En 2019 entraron 32.449 1/ personas de manera irregular en territorio español; en 2020, 42.097 y en 2021, 41.945 2/. Estas son las cifras oficiales que reconoce el Estado, que es tanto como decir las que ha podido detectar. Más allá quedan quienes entraron con visado de estudiante, turista o de cualquier otro tipo y nunca volvieron a sus países de origen, quienes llegaron desde países que no necesitan visado o simplemente aquellas que entraron irregularmente sin ser localizadas por las fuerzas de seguridad.

Para expulsar a estas personas, el Estado ha inventado los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE), que aparecen por primera vez en el ordenamiento jurídico en 1985 y que se han ido desarrollando progresivamente al calor del crecimiento de la migración en el Estado español. Los datos sobre estos centros no son fáciles de encontrar, pero el pasado año, ante una pregunta parlamentaria, el ministro del Interior se veía obligado a dar cuenta de la capacidad y la ocupación de cada uno de estos centros; la ocupación, reducida por cuestiones sanitarias ante el escenario de pandemia y con muchas fronteras aún cerradas, no es tan relevante como la capacidad de esos centros:

Las Palmas

100

Tenerife

238

Algeciras

162

Murcia

99

Madrid

214

Valencia

90

Barcelona

166

TOTAL 3/

1.069

Son datos que llaman fuertemente la atención. Según la normativa, los CIE sirven para asegurar la expulsión del territorio de quienes poseen una orden de expulsión o devolución por encontrarse en situación administrativa irregular en el territorio o, por ejemplo, por haber intentado entrar en el país por vías que no son legales. Para ello, la norma establece 60 días de privación de libertad como plazo máximo. Aunque se utilizara a pleno rendimiento cada CIE y se lograra expulsar a todas las personas que fueran internadas, es decir, que cada dos meses se expulsara a las 1.069 personas, el total apenas superaría las 7.000 personas cada año 4/. Esto supone apenas el 15% de las decenas de miles de personas que entran cada año según los datos del propio ejecutivo, sin contar a todas las personas que han entrado sin ser detectadas por el Estado. Entonces, si se da semejante desajuste entre la tarea formalmente atribuida por la ley y la capacidad real, ¿para qué sirven los CIE?

En su definición normativa, el internamiento es una medida extraordinaria y los CIE son centros de carácter no penitenciario, pero no podemos ignorar que se trata de establecimientos destinados a la privación de libertad de personas que no han sido condenadas por un delito necesariamente. Por tanto, el internamiento en CIE supone, en la mayoría de ocasiones, una pena de restricción de libertades fundamentales en respuesta a una falta administrativa, que cualquier otro ciudadano, no extranjero, solventaría abonando el importe de una sanción o multa. Como la medida de privación de libertad a manos de la Administración civil vulneraba la Constitución española, se estableció la necesidad de contar con una autorización judicial que supervisara el internamiento solicitado por la policía. Sin embargo, el papel del juez en el internamiento se limita a valorar el riesgo de fuga de la persona extranjera en base a una solicitud de internamiento iniciada por la policía. La persona interesada es puesta a disposición judicial en un contexto hostil, concretamente en un contexto de detención, en el que de no llevar consigo la documentación que acredite su situación, no se le permitirá aportar documentación acreditativa de su identidad, su domicilio, su filiación social o su situación sanitaria. Además, las diversas carencias de los sistemas de traducción oficial tampoco resuelven la falta de compresión del idioma y del lenguaje jurídico. Todo esto supone una anomalía, por no decir un agujero negro, en el sistema de derechos fundamentales. Además, se trata de centros sometidos a un control exclusivamente policial, en el que el personal de asistencia sanitaria y social sale cada día al acabar la jornada, dejando a las personas internas bajo el único mando de los agentes de policía nacional.

Cada año se acumulan denuncias en los juzgados de Control, en la Fiscalía, en el Consejo General del Poder Judicial y en el Defensor del Pueblo presentadas por distintas asociaciones que acompañan y tratan de documentar las vulneraciones de derechos y los abusos y malos tratos que sufren las personas privadas de libertad en los CIE, sus familiares y amigos. 

En julio de 2021, el Centro de Documentación Contra la Tortura, Mundo en Movimiento, Pueblos Unidos, el Observatorio de Derechos Humanos Samba Martine y la Plataforma CIEs No informaron en rueda de prensa 5/ sobre la normalizada falta de respuesta e investigación efectiva ante determinados hechos denunciados por las personas internas en el CIE de Aluche. Tras varias denuncias de agresiones, malos tratos, trato vejatorio y degradante, no solo se había llevado a cabo la expulsión de los denunciantes y testigos, sino que se había impedido su acceso a otros derechos como el de asistencia sanitaria o el acceso a la solicitud de protección internacional. Se presentó un escrito informativo a la Fiscalía y al Consejo General del Poder Judicial con el objetivo de trasladar la falta de investigación efectiva por parte de los organismos competentes y la posible comisión de delitos de odio 6/. 

En 2020, el Estado español reconoció por primera vez su responsabilidad en la muerte de una persona interna en un CIE. El caso de Samba Martine ejemplifica al completo las fatales consecuencias de la secuencia de irresponsabilidades institucionales relacionadas con el internamiento en un CIE. No es el único caso (Sainz, 2019), pero la sombra de Samba Martine, muerta durante su internamiento en Aluche, sobrevuela cada situación denunciada. 

Volvamos entonces a la pregunta: ¿para qué sirven los CIE?, ¿para qué semejante vulneración de derechos y semejante dosis de violencia a través de un sistema que en ningún caso es capaz de acercarse a los objetivos para los que fue creado?

Sobre efectos llamada y empuje

La mayoría de las personas que entran a un CIE son trabajadoras en situación irregular. Nada que llame la atención en este punto; es una cuestión central que ha sido estudiada desde los clásicos de los movimientos migratorios. Saskia Sassen (2000) hace una excelente recopilación de estos datos y de los flujos históricos de movimiento de poblaciones, y lo que siempre ha estado presente como motor de esos movimientos es la búsqueda de trabajo. En muchos casos, personas que dependen de vender su fuerza de trabajo para ganarse la vida no pueden permitirse el lujo de estar vinculadas a una tierra o un origen, sino que están obligadas a buscar el trabajo allí donde lo hay, como en cualquier otra parte de Europa o incluso dentro de España. Esto afecta particularmente a las poblaciones que trabajan en el campo sin tener ningún medio propio, puesto que para esos casos no queda más que seguir la temporalidad de las faenas de campo allí donde se producen.

Es una situación que, en los tiempos de globalización, se mantiene y multiplica las distancias, haciendo que los flujos migratorios aumenten su rango tanto en espacio como en cantidad de personas. Sassen explica cómo hasta la II Guerra Mundial, el movimiento de personas por toda Europa Occidental era absolutamente regular y obedecía a estos flujos de temporalidad. Es a partir de ese momento cuando los Estados empiezan a controlar de forma general sus fronteras, pero hasta ese momento los sectores más bajos de la clase trabajadora se habían movido para acudir a la demanda de trabajo allí donde la hubiera. La globalización, por supuesto, nos coloca en otra situación. El desarrollo económico y la terciarización de las economías capitalistas hacen que toda esa mano de obra pase a ser tarea para las nuevas personas pobres, puesto que el mercado laboral europeo dirige a sus poblaciones nativas hacia empleos de mayor valor añadido. A esto se suma una fuerte crisis de cuidados que viene determinada también por la explotación del trabajo, ya que la exigencia de productividad no permite que las familias y comunidades se ocupen de las personas que necesitan cuidados. Así pues, trabajos estacionales, como los del campo o los que van acompañados de campañas de ventas, trabajos de logística e industria no cualificada y trabajos de cuidados empiezan a suponer una bolsa enorme de empleo imprescindible para el desarrollo social, que el mercado laboral no puede cubrir con su propia población.

Sin embargo, los flujos de población trabajadora ya no pueden llevarse a cabo como se hacía hasta mediados del siglo pasado. Las trabajadoras que están dispuestas a hacer esos trabajos tienen que acceder a un espacio vigilado y controlado hasta el último milímetro. Así pues, ¿cómo es posible que estas tareas, básicas para el mantenimiento social, lleguen a producirse? Para entender esto, y para sacudirse de una vez el cliché del efecto llamada, hay que pensar en la situación de origen de estos países. Por toda África, la presencia militar de los países occidentales no ha sido sino una constante que permite a sus gobiernos controlar los recursos naturales de estos países y explotarlos a través de sus empresas; como contraparte, las élites nacionales de estos países africanos no dejan de recibir el apoyo de las potencias coloniales, de las que dependen para mantener el control de sus Estados y acceder a una miserable parte del reparto de la riqueza internacional. Lo que se produce en estos países entra en un mercado mundial en el que el reparto del trabajo está tasado y soportado por una institucionalidad ya establecida y cerrada, por un reparto tasado de la tecnología y de los saberes con valor añadido: nada queda salvo las migas para la mayor parte del planeta. Solo esto explica por qué la carencia de mano de obra barata se puede suplir, y es que existe un ejército de reserva tan descomunal que el esfuerzo de los países ricos no se dirige a atraerlo para satisfacer sus necesidades de empleo, sino a contenerlo para que no las saturen.

La categoría central entonces no es tanto la de legal o ilegal como la de útil o sobrante

No se trata, por lo tanto, de una invasión, sino de una huida masiva de aquellas zonas del mundo en las que la vida está sometida al dominio y la violencia. Un dominio y una violencia que no son genéricos, sino bien establecidos y con consecuencias concretas; cuando los poderes centrales del capital deciden que la política energética y geoestratégica de Libia no sirve para sus intereses, no se limitan a eliminar a Gadafi, sino que lo hacen a costa de arruinar toda la estructura política y social de un país que nunca se ha recuperado, al igual que sucede con Irak o con los débiles equilibrios del Sahel. Hoy, y al margen de lo que suceda de este lado de la valla, salir es lo determinante para millones de personas, y el efecto llamada no se entiende sino como efecto secundario y residual en un descomunal flujo de huida en el que lo determinante es el efecto de empuje.

Útiles y sobrantes

La categoría central entonces no es tanto la de legal o ilegal como la de útil o sobrante. En un mundo en el que existen un puñado de fronteras que separan el mundo rico del sur global, existe un peaje que hay que pagar para acceder a la zona noble del mundo, que pasa por escabullirse entre los márgenes del sistema de fronteras o asaltarlo en las condiciones que exigen las brutales vallas que existen en el mundo, y esto solo se permite en tanto que sea necesario para alimentar la máquina del capital con fuerza de trabajo consumible y posteriormente prescindible. Esto es lo que explican los perfiles de las personas que ingresan en un CIE, completo de trabajadoras migrantes que siempre han vivido en la huida de la irregularidad pero que nunca han dejado de trabajar. La informalidad del trabajo, en cada uno de los sectores más duros que mencionábamos anteriormente, se corresponde estrictamente con la explotación de un trabajo que siempre es temporal y sustituible.

Ahí se encarna el papel del CIE, pero aun así pervive la pregunta inicial: ¿qué funcionalidad tiene un sistema que apenas alcanza a cubrir un porcentaje residual de lo que debería ser capaz de controlar? En este punto importa tanto lo que se dice expresamente como lo que se deja ver, o incluso al revés: lo que se muestra es lo que se expresa. El rol simbólico del Estado siempre ha sido central, pero esto se dispara hasta puntos caricaturescos en el mundo de la imagen instantánea. A día de hoy, a nadie se le oculta que el grueso de los movimientos de poblaciones se produce por vía aérea, pero lo que determina la imagen pública de la migración son los espaldas mojadas, las balsas en el Mediterráneo y los saltos de valla.

Tal vez entonces no sea tan importante el número ni la eficiencia, sino el papel simbólico que juega la capacidad para someter y expulsar. Como decíamos en otro texto (Paramés y Peñalosa, 2021), los espacios y categorizaciones sociales se crean en tanto que son funcionales a una determinada estructura social, y en el espacio social del capitalismo los sujetos están fuertemente categorizados. Crear y mantener esas categorías implica un trabajo institucional sostenido que se traduce no tanto en la creación de fronteras como en la liturgia desarrollada en torno a las mismas. Así, encerrar a una persona en un CIE no tiene que ver con la eficacia en el control de la migración irregular –que ya hemos visto que es nula–, sino con la demostración pública de que el Estado tiene el poder para hacerlo. Evidenciar el poder es disuasorio, pero también eficaz en la medida en la que se produce el miedo, ya que se condiciona la conducta. Hacia fuera, el mensaje que transmiten los CIE es que el poder tiene la capacidad para hostigar, perseguir y encarcelar, y ni siquiera tiene que cumplir sus propias normas para hacerlo: puede inventarse otras expresamente dirigidas a un colectivo o un sector social específico. Como las brutales actuaciones de la Guardia Civil en la valla de Melilla o las persecuciones a migrantes en el centro de la capital del Estado, los CIE ponen cuerpo al monopolio de la violencia mediante su crudo ejercicio. Hacia dentro, trasladan la sensación de que ahí todo está bajo control, que la integridad de las normas se cumple cueste lo que cueste, manteniendo una sensación de normalidad que acaricia bestialmente los sueños de la clase media y sus imaginarios de orden.

Y aún queda un supuesto, uno que el orden burgués no está dispuesto a admitir porque arruinaría sus sueños de paz impostada y ley. El poder es también poder negociar con la vida de otros; la de aquellos chavales y chavalas que cruzan la frontera de Ceuta en mayo de 2021, animados por el impulso de un gobierno marroquí que jugó con sus vidas para subir la presión sobre el Sahara Occidental, y la de esos mismos chavales y chavalas cuando, en el mes de agosto de ese mismo año, el gobierno español los devolvió ilegalmente. Más oscuro aún: las vidas de Mohamed Abdellah y Mohamed Benhalima, ambos deportados tras denegarles el asilo a pesar del riesgo de ser sometidos a tortura por haber participado en la Hirak. Fueron moneda de cambio de algo que aún ni siquiera conocemos 7/. Y es que el poder se reduce a eso, a decidir sobre las vidas de otros, a usarlas como si fueran objetos y no sujetos de sus propias existencias.

Trabajo, clase, orden

En este punto ya nos hemos acercado a una respuesta sobre la funcionalidad de los CIE. Probablemente no es la única, pero sí es una línea que permite entender la existencia de estos centros y también de otras prácticas de control y expulsión. Se trata de visibilizar el poder del Estado y su capacidad para determinar las vidas de sectores sociales enteros por mecanismos sumarios. El mensaje que se transmite con estas prácticas es claro y se dirige a una población que es necesaria por su fuerza de trabajo, pero a la que no se reconoce la condición de sujetos. Quien llega a un CIE es siempre quien, por carecer de esa condición, acaba en la cosificación más absoluta: las masas desposeídas, aquellas personas que sufren fenómenos de depauperación extrema, las víctimas de persecuciones de todo tipo, las habitantes de países en guerra.

Si a pesar de ser necesarias, ven sus derechos negados sistemáticamente y viven bajo la amenaza de la expulsión, es porque son parte de una multitud anónima, masivamente empobrecida, que necesita recursos; ese ejército obrero de reserva que garantiza que cuando hace falta mano de obra, siempre hay una persona para aportarla. Se da aquí una relación de poder que sitúa a los y las migrantes como objetos de un engranaje de generación de capital, pero nunca sujetos de sus propias vidas.

¿Qué propuesta política para los CIE?

Esto explica también los relatos que sitúan a estos sectores bajo una lógica de compasión paternalista, condicionada por la superioridad, pero nunca en clave de igualdad. El otro es siempre percibido en función de su ser diferente, y esa diferencia articula toda la imagen del otro, cuyos rasgos identitarios se van sumando para justificar la otredad. La persona migrante, el sin papeles, es quien tiene otra religión, otro color de piel, otro idioma o simplemente otro acento. Sobre este carácter ajeno hemos escrito con más detalle en el informe citado más arriba (Paramés y Peñalosa, 2021). Sin embargo, aquí queremos apuntar hacia las condiciones para una posible reversión de esa perspectiva, porque la lógica de la otredad es la que se articula en torno a una percepción del otro como subalterno. Plantearse la posibilidad de que la visión de los CIE esté marcada por una perspectiva de sujetos autónomos dotados de derechos es, a priori, extremadamente contraintuitivo. Ahora bien, la lógica de fondo es compartida con cualquier planteamiento emancipatorio, aunque las condiciones sean extremadamente duras.

Una relación de poder que sitúa a los y las migrantes como objetos de un engranaje de generación de capital

Aquí la primera cuestión es la del apoyo. La mayor dificultad en este punto es encontrar el equilibrio entre el necesario acompañamiento y el trato entre iguales. La situación en el CIE, la violencia a la que se ven sometidas las personas internas, es caldo de cultivo para acabar deslizándose hacia posiciones caritativas que no son sino la continuación, por la vía emotiva, de la relación de superioridad. Más aún, una posición meramente caritativa corre el riesgo de ser funcional al sistema de discriminación en tanto que detecta los casos más sangrantes y da la alerta que permite limitar esas situaciones, haciendo que el funcionamiento global siga su curso más fácilmente. Sin embargo, esto no debería llevarnos al otro extremo, al de despreciar la atención que las personas internas necesitan. Para ello hay que tratar de apoyar transmitiendo derechos, aportando discursos y señalando la insoportable situación de injusticia estructural que se vive en los CIE.

Obviamente, esto no es posible sin una dimensión política que permita construir a partir de estas vivencias de opresión, en lugar de paliarlas y olvidarlas. El problema aquí es que eso necesita de sujetos autónomos, pero quienes deben cumplir ese papel están muy lejos de alcanzar las condiciones que permiten su autonomía. Aunque resulte claro que bajo el capitalismo la idea de autonomía es más discursiva que real, tanto para los sujetos de derechos como para quienes están excluidos de esa condición, también es evidente que los segundos viven una situación extremadamente difícil. Surge aquí una contradicción fuerte entre la necesidad de respetar y apoyar la actuación política de esos sujetos y sus dificultades específicas que les impiden hacerlo. Surge también, al calor de esa situación, la tentación de sustituir a esos sectores bajo la lógica de dar voz, que tantas veces no ha hecho más que desplazar a los sujetos reales a un segundo plano, ocupando el espacio que corresponde legítimamente a esas voces.

No es un debate teórico: es la problemática real que se produce cuando se encuentra una migrante, trabajadora de servicio doméstico, sin papeles, que al fin sale de un CIE o que ve acabarse su permiso de trabajo y tiene que empezar a esconderse sistemáticamente de la policía. ¿Cómo, desde esas condiciones, puede desarrollar un trabajo político colectivo? Las dificultades son tan grandes como podamos imaginar: no pueden acceder libremente al espacio público, carecen de las condiciones legales para formalizar cualquier acción política y están bajo la amenaza constante de detención y expulsión. Es muy difícil que en ese marco se dé una actividad política capaz de plantear respuesta a su situación, y mucho más si no cuentan con el apoyo de quienes sí tenemos derechos políticos. Defender que estos procesos se produzcan exclusivamente a partir de la autonomía de los migrantes sin la participación de la población legal es más hipócrita que emancipador, puesto que la consecuencia práctica es la soledad de quienes se hallan en peores circunstancias.

Conectar con espacios que no se limitan al apoyo, sino que establecen un lazo con la reflexión política y la propuesta

La idea que queremos lanzar es que hay que encontrar fórmulas mixtas, en las que el protagonismo sea indiscutiblemente de la población migrante, pero que cuenten con el acompañamiento y la participación de quienes no sufrimos esa migración por entenderla como una lucha de emancipación colectiva. Superar los límites objetivos de los migrantes, su arrinconamiento legal y social, es una tarea que excede a los propios colectivos, precisamente porque existen esos límites. La línea sobre la que puede avanzar una propuesta de este tipo es construir espacios de apoyo vinculados con actividad política, de forma que quienes necesitan ayuda, paradigmáticamente en los CIE, puedan, cuando consiguen salir del internamiento –si lo consiguen–, conectar con espacios que no se limitan al apoyo, sino que establecen un lazo con la reflexión política y la propuesta. No es nada nuevo: algo así funciona en el sindicato SINTRAHOCU, que agrupa a trabajadoras del hogar y cuidados, y en el sindicato OTRAS, que agrupa a trabajadoras sexuales, con o sin papeles y les ofrece un espacio en el que se lucha por sus derechos como trabajadoras, por su regularización y también por su proyección política. Por supuesto no hay fórmulas mágicas, pero es una vía hacia un trabajo común en el que los sectores más discriminados por la sociedad puedan recuperar el espacio que les pertenece.

Blanca Bernardo y María Paramés forman parte de Mundo en Movimiento – Plataforma CIEs No Madrid. Jorge del Cura es miembro del Centro de Documentación Contra la Tortura

Referencias

Paramés, María, y Peñalosa, María (2021) “Regularizar lo inhumano: Una aproximación crítica al CIE de Madrid desde el género y la salud”. Madrid: Rosa Luxemburg Stiftung. Disponible en https://www.rosalux.eu/es/article/1951.regularizar-lo-inhumano.html

Sainz, Pablo “Pampa” (2019) “La memoria de los CIE”. Revista Crítica Penal y Poder, 18, pp. 297-308.

Sassen, Saskia (2000) Inmigrantes y ciudadanos. De las migraciones masivas a la Europa Fortaleza. Madrid: Siglo XXI.

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