Ya se ha dicho casi todo sobre la reforma de las pensiones, sobre todo por parte de los redactores de Mediapart. Sus injusticias, en particular para las mujeres, que la subrayan manifestándose este 8 de marzo. Sus mentiras, sus incoherencias, su irresponsabilidad, su inactividad, su ilegitimidad, en definitiva, su violencia. Tanto es así que la comunicación del gobierno no aguantó mucho ante la acusación, tan silenciosa como despiadada, del economista Michael Zemmour (que Mediapart fue el primero en publicar), como tampoco pudo hacer frente a las conclusiones irrefutables del diputado socialista Jérôme Guedj en el ámbito parlamentario.

Pero no se ha subrayado suficientemente hasta que `punto la protesta contra esta reforma no es una movilización más, como otras o entre otras. Tanto, su masividad y tenacidad, como su determinación y duración y, sobre todo, su excepcional unidad demuestran que no se trata de una movilización como las habituales.

Quienes, desde hace dos meses, se manifiestan, hacen huelga, o la aprueban y apoyan, han comprendido los retos que están en juego en esta batalla. Una batalla decisiva para el futuro de nuestro país, su cohesión futura y las generaciones venideras. Son tres: social, político, democrático y, para decirlo sin rodeos, civilizatorio, en el sentido de la imaginación que mantiene unida a una sociedad, reuniendo a sus miembros en una comunidad de destino.

La primera cuestión es social, porque la jubilación es patrimonio de los que no la tienen.

Fue necesaria la catástrofe universal provocada por la ausencia de barreras contra el beneficio, la explotación y la opresión para que la exigencia de una seguridad social para construir una sociedad solidaria, que se esfuerce en remediar las injusticias y las desigualdades, surgiera de las ruinas del fascismo y del nazismo. En su exposición de motivos, la ordenanza del 4 de octubre de 1945 que la instituyó anclaba esta toma de conciencia en la preocupación de permitir mirar al futuro sin preocupaciones a quienes no disponían de patrimonio, herencia o pensión; en resumen, a quienes no tenían otra riqueza que su trabajo. Así reza el texto:

La seguridad social es la garantía que se da a cada persona de que, en cualquier circunstancia, dispondrá de los medios necesarios para asegurar su subsistencia y la de su familia en condiciones decentes. Encontrando su justificación en una preocupación básica de justicia social, responde a la preocupación de librar a los trabajadores de la incertidumbre del mañana, de esa incertidumbre constante que crea en ellos un sentimiento de inferioridad y que es la base real y profunda de la distinción de clases entre los propietarios, seguros de sí mismos y de su futuro, y los trabajadores sobre los que pende la amenaza de la miseria en cualquier momento.

A escala humana, la jubilación, tanto la edad a la que se tiene derecho a ella como la cuantía de la pensión, es por tanto una conquista reciente y frágil. Es la garantía de que el trabajo, sus penurias, sus limitaciones, sus sufrimientos e, incluso, sus enfermedades profesionales, no son el único horizonte de la vida de una mujer o de un hombre sin otros medios de subsistencia y supervivencia. Abre la puerta no sólo a la seguridad material, sino también a una recompensa en forma de tiempo y tranquilidad, de ocio y disponibilidad, por no hablar del inestimable beneficio de las relaciones intergeneracionales. De hecho, las personas jubiladas protegidas son también abuelas protectoras, en beneficio de sus nietos cuando sus padres aún están buscando su camino.

Es necesario recordar estas evidencias porque los discursos de un gobierno que se erige en defensor proselitista del trabajo, de su valor y de su necesidad, para promover su reforma, rozan la indecencia. ¿Cómo se atreven a sermonear a aquellos cuyas pensiones, derivadas de las cotizaciones sobre sus propios salarios, son su único (y exiguo) patrimonio acumulado, cuando ellos mismos se saben propietarios, rentistas, herederos, en definitiva, ricos? El derecho a ser rico no excluye el deber de ser respetuoso.

Haciendo un resumen de las declaraciones de patrimonio de los miembros del gobierno de Elisabeth Borne, Le Monde señala que son más ricos que los de de Edouard Philippe en 2017, con diecinueve millonarios, de los que la mayoría se encuentra entre el 10% de los franceses más ricos y que sus ministros poseen un patrimonio medio de 1,9 millones de euros. En otras palabras, a ninguno de ellos le preocupa el mañana. Por no hablar del número de ellos que, como Olivier Dussopt, ministro de Trabajo, nunca han conocido una profesión asalariada, sus limitaciones y sus sufrimientos, habiendo tenido el privilegio de hacer carrera únicamente a través de la política profesional, no sin perder sus ideales de juventud por el camino.

La segunda cuestión es democrática, porque esta reforma pisotea la legitimidad política de los sindicatos.

La papeleta electoral no es el fin de la democracia: a menos que se marchite y retroceda, [la democracia] es un ecosistema complejo y vivo que no puede reducirse a la delegación de poder a través de las elecciones. Como único amo a bordo, al menos en teoría, el pueblo soberano no se expresa únicamente eligiendo a sus representantes. Tiene derecho a desafiarlos impugnando, protestando y manifestándose. Los contrapoderes no sólo son necesarios, sino que, sobre todo, legítimos ante el riesgo de abuso de poder de los representantes elegidos que quisieran confiscar la voluntad colectiva para su beneficio individual. Este principio democrático es tanto más válido cuando el poder ejecutivo está monopolizado por una sola persona, destronando la elección de todos por el deseo de uno solo.

Constitucionalmente "democrática y social", desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la República Francesa ha consagrado por ley la legitimidad y la representatividad de las organizaciones sindicales. Esta ley del 11 de febrero de 1950, que sigue vigente y ha sido actualizada desde entonces, siguió a un primer intento de reconocimiento en 1936, durante el Frente Popular, que fue impugnado por el Estado francés de Vichy.

Por tanto, los sindicatos son, por derecho propio, actores de la vida democrática, tan legítimos como los parlamentarios. Lo son tanto más cuanto que expresan los deseos, las esperanzas y las reivindicaciones de un mundo del trabajo que apenas está representado en la Asamblea Nacional, y menos aún en el Senado, donde dominan los directivos y las profesiones intelectuales superiores. Desde la seguridad social (en 1945) hasta el seguro de desempleo (en 1958), los sindicatos fueron los artífices de la protección social francesa, obligando al gobierno a actuar en beneficio de la mayoría.

La obstinación del gobierno en imponer su reforma de las pensiones, a pesar de la oposición unánime de los sindicatos, esconde por tanto una cuestión política: acabar con el reconocimiento de "la contribución esencial de los sindicatos a la democracia", como han señalado tres investigadores. Estas reformas forzosas, subrayaron, "no sólo degradan los derechos de los asalariados y de los desempleados. Atacan la legitimidad misma de los sindicatos para participar en la dirección de la protección social".

La victoria que pretende Emmanuel Macron se sitúa en este terreno político: imponer una concepción regresiva y empobrecida de la democracia, confiscatoria y autoritaria, que excluye a los contrapoderes sociales, en primer lugar a los sindicatos, en favor de la única legitimidad de la elección presidencial. Esta legitimidad es, sin embargo, muy pobre y frágil, ya que se basa en un voto mayoritariamente negativo frente al riesgo de la extrema derecha. El presidencialismo le obliga a imponer su "golpe de Estado permanente" a los parlamentarios que, lejos de proponer e inventar leyes, la mayoría de las veces son convocados para plegarse dócilmente a la voluntad del ejecutivo, como ilustra la actual brutalización de la representación nacional.

Con su moderación habitual, el sociólogo Pierre Rosanvallon, históricamente próximo a la CFDT, impugnó sin embargo esta legitimidad institucional que el presidente de la República reclama para sí. “Calificar de legítimo el proyecto de reforma de las pensiones, como hace Emmanuel Macron", explicó, "es tanto más arriesgado cuanto que la propia legalidad procesal se basa en un hecho aritmético que, en sociedades tan divididas como la nuestra, es cada vez más frágil. Las mayorías son cada vez más estrechas, y a menudo son las mayorías negativas de la segunda vuelta las que relegan a un segundo plano los programas de la primera. (…)En un contexto así, la legalidad procedimental permanece ciertamente, pero necesita legitimidad moral y social para afirmarse y funcionar”.

Es una forma educada de recordarnos que, contrariamente a lo que dice, Emmanuel Macron no ha recibido un mandato explícito para su reforma de las pensiones y no puede imponerla cuando todas las organizaciones sindicales se oponen a ella, en un frente unido sin precedentes. Inédita desde hace mucho tiempo, esta unidad es la baza más preciosa del movimiento actual, sobre todo porque está dirigido por dirigentes, Laurent Berger por la CFDT y Philippe Martinez por la CGT, que no tienen ningún interés personal en ello, ya que ambos están al final de su mandato al frente de sus centrales.

Desde este punto de vista, la expresión de sus propias ambiciones políticas por parte de Jean-Luc Mélenchon, en una competencia vana con los sindicatos o la crítica a sus dirigentes perjudica la causa del movimiento social, al debilitarlo y dividirlo. La trágica historia del movimiento obrero, en particular frente al ascenso del fascismo a finales de los años 30, debería sin embargo recordarle lo vitales que son estas dinámicas unitarias, superando las diferencias y las rencillas, cuando, por el contrario, las divisiones son fatales.

Porque se olvida que, tras el amargo fracaso del movimiento de los Chalecos Amarillos contra la carestía de la vida, fuente de resentimiento y, por tanto, de confusión, la movilización actual es la única palanca para construir una alternativa popular a la fuerza política que, a partir de ahora, ya no está sólo al acecho sino a las puertas del poder: Rassemblement National (Agrupación nacional) y los partidos de extrema derecha que federa.

La tercera cuestión es civilizatoria porque la tozudez del gobierno es el cimiento y el juego de la extrema derecha.

No es irrelevante que Laurent Berger y Philippe Martinez empezaran por hacer gala de su unidad firmando una declaración conjunta en abril de 2022 para alertar "del peligro que representan Marine Le Pen y su partido". Y no es inútil releerla ya que muestra un acuerdo fundamental sobre los principios políticos y los valores democráticos.

Agrupación nacional no ha cambiado", afirmaron los dos dirigentes sindicales. Como el Frente Nacional en su momento, está profundamente enraizado en la historia de la extrema derecha francesa, racista, antisemita, homófoba y sexista. Todo su programa se centra en el rechazo del otro y el repliegue sobre uno mismo. La preferencia nacional, rebautizada prioridad nacional, está en el centro de cada una de sus propuestas. Al consagrarla en la Constitución como promete, Marine Le Pen quiere socavar uno de los fundamentos de nuestra República, la igualdad entre todos los ciudadanos. No queremos ese tipo de sociedad. Cada día, nuestros sindicatos luchan contra la discriminación, sea cual sea. El plan de Marine Le Pen consiste en eliminar este contrapoder. Al favorecer la aparición de una miríada de pequeños sindicatos corporativistas "internos", quiere debilitar a los sindicatos representativos y limitar la defensa de los asalariados.

Hará lo mismo, sin duda, con toda la sociedad civil organizada que se interponga en su camino. Su plan da marcha atrás en los derechos fundamentales de las mujeres conquistados por las asociaciones y los sindicatos, y no incluye ninguna medida para luchar eficazmente contra el calentamiento climático, que amenaza el futuro de nuestro planeta. Por otro lado, muestra complacencia, incluso solidaridad con muchos autócratas del pasado y del presente que restringen las libertades individuales (Orbán, Bolsonaro, Trump...) o no dudan en ir a la guerra para ampliar su territorio (Putin).

Somos dos actores comprometidos que creemos, a pesar de nuestras diferencias, en el poder del diálogo y de la acción colectiva para construir una sociedad más justa. Somos dos dirigentes de organizaciones que no se resignan a ver a la extrema derecha en el poder. Agrupación nacional es un peligro para los derechos fundamentales de los ciudadanos y de los trabajadores. No puede ser considerado como los partidos republicanos, respetuosos y garantes de nuestro lema, libertad, igualdad, fraternidad. No le confiemos las llaves de nuestra democracia, a riesgo de perderlas.

Emmanuel Macron, beneficiario electoral de esta posición, elegido por segunda vez para bloquear a la extrema derecha, haría bien en releer esta tribuna, al igual que quienes acompañan su precipitada carrera de bombero pirómano. Lejos de apagar el fuego humeante -la llegada en 2027 de la extrema derecha a la presidencia de la República Francesa-, su política del golpe de fuerza lo alimenta y lo mantiene. En primer lugar, porque desespera, desmoviliza y desmoraliza a aquellos cuyos votos han sido engañados, ya que el presidente actúa como si hubiera obtenido un cheque en blanco y no tiene en cuenta la diversidad política de los votos que ha recibido. Pero, más esencialmente, porque la ideología que lo impulsa, hecha de competencia, fuerza y dominación, es portadora de un imaginario político que, lejos de oponerse al de la extrema derecha, le prepara el terreno.

La ideología del macronismo es, de hecho, el "darwinismo social". Traicionando el pensamiento de Charles Darwin -al hacer de la selección el motor de las sociedades humanas, a pesar de que el naturalista había demostrado hasta qué punto la ayuda mutua es el principal resorte de la naturaleza-, esta visión del mundo valora a los vencedores y a los conquistadores, a los fuertes y a los ambiciosos, a los campeones y a los poderosos, en detrimento de los perdedores y de los débiles, de los vacilantes o de los modestos. Más anecdóticamente, lo encontramos en los exabruptos presidenciales que tantas veces han escandalizado; por ejemplo sobre la gente "que no es nada" o sobre “la calle que uno sólo tendría que cruzar para encontrar un trabajo”.

Sin embargo, los recientes trabajos de dos historiadores franceses han puesto de relieve la similitud entre esta ideología, que valora la lucha y el combate para imponerse y triunfar, y el imaginario jerárquico de la extrema derecha. Mientras que Grégoire Chamayou, en La Société ingouvernable, traza la genealogía del liberalismo autoritario promovido en Estados Unidos por los círculos empresariales a partir de los años setenta, Johann Chapoutot, en Libres d'obéir, rastrea incluso la genealogía de la gestión empresarial hasta el nacionalsocialismo alemán. Abordando el nazismo no como una realidad política monstruosa definitivamente superada y, además, ajena a nuestras sociedades, Chapoutot ve "la imagen distorsionada y reveladora de una modernidad enloquecida": "El nazismo no es ni un ovni caído del cielo ni un rayo que hubiera caído desgraciadamente sobre Europa. Es el producto de una maduración cultural propia del Occidente capitalista liberal, del que es una de sus expresiones.

Por tanto, luchar contra la extrema derecha implica oponerle un imaginario radicalmente competidor que no acepte su ideología identitaria de la desigualdad en la que los grupos humanos, las civilizaciones, los orígenes, las creencias, las apariencias, los géneros, etc., son por naturaleza superiores a los demás. No es ciertamente con la política de la que el golpe de fuerza de las pensiones es el símbolo emblemático como conjuraremos el riesgo del advenimiento de un régimen basado en esta ley del más fuerte.

Al contrario, es en el bloqueo de esta reforma donde se construye la única alternativa válida: la de una sociedad solidaria. Y es por ello por lo que debemos volcar en ella todas nuestras fuerzas.

https://www.europe-solidaire.org/spip.php?article65943

Traducción: viento sur

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