«Opresión de la mujer y capitalismo»: muchos encontrarán este título un tanto arcaico (o tal vez nostálgico). Es un título que parece salido de algún artículo escrito en los años 1970 o 1980. Hasta cierto punto, esta resonancia es voluntaria. Después de todo, durante ese período vieron la luz, ligados al desarrollo del movimiento de mujeres, discusiones y trabajos que conservan toda su pertinencia en la actualidad. Un buen testimonio de ello es la obra reciente de Christine Delphy, titulada L’ennemi principal (Syllepse, 1998), que compila textos publicados entre 1970 y 1978. Por el contrario, La dominación masculina (Anagrama, Barcelona, 2006) de Pierre Bourdieu tiene la particularidad de silenciar aquel trabajo. Este ocultamiento no puede dejar de representar un problema para un autor que pretende poner su conocimiento al servicio de las luchas de emancipación, dado que ignora las elaboraciones teóricas que se produjeron a partir de esas mismas luchas.

Los análisis de Engels

Si bien en los años 1970 se prestó algo de atención a la cuestión de la familia, se lo hizo a partir de premisas fundamentalmente empíricas sobre la situación de las mujeres en el marco de la evolución capitalista. Tal como señala Christine Delphy, al contrario de lo que sucedió a fines del S. XIX y principios del S. XX, el movimiento feminista había tenido tiempo suficiente como para constatar el error que implicaba la tesis de Engels según la cual el trabajo asalariado pondría fin al patriarcado. Engels no fue el único en desarrollar esta perspectiva, pero es importante comprender que la relación fundamentalmente crítica con sus tesis «sobredeterminó» la reflexión sobre la opresión de la mujer durante aquel período. Esto se debe en parte al lugar que ocupaba la referencia al marxismo en las luchas de emancipación, pero también a la radicalidad de Engels en lo que concierne a la emancipación de las mujeres, que se planteaba en contra de la ideología dominante del movimiento obrero en su versión socialdemócrata y estalinista y de su participación activa en el proceso de naturalización de la familia moderna.

No es inútil recuperar a grandes rasgos este análisis citando El origen de la familia…:

«En el antiguo hogar comunista […], la dirección del hogar, confiada a las mujeres, era también una industria pública socialmente tan necesaria como el cuidado de proporcionar los víveres, cuidado que se confío a los hombres. Las cosas cambiaron con la familia patriarcal y aún más con la familia individual monogámica. La dirección del hogar perdió su carácter público. La sociedad ya no tuvo nada que ver con ello. Se transformó en un servicio privado; desplazada de la participación en la producción social, la mujer llegó a ser la primera sierva. Solo la gran industria de nuestros días ha abierto de nuevo –aunque solo a la proletaria– el camino de la producción social» (Planetap. 137 [traducción ligeramente modificada])

El problema que plantea este pasaje no reside únicamente en la visión idílica de las denominadas «sociedades primitivas», sino en el análisis de la familia. Surgida con la propiedad privada y con las sociedades de clases, Engels la define fundamentalmente como una forma social de origen precapitalista aun si, a través de la propiedad privada, la burguesía logra conservarla. En cualquier caso, el desarrollo del capitalismo a lo largo del S. XX muestra, no solamente que la familia se convirtió en una institución clave para la clase obrera, sino que las mujeres son proletarizadas –participan en la producción social– en tanto que mujeres. Es decir, lo hacen en función del estatuto que les otorga esa familia moderna que, lejos de desaparecer, se convirtió en el principal marco de socialización de los individuos.

Es sorprendente que, a pesar de esta observación, casi todos los autores marxistas de la época –no hablo de la tradición estalinista ni de su naturalización de la familia– retoman el análisis de Engels: la familia es percibida esencialmente como una fuerza social de origen precapitalista. El único problema sería que Engels habría sobrestimado el ritmo de su desaparición y no habría tenido en cuenta las formas en las que el capital es capaz de ponerla al servicio de sus propios fines. Dejando de lado los matices, es esta la manera en la que procede Claude Meillassoux en Mujeres, graneros y capitales (Editorial S. XXI, 1977), una obra muy interesante que ha tenido una gran repercusión. Según el autor, luego de haberse constituido «como el soporte de la célula de producción agrícola, la institución familiar se perpetuó bajo formas modificadas constantemente, como soporte social del patrimonio de las burguesías comerciantes, agrarias y luego industriales. Ha servido para la transmisión hereditaria del patrimonio […]. Pero en la actualidad, salvo ciertos medios burgueses, la familia carece de infraestructura económica» (p. 139). Ciertamente, prosigue el autor, «sigue siendo el lugar de producción y de reproducción de la fuerza de trabajo» (p. 139). Sin embargo, después afirma: «El modo de producción capitalista depende así para su reproducción de una institución que le es extraña pero que se ha mantenido hasta el presente como la más cómodamente adaptada a esta tarea» (p. 140).

Dado que estos autores, de manera justificada y siguiendo a Engels, hacen de la familia el lugar privilegiado en el cual se estructura la dominación masculina, conciben la opresión de la mujer en el capitalismo fundamentalmente como una huella persistente generada por el mantenimiento de formas precapitalistas. A lo cual se añaden la lentitud de la evolución de una ideología milenaria, el peso de las mentalidades, etc. Nuestro objetivo no es entrar en el detalle de los análisis sobre las diversas funciones que se le atribuyen a la familia denominada «patriarcal», que habría sido conservada por el capitalismo. Se trata simplemente de remarcar que, en este marco, se vuelve difícil dar cuenta de aquello que en el sistema capitalista genera de manera sui generis una forma específica de opresión de la mujer.

La voluntad de romper con este tipo de enfoques explica los trabajos de investigación sobre la familia que se desarrollaron sucesivamente. En este sentido, Christine Delphy, que define su método de análisis en términos materialistas, pretende haber sacado a la luz la existencia de un sistema particular (el patriarcado) de subordinación de las mujeres a los hombres en las sociedades industriales, que dispondría de una base económica específica: el modo de producción doméstico. Muchos estudios de distintos autores destacan otros matices en este mismo sentido, pero nos interesa señalar que en todos ellos parece existir un interés común: realizar un análisis materialista de la familia (por lo tanto, de la opresión de la mujer) que logre dar cuenta de un proceso de trabajo particular, de un modo de producción específico que le daría su estructura.

La familia moderna como invención del capitalismo

Comenté estas discusiones en mi reseña del libro de Christine Delphy. Me contentaré en este caso con retomar la apreciación general de Bruno Lautier, que señala que es un error fundar el análisis «sobre el proceso del trabajo doméstico, definido en sí mismo, y no sobre el estatuto de la familia» (Critiques de l’économie politique, octubre-diciembre, 1977, p. 83). Es cierto que la familia moderna cumple ciertas funciones económicas, pero –volveremos sobre esto– lo que caracteriza al capitalismo en su diferencia con las formas precapitalistas es la disociación de las relaciones de parentesco de las relaciones de producción. Si consideramos que las categorías de análisis deben ajustarse a su objeto, es un error de método pensar que es posible dar cuenta de esta familia analizando el modo de producción (o el proceso de trabajo) que la estructuraría.

Al mismo tiempo, no veo por qué desarrollar un análisis materialista de una institución sería sinónimo de sacar a la luz sistemáticamente su «infraestructura económica». Esto es válido sólo en referencia a una cierta tradición marxista para la cual la única forma de objetividad social existente es la economía. Esto es exactamente lo que sostiene Danièle Leger: se trata de «elaborar un análisis de la familia y de la situación de las mujeres en la familia que se apoye, no solamente en los aspectos ideológicos internos a la familia, sino la base real, económica, de las relaciones familiares» (Le Féminisme en France, le Sycomore, 1982, p. 95).

En cualquier caso, es evidente que existe una diferencia entre el tipo de análisis que hace Claude Meillassoux y la manera en la que los historiadores tratan el «nacimiento de la familia moderna», según el título del libro de Edward Shorter (Anesa, 1977). De esta forma, en su libro El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen (Taurus, 1988), Philippe Ariès no pone el acento en la continuidad, sino en la convulsión de los marcos de socialización que permiten explicar cómo la infancia, en el sentido en que la comprendemos actualmente, es una categoría social inédita, producida por la aparición de instituciones nuevas: la escuela y la familia modernas. Esta última es definida como el lugar en el cual se estructura una categoría social también inédita: la vida privada. En su libro Orígenes de la familia moderna (Crítica, 1979), Jean-Louis Flandrin precisa los dos niveles alrededor de los cuales se produce la ruptura. Por un lado, se estructura la distinción público/privado, a diferencia de lo que ocurría en las sociedades monárquicas, en las cuales la institución familiar tenía características de institución pública y las relaciones de parentesco servían de modelo a las relaciones sociales y políticas. Por otro lado, se pone en cuestión la coincidencia entre la unidad de producción y la unidad de consumo, que fue la regla durante el Antiguo Régimen.

Este enfoque es tanto más interesante en la medida en los historiadores aludidos critican el abordaje evolucionista surgido de la sociología del S. XIX, según el cual la familia nuclear habría sucedido linealmente a una familia patriarcal ampliada (véase Lebrun F., La vie conjugale sous l’Ancien régime, Armand Colin, 1975). Si bien no existía un único modelo familiar bajo el Antiguo Régimen, la «pequeña familia» –para retomar la fórmula de Jean-Louis Flandrin– se encontraba ampliamente extendida, tal como demuestran los detallados estudios de los historiadores ingleses (véase Historia de la familia, 1988, Vol. 2). Pero si permanecemos en el marco de un análisis meramente estadístico del número de personas que viven bajo el mismo techo para intentar remarcar, a través de una simple caracterización de la familia nuclear, la continuidad entre el Antiguo Régimen y el mundo moderno occidental, perdemos la oportunidad de tratar la historia de la familia como institución y de marcar las rupturas señaladas más arriba. Además, el mismo término no remite a la misma realidad social. Bajo el Antiguo Régimen, lo que mejor caracteriza a la familia es la noción de «maison» o «maisonnée», que incluye, por ejemplo, a los sirvientes.

Tratar a la familia moderna como una institución implica relacionar sus condiciones de existencia con ese movimiento histórico más vasto que, con el advenimiento del capitalismo, reorganizará el conjunto del cuerpo social y favorecerá la aparición de dos niveles de prácticas sociales históricamente inéditos. Por un lado, bajo el efecto de la generalización de las relaciones mercantiles, la economía deja de estar «encastrada en lo social», –para retomar una fórmula de Karl Polanyi– y la fábrica moderna emerge como lugar específico en el cual se organiza la producción social. Por otro lado, se construye el «Estado político separado», para retomar esta vez una fórmula del joven Marx, como el representante de lo «público» frente a lo «privado», disociación que no existía bajo el Antiguo Régimen que todavía marcado por las formas patrimoniales del poder político. Las relaciones de parentesco que, en el pasado y como muestra la doble ruptura señalada por Jean-Louis Flandrin, también estaban encastradas en las otras relaciones sociales, se separan de la «sociedad civil» para constituir esa institución –ella también inédita históricamente– que es la familia moderna, a través de la cual se estructura un nuevo espacio, el de lo «privado», que es completamente distinto al espacio económico y al espacio político.

Familia y construcción de la relación salarial

Nuestro propósito aquí no es dar cuenta de la familia moderna remitiéndonos a su génesis histórica (no es posible explicar el funcionamiento de una institución en un sistema social desarrollando un enfoque histórico-genético), sino señalar algunas de sus características generales comparándola con las formas precapitalistas. De esta manera, diremos que en el S. XIX la familia se convirtió en una institución central en el seno de la burguesía y una de sus funciones era «la transmisión hereditaria del patrimonio». Pero luego la familia moderna llegó a ser un modelo dominante en todas las clases sociales. Aunque el desarrollo del trabajo de las mujeres y de los niños durante la primera mitad del S. XIX, junto al desgarramiento del tejido social (separación vivienda/lugar de trabajo) que generó la gran industria, destruyeron masivamente las estructuras familiares populares urbanas, durante la  segunda mitad del S. XIX empezó a desarrollarse un movimiento inverso que se prolongó durante el siglo siguiente.

La genealogía de esta «estrategia de familiarización de las capas populares», según la fórmula de Jacques Donzelot (La policía de las familias, Nueva Visión, 2011), dio lugar a estudios detallados (Lion Muraut y Patrick Zyberman, Le petit travailleur infatigable, Recherches, 1976; Isaac Joseph et Philippe Fritsch, Disciplines à domiciles, Recherches, 1977), aunque con frecuencia unilaterales, en la medida en la que tratan el asunto en términos de política de normalización y de «tácticas y figuras disciplinarias», en referencia a Michel Foucault (Vigilar y castigar, Editorial S. XXI, 1976). Se observa un problema análogo en aquella época en lo que concierne al desarrollo de la escolarización. Sin embargo, esta normalización establece al mismo tiempo un marco (capitalista) de socialización que implica un cierto mejoramiento de la existencia y que, en términos más generales, pone en cuestión formas de socialización precapitalistas que muchas veces son sobrevaloradas por una visión «romántica».

Este movimiento de «familiarización», que cristaliza especialmente alrededor de la vivienda (Rémy Butel et Patrice Noisette, De la cité ouvrière au grand ensemble, Maspero, 1977), remite a un conjunto de rasgos que revela el nacimiento de la familia moderna. Este es el caso de la nueva arquitectura de la vivienda que describe en detalle Philippe Ariès y a través de la cual se organiza la intimidad familiar. Existen numerosas diferencias sociológicas entre las familias burguesas del S. XIX y las familias obreras que empezaron a desarrollarse durante el período. Puede mencionarse, entre otras, la inserción de las últimas en redes de sociabilidad específicas. Pero más allá de esto, el marco de socialización de los individuos que está en juego es el mismo, especialmente si se observa la manera en la que la institución define a las mujeres en el espacio doméstico.

Estas observaciones sobre la política de «familiarización» concomitante a la estructuración de la relación salarial demuestran que no hay que comprender la tipología del espacio social capitalista –en particular la distinción público/privado–, que además comprende lo económico, en el mismo sentido que el liberalismo clásico. Lo privado no es un dato espontáneo generado por algo que sería la autorganización de la sociedad civil frente al Estado. Este último desempeñó un rol central en la construcción de la familia, como también lo hizo en la construcción de la relación salarial. Por lo tanto, la distinción público/privado no remite meramente a una categoría «ideológica» susceptible de ser deconstruida mediante una crítica de sus mecanismos de constitución.

Se trata de una división objetiva del espacio social generada, lo repetimos, por la «disociación» de las relaciones de parentesco del marco de las relaciones políticas y de las relaciones de producción. «Disociación»: esta fórmula no significa que las relaciones, que antes estaban encastradas las unas en las otras, ahora se separan como si se tratara de un simple juego de construcción. Por el contrario, en ese movimiento las relaciones se son sometidas a una profunda restructuración de la que surgen formas sociales específicas. Lo social, en tanto objeto de estudio, no es un dato transhistórico homogéneo que atraviesa de manera indiferenciada la historia de las sociedades.

Si, como nos enseñan la antropología y la historia, las relaciones de parentesco juegan un rol decisivo en el estatuto social que se les otorga a las mujeres, este movimiento de «disociación» no puede sino transformar sus condiciones generales de socialización y las relaciones hombre/mujer que resultan de ellas. Volvamos a la fórmula de Engels: «La dirección del hogar perdió su carácter público. La sociedad ya no tuvo nada que ver con ello. Se transformó en un servicio privado». Esta tesis es decisiva en lo que respecta a la familia moderna, pero es falsa si se la proyecta (error que Engels comete) sobre las sociedades de «clase» precapitalistas.

En las familias campesinas del Antiguo Régimen, la mujer no solo tenía otras tareas distintas de las del cuidado «del hogar» (el nombre es anacrónico), sino que además esas tareas no estaban separadas de la producción social, dado que la familia campesina era una unidad de producción. El trabajo de las mujeres está presente en todas las actividades de la comunidad campesina, que estipula una división sexual del trabajo explícita que afecta a toda la producción social. Eso que Engels llama «la dirección del hogar» –las tareas que les atribuye a las mujeres la división sexual del trabajo y que no se reducen a actividades que se desarrollan al interior de la casa– no es un servicio privado que se opone a los trabajos realizados en el marco de la producción social.

La oposición masculino/femenino no coincide con la distinción entre público/privado. Aun si lo hacen en menor medida que los hombres, las mujeres están presentes en la «esfera pública» (en el sentido amplio de la expresión, es decir, no en el sentido estrictamente moderno), aunque lo hacen en espacios diferentes a los de los hombres y que están delimitados por la función que cumplen en la división sexual del trabajo. Por el contrario, en la familia moderna, que en el marco de la cual la «dirección del hogar» se transformó en un servicio privado, la oposición entre masculino/femenino coincide con la división público/privado. Si se lo comprende de esta manera, el advenimiento de la familia moderna no implica simplemente un mero refuerzo de la «especialización» de las mujeres en el trabajo doméstico, sino una verdadera ruptura en el espacio que ellas habitan.

«La mujer habita otro mundo»

Esta ruptura se manifiesta en las profundas transformaciones del estatuto que se les otorga a las mujeres y en la manera en que se piensan las relaciones entre los sexos. Para resumirlo en una fórmula, podemos decir que se pone en marcha un proceso contradictorio. Por un lado, en el marco más general del movimiento de individualización que empieza a desarrollarse, la mujer es especificada, en sus relaciones con el hombre, como un individuo. Desde este punto de vista, se la reconoce como un individuo igual al hombre. Pero, por otra parte, este reconocimiento se realiza a través de una empresa de naturalización de la nueva distribución del espacio social y del lugar que en él ocupa la mujer: por naturaleza, el dominio de la mujer es lo privado, el «interior» de la nueva vivienda creada por la familia moderna. La mujer es reconocida como individuo, pero en el marco de esa diferencia natural a través de la cual se construye la feminidad según las formas definidas por la cultura moderna, que cristalizan especialmente en la categoría social de madre, simétrica a la de infancia, que se construye entonces (Knibieheler et Fouquet, Histoire des mères, Montalba, 1980).

El discurso de Rousseau es explícito en este sentido y, si bien es un poco exagerado, la esencia de su temática está presente en la mayoría de los representantes político-ideológicos de la Revolución francesa. Esta cuestión fue suficientemente demostrada y no es necesario volver sobre ella en este lugar. Pero es importante remarcar que la mentada naturalización debe ser comprendida en el sentido fuerte del término. Deriva de un movimiento más amplio en el marco del cual se estableció la diferenciación entre los órdenes de la naturaleza y de la sociedad, que anteriormente estaban encastrados el uno en el otro. La oposición naturaleza/cultura, tematizada en el campo de las ciencias sociales (e introducida por Lévi-Strauss), todavía lleva la marca de este movimiento.

En las sociedades precapitalistas, la legitimación del orden social se realizaba todavía (aunque de distintas maneras) mediante su inscripción en el seno de un orden sobrenatural, de un cosmos. La manera en la cual la sociedad se organizaba era un dato de la naturaleza, en la medida en que no era más que un aspecto de ese orden cósmico más amplio. De esta manera, según Aristóteles la organización familiar y la ciudad remiten a una misma «ley natural». La ciudad-Estado es un agregado de familias (más exactamente, de hogares) y el destino del hombre, que es ser un «animal político», no puede realizarse más que por medio de la oikia (Sissa, La familia en la ciudad griega, en Historia de la familia. Tomo 1, Alianza Editorial, Madrid, 1988).[1]

Por el contrario, luego de la Revolución francesa y, en términos más generales, en el marco de la política moderna, asistimos –tal como explica Pierre Rosanvallon– a una «auto-institución de lo social». El orden político de la sociedad no refleja la naturaleza de las cosas, en el sentido aludido antes, sino que remite a un contrato entre los hombres, es decir, deviene convencional: «La relación entre los sexos se encuentra profundamente afectada por ello, al redoblarse con una nueva separación su antigua división funcional: la identificación de lo masculino con el orden de la sociedad civil y de lo femenino con el orden natural. En adelante, la mujer ya no será entendida sólo en sus diferencias físicas o funcionales con respecto al hombre; a partir de su propio papel social, habitará ahora un mundo ajeno al suyo» (La consagración del ciudadano. Historia del sufragio universal, Instituto Mora, México, 1999, p. 129).

La temática que se desarrolla en el seno del movimiento obrero a partir de fines del S. XIX se inscribe en esta misma problemática. Es muy significativo que los obreros que adhieren a esta perspectiva sean partidarios de la emancipación del género humano. Ellos afirman, como los burgueses iluminados del siglo precedente, respetar la individualidad de la mujer. Pero, tal como explican Jacques Rancière y Patrice Vauday (Les Révoltes logiques, invierno de 1975, pp. 17-18), la liberación de la mujer implica que recupera su vocación natural, que está vinculada con la existencia de un dominio reservado. De esta manera, la mujer contribuye al mantenimiento de un espacio cerrado a la intrusión patronal y estatal: el orden natural de la familia. Este discurso es replicado por muchas feministas. Si bien se aleja –por ejemplo, al aceptar la unión libre– de ciertos valores de la familia burguesa, su estructura es la misma que la del discurso sobre la feminidad del S. XVIII: la mujer es reconocida como un individuo igual al hombre, pero en su diferencia, es decir, en lo que respecta a esa vocación «natural». La conclusión es tanto más llamativa si se tiene en cuenta que, en la misma época, la historicidad de la familia se convierte en un problema para las ciencias sociales incipientes. Es difícil evitar la tentación de hacer de dicho discurso el mero efecto de ciertos «prejuicios» provenientes de la antigua familia patriarcal en vías de desaparición y alimentados por la competencia de la mano de obra femenina. Pero, al contrario, está articulado de manera específica a la construcción de la nueva familia moderna.

Un proceso contradictorio

Por lo tanto, el movimiento histórico a través del cual se constituye la feminidad es contradictorio. La otra cara de la naturalización es la «biologización y la sexualización del género y de la diferencia de los sexos», según una fórmula de Michelle Perrot (La place des femmes, La Découverte, 1995, p. 42) que remite al libro de Thomas Lauquer (La construcción del sexo, Cátedra, Madrid, 1994). Este trabajo se sitúa en la línea de Michel Foucault y, precisamente por ese motivo, nos brinda una visión unilateral del proceso histórico. En este mismo sentido, sería interesante analizar con más detalle los distintos puntos de vista que adoptan los estudios históricos sobre la medicalización, a manos de los hombres, de un problema como el del parto. De esta manera, Mireille Laget (Naissances, Seuil, 1982) insiste en la pérdida de poder de la comunidad de las mujeres, que en el pasado se encargaban del parto, y, en el prefacio a la obra, Philippe Ariès nos ofrece una mirada nostálgica sobre las antiguas formas de sociabilidad y de «saber-hacer» femeninas. Por el contrario, Edward Shorter (Le corps des femmes, Seuil, 1982) hace recaer el acento exclusivamente sobre los progresos que implicó la medicalización y sugiere que la «alianza» entre los médicos iluminados y las mujeres es uno de los factores que emanciparon a estas últimas de las ataduras tradicionales que pesaban sobre sus cuerpos.

De la misma manera, existen distintas apreciaciones de las características del matrimonio vinculado a la nueva familia que emergió en el S. XVIII. Según Elisabeth de Fontenay, «el matrimonio somete a la mujer, puesto que transforma el contrato familiar entre familias de tipo patriarcal en un lazo conyugal interindividual vaciado de toda dimensión socio-política. Al privatizar este lazo, se expulsa a la mujer y se la mantiene a distancia de la vida pública» (Les Temps Modernes, mayo de 1976, p. 1792). En este sentido, la autora remarca uno de los aspectos del proceso, contra una visión lineal del progreso histórico que Edward Shorter no siempre logra evitar en El nacimiento de la familia moderna (Editorial Crea, Buenos Aires, 1977). Este autor rechaza cualquier visión idílica de las antiguas formas de sociabilidad y destaca únicamente las posibilidades abiertas por el proceso. En cualquier caso, Elisabeth de Fontenay olvida la dinámica de transformación que se inscribe en este vínculo interindividual. Tal como señala Jean-Louis Flandrin, sucede algo similar en el campo de las relaciones sexuales luego del reconocimiento de la mujer como compañera. De nuevo, sería interesante profundizar en el esquematismo de ciertos análisis que vinculan el advenimiento de la burguesía con un proceso de normalización sexual y de confinamiento de la sexualidad y del amor en los marcos de la familia. El acento que se pone sobre una supuesta amplitud de la libertad sexual que habría existido en las sociedades del Antiguo Régimen (Solé, El amor en Occidente, Argos, 1977), nos hace perder de vista que se trata, en lo esencial, de una libertad sexual masculina que se expresa en relaciones de opresión brutales hacia las mujeres.

En términos más generales, debe decirse que la transformación del matrimonio «en un lazo conyugal interindividual» implica que tiende a darse como un contrato entre dos individuos que se presuponen libres e iguales. Sin embargo, en el mismo movimiento se presupone la dependencia milenaria de los hombres que afectaría a las mujeres. Esta situación se encuentra también en el plano legal. Bajo el Antiguo Régimen, ciertas mujeres podían votar, dado que la tradición feudal ligaba ese derecho a un estatuto (por ejemplo, a la propiedad de un feudo) y no a la persona. La Revolución francesa suprimió el derecho a voto de las mujeres, pero introdujo ciertos progresos a nivel del derecho privado, por ejemplo, al menos en un primer momento, un derecho al divorcio relativamente igualitario.

Producción capitalista y división sexual del trabajo

No iré más lejos en estas observaciones y destacaré otro aspecto de la dimensión contradictoria de este proceso de socialización de las mujeres, que no recubre exactamente el que describí más arriba. Está vinculado a la relación de las mujeres con la producción social y al devenir de la llamada división sexual del trabajo. En efecto, a pesar de que se presente como una evidencia, esta categoría funciona más bien como una «prenoción» que como categoría de análisis rigurosa. En primer lugar, en lo que respecta a la noción misma de división del trabajo, puesto que el trabajo concebido como una categoría específica es un invento de la modernidad. En segundo lugar, la categoría de división sexual del trabajo suele emplearse para hablar de dos realidades diferentes. En el sentido estricto del término –o, en cualquier caso, es el sentido en el que la utilizaré– designa el hecho de que las actividades de producción se organizan según el principio de una división del trabajo entre los sexos. Pero también puede utilizarse para decir que la división del trabajo es sexuada, en el sentido de que, sin remitir a un principio de organización de lo social en función de la diferencia de sexo, albergaría relaciones asimétricas entre los sexos.

Volvamos a la familia moderna. Dijimos que su advenimiento no implica un mero refuerzo de la «especialización» de las mujeres en el trabajo doméstico, sino una verdadera ruptura en el espacio que ellas habitan. En tanto que están determinadas por las relaciones de parentesco, las mujeres no existen más como un grupo social específico que dispondría, según el lugar asignado por la división del trabajo entre los sexos, de sus propios espacios en «la esfera pública» (en el sentido amplio del término) estructurada por la producción social. En cambio, las mujeres habitan actualmente «otro mundo» que es distinto al de los hombres.

Entonces, la división del trabajo entre los sexos deja de funcionar como un medio para delimitar los espacios respectivos de dos grupos sociales presentes en el seno de la producción social, para empezar a trazar una frontera entre dos espacios sociales de naturaleza diferente. Encerradas en la familia y en «la dirección del hogar» que se convirtió en un servicio privado, las mujeres, en la medida en la  que están determinadas por las relaciones de parentesco, son expulsadas de la producción social. Pero, al mismo tiempo, sus condiciones de participación en el marco de aquella se transforman profundamente dado que, al contrario de lo que sucedía en el contexto de las formas precapitalistas, la división del trabajo entre los sexos deja de ser un principio organizador de la producción capitalista.

Esta conclusión puede parecer sorprendente de parte de alguien que remite a los trabajos del período 1970-1980, durante el cual las investigaciones pretenden mostrar justamente que, en la producción social capitalista, la división del trabajo es considerablemente sexuada (Kergoat, Critiques de l’économie politiques, oct-dic de 1978). Efectivamente, esto es así. Pero una cosa es remarcar la dimensión sexuada la división del trabajo, y otra cosa es afirmar que la división del trabajo entre los sexos es uno de los principios organizativos de la producción, tal como lo era en las formas precapitalistas. Es decir, que la producción está organizada en función de la diferencia entre los sexos y que, por lo tanto, esa división es explícita. En las sociedades «primitivas», en las cuales las relaciones de parentesco funcionan como relaciones de producción, la producción social está estructurada por las relaciones de sexo. Maurice Godelier (La producción de Grandes hombres, Akal, 1986) muestra cómo entre los Baruya, la legitimación del orden social –es decir, su inscripción en el orden sobrenatural– está completamente construida alrededor de las relaciones de dominación de los hombres sobre las mujeres. En las sociedades de «clase» precapitalistas se vuelven dominantes otras divisiones sociales, pero la organización de la producción según las relaciones de sexo conserva toda su pertinencia, tal como sucede, por ejemplo, en las distintas comunidades campesinas explotadas por «clases» dominantes.

En La dominación masculina, Pierre Bourdieu remarca, con justa razón, que no debe proyectarse sobre estas sociedades una visión tomada del mundo moderno. Porque el trabajo, en el sentido en que nosotros lo entendemos, como práctica diferenciada de otras actividades, en esos casos no existe. En estas sociedades, el «trabajo» es «una función social que cabe llamar “total” o “indiferenciada”» que, además, no concierne únicamente a las actividades productivas (p. 65). Lo que dije sobre el lugar de la división sexual del trabajo es importante porque refiere, no solamente a la actividad específica de un individuo (el trabajo en el sentido moderno), sino a una «función social» global que asigna un estatuto a los individuos en la comunidad. Esa división estructura una jerarquía desigual que define a un grupo social –en este caso, las mujeres– en toda la amplitud del espacio social de la comunidad en cuestión.

Si la división sexual del trabajo no existe más como principio de organización de la producción social capitalista, esto se debe a que las relaciones de parentesco se encuentran totalmente «disociadas» de las relaciones de producción. Y también a que, en términos más generales, dado que el trabajo asalariado capitalista no especifica a los individuos según estatutos, la división del trabajo en una empresa moderna no se estructura, en sus formas de legitimación, a través de una jerarquía definida por estatutos sociopolíticos, sino a través de lo que el joven Marx denominaba la «jerarquía de saber», la cual se legitima solamente en función de las condiciones de la organización técnico-científica de la producción. Naturalmente, no se trata de decir que esta división del trabajo es «neutral», que está exenta de relaciones de dominación y que no tiene una dimensión sexuada. Se trata simplemente de remarcar la relación contradictoria de las mujeres con la producción social.

La relación salarial no especifica a los individuos según estatutos

Las mujeres son «proletarizadas» (devienen asalariadas) como un grupo social específico. Este estatuto se manifiesta en fenómenos que fueron analizados en profundidad: doble jornada laboral, variación de las tasas de empleo en función de la desocupación, jornada a tiempo parcial, oficios denominados «femeninos», etc. Sin embargo, en este último caso, la variación de acuerdo a los cambios de coyuntura o a la evolución histórica muestra que el carácter sexuado de los distintos sectores laborales no remite a una definición social estricta de lo masculino y de lo femenino en el ámbito de la producción. Es cierto que esta última no se limita a constatar las relaciones asimétricas entre los sexos, sino que contribuye a reproducirla. Pero en última instancia, esta situación no deriva de las propiedades de la producción capitalista, sino del estatuto que les asigna a las mujeres la familia moderna. Por otro lado, esto es lo que muestran en general los estudios sobre el carácter sexuado de esta institución. La contradicción opera también en el sentido inverso. Las mujeres son proletarizadas en tanto que mujeres, pero en ese mismo movimiento se convierten en asalariadas. Una de las conquistas del feminismo es haber mostrado que la participación en la producción social no es equivalente a la emancipación. Pero, al menos en su gran mayoría, las feministas no cuestionan el hecho de que convertirse en asalariadas sea un factor importante, e incluso decisivo, en el camino hacia la emancipación. No insistiré sobre este punto. Solo quiero señalar que no se trata simplemente de la independencia económica, de la participación en actividades sociales, etc. La relación salarial no especifica a los individuos según estatutos. En tanto intercambia esa mercancía tan particular que es la fuerza de trabajo en el marco de esta relación social específica, que es la relación salarial capitalista, el asalariado es concebido como un individuo al mismo tiempo libre e igual a todos los otros individuos. Y esta determinación no es meramente formal, aun si, por otra parte, el trabajo asalariado es una relación social que sirve de mediación a la explotación capitalista.

Aunque esta relación sea sexuada, la misma determinación opera en el caso de la mujer asalariada que, al participar de este intercambio mercantil, es concebida como un individuo al mismo tiempo libre e igual a los otros individuos. De esta manera, ingresa de lleno en la esfera jurídico-política moderna en la cual se enuncia, como una exigencia sin cesar repetida, la cuestión del derecho a la libertad y a la igualdad. No obstante, la categoría de igualdad de la que aquí se trata no es exactamente la misma de la que hablamos a propósito de la familia moderna, que especifica a la mujer como un individuo sexuado. Con todo, como explica Marx, el proceso de intercambio de mercancías no presupone la libertad y la igualdad de los individuos, pero dicta su equivalencia: para él la diferencia entre los individuos no existe. En este sentido, lo que caracteriza al sujeto jurídico-político moderno es su abstracción en el sentido fuerte del término: el individuo es abstraído de sus condiciones relacionales de existencia. Por lo tanto, no es sexuado.

Es cierto que con el desarrollo del derecho social, se concreta toda una esfera del derecho moderno que trata a los individuos en tanto que pertenecen a un grupo social particular. De hecho, se observa en este marco el estatuto que la familia moderna les asigna a las mujeres, por ejemplo, en la construcción del Estado de bienestar. Aun si luego muchos países se alejaron de este estándar, «la mayor parte de los Estados establecieron un modelo sexuado de acceso a los derechos sociales, que define y trata a las mujeres como madres y/o esposas» (Lewis, La place des femmes, La Découverte, 1997, p. 406). Sin embargo, en su núcleo duro, por medio del cual se especifica al sujeto jurídico-político, el derecho moderno todavía se define por la abstracción. Es precisamente esto lo que permite comprender el lugar que ocupó (y que ocupa todavía) en las luchas por la emancipación que se desarrollan en nombre de una exigencia de «igualibertad» que se repite sin cesar, puesto que existe «una tensión permanente entre las condiciones que determinan históricamente la construcción de instituciones conforme a la proposición de la igualibertad y la universalidad hiperbólica del enunciado» (Balibar, Les frotières de la démocratie, La Découverte, 1992, p. 138). De esta manera, no se dice nada de la diferencia entre los sexos. Planteada en estos términos, la cuestión de la igualdad y de la diferencia –recurrente, lo sabemos, en el feminismo– es una cuestión específica de la modernidad.

Me referí en más de una ocasión al proceso de socialización contradictorio que el capitalismo impone a las mujeres. Esta fórmula no debería hacer creer que estas contradicciones funcionan, por así decirlo, en sí mismas, para hacer evolucionar el sistema. Una contradicción en sí misma es muda a menos que se convierta en una contradicción social, es decir, a menos que exista como conflicto social, lucha social, etc. a través de la cual se estructuran agentes sociales. Y es este el movimiento que hace evolucionar al sistema. Sabemos, por ejemplo, que fueron necesarias muchas luchas, en particular alrededor de la cuestión de la ciudadanía, para que el asalariado se transforme en un sujeto jurídico-político. Pero no es menos cierto que explicar un proceso general de socialización contradictorio es importante para comprender, no solamente lo que nutre las luchas por la emancipación, sino también aquello que estructura su horizonte.

Observaciones sobre libro de Pierre Bourdieu

Es toda esta dimensión lo que desaparece en el libro de Pierre Bourdieu. Volvamos sobre la manera en que el autor habla de la dominación masculina a partir de sus análisis de la sociedad cabileña, desarrollados en La dominación masculina:

El orden social funciona como una inmensa máquina simbólica que tiende a ratificar la dominación masculina en la que se apoya: es la división sexual del trabajo, distribución muy estricta de las actividades asignadas a cada uno de los dos sexos, de su espacio, su momento, sus instrumentos; es la estructura del espacio, con la oposición entre el lugar de reunión o el mercado, reservados a los hombres, y la casa, reservada a las mujeres, o, en el interior de ésta, entre la parte masculina, como el hogar, y la parte femenina, como el establo, el agua y los vegetales; es la estructura del tiempo, jornada, año agrario, o ciclo de vida, con los momentos de ruptura, masculinos, y los largos periodos de gestación, femeninos (ibíd., p. 22).

Pierre Bourdieu describe de manera precisa una sociedad precapitalista en la cual, evidentemente, las relaciones de parentesco funcionan como un importante marco de reproducción del conjunto de las relaciones sociales.

El problema es que pretende construir a partir de esta descripción un modelo teórico para dar cuenta de la dominación masculina en general (al menos en el caso de las sociedades mediterráneas), modelo en el cual la sociedad cabileña cumpliría el rol de «forma canónica» (ibíd., p. 130). En efecto,

Aunque las condiciones «ideales» que la sociedad de la Cabilia ofrecía a las pulsiones del inconsciente androcéntrico hayan sido en gran parte abolidas y la dominación masculina haya perdido algo de su evidencia inmediata, algunos de los mecanismos que sustentan esta dominación siguen funcionando, como la relación de causalidad circular que se establece entre las estructuras objetivas del espacio social y las tendencias que generan tanto en el caso de los hombres como en el de las mujeres. […] Los cambios visibles que han afectado la condición familiar ocultan la permanencia de las estructuras invisibles (ibíd., pp. 75, 131)

Si en la sociedad de la Cabilia la dominación masculina se presenta como una «evidencia inmediata», es porque las relaciones de parentesco no se encuentran «disociadas» de las otras relaciones sociales. Ya señalé que esta «disociación», característica del capitalismo, forma parte de un movimiento más vasto de reorganización de lo social (de las «estructuras objetivas del espacio social») que establece nuevas condiciones generales a la socialización de las mujeres y del conjunto de los individuos. Obviamente, para Pierre Bourdieu, salvo por esta pérdida de visibilidad, la estructura objetiva del «mundo sexualmente jerarquizado» permanece todavía y produce las mismas disposiciones entre los hombres y entre las mujeres.

Por eso es especialmente sorprendente que, para él, la categoría de inconsciente evidentemente no remite a una problemática freudiana. Designa simplemente la existencia de estructuras cognitivas no conscientes que se articulan a una «construcción social de los cuerpos». No voy a discutir aquí la teoría de la violencia simbólica de Pierre Bourdieu. En lo que respecta a la construcción social de los cuerpos, prefiero las fórmulas de Maurice Godelier, como por ejemplo, cuando afirma que el cuerpo humano funciona como una máquina ventrílocua del orden social y cósmico y que las representaciones del cuerpo incorporan el orden social. Si este es el caso, el análisis debe tomar como punto de partida la manera en la cual el orden capitalista estructura «un mundo sexualmente jerarquizado» para considerarlo en su diferencia con el de las sociedades precapitalistas. De esta manera, nos topamos aquí con una cuestión general que remite al método de análisis del capitalismo. Para retomar una fórmula de Daniel Bensaïd, el orden lógico prima sobre el orden histórico, en el sentido de que –como no se cansa de repetir Marx– el punto de partida del análisis debe ser el de las condiciones estructurales de reproducción del sistema social. En cambio, Pierre Bourdieu adopta un enfoque histórico-genético, en este caso una «sociología genética del inconsciente sexual» (ibíd., p. 130)

Por lo demás, si bien su libro presenta un cuadro coherente de las formas de dominación masculina en la sociedad cabileña, al tratar la situación de las mujeres en la sociedad moderna se contenta con señalar una perspectiva general y con algunas observaciones de método, sin preocuparse por elaborar un cuadro detallado, o, como mínimo, uno que permita observar elementos de continuidad y de diferencia. Sería interesante retomar con más detalle los análisis de La dominación masculina para hacer aparecer todas las diferencias que no son tematizada; en particular, aquellas que conciernen a la producción social y al espacio social que, en la sociedad cabileña, tienen una estructura que es característica de las formas precapitalistas: están completamente estructurados según los principios de la división sexual (con su dimensión cósmica). La organización interna de la vivienda cabileña que describe Pierre Bourdieu reproduce esta división sexual del espacio, pero de manera invertida. Por el contrario, la vivienda moderna de la que habla Philippe Ariès es una parte constitutiva de la estructuración del espacio social (público/privado) que describimos más arriba. Su distribución interna (tipología de los ambientes, etc.) no es la misma que la de la vivienda cabileña. En este caso, la organización del espacio doméstico tiene como objetivo el desarrollo de la «intimidad conyugal»,  que a su vez apunta al «reforzamiento de la pareja y no a la distinción masculino/femenino» (Lefaucher, Segalen, La Place des femmes, La Découverte, 1995)

Es verdad que si uno se contenta con razonar según «oposiciones pertinentes» que, en este caso, se traducen como una homología transhistórica de la oposición masculino/femenino, fuera/dentro, público/privado, es difícil percibir la ruptura introducida por el capitalismo en la estructuración objetiva del espacio social. Más importante es que no se diga nada sobre uno de los aspectos esenciales de lo que denominé el proceso contradictorio de socialización de las mujeres que genera el capitalismo: la igualdad (y, más en general, la igualibertad). En Introducción general a la crítica de la economía política/1857, Marx explica que «en toda ciencia histórica, social […] hay que tener siempre en cuenta que el sujeto –la moderna sociedad burguesa en este caso– es algo dado tanto en la realidad como en la mente, y que las categorías expresan por lo tanto formas de ser […] de esta sociedad determinada» (Editorial S. XXI, México, 198, p. 56). Es decir que, para dar cuenta de la sociedad moderna, no es posible analizar primero lo que sería su objetividad social, para tratar luego las «ideas», las formas de representación que acompañan su desarrollo. La igualdad, tal como la enuncia el mundo moderno, es una categoría social, que remite a la existencia de una forma social objetiva.

Imaginario social y «economía de los bienes simbólicos»

La ausencia del análisis de la igualdad como forma social objetiva es particularmente evidente cuando Pierre Bourdieu afirma que tiene la voluntad de «escapar a la desastrosa alternativa entre lo “material” y lo “espiritual” o lo “ideal” » (La dominación masculina, op. cit., p. 13). Sin embargo, debemos concluir que este olvido es recurrente dado que, por ejemplo, cuando aborda las formas de dominación simbólica del Estado moderno, logra la hazaña de no hablar de la especificidad del sujeto jurídico-político moderno: el lector de estos textos simplemente ignora que, por primera vez en la historia, existe un Estado que enuncia la libertad y la igualdad de los individuos-ciudadanos.

Por lo demás, en La dominación masculina, Pierre Bourdieu casi no trata el problema de la relación salarial moderna. Sin duda porque, según la división esquemática de la sociedad en campos que produce su sociología, la sitúa en el campo «económico». Pero se trata de una relación social decisiva para quien quiere comprender las condiciones generales de socialización del individuo moderno y sus diferencias con las formas precapitalistas.

Aquí de nuevo Pierre Bourdieu razona en términos de continuidad. En los dos casos, las mujeres funcionan como «medios de intercambio», pues su estatuto está determinado principalmente por el lugar que ocupan en la «economía de los bienes simbólicos»:

De la misma manera que, en las sociedades menos diferenciadas, eran tratadas como medios de intercambio que permitían acumular a los hombres el capital social y el capital simbólico a través de los matrimonios, auténticas inversiones que permitían establecer alianzas más o menos amplias y prestigiosas, igualmente, en la actualidad, aportan una contribución decisiva a la producción y a la reproducción del capital simbólico de la familia, y en primer lugar al manifestar, por todo lo que concurre a su apariencia –cosmética, ropa, mantenimiento, etc.–, el capital simbólico del grupo doméstico. Por ello, se colocan del lado del aparentar, del gustar (Ibíd., p. 106).[2]

Todo sucede como si el advenimiento del capitalismo se tradujera como un simple proceso de diferenciación «de la economía de los bienes simbólicos» –en la cual el matrimonio es una pieza central– que solo se autonomizaría conservando la misma estructura. Pero no es así como suceden las cosas. Y si queremos cuestionar un enfoque «economicista» de la familia, es mejor remitirnos, por ejemplo, a Maurice Godelier: «las relaciones de parentesco constituyen los soportes del proceso de apropiación y de uso de la tierra o de los títulos, de estatus, en resumen de realidades tanto tangibles como intangibles, que se presentan ante los actores sociales como algo esencial para la reproducción de sí mismos y de su sociedad» (“El Occidente, espejo roto” en Taller. Revista de Sociedad, Cultura y Política, vol. 2, N° 5, p. 59). En la sociedad del Antiguo Régimen, donde las «clases» dominantes son «estamentos», la cuestión del «aparentar» es decisiva porque es el signo de una jerarquía. Esto permite comprender el motivo por el cual, contra lo que se considera racional desde el punto de vista económico de nuestras sociedades, los grandes señores gastaban fortunas para construir mansiones: eran signos de una jerarquía determinada (Elias, La société de cour, Flammarion, 1985). También permite comprender las estrategias matrimoniales de la burguesía de la época que apuntaban a la nobleza y que, siempre desde el punto de vista «económico», no eran especialmente rentables. En ese contexto, la acumulación de «capital simbólico» a través del matrimonio de las mujeres era un elemento importante, si no decisivo.

Lo simbólico trabaja a partir de la dimensión imaginaria de una relación social. Y si ese imaginario es constitutivo de la objetividad de lo social, entonces es difícil referirse a él sin articularlo a un análisis más amplio de las relaciones sociales que rigen las condiciones específicas de reproducción del conjunto de una sociedad determinada. Suponiendo que la categoría de «capital simbólico» sea pertinente (no creo que lo sea, pero este es otro problema), no puede hacerse como si las condiciones de producción y de reproducción del capital simbólico de la familia siguieran siendo las mismas luego del advenimiento de la familia moderna. A menos que se ignore su novedad, tal como hace Pierre Bourdieu cuando, una vez más, remarca la continuidad: «Las mujeres han permanecido durante mucho tiempo encerradas en el universo doméstico y en las actividades asociadas a la reproducción biológica y social del linaje» (La dominación masculina, ob. cit. p. 104).

El linaje: la palabra es significativa. Remite a otras categorías como las de maisonnée, mansión, estirpe, que son características, por ejemplo, de la familia del Antiguo Régimen, al menos la de las «clases» dominantes. En tal caso, la reproducción del capital simbólico es decisiva dado que, como señalé a propósito de la mansión, concierne a la representación (la puesta en escena) pública de un estatuto socio-político en una sociedad estructurada en «estamentos». Si, más allá de la reproducción biológica, las mujeres cumplen una función determinada en la reproducción social de dicha familia, no lo hacen esencialmente a través del estatuto de mujer/madre que les otorga la familia moderna, que las encierra en el espacio de lo privado. En cambio, su función se despliega en el nivel de las apariencias, en la puesta en escena de ese estatuto, esencial para la reproducción del linaje. Y, por este mismo motivo, las mujeres en este caso no están «encerradas en el universo doméstico», dado que esa puesta en escena no es del orden de lo privado: la mansión es un espacio «público», tiene un salón, y el rol «público» que jugaban las mujeres en los salones durante el S. XVIII es conocido.

Vimos que Elisabeth de Fontenay remarca que, con el advenimiento de la familia moderna, el matrimonio perdió su «dimensión sociopolítica» para transformarse en un lazo privado, expulsando a las mujeres de la vida pública. Es precisamente a todo este juego del «aparentar», con su correspondiente dimensión pública, a lo que se opone entonces la imagen de la mujer-madre cuyo dominio es lo privado. Este será el punto de partida para la construcción social de la feminidad en su versión moderna. La mujer no está más del lado del «aparentar», sino que está del lado de lo «privado». Es en este marco, y a partir del imaginario que lo estructura, que las mujeres empiezan a participar de la «reproducción biológica y social», no del linaje, sino de esta nueva familia. Y –última observación– la función constitutiva de esta familia no es poner en escena públicamente un estatuto social en una sociedad estructurada según jerarquías sociopolíticas.

Naturalmente, deberían añadirse algunos matices con el objetivo de mostrar la manera en la que, por ejemplo, en la burguesía del S. XIX, donde las estrategias matrimoniales están vinculadas al mismo tiempo a problemas de transmisión del patrimonio y de estatuto social, las mujeres funcionan a menudo como «medios de intercambio». Del mismo modo, es evidente que, hasta cierto punto, operan en la familia (como en otros espacios) los «signos de distinción» de los que habla Pierre Bourdieu. Pero lo que quiero remarcar aquí es que el modelo teórico (y no tal o cual descripción concreta) que propone para dar cuenta del estatuto de las mujeres en el matrimonio está completamente sobredeterminado por formas anteriores, en las cuales, efectivamente, las mujeres funcionaban como «medios de intercambio» y la puesta en escena pública de la familia como «capital simbólico» jugaba un rol central.

Notas

[1] Sin entrar en detalle, hay que decir que la pareja polis/oikia no es homóloga a la moderna pareja público/privado, tal como a veces parece sugerirse. Por el contrario, es interesante señalar que, luego de la aparición de la ciudad y de la ciudadanía, único ejemplo de forma de poder político precapitalista no patrimonial (es decir, donde el espacio no se estructura por las relaciones de parentesco), no solamente se excluye a la mujer del ejercicio de la ciudadanía, sino que además, Atenas, que es la ciudad que pone en cuestión de la manera más radical la estructura del hogar (oikia), es a su vez aquella en la cual, si se la compara con otras ciudades, se excluye de manera más enfática a las mujeres de la comunidad ciudadana.

[2] La feminidad situada del lado de la apariencia, del aparentar y del gustar. Estas fórmulas resuenan como un eco de las de Piera Aulagnier-Spairani (Le désir et la perversion, Seuil, 1966, p. 72), que se remite a Lacan cuando habla de la constitución de lo femenino en sus relaciones con el falo: «Allí donde el niño intentará tranquilizarse afirmando que eso que le falta a la mujer, él lo posee […], la niña, en cambio, no puede más que confesarse que el deseo de la madre, si ella quiere continuar siendo su soporte, la obliga a renunciar a su ser para parecer, y para parecer eso que justamente no es y no tiene». Es su cuerpo entero lo que funciona como equivalente fálico. Este enfoque de la feminidad como apariencia, como mascarada, es discutido incluso al interior psicoanálisis (André, La sexualidad femenina, Publicaciones Cruz, 2000). No sé si Pierre Bourdieu conoce este texto de Aulagnier-Spairani, que en la época tuvo bastante repercusión, pero en cualquier caso permite dar cuenta de la manera en la que funciona su enfoque sobre el estatuto de las mujeres en la denominada «economía de los bienes simbólicos». Todo sucede como si Bourdieu «copiara» ciertos elementos del psicoanálisis para, de alguna manera, dotarlos de espesor sociológico.  Pero si se tiene en cuenta el estatuto del inconsciente freudiano, esta sociología del inconsciente es un tanto problemática. Y no se pueden «tomar prestados» análisis del psicoanálisis si se «olvida» lo que ellos presuponen: un inconsciente que, precisamente, tiene muy poco que ver con la sociología. Pierre Bourdieu procede de manera semejante a la de Lévi-Strauss. Por un lado, toma como algo dado –sin discutirla– la tesis según la cual, vinculado a la prohibición del incesto, el intercambio de mujeres es una dimensión simbólica constitutiva del lazo social (del pasaje de la naturaleza a la cultura). Por otro lado, pretende desarrollar un enfoque sociológico del fenómeno (en el cual se refiere, precisamente, a la economía de los bienes simbólicos), aun si para Lévi-Strauss no se trata de esto en absoluto.

Texto aparecido en la revista Critique communiste, n° 154, invierno de 1999, en el marco de un dossier sobre «Mujeres»

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