[La revolución siempre ha constituido un enigma: ¿cómo las clases explotadas económicamente y dominadas políticamente podrían derribar a la burguesía, una clase dotada de todos los poderes? Este enigma se ve reforzado en el actual contexto por la debilidad de la izquierda revolucionaria y del movimiento obrero en su conjunto, aunque desde hace una decena de años hemos visto surgir movimientos radicales, incluso levantamientos, que han conseguido desestabilizar los poderes establecidos y, en ocasiones, hacer caer regímenes dictatoriales, sin lograr por ello ir más lejos en el sentido de una verdadera ruptura con el orden establecido.

Patrick Le Moal aborda en este texto algunos de los debates del siglo XX en torno a la cuestión de la revolución, relacionándolos con la coyuntura actual de una ofensiva capitalista a diestro y siniestro para acabar con todas las conquistas de la clase trabajadora. En particular, vuelve a tratar el papel que podría jugar hoy día una organización política para modificar las relaciones de fuerza en favor de las y los explotados y oprimidos. Contretemps]

Más allá de proclamar su necesidad, hay que tomarse en serio la perspectiva de una transformación revolucionaria de la sociedad en un país como el nuestro [Francia], con instituciones internacionales, un poderoso aparato de Estado, una burguesía fuerte y estructurada e instituciones burguesas bien asentadas, lo cual supone formular hipótesis estratégicas. Por tanto, se trata de reflexionar sobre el tipo de organización que se adapta hoy a esta perspectiva, sobre lo que es deseable y lo que es posible. Cada una de estas pistas merece desarrollos mucho más amplios. Pero proponer un marco de lo que se debe discutir es ya una manera de comenzar.

Sobre estas cuestiones, si se reflexiona solo a partir de las experiencias pasadas, siempre se corre el riesgo de ir con una revolución de retraso, aunque al mismo tiempo no se pueden evitar los balances.

El del siglo XX es implacable para el marxismo vulgar: las revoluciones victoriosas se produjeron en países mayoritariamente campesinos. Por tanto, no es el carácter mayoritario del proletariado, su crecimiento continuo, su concentración, lo que determina mecánicamente la desaparición del capitalismo, su relevo por el socialismo; no más que las crisis, las guerras, las catástrofes en que el capitalismo precipita a la sociedad. No porque el socialismo sea históricamente necesario las relaciones económicas imponen su inevitabilidad: se puede imponer la barbarie capitalista.

El capitalismo no engendra su superación de manera endógena. Solo la voluntad de las personas y de las clases, la capacidad de las y los explotados y oprimidos para desarrollar la conciencia de su comunidad de intereses, para crear una alternativa, puede provocar las rupturas históricas que permitan la instauración de una sociedad sin explotación ni opresión. La revolución, para que triunfe, debe ser pensada estratégicamente y llevada a cabo políticamente.

Sin duda, en el siglo XX, cuando la hegemonía de las clases dominantes sobre las clases subordinadas entró en crisis y la intervención de estas últimas en el corazón de las contradicciones en el conjunto de la sociedad permitió que otra legitimidad impusiera su poder, derrocando al de la clase dominante, hubo revoluciones, pero todas ellas fracasaron.

Este fracaso plantea una cuestión: ¿cuál es el alcance del vuelco que se operó a finales del pasado siglo? ¿Fue solo el final del ciclo abierto por la victoria de la Revolución rusa?

Daniel Bensaïd estaba “tentado de decir que lo que terminó fue un ciclo más largo, que estaba agotándose en ese momento, el de las formas políticas modernas” (Bansaïd, 2020), el del “paradigma de la modernidad política tal como se ha constituido a partir del siglo XVII por la combinación de conceptos como soberanía, territorios, fronteras, capital, pueblo, guerras nacionales, derecho internacional interestatal. Todas estas categorías se han puesto a prueba por los cambios de la mundialización” (Bensaïd, 2019 [2006]).

Proponía por tanto “recomenzar por el medio”, sabiendo que estamos “en el comienzo de una reconstrucción de movimientos sindicales, de fuerzas políticas e incluso de una redefinición de las políticas” (2020); hablará incluso de “refundación estratégica” (2019 [2006]).

Debemos medir la imbricación de este vuelco de 1989 con el impacto de las crisis ecológicas y los efectos de la mundialización neoliberal. El capital, que “no puede existir sino revolucionando incesantemente los instrumentos de producción y, por consiguiente, las relaciones de producción y con ello todas las relaciones sociales”, como escribieron Marx y Engels en el Manifiesto del Partido Comunista en 1848, ha transformado desde los años 1980 de arriba abajo la sociedad y, por tanto, las condiciones en las que luchamos por la emancipación.

La aceleración de la destrucción del medio ambiente a causa del modo de producción capitalista, la entrada en el capitaloceno, nos sitúa ante el riesgo de transformaciones cualitativas que pueden poner en peligro la existencia de centenares de millones, o de miles de millones de seres humanos, sobre todo los más pobres, con la explosión de crisis sociales, modificando en profundidad las condiciones de la lucha de clases.

Las crisis ecológicas nos imponen construir una sociedad en la que haya menos consumo de energía, menos transportes inútiles, menos coches, se coma menos carne, se ponga fin a la obsolescencia programada y donde, en la industria y en la agricultura, se cambie tanto lo que se produce como la forma de producir. 

Es una ruptura fundamental con el proyecto socialista del siglo XX tal como fue concebido de forma general, orientado al reparto de una abundancia sin límites por medio de la expropiación del capital.

Desde un punto de vista social, político, técnico, intelectual y moral, el ecosocialismo supone otra civilización, basada a la vez en la expropiación del capital y en otro enfoque del lugar del ser humano en el planeta, de sus relaciones con la naturaleza y con los otros seres vivos. Poner en marcha una sobriedad feliz, recentrando la vida en la creación, el intercambio y no en el consumo, debe hacerse con la voluntad de cambiar el mundo, no bajo la obligación impuesta por la escasez o por un Estado regulador y/o represivo, aunque sea obrero. Ello impone la aceptación de una elección de vida radicalmente diferente por una inmensa mayoría de la población.

La fuerza y complejidad de estos Estados neoliberales no tiene comparación con la de los Estados de los países en que triunfó la revolución

El Estado de bienestar fue una respuesta a los movimientos de contestación y a la existencia de los llamados países socialistas: había que cambiar el envoltorio del capitalismo para conservar la dominación burguesa. Pero este compromiso limitaba demasiado el poder de la clase dominante 1/. Desde que la relación de fuerzas lo hizo posible, el capitalismo instauró una nueva forma de dominación, el neoliberalismo. Los neoliberales no piensan el orden del mercado como un producto de la naturaleza, sino como un orden construido. Por ello, el Estado tiene como función imponer la dictadura de la competencia libre y no falseada y formar a los individuos para la competencia.

De esta manera se han introducido grandes cambios. En esta dictadura del mercado global ya no hay debate ni compromiso social, sino una vasta operación de despolitización: no hay intereses sociales divergentes, solo individuos aislados y autónomos ante el mercado 2/.

Para hacer respetar la dictadura del mercado, el neoliberalismo se ha dotado de Estados fuertes y represivos en torno a una élite en relación directa con los grandes grupos capitalistas 3/ apoyados en instituciones supranacionales. Estos Estados cada vez más autoritarios ya no integran el compromiso como un dato insoslayable de las relaciones en la sociedad, lo cual asfixia la esfera política.

La fuerza y complejidad de estos Estados neoliberales no tiene comparación con la de los Estados de los países en que triunfó la revolución. Disponen de una importante burocracia, apoyada para sus funciones reales y represivas en centenares de miles de cuadros convencidos, por no hablar del funcionamiento de la educación, de la sanidad, etc.

Esta maquinaria estatal es tan enorme que se corre el riesgo, en caso de revolución, de cambiar los responsables manteniendo las estructuras existentes, para que la vida continúe. Pero hay que destruir este conjunto, reconstruir las funciones según otros principios, otras prioridades, otros objetivos. Para ello se necesitan experiencias previas a la toma del poder y, a la vez, decenas de miles, centenares de miles de personas con una comprensión de lo que hay que cambiar y del objetivo común.

En el plano económico y social, la mercantilización de todas las esferas de la sociedad, la privatización de los servicios públicos, la gestión de la revolución tecnológica, la sistematización de los procesos de individualización, hacen cada vez más complicada la fabricación del nosotros/as. Los nuevos modos de organización del trabajo han hecho raras las grandes concentraciones obreras, generalizado la precariedad y el desempleo masivo y desestructurado los colectivos en las empresas, con lo que se hace cada vez más difícil la resistencia unificada de las clases populares a partir del centro de trabajo.

El neoliberalismo ha dado una nueva dimensión al combate ideológico, esa fábrica del consentimiento que es parte integrante del buen funcionamiento del sistema, justificando la coerción estatal para hacer respetar el derecho del mercado. No se contenta con explotar a las personas asalariadas, maximizar la productividad e imponer que impliquen en la actividad laboral toda su subjetividad, sino que organiza el hombre emprendedor, que debe organizar su vida, su relación con la propiedad privada, su familia, su hogar, su seguro y su jubilación como una especie de empresa permanente.

Esta política afecta a la totalidad de la acción humana, quiere cambiar al propio ser humano. Ello da un carácter cada vez más esencial a todas las resistencias, a las movilizaciones en el conjunto de la sociedad en contra de este formateo, insoslayables en cualquier proyecto de transformación revolucionaria. Esto refuerza todavía más la importancia del combate ideológico, que obliga a dotarse de instrumentos poderosos para comenzar a invertir la dinámica y crear otros espacios.

¿Qué se puede guardar de las experiencias revolucionarias del siglo XX?
La destrucción del poder burgués, la abolición de la propiedad privada, la apropiación y la centralización de los medios de producción en manos de un Estado obrero no bastan para crear una sociedad socialista democrática. Porque el poder del capital es el de una clase sobre toda la sociedad y estructura el conjunto de las relaciones humanas, la producción material de bienes, pero también la reproducción social y las múltiples formas de opresiones. Abordar y reorganizar solo la producción material no transforma mecánicamente las relaciones entre los seres humanos y su relación con los ecosistemas, condiciones necesarias para una sociedad emancipada.

No hay ningún ejemplo de partido que tras haber tomado el poder del Estado lo devuelva al pueblo. Construir una democracia ecosocialista va mucho más allá que cambiar a los dirigentes. Es una tarea colosal que no ha sido resuelta por las revoluciones del siglo XX. Aunque no se puede prescindir del instrumento estatal para emprender la transición –a escala de un Estado, de un continente, incluso del mundo– y resolver algunas cuestiones esenciales. Para disminuir al máximo los riesgos de burocratización, este nuevo Estado obrero debe desprenderse de todo lo que pueda ser decidido y organizado de forma local.

Una democracia real debe permitir cambiar de forma inmediata las condiciones de vida de todo el mundo, mediante una descentralización de los centros de decisión lo más próxima a la vida concreta, y debe organizar una cooperación entre estos espacios democráticos, limitando al máximo las cuestiones que, a nivel nacional o internacional, no puedan ser tratadas por esta democracia directa. La democracia a lo largo de todo el proceso revolucionario, de la revolución y de la construcción de una sociedad ecosocialista es, por tanto, central: la emancipación no puede ser otorgada por un partido, se conquista por las propias masas.

El socialismo en un solo país no era posible a comienzos del siglo XX y es totalmente impensable hoy. La mundialización neoliberal, con centros de decisión supraestatales, ha generalizado una economía con cadenas de producción, de fabricación y de comercio planetarias, que hacen muy complicado el funcionamiento de una sociedad como Francia sin estos intercambios mundiales. Desde un punto de vista estratégico, se debe articular el internacionalismo y la batalla por todo lo que permite un funcionamiento económico y social autónomo, la soberanía alimentaria, energética, en los espacios en que se organizan las luchas sociales.

La transformación revolucionaria ecosocialista es una necesidad urgente. Solo existirá si hay un cambio en el conjunto de relaciones entre los seres humanos, en la producción y la reproducción, con el ecosistema. Esto solo es posible poniendo en el centro de toda revolución la autoemancipación, la democracia y el internacionalismo.

¿Cómo puede vencer una revolución así en un país como el nuestro? 4/. Habrá que avanzar algunas pistas para empezar a responder a la cuestión. Una verdadera revolución es un movimiento que implica a la inmensa mayoría de las personas explotadas y oprimidas, que se unen en el rechazo al orden existente y en torno a un proyecto político alternativo para el conjunto de la sociedad. Aunque el momento de la toma del poder tiene una dimensión necesariamente disruptiva, la revolución en sí misma es un largo proceso. Todas las revoluciones del siglo XX se desarrollaron durante muchos años, incluso décadas, y no se pueden reducir al momento final, cuya forma y posibilidad de éxito dependen de los combates precedentes. Además, la revolución no se detiene en ese momento. En una sociedad de transición, el combate por la hegemonía y la transformación revolucionaria es largo en sí mismo, viéndose confrontado a resistencias diversas y obligado a tomar decisiones entre opciones múltiples.

Aunque la revolución no se reduce al derrocamiento, este es sin embargo esencial para vencer. No se puede producir de manera democrática más que cuando a lo largo del proceso revolucionario se ha construido un doble poder que concreta lo que las y los dominados en movimiento quieren hacer, y que querrán defender contra el orden establecido, y que da otro sentido al necesario enfrentamiento centralizado. Este doble poder tendrá raíces tanto más fuertes cuando, en todo el período procedente, las y los dominados hayan hecho experiencias en este sentido, en la articulación entre huelgas, manifestaciones, bloqueos, ocupación de plazas y calles, de rotondas y cruces de carreteras, en las movilizaciones territoriales y, también, en las elecciones, las experiencias autogestionarias locales, etc.

¿Qué lugar tienen las elecciones e instituciones democráticas burguesas en este proceso en un país en que las libertades democráticas existen desde hace más de un siglo y están arraigadas en la población? Aunque, por sí mismas, las elecciones no pueden arrebatar el poder a la burguesía, porque este poder existe por otros medios distintos a las instituciones parlamentarias, es impensable que la relación de fuerzas que pone a la orden del día un proceso revolucionario no se traduzca de una u otra manera en el momento de las elecciones. Lo más probable es una articulación de luchas, de movimientos sociales, con resultados electorales excepcionales.

Dado el lugar de las elecciones en la lucha política, ningún proyecto de democracia directa por abajo puede existir si no demuestra en concreto que es más eficaz que unas elecciones cada cinco años… La acción común y la organización colectiva por la base a todos los niveles –empresas, barrios...–, de la actividad, desde la actividad cotidiana a la de un doble poder, son fundamentales para tener la experiencia de que es posible hacer funcionar a una parte de la sociedad, incluso a niveles limitados, por medio de la autoorganización.

Los levantamientos populares de los últimos años muestran la capacidad de organizarse por abajo gracias a las redes sociales y a la iniciativa de miles de activistas que no hacen suya la delegación de poder mantenida en la sociedad actual. Todo lo que combata la idea de que otros más competentes pueden hacerlo mejor, todo lo que demuestre que en la acción común por abajo, en los centros de trabajo y los barrios, de los grupos de oprimidos, las cooperativas, las asociaciones que organizan el consumo, las actividades deportivas, la vida o el ocio, se encuentran mejores soluciones para organizar la vida, abre posibilidades considerables. Quedan por encontrar las formas de centralización y de representación que tengan en cuenta estas nuevas modalidades de movilización y de acción.

Aunque el Estado neoliberal no se reduce a una banda de hombres armados, también es eso. Ahora bien, el derrocamiento de la burguesía no puede hacerse sin enfrentamiento, sin violencia, porque no se dejará despojar de sus poderes sin resistir. Rechazar la necesidad de abordar esta cuestión equivale a negarse a pensar seriamente las posibilidades revolucionarias. La fuerza represiva y militar de los grandes Estados burgueses, desde que existen la aviación y los bombardeos masivos, los misiles, los drones y los medios de control de la población, ha incrementado de forma considerable la diferencia con las eventuales capacidades militares del movimiento de masas.

Desde el momento en que el poder burgués puede conservar los medios políticos y humanos para utilizar su fuerza, el riesgo de aplastamiento es grande. Un movimiento revolucionario con apoyo mayoritario que quiera ganar debe crear las condiciones políticas para que el poder vacilante no tenga posibilidad de utilizar esta fuerza. La victoria no se puede reducir al enfrentamiento militar, que no se puede descartar bajo el riesgo de ser condenado a la impotencia, sino a la capacidad de desestructurar el poder antiguo para aniquilar sus capacidades represivas: ¡la política tiene definitivamente la última palabra!

Aunque no son los revolucionarios quienes crean las revoluciones, que tienen causas objetivas profundas, pueden, a través de experiencias colectivas acumuladas, actuar sobre la maduración política de las y los dominados, influyendo en el comportamiento de las masas durante el largo proceso revolucionario para sentar las bases, o no, de una sociedad ecosocialista emancipada.

En las revoluciones del siglo XX, la cuestión central de la alianza de las clases subordinadas se centró, sobre todo, en la alianza del proletariado con el campesinado. Hoy día, en nuestros países, la cuestión es muy diferente: la clase de quienes no son propietarios de su instrumento de trabajo, venden su fuerza de trabajo, son desposeídos de su trabajo, tienen una posición subordinada en el trabajo, representa la inmensa mayoría de la población, probablemente las tres cuartas partes. Pero esta clase no está unificada, está atravesada por divisiones internas estructuradas por el capital, opresiones múltiples (opresión de las mujeres, racismo, dominación nacional, etc.).

Ninguna franja de las clases subordinadas es percibida hoy como la que vaya a permitir un futuro mejor. Porque el proletariado no es una entidad social que se define por características sociológicas y estadísticas objetivas, sino que es ante todo una construcción política: solo existe en la medida en que se constituye como fuerza social, como sujeto revolucionario portador de un proyecto de emancipación en la lucha por cambiar la sociedad. La cuestión esencial, por tanto, es saber cómo los revolucionarios pueden actuar para unificar políticamente esta inmensa fuerza, tan poco consciente de sí misma, sabiendo que la relación de explotación es estructurante desde el momento en que se la concibe en todas las dimensiones de la producción y de la reproducción social.

La orientación basada en la unidad de las organizaciones obreras surgidas de la historia del movimiento obrero, la llamada política de frente único, aunque puede resultar útil para ir en el sentido de la unificación, no puede por sí sola ser la vía de construcción de esta unidad del proletariado, teniendo en cuenta el lugar de estas organizaciones hoy día.

¿Y dónde queda en todo esto la organización política, el partido?
Los revolucionarios existen, pero están reagrupados en pequeñas organizaciones, lo cual tiene consecuencias en la forma de abordar estas cuestiones. Quienes somos militantes revolucionarios en Francia, y en muchos otros países, no tenemos la experiencia de una intervención que modifique la situación de la mayoría de las y los dominados, porque nuestro peso social y nuestra capacidad no lo permiten: efectivamente, solo influimos en sectores sociales muy limitados. Por consiguiente, solo raramente nos planteamos la pregunta: ¿en qué medida nuestra existencia, nuestro militantismo, nuestra acción, modifican la relación de fuerzas, hacen evolucionar la conciencia de tal o cual sector de la población? Como ya sabemos, ¡no basta con tener razón para cambiar el mundo!

La cuestión esencial, por tanto, es saber cómo los revolucionarios pueden actuar para unificar políticamente esta inmensa fuerza

Los retos de una revolución, de una transformación revolucionaria de una sociedad como la nuestra, tal como se han esbozado en esta contribución, entierran las concepciones del partido guía, de la vanguardia iluminada que muestra el camino esperando el día decisivo, del partido como estado mayor de la revolución. Se trata de asumir la construcción de una fuerza política mayoritaria en sectores decisivos 5/, capaz de influir sobre los procesos profundos de la sociedad, capaz de jugar un papel positivo en la vida de los sectores populares, incluso en la sociedad burguesa. Ser eficaz y útil hoy equivale a ir adquiriendo la capacidad de serlo mañana, de construir una hegemonía de las capas explotadas y oprimidas en la sociedad frente al poder, hegemonía que crea las condiciones de una salida emancipadora a las luchas y a las crisis.

El objetivo es enorme, sí. ¿Llevará tiempo? Sí. ¿Pero hay acaso otra forma? Nuestra tarea política consiste hoy en trabajar por construir una hegemonía en torno a algunos ejes estructurales, con una forma organizativa adaptada, tanto en el movimiento social, en la estructuración de colectivos de resistencia, en la organización de alternativas, en las prácticas democráticas como en el plano de las batallas políticas para constituir un espacio más importante que el que permite la sola propaganda de las ideas de los revolucionarios.

Las elecciones pueden modificar las condiciones en las que se desarrolla el combate de clase, y el reto es a veces muy importante. Una presencia electoral significativa, no marginal, es insoslayable en un país como el nuestro, porque los medios populares hacen de las elecciones un enfrentamiento de clase utilizando los partidos.

Este espacio político debe estar en ruptura con las organizaciones surgidas de la experiencia del siglo XX, ser la imagen de la diversidad social y cultural de las y los explotados y oprimidos, tener un modo de funcionamiento, de debate, que permita a todos y todas saber qué papel pueden jugar, crear una cultura común, solidaria, a imagen de las solidaridades que queremos construir en torno a nosotros, permitir llevar la batalla ideológica, socializar políticamente a militantes que muchas veces no han conocido nunca una estructura democrática, actuar de forma colectiva a contracorriente del mundo en el que se vive. Y todo esto no se hace en reuniones, sino haciendo cosas juntos.

Pasar a una forma organizativa adaptada a las condiciones de una revolución que abra la vía a una transformación revolucionaria en nuestro país requerirá muchos intentos, mutaciones, encuentros, experiencias, confrontaciones, saltos cualitativos, marcos militantes nuevos. Corremos el riesgo de muchos accidentes y complicaciones. Pero para ser útiles, no hay otra vía que la de estar abiertos a todas las experimentaciones, disponibles para todas las oportunidades, siendo conscientes de nuestros límites y con la determinación de hacer compartir el legado de la experiencia de una corriente marxista revolucionaria abierta e internacionalista.

Patrick Le Moal es historiador y militante del Nuevo Partido Anticapitalista en Francia

https://www.contretemps.eu/pistes-problemes-revolution-aujourdhui/

Traducción: viento sur

Referencias

Bensaïd, Daniel (2019 [2006]) “Moment utopique et réfondation stratégique”. Accesible en https://www.contretemps.eu/moment-utopique-refondation-strategique-bensaid/

(2020) Una mirada crítica al siglo XX. Fragmentos radiofónicos. Barcelona: Sylone y viento sur

Harvey, David (2005) Breve historia del neoliberalismo. Madrid: Akal.

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