Los servicios psiquiátricos en los países desarrollados se enfrentan a un dilema: a pesar del aumento del esfuerzo y de los recursos dirigidos a los problemas de salud mental, las medidas de malestar psicológico parecen estar empeorando. En Nueva Zelanda, por ejemplo, la financiación de salud mental aumentó de 1.1 mil millones de DNZ en 2008/2009 a casi 4 mil millones de DNZ en 2015/2016 (datos del Ministerio de Salud de Nueva Zelanda). El número de psiquiatras y psicólogos casi se duplicó entre 2005 y 2015. Más personas que nunca reciben tratamiento de salud mental. Por ejemplo, la Junta de Salud del Distrito de Auckland informó un aumento de alrededor de 2000 derivaciones de crisis en 2010 a más de 6000 en 2015. Más personas están tomando medicamentos psicotrópicos que nunca. Los datos de PHARMAC en 2015 revelan que el 13,7% de los neozelandeses han recibido antidepresivos y el 3,1% antipsicóticos. Ambas tasas han aumentado en más del 50% en la última década (Colección Farmacéutica del Ministerio de Salud).

A pesar de todo este esfuerzo, las medidas objetivas de salud mental en la comunidad no han mejorado y en la mayoría de los casos están empeorando. Según la Encuesta de Salud de Nueva Zelanda, el número de niños que sufren problemas psiquiátricos se ha más que duplicado entre 2008 y 2013. El porcentaje de la población adulta con niveles altos de malestar psicológico (puntuación en el instrumento de cribado K10 ⩾ 12) ha aumentado del 4,5% en 2011 al 6,8% en 2016. Se ha multiplicado por cuatro la cantidad de personas que reciben prestaciones por discapacidad debido a una enfermedad mental entre 1991 y 2011 (Informes Anuales de Estadisticas de New Zealand). La tasa de suicidios sigue siendo obstinadamente alta.

Estos datos conducen a una pregunta obvia: si los tratamientos que proporcionamos son efectivos, entonces aumentarlos debería conducir a una disminución en las medidas de trastorno mental en la comunidad en lugar del aumento que parece que estamos experimentando. En otras palabras, si nuestros tratamientos funcionan, ¿no deberíamos tener menos personas que se presentan en una situación de crisis, menos personas con una prestación por discapacidad debido a una enfermedad mental, una reducción en las medidas de población general de malestar psicológico y una disminución en las tasas de suicidios?

Dado que este no parece ser el caso, ¿es una opción razonable hacer más de lo mismo? ¿es la forma de proceder el capacitar más trabajadores de salud mental, prescribir más medicamentos y expandir los servicios actuales? Los ensayos clínicos controlados y aleatorizados demuestran que existen tratamientos efectivos en psiquiatría que benefician a los pacientes individuales. Pero estos tratamientos no parecen estar funcionando en el nivel de la comunidad. ¿Es esto porque no están siendo dirigidos a aquellos que se beneficiarían de ellos? ¿Las personas que no padecen enfermedades son diagnosticadas de forma excesiva, y las enfermedades más graves, donde podría decirse que el tratamiento es más efectivo, no son tratadas? ¿Son los tratamientos proporcionados de baja calidad? ¿Se aplican los tratamientos demasiado tarde? ¿Serían las cosas aún peor sin el aumento en los tratamientos de salud mental?

De todos modos, los datos requieren que hagamos una pausa y reflexionemos sobre nuestro modelo de tratamiento y de prestación de servicios. Necesitamos, al menos, considerar si nuestros sistemas actuales de salud mental podrían estar causando un daño involuntario en algunas áreas. Es posible que para lograr mejores resultados, necesitemos hacer menos, no más. Por ejemplo, el uso generalizado a largo plazo de medicamentos no se ha asociado de manera convincente con mejores desenlaces a largo plazo para los trastornos mentales (Mulder y Frampton, 2014). A pesar del acceso a costosos tratamientos biomédicos, parece que falta algo central para la recuperación en el tejido social de los países desarrollados. Parece probable que factores tales como la desigualdad de ingresos, la discriminación, los prejuicios, el desempleo y los valores fuertemente materialistas y competitivos puedan contribuir a un mayor nivel de malestar psicológico. En un estudio reciente en Nueva Zelanda, el nivel alto de malestar psicológico varió del 24,3% en el decil más desfavorecido de la población en comparación con el 5,8% global y el 0,8% en el decil menos desfavorecido (Foulds et al., 2014). Las personas con bajos ingresos, en comparación con aquellos con mayores ingresos, tienen el doble en la tasa de soledad declarada, un factor que se asocia con el padecimiento de malestar psicológico (Statistics New Zealand: New Zealand General Social Survey 2014).

Estos problemas no se limitan a Nueva Zelanda. Una revisión reciente de Jorm et al. (2017) informaron resultados prácticamente idénticos en Australia, Canadá, Inglaterra y los Estados Unidos. Señalaron que, en estos cuatro países, la cantidad total de personas con trastornos del estado de ánimo y por ansiedad (la prevalencia) no había disminuido a pesar de los aumentos sustanciales en la provisión de tratamiento, particularmente de antidepresivos. También sugirieron que había poca evidencia de que las mejoras hubieran sido enmascaradas por el aumento en la declaración de síntomas debido a un mayor conocimiento público sobre los trastornos comunes de salud mental o por la disposición a informar de ellos.

Es posible que sea hora de que la psiquiatría se concentre más en aquellos factores que van más allá de la prestación de buenas prácticas clínicas para aquellos con una enfermedad mental. Obviamente, debemos tratar de garantizar que el tratamiento proporcionado cumpla con los estándares mínimos de la práctica clínica y esté dirigido de manera óptima. Pero el hecho central sigue siendo que los niveles de síntomas no han disminuido a pesar de que nuestros tratamientos parecen funcionar y que más personas los reciben. Necesitamos una visión que vaya más allá que solo dar más tratamientos. Este punto de vista fue defendido recientemente por Morgan et al (2017) e involucraría estrategias destinadas a mejorar las circunstancias generales, incluida la provisión de las necesidades básicas para la vida cotidiana. También debemos considerar si se ha hecho demasiado poco hincapié en reducir la incidencia (aparición de casos nuevos de enfermedad) de los problemas de salud mental a través de la prevención. Parece haber un considerable potencial de prevención a través de la modificación de los factores de riesgo, en particular de los comportamientos de los padres, el entorno escolar y laboral, la dieta y el estilo de vida (Jorm et al., 2017). ¿Deberíamos ir más allá? Los políticos pueden pensar que proporcionar más servicios de salud mental es preferible a abordar cuestiones fundamentales de desigualdad y discriminación. ¿Es esto algo en lo que la psiquiatría como profesión necesita involucrarse? ¿O es mejor centrarnos en mejorar nuestros tratamientos enfocándolos en aquellos que son más propensos a obtener buenos resultados? Estas son preocupaciones cada vez más apremiantes para nuestra profesión si no queremos que se nos vea como un fracaso en la mejora de la salud mental de nuestras comunidades.

Referencias

Foulds, J, Wells, JE, Mulder, R (2014) The association between material living standard and psychological distress: Results from a New Zealand population survey. International Journal of Social Psychiatry 60: 766–771.

http://journals.sagepub.com/doi/abs/10.1177/0020764014521394

Jorm, AF, Patten, SB, Brugha, TS. (2017) Has increased provision of treatment reduced the prevalence of common mental disorders? Review of the evidence from four countries. World Psychiatry 16: 90–99.

https://onlinelibrary.wiley.com/doi/full/10.1002/wps.20388

Morgan, VA, Waterreus, A, Carr, V. (2017) Responding to challenges for people with psychotic illness: Updated evidence from the Survey of High Impact Psychosis. Australian and New Zealand Journal of Psychiatry 51: 124–140.

http://journals.sagepub.com/doi/abs/10.1177/0004867416679738

Mulder, RT, Frampton, CM (2014) Outcome of mood disorders before psychopharmacology: A systematic review. Australian and New Zealand Journal of Psychiatry 48: 224–236.

http://journals.sagepub.com/doi/abs/10.1177/0004867413514490

Declaración de conflicto de intereses: El autor o autores declararon no tener posibles conflictos de interés con respecto a la investigación, la autoría y/o la publicación de este artículo.

Financiación: El autor (es) no recibió apoyo financiero para la investigación, autoría y/o publicación de este artículo.

23/8/2017

Australian & New Zealand Journal of Psychiatry, Vol 51, 2017

http://journals.sagepub.com/doi/full/10.1177/0004867417727356

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