta (TLCAN/acuerdo EE UU-Canadá-México), la Ronda Uruguay y los acuerdos con China, podrían sugerir el retorno a un enfoque más tradicional de la política comercial, pero esta perspectiva es ilusoria”, escribe el Instituto, teniendo en cuenta los importantes cambios que se han producido en los últimos cuatro años.

De hecho, por mucho que Trump haya causado bastantes estropicios en materia de relaciones comerciales internacionales, en muchos casos ha sido un acelerador más que iniciador de rupturas. Antes de su presidencia ya existían fuertes tendencias a la fragmentación. Ocurre que a pesar de los defensores del multilateralismo, hace tiempo que la globalización, vendida como fuente de felicidad en las décadas de 1990 y 2000, ya no concita consenso. No ha dado los resultados que se pretendía, pues ha provocado un aumento explosivo y sin precedentes de las desigualdades entre países y la destrucción de las clases medias, como señalan numerosos trabajos de economistas.

La desglobalización comenzó a partir de la crisis de 2008. El comercio internacional, que hasta entonces había experimentado unas tasas de crecimiento espectaculares (entre un 6 y un 10 % anual), empezó a frenarse hasta el 2-3 % anual. “En 2008, los intercambios internacionales representaban el 25 % de la economía mundial, frente al 14 % en 1990. En 2018, el comercio no representa más del 21 % de la economía mundial”, informa el director general de Fedex, Raj Subramaniam.

La desaceleración ha continuado. En muchos países se han erigido barreras arancelarias, siguiendo el ejemplo de EE UU. La pandemia ha intensificado todavía más esta tendencia a la desglobalización, perturbando duraderamente las cadenas mundiales de producción y suministro, llevando a los gobiernos y a las empresas a proceder a relocalizaciones regionales o locales para asegurar la seguridad de sus suministros.

La propia Organización Mundial del Comercio (OMC) ilustra este gran pinchazo de la globalización. Al negarse a nombrar a representantes estadounidenses para esta institución, encargada de ordenar los intercambios mundiales, Trump la ha condenado a la parálisis total. La OMC ni siquiera puede desempeñar ya su función de árbitra en los grandes litigios comerciales internacionales, del tipo Boeing-Airbus, por falta de miembros suficientes. Claro que esta decrepitud ya estaba en marcha desde mucho antes de la espantada de Trump. Desde el fracaso del ciclo de Doha en 2006, que pretendía liberalizar todavía más los intercambios comerciales internacionales mediante la supresión de las últimas barreras frente a los productos agrícolas, no se ha planteado ningún acuerdo internacional. En vez de ello, los Estados han preferido firmar acuerdos bilaterales o regionales: el Ceta (Europa-Canadá), el Jefta (Europa-Japón) y Mercosur (Europa-Sudamérica) son fruto de la desafección de la OMC.

Actualmente, una mayoría de países, empezando por China, se declaran partidarios del multilateralismo “para combatir el proteccionismo”. Muchos consideran necesario reanudar las negociaciones comunes en el seno de la OMC a fin de relanzar la cooperación económica internacional. Biden ha prometido sacar la institución del letargo al que la ha precipitado el gobierno de Trump, nombrando muy pronto a delegados estadounidenses. Sin embargo, existe el riesgo de que esto no baste para volver a poner en marcha la maquinaria, ya que los contenciosos pendientes obstaculizan todo avance. Las propuestas de reforma presentadas no reciben el apoyo de una mayoría y las grandes potencias regionales, como la Unión Europea, Japón y China, desean conservar o escribir las reglas que rigen los intercambios sin remitirse a una instancia internacional, por mucho que proclamen su apego al multilateralismo.

Además, frente al hundimiento de las economías provocado por la pandemia y la amenaza de un empobrecimiento notable de los hogares, la época no se presta precisamente al relanzamiento de los intercambio comerciales, pese a que los responsables políticos siguen jurando lo contrario.

No obstante, la oposición más fuerte anida en el propio EE UU. Aunque no suscriben la retórica de Trump, muchos diputados del Partido Demócrata y gran parte de la opinión pública estadounidense comparten su análisis de China. Consideran que EE UU ha hecho gala de ingenuidad al abrir de par en par las puertas a las importaciones chinas a partir de su ingreso en la OMC en 2001. Acusan a la institución de laxismo por no haber hecho respetar las reglas de la competencia leal en materia laboral y medioambiental, los derechos de propiedad intelectual y la prohibición de las subvenciones públicas a las empresas.

El desafío chino

Antes de volver a hablar de cooperación internacional, los responsables estadounidenses –Demócratas y Republicanos por igual– pretenden negociar importantes cambios con respecto a estos aspectos del poder chino, aplicando toda la presión necesaria. Así, aunque diga que tiene la intención de establecer relaciones más conformes con la diplomacia con Xi Jinping, Biden ya ha afirmado su intención de hablar claro con Pekín. “Joe Biden se halla ante un dilema. China se ha vuelto demasiado díscola para poder cooperar plenamente con ella, demasiado grande para poder contenerla o ignorarla y demasiado conectada [con el resto de la economía mundial – ndlr] para poder desentenderse de ella”, analiza el exconsejero económico del gobierno indio, Arvind Subramanian.

El presidente electo alimenta así la ambigüedad en torno al futuro de los derechos de aduana, dejando en el limbo el aumento del 62 % sobre ciertas importaciones chinas que impuso Trump. ¿Mantendrá, suprimirá, reducirá estos aranceles? Las incertidumbres también preocupan al sector de las altas tecnologías, uno de los terrenos de intervención preferidos de Trump. En cuestión de meses, este último prohibió todo comercio con el fabricante de telecomunicaciones chino Huawei, bloqueó la compra de la plataforma TikTok y empujó a los fabricantes estadounidenses a relocalizar sus centros de producción en EE UU. En menos de dos años, el gobierno de Trump trastornó toda la cadena de suministro y fabricación construida desde hacía años por las gigantes tecnológicas entre China y EE UU. Chips, microprocesadores, programas e incluso tierras raras han pasado a ser bazas estratégicas en EE UU.

En estas cuestiones, la ruptura con Trump puede afectar más al tono que al fondo. “Pienso que Biden se mantendrá firme frente a China, pero seguirá un enfoque un poco más estratégico, en cuanto al tipo de relaciones que queremos tener con China”, pronostica Orit Frenkel, exnegociador sobre asuntos comerciales con la oficina federal del representante estadounidense para el comercio, interrogado por Financial Times. ¿Es posible que el cambio real se produzca en las relaciones con Europa? Biden se ha comprometido a restablecer las relaciones con los países europeos, deterioradas a causa de las decisiones intempestivas de Trump, obnubilado por los déficit comerciales estadounidenses con Europa.

La crónica de la semana pasada ilustra esta degradación. La Unión Europea ha anunciado el establecimiento sucesivo de nuevos aranceles por importe de 4.000 millones de dólares sobre las importaciones de EE UU, en aplicación de las sanciones autorizadas por la OMC en el litigio Boeing-Airbus (EE UU había sido autorizado a imponer sanciones por 6.000 millones de dólares a Europa en el mismo litigio). Acto seguido, la Comisión Europea ha decidido iniciar una investigación contra Amazon, sospechosa de infringir las reglas de la UE en materia de competencia, “utilizando datos comerciales no públicos para su propia actividad de venta minorista”.

Por su parte, el gobierno de Trump siembra dudas sobre el aumento de los aranceles aduaneros sobre determinadas importaciones europeas, incluidos los productos de lujo y los automóviles. La decisión deberá tomarse el 6 de enero. ¿Decidirá Trump, a pesar de hallarse al término de su mandato, seguir impulsando su política de represalias? Misterio. Claro que nos ha acostumbrado a temer siempre lo peor.

“El comercio de EE UU con la UE sumó un billón de dólares en 2018, el triple del que mantiene con China. El total de las inversiones entre los dos continentes superaba los 4,5 billones de dólares, eclipsando las que tenía con China”, recuerda el Instituto Bruegel para subrayar la importancia de los intercambios comerciales transatlánticos, y por tanto la de hallar espacios de entendimiento.

Aunque a un lado y otro del Atlántico los responsables deseen restablecer relaciones más serenas, es posible que surjan rápidamente numerosos focos de tensión, exacerbados por la desastrosa coyuntura económica, al aumento del paro, de la precariedad y de las desigualdades. El expediente más candente en estos momentos es el referido a la tributación de las Gafa (Google, Apple, Facebook, Amazon), que se presentan como los grandes beneficiarios de este periodo. Desde hace varios años, la Comisión Europea ha declarado la guerra a las gigantes tecnológicas que se evaden del pago de impuestos. Apple, Google y Facebook ya han sido condenadas a multas de varios miles de millones de euros. La Comisión Europea no oculta su voluntad de dictar una reglamentación propia, con el fin de poder cobrar impuestos a todas las multinacionales que operan en Europa.

Por su parte, los responsables Demócratas se han mostrado, estos últimos meses, particularmente críticos con el comportamiento de estas mismas multinacionales del negocio digital, sospechosas de haber constituido monopolios mundiales incontrolables y de prosperar sobre la base de la captación de rentas cada vez más colosales. Varios congresistas estadounidenses ya han avanzado propuestas de desmantelamiento, mientras que la justicia de EE UU ha abierto una investigación contra Google por abuso de posición dominante.

Por tanto, podría existir un espacio de entendimiento entre EE UU y Europa en este terreno. Los observadores de este expediente, de todos modos, se muestran muy circunspectos. De entrada, la voluntad de controlar las Gafa puede atenuarse muy pronto con la nueva ola de covid-19 y sus profundas consecuencias económicas. “La prioridad será de momento abordar los problemas internos, más que las relaciones comerciales”, dice el Instituto Bruegel, recordando que Barack Obama hizo lo mismo cuando accedió a la presidencia en plena crisis financiera mundial. Después, dicen, el aumento de las tensiones sociales y económicas, agravadas por la procacidad de Trump, la ausencia de una mayoría clara en el Senado y el temor a la competencia cada vez más frontal de China tienen todos los números para llevar a Biden a adoptar una línea más proclive al consenso, al deseo de volver a unir a un país fragmentado, dando prioridad a los intereses nacionales.

Por cierto, el presidente electo ya lo ha anunciado en parte: “La cuestión es esta: ¿Quién escribe las leyes que regulan el comercio? ¿Quién se asegura de que protejan a la clase trabajadora, al medioambiente, la transparencia, los salarios de la clase media? EE UU, y no China, debe liderar este esfuerzo.” En esta perspectiva, no es cuestión de escribir las leyes juntos, de consensuar, de negociar. Es EE UU quien tiene la pluma. La presidencia de Biden, como todas las presidencias estadounidenses precedentes, espera que Europa se conforme: como aliada, debe alinearse tras la visión estadounidense y apoyar y respetar las reglas decididas por EE UU.

En este terreno, las presidencias Demócratas precedentes no fueron más acomodaticias que las Republicanas. Apoyándose en las leyes de extraterritorialidad, la presidencia de Obama fue una de las que más persiguieron y sancionaron a empresas europeas. Deutsche Bank, Volkswagen, BNP Paribas, Crédit Agricole, Alstom, Technip, por solo citar algunos ejemplos, fueron condenadas por la justicia estadounidense a pagar multas de miles de millones de dólares. Frente a las dificultades, estas leyes de extraterritorialidad podrían volver a aplicarse muy pronto, sobre todo si la UE pretende elaborar sus propias reglas, bien sea para la tributación de las Gafa o para la protección de los datos privados, bien con respecto a la propiedad intelectual, los medicamentos o la evasión fiscal.

Por tanto, hoy por hoy, y por mucho que Biden muestre su lado apaciguador, los y las responsables europeas no tienen muchas garantías sobre el futuro de las relaciones comerciales con EE UU. Solo saben una cosa: el tiempo de los tuits incendiarios a cualquier hora del día o de la noche, de las decisiones arbitrarias adoptadas de un día para otro poniendo a su paso todo patas arriba y de los actos impulsivos que hacen temblar una arquitectura internacional ya bastante resquebrajada, ese tiempo ya ha pasado.

 

19/11/ 2020

https://www.mediapart.fr/journal/international/191120/commerce-international-que-peut-faire-joe-biden

Traducción: viento sur

Martine Orange es escritora y periodista.

 

 

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