Estoy acurrucada en la habitación de delante con unos amigos traumatizados, viendo cómo arde mi ciudad. La BBC alterna imágenes de coches en llamas y batallas campales en Hackney, de policías montados formando en Lewisham, de auténticos infiernos donde antes había tiendas y viviendas en Croydon y Peckham. Anoche hubo saqueos en Enfield, Walthamstow, Brixton y Wood Green; cientos de personas han sido detenidas y docenas están gravemente heridas, y será un milagro si no muere alguien esta noche. Esta es la tercera noche consecutiva de disturbios en Londres, y los altercados se han extendido ahora a Leeds, Liverpool, Bristol y Birmingham. Los políticos y mandos policiales que hasta hace pocas horas emitían lapidarias declaraciones sobre la delincuencia, ahora simplemente piden a los jóvenes del interior de las ciudades británicas que se vayan a casa. Gran Bretaña es un polvorín y el viernes alguien encendió una cerilla. ¿Cómo demonios ocurrió? Y ¿qué vamos a hacer ahora?

En un intento de comprender los disturbios, todos y cada uno de los comentaristas han comenzado con una condena ritual de la violencia, como si cupiera alguna duda de que las acciones incendiarias, los robos y los saqueos son hechos reprobables. Esto debería estar claro para cualquiera que contemple cómo arde Croydon ahora mismo en la BBC. David Lammy, diputado por Tottenham, califica los disturbios de “salvajes, salvajes”. Nick Clegg denuncia “los robos y la violencia innecesarios y oportunistas”. Desde su residencia de vacaciones en Toscana, el primer ministro David Cameron –que finalmente ha decidido volver a casa para hacerse cargo de la situación– ha declarado simplemente que el descontento social que abrasa los barrios más pobres del país es “totalmente inaceptable”. Se tacha la violencia callejera de “pura delincuencia”, obra de una “minoría violenta” y “oportunista”. Esto es tristemente insuficiente, no es manera de hablar del descontento ciudadano endémico. Jóvenes furiosos que no tienen nada que hacer y poco que perder se revuelven contra sus propias comunidades, y no hay quien los pare, y lo saben. Esta noche, en una de las ciudades más grandes del mundo, la sociedad está despedazándose a sí misma.

Pocas veces la violencia carece de sentido. El sentido político de un edificio en llamas, una tienda derruida o un joven muerto a tiros por la policía puede ocultarse incluso a quienes encendieron la mecha o dispararon el arma, pero el sentido político está allí. No cabe duda de que hay mucho más, muchísimo más, detrás de estos disturbios que la muerte de Mark Duggan, cuya muerte a manos de la policía fue la chispa que desató los alborotos del sábado, cuando alguien puso fuego a dos coches policiales tras cinco horas de vigilia ante la comisaría de Tottenham. Una protesta pacífica por la muerte de un hombre por disparos de la policía, en una comunidad cuyos habitantes tienen miles de razones para desconfiar de las fuerzas del orden, es un tipo de declaración política. Asaltar tiendas de aparatos electrónicos y zapatillas deportivas que cuestan diez veces más que los subsidios que uno ha dejado de cobrar es otro tipo de declaración política. Una ola coordinada de rebelión civil en los barrios más pobres de Gran Bretaña, en la que miles de jóvenes venidos de todos los confines de la capital y de todo el país para luchar contra la policía, es otro más.

Meses de cavilaciones seguirán a estos disturbios. Internet ya está repleta de vitriolo racista y salvajes especulaciones. Lo cierto es que muy poca gente sabe por qué está ocurriendo todo esto. No lo saben porque no atendían a estas comunidades. Nadie ha estado observando Tottenham desde que las cámaras de televisión se retiraron tras los disturbios de Broadwater Farm en 1985. La mayoría de los que escribirán, hablarán y pontificarán sobre los desórdenes de este fin de semana no tienen ni la menor idea de lo que significa crecer en una comunidad en que no hay trabajo, no hay espacio para vivir o moverse y la policía está en la calle, te para y te registra cuando vuelves del colegio a casa. Quienes sí tienen idea se despertarán esta semana con la certeza de que después de décadas de haber sido ninguneados y marginados y acosados por la policía, después de meses de ver cómo les confiscaban hasta la mínima esperanza concebible en un futuro mejor, ahora aparecen en los periódicos y la televisión. En un reportaje de la BBC preguntan a un joven de Tottenham si los saqueos sirven de verdad para algo: “Sí,” contesta, “usted no estaría ahora hablando conmigo si no hubiéramos provocado los disturbios, ¿no es cierto? Hace dos meses fuimos en manifestación a Scotland Yard, más de 2.000, todos negros, y fue un acto pacífico y tranquilo y, ¿sabe usted? Ni una palabra en la prensa. Anoche, un poco de disturbios y saqueos, y mire lo que hay.»

Escuchando disimuladamente las conversaciones del público, eché una ojeada alrededor. Una docena de equipos de televisión y periodistas estaban interrogando a jóvenes por todas partes. Hay comunidades en todo el país a las que nadie ha prestado atención a menos que hubieran tenido recientemente algún alboroto o un niño asesinado. Ahora sí que les prestan atención.
Esta noche, en Londres se han quebrado completamente el orden público y el imperio de la ley. La ciudad se ha parado, no es seguro andar por las calles y donde me encuentro yo, en Holloway, la violencia se acerca cada vez más. Mientras escribo, los saqueos y los incendios provocados se han extendido por lo menos a cincuenta zonas diferentes del Reino Unido, incluidas varias docenas en Londres. Las comunidades ahora se enfrentan entre sí, y el Guardian informa de que hay bandas rivales formando líneas de batalla. Los jóvenes privados de voz y voto en Gran Bretaña, que sienten que no interesan a la sociedad y que no tienen nada que perder, saben que esta noche pueden hacer lo que les venga en gana y la policía será incapaz de detenerles. Esto explica los disturbios.

Los disturbios tienen que ver con la fuerza y con la catarsis. No tienen que ver con el desentendimiento de los padres ni con los recortes de los servicios para la juventud ni con ninguna de las demás explicaciones precipitadas que sueltan los expertos en los medios: las desigualdades estructurales, como ha señalado hoy un amigo mío, no se resuelven con unas cuantas mesas de billar. La gente se amotina porque esto les hace sentirse fuertes, aunque solo sea por una noche. La gente se amotina porque durante toda la vida les han dicho que no sirven para nada y se dan cuenta de que juntos pueden hacer algo, literalmente, cualquier cosa. La gente a la que nunca nadie ha mostrado respeto se amotina porque piensan que tienen pocos motivos para mostrar respeto por otros, y esto se propaga como el fuego en una cálida noche de verano. Ahora la gente ha perdido sus casas y el país entero se desgarra.

Nadie se lo esperaba. Los llamados líderes que han tardado tres largos días en volver de sus vacaciones en el extranjero a un país en llamas no lo previeron. Los que dirigen Gran Bretaña no tenían ni idea de lo desesperada que se ha vuelto la situación. Pensaban que después de treinta años de creciente desigualdad, en medio de una recesión, podían eliminar las últimas pequeñas cosas que daban un poco de esperanza a la gente, las prestaciones, los puestos de trabajo, la posibilidad de estudiar, las estructuras de apoyo, y que no pasaría nada. Se han equivocado. Y ahora mi ciudad está ardiendo, y seguirá ardiendo hasta que nos dejemos de condenas en blanco y ciegas conjeturas y tratemos de comprender qué ha sido lo que ha provocado el desorden civil generalizado en este país. Permítanme darles una pista: no ha sido Twitter.

Estoy agazapada en casa, ahora mismo, con el alboroto pasando por mi calle en Chalk Farm. Ealing y Clapham y Dalston están siendo destrozados. En las calles apalean y golpean a periodistas y los antidisturbios se baten en retirada allí donde han hecho acto de presencia. En todo el país han puesto fuego a las comisarías de policía. Esta mañana, cuando se disipe el humo, aquellos de nosotros que consigan dormir se despertarán en un país sumido en el caos. Nos despertaremos viendo miedo, racismo y la condena de la derecha y la izquierda, pero ninguno de ellos hará que esto no vuelva a ocurrir, no en vano la perspectiva de un segundo crash bursátil asoma terriblemente en el fondo de las noticias del día. Ahora es el momento en que tomamos nuestras decisiones. Ahora es el momento en que decidimos si nos hundimos en el odio o si dejamos de lado los prejuicios y trabajamos juntos. Ahora es el momento en que decidimos que clase de país es el que queremos para vivir. Seguid el hashtag #riotcleanup en Twitter. Y cuidad unos de otros.

Laurie Penny es la autora de Meat Market: Female Flesh under Capitalism. Publica su blog Penny Red en pennyred.blogspot.com, donde apareció por primera vez este artículo con licencia Creative Commons.

Traducción: VIENTO SUR

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