“A la memoria de Cristóbal Colón”, reza la inscripción de la monumental Fuente de Colón en Washington, D.C., “cuya fe inquebrantable y valentía indomable dieron a la humanidad un Nuevo Mundo”. El monumento se erigió en 1912, y uno se avergüenza cuando lee hoy esas palabras. Colón no dio a la humanidad un Nuevo Mundo. Como indica la estatua del nativo americano arrodillado junto a Colón, el mundo entero ya estaba en manos de la humanidad.

De hecho, dondequiera que navegaran los “descubridores” europeos, se encontraron con gentes que ya habían descubierto aquellas tierras mucho antes que ellos. Las Américas ya habían sido descubiertas, del mismo modo que Australia y Nueva Zelanda y el Ártico. Hasta las islas aparentemente remotas del Pacífico ya estaban habitadas cuando llegaron los europeos. Es estimulante observar qué pocos lugares realmente vacíos hallaron los navegantes europeos: “islas y hielo, sobre todo”, según el cartógrafo Bill Rankin, de la Universidad de Yale. Sin contar las tierras congeladas de los polos, Rankin calcula que las zonas despobladas descubiertas por los europeos no sumaron más que el 0,14 % de la superficie terrestre.

¿Cómo fueron a parar los seres humanos a todos esos lugares? Esta pregunta ha atormentado a pensadores europeos durante siglos. Para Carlos Linneo, el botánico sueco que ideó el sistema que utilizamos hoy para clasificar las especies, tuvo que ser obra de Dios. Después de crear el Jardín de Edén, Dios dispersó a los humanos por todo el planeta, y ahí se quedaron, esperando que los europeos los descubrieran.

La teoría de Linneo ofreció una solución nítida, pero efímera. Científicos posteriores se inclinaron por la teoría de que los humanos migraron sin rumbo fijo a todos esos lugares remotos. Difícil imaginar cómo lo hicieron para llegar a Polinesia, dada la distancia de algunas de sus islas desde cualquier gran masa terrestre. Ralph Linton, destacado antropólogo del siglo XX, insistió en que los primeros polinesios tuvieron que arribar “a raíz de derivas accidentales”: navegantes del este que el viento había desviado de su rumbo y que tocaron tierra por casualidad. El etnógrafo noruego Thor Heyerdahl ofreció una variante más inquietante de esta teoría: una  “raza de dioses blancos”, originarios de Eurasia, había navegado hacia el oeste, partiendo de América en dirección a Polinesia. En 1947, para demostrar que esto era factible, construyó una balsa, llamada Kon-Tiki, la equipó con una radio y dejó que el viento y la corriente marina le llevaran a 7.000 kilómetros de Perú, hasta que encalló sobre un arrecife de coral en la Polinesia francesa.

Lo que ni Linton ni Heyerdahl pudieron creer era la historia que contaba la propia gente del Pacífico, a saber, que habían surcado el vasto océano a propósito. Para demostrarlo, en 1976 un navegante micronesio llamado Mau Piailug zarpó de Hawai en una embarcación que imitaba las del siglo XVIII. No llevaba cartas náuticas ni instrumentos modernos. En vez de ello, recurrió a una forma tradicional de navegar guiándose por la posición de las estrellas, la percepción del oleaje, otras observaciones naturales y una memoria prodigiosa. Piailug llegó a Tahití en 34 días. En las siguientes tres décadas, el barco realizó otros nueve viajes, acertando con toda precisión destinos muy lejanos.

El misterio de los orígenes de los pueblos polinesios ya no desconcierta a la antropología. Hay numerosas pruebas que confirman que Piailug tenía razón: llegaron primero desde Asia, y no por accidente. Sin embargo, la mentalidad que no quería ver esta verdad todavía persiste. Nos resulta fácil imaginar las migraciones como accidentes singulares: canoas que se las lleva la corriente, cazadores siberianos que se equivocan de camino en el estrecho de Bering. Nos resulta mucho más difícil imaginar que la gente migra intencionadamente, de manera regular, y que esto forma parte del curso natural de las cosas.

Este prejuicio contra el movimiento es el tema del libro titulado The Next Great Migration: The Beauty and Terror of Life on the Move [La próxima gran migración: belleza y terror de la vida en movimiento], de la periodista científica Sonia Shah, quien ha tenido la oportunidad de observar el fenómeno durante décadas. Como ciudadana australiana nacida en Nueva York y de ascendencia guyaratí, Shah ha vivido con “un agudo sentimiento de estar de alguna manera fuera de lugar”. Tal vez sea por eso que ha hecho carrera estudiando insectos, parásitos y bacterias que cruzan fronteras, entre otros en su profético libro de 2016 con el título Pandemic: Tracking Contagions, From Cholera to Ebola and Beyond [Pandemia: rastreo de contagios, del cólera al ébola y más allá]. 

Ahora, en The Next Great Migration, Shah escala un peldaño más. No solo se mueven los microbios, apunta, sino todo: aves, roedores, árboles, continentes y –ojo– humanos. Acepta que esto significa que hemos de ver el movimiento más como un fenómeno normal que excepcional. Y nos prepara para recibir el futuro que traerá el cambio climático –en que la gente tendrá que migrar como nunca antes– con ecuanimidad y humanidad.

El título del libro apunta a este futuro, pero Shah se centra principalmente en mostrar hasta qué punto el movimiento de humanos y animales ha sido común en el pasado. Mirar atrás es importante porque, según ella, todavía tenemos que romper con lo que llama “el mito del mundo sedentario”. Una y otra vez, la ciencia ha dado por normal el arraigo fijo y se ha visto sorprendida ante el descubrimiento de que, de hecho, las cosas migran. Este sesgo a favor de la estabilidad, señala Shah, se basa en la sensación generalizada de que las plantas, los animales y las personas tienen sus lugares propios, a los que pertenecen. Esto es lo que sentimos cuando decimos que algo está fuera de lugar. De acuerdo con Shah, esta sensación de pertenencia a menudo nos nubla la vista.

Veamos el ejemplo de los leminos. Si la gente sabe algo de ellos, es que son suicidas, que se dejan caer enloquecidos por los acantilados para ahogarse en el mar que no perdona. Visto así, se trata de un comportamiento curioso, pero en 1924 el British Journal of Experimental Biology explicó que era un mecanismo de depuración poblacional. Los leminos se reproducen, agotan los pastos y entonces, cuando van a morir de hambre, prefieren la muerte que la deshonra, “lanzándose extáticamente por los bordes de los puentes de ferrocarril”. El documental de 1958 de Disney White Wilderness sembró la noción del suicidio masivo en muchas mentes tiernas con su filmación de docenas de leminos sumergiéndose en el Ártico, sobreviviendo apenas un “pequeño puñado” de sus congéneres más prudentes.

Claro que White Wilderness fue un montaje, señala Shah. Aquellos leminos no saltaron: los empujaron. Y la razón es que los leminos no son suicidas. En realidad son empedernidos migrantes, capaces que aventurarse a buscar nuevos hábitats, cruzando incluso pequeños cursos de agua, para responder a presiones demográficas. Es típico de un “mundo no migratorio, encerrado en sus fronteras”, escribe Shah, que la mayoría de la gente asuma que los leminos que migran buscan la muerte, cuando en realidad lo que buscan es una nueva vida.

Para decirlo francamente, hay muchos motivos por los que la ciencia ha tenido tantas dificultades para comprender la migración. Es muy complicado seguir, digamos, a una mariposa monarca desde Ontario hasta Michoacán, hay fronteras de por medio. Antes del siglo XIX, todo el mundo se preguntaba adónde se iban las aves fuera de temporada. El primer tratado en lengua inglesa sobre el tema, escrito por un destacado físico del siglo XVII, concluyó que volaban a la Luna. No fue hasta 1822, cuando apareció una cigüeña en un pueblo alemán con una lanza centroafricana clavada en el cuello, que la ornitología captó realmente la naturaleza y el alcance de esas rutas migratorias. Y a lo largo de todo el siglo XX y hasta hoy, entrado el siglo XXI, las rutas precisas de muchas especies todavía se desconocen.

Racismo y sedentarismo

Pero Shah ve más allá de la mera ignorancia. Asoman motivos más oscuros que subyacen a teorías científicas respetables. Puesto que Linneo creía en un mundo biológico estable, la resultaba más fácil imaginar que las aves hibernaban en invierno desapareciendo en escondrijos ignotos que no que cruzaban zonas ecológicas. Por consiguiente, le fue más fácil creer que la humanidad estaba dividida en cinco subespecies raciales, cada una con su clima idóneo y su continente.

El racismo viene de la mano, como demuestra Shah, de la creencia en un mundo sedentario. En el siglo XX, Madison Grant, uno de los fundadores del zoológico del Bronx, creía que los animales estaban acorralados por sus hábitats. La excepción alarmante, a ojos de Grant, era el ser humano, el “más cosmopolita de los animales”. La movilidad humana no era buena, a su modo de ver. Como advirtió en su popular tratado de 1916, The Passing of the Great Race [El final de la gran raza], la migración de los pueblos fuera de sus climas habituales conduciría al mestizaje y al debilitamiento de la raza blanca.

Las teorías de Grant tuvieron resonancia en Estados Unidos a comienzos del siglo XX, cuando este país estaba embarcado tanto en la segregación racial como en el imperialismo. El presidente Theodore Roosevelt contaba a Grant entre sus amigos íntimos, intercambiaba notas con él sobre las formas craneales de diversos grupos raciales y le dijo que “todos los estadounidenses deberían estarle profundamente agradecidos” por escribir The Passing of the Great Race. La obra de Grant contribuyó finalmente a inspirar la ley de inmigración de 1924, que restringía gravemente la inmigración procedente de países de fuera de Europa Occidental y del Norte.

Grant también recibió el aplauso de los nazis, que publicaron The Passing of the Great Race en alemán. Adolf Hitler lo leyó con entusiasmo, calificándolo de su “biblia” en una carta a Grant. Los nazis estaban obsesionados con la estabilidad biológica en todos los ámbitos. Pretendían, escribe Shah, “desterrar las plantas ‘foráneas’ de sus jardines”, tales como las aparentemente inocuas alegrías [impatiens], que consideraban invasoras mongolas. Mientras, protegían especies autóctonas y castigaban la caza de un águila con la pena de muerte.

A fin de cuentas, explica Shah, el modo en que vemos las plantas y los animales tiene que ver con el modo en que vemos a las personas, y para ella esto revela los dilemas políticos y éticos más amplios que genera el mito de un mundo sedentario. Vemos las alegrías como una planta invasora, y tal vez tengamos la misma sensación con respecto a los polacos. Vemos a los leminos migrantes como hordas insensatas que no aprecian ni su propia vida, y estamos tanto más dispuestos a decir lo mismo de los refugiados sirios que cruzan el Mediterráneo.

Por fortuna, nunca hubo tiempos mejores para el revisionismo lemino. Especialmente dos tecnologías, apunta Shah, han transformado recientemente nuestra comprensión de la migración. La primera es el Sistema de Posicionamiento Global (GPS). La segunda es la extracción de ADN del hueso petroso humano, próximo a la oreja. Combinando las enseñanzas de ambas, señala, saltará por los aires el mito de un mundo sedentario y demostrará el sinsentido de las políticas actuales de fronteras cerradas.

El Departamento de Defensa de EE UU comenzó a lanzar satélites GPS en la década de 1970, y en 1993 ya tenía en órbita el juego completo. Claro que los científicos civiles que utilizaban el sistema solo podían calcular posiciones de forma aproximada, puesto que el Pentágono degradaba intencionadamente la señal disponible para el público, con ánimo de confundir a los adversarios de EE UU. Poco después de la medianoche del 1º de mayo de 2000, dejó de hacerlo, con lo que todo usuario del GPS en cualquier parte del mundo pudo gozar de todas las ventajas del sistema. El auge subsiguiente de las tecnologías asociadas al GPS dio pie a la creación de pequeñas placas alimentadas con energía solar que los científicos podían fijar en animales migratorios.

Los científicos del siglo XIX dependían de fenómenos raros como unas cigüeñas con lanzas africanas atravesadas en el cuello para descifrar los misterios de la migración. Ahora pueden clavar una lanza en cualquier cigüeña que se les antoje y recibir imágenes de una cámara adosada cada cinco segundos. Los resultados han sido “sorprendentes”, escribe Shah. La golondrina ártica, a pesar de su nombre, vuela todos los años del extremo norte del planeta hasta la Antártida, un viaje de casi 96.500 kilómetros. ¿Qué hay de las águilas nativas alemanas que los nazis tanto se afanaban en proteger? Podemos avistar algunas en Zambia en invierno. Resulta que los animales migratorios se mueven mucho, a menudo de forma inteligente, compleja y profundamente extraña.

Los seres humanos también. La vieja idea era que los homo sapiens habían migrado fuera de África cruzando puentes terrestres y arribado a hábitats improbables, separándose del resto de la humanidad y fundando nuevas poblaciones. Pero esto era antes de 2015, cuando el antropólogo Ron Pinhasi y sus colegas demostraron que el inusualmente denso hueso petroso podía albergar un tesoro de ADN de especímenes arqueológicos. Gracias a la mejora de la extracción y de las técnicas se secuenciación del ADN, el hueso petroso nos ha proporcionado una visión mucho más clara del pasado lejano. Ya no creemos que los antiguos migrantes llegaron accidentalmente a nuevos lugares viajando siempre adelante. Resulta que al parecer avanzaban y retrocedían, migrando en múltiples direcciones. La imagen de la humanidad como un árbol con sus ramas divergentes, escribe Shah, solo tiene sentido si imaginamos esas ramas virando hacia atrás y juntándose con otras.

“Las poblaciones de hoy no descienden casi en ningún caso de poblaciones que existieron en el mismo lugar hace siquiera 10.000 años”, explica el paleogenetista David Reich. Se debe a que la gente se mezcla y se mueve sin cesar. “Pienso que es una percepción muy profunda”, añade. “Debería cambiar la manera en que vemos nuestro mundo.”

Debería, pero ¿la cambiará? Shah señala una penosa ironía: justo cuando los colegas científicos de Reich descubrieron que podían moler los huesos petrosos para saber con qué frecuencia se mudaron los humanos en el pasado, los gobernantes se pusieron a levantar vallas y muros con la idea de impedirles seguir haciéndolo hoy. El año 2015 –el mismo año en que se publicó la ponencia del grupo de Pinhasi– asistió a “un auge sin precedentes de la construcción de nuevos muros fronterizos”, escribe Shah. Surgieron barreras en el lado europeo del Mediterráneo para cerrar el paso a la gente refugiada de Oriente Medio. Las nuevas barricadas han taponado los pasos fronterizos, aunque al precio de hacer que un viaje ya de por sí azaroso lo sea todavía más. En 2015, un migrante de 270 murió tratando de alcanzar Europa por mar; en 2018, fue uno de 52.

Las fronteras impermeables matan, y también empobrecen. Pensemos en Haití, en tiempos uno de los trozos de tierra más provechosos del planeta y ahora uno de los países más pobres del mundo. Ha sufrido temendamente a manos de naciones tan poderosas como Francia y Estados Unidos, hasta el punto de que tiene difícil cualquier arreglo económico. Sin embargo, hay una estrategia que ha ayudado: dejar que la gente se vaya. El economista Bill Easterly, de la Universidad de Nueva York, ha calculado que el 82 % de las personas haitianas que han escapado de la pobrera se lo deben a que emigraron a EE UU. Lamentablemente, este país se ha vuelto menos receptivo al respecto y últimamente ha deportado a mucha gente haitiana, expulsándola del ascensor económico. “¿Para qué necesitamos más haitianos?”, dicen que Donald Trump preguntó una vez en el Congreso. “Sáquenlos.”

La respuesta típica a nativistas como Trump por parte de los defensores de la inmigración consiste en alegar necesidad. Las personas haitianas tienen buenas razones para solicitar el estatuto de refugiadas políticas o económicas, partiendo básicamente de que necesitan un país nuevo porque el suyo está quebrado. A Shah le parece bien, pero su libro aporta un argumento diferente. The Next Great Migration rechaza sin aspavientos la idea de que alguien pertenece a algún lugar, de que alguien tiene un país que es suyo. En este sentido, las personas haitianas no tendrían que alegar que su país es inviable para entrar en otro. Hacerlo equivaldría a acreditar demasiado el mito de un mundo sedentario, en el que la migración es un acto excepcional, fruto de la desesperación.

Para Shah, la migración siempre ha sido la regla más que la excepción, pero se tornará todavía más común a medida que el planeta se caliente. Bangladés, un país situado en una cota muy baja, tiene más de 150 millones de habitantes. Si el nivel del mar sube un metro –cosa que muy probablemente ocurrirá este siglo–, una quinta parte del territorio bangladesí, donde viven unos 30 millones de personas, quedará sumergido. Los 30 millones se verán forazados a migrar, y cuando lo hagan, importará mucho cómo los contemplan. Como bangladesíes perpetuamente desplazados, es probable que luchen por hallar un refugio seguro. Sería mejor, sugiere Shah, olvidarse de las etiquetas, reconocer que la humanidad es una especie migratoria y crear instituciones acordes con este hecho.

Es un argumento trascendental, si bien a la hora de concretar cómo podrían ser dichas instituciones, Shah decepciona por lo poco que tiene que decir. La única política que suscribe en su libro es el Pacto Mundial de Naciones Unidas para la Migración Segura, Ordenada y Regular, un pacto no vinculante que la gran mayoría de países aprobaron con su voto en 2018. (EE UU votó en contra.) El pacto obliga a los gobiernos a facilitar la vida a la gente migrante proporcionándole documentos de identidad y formación profesional. Sin embargo, no abole las fronteras ni establece el derecho de toda persona a cruzarlas. Al contrario, afirma “el derecho soberano de los Estados” a “gestionar la migración dentro de su jurisdicción”, incluida la “prevención de la migración irregular”. No se ve cómo semejante planteamiento puede ser suficiente en plena época de cambio climático ni cómo puede librarnos del mito de un mundo sedentario.

Hay también cuestiones más profundas que suscita la historia que explora Shah y que no se abordan. El racismo no solo se manifiesta en los controles fronterizos, que Shah comenta ampliamente, sino también en la conquista colonial, el desalojo, la gentrificación y la desposesión, de lo que habla mucho menos. En estos casos, las fuerzas del racismo se combinan con las de la movilidad, que se nutren de la idea que defiende Shah de que la gente no pertenece a ningún lugar. Si no hay conexión entre sociedades y territorios, entonces ¿qué se puede decir acerca de los viajeros ingleses que fundaron una nueva sociedad en la bahía de Chesapeake? ¿O de los colonos judíos de la Unión Soviética que buscan un hogar en Palestina? Shah defiende su punto de vista con amables metáforas tomadas de la naturaleza: las mariposas cruzan fronteras, de modo que hay que permitir que las personas hagan lo mismo. Pero más bien calla con respecto a la tendencia de los animales, incluidos los humanos, a desalojar violentamente a sus rivales cuando penetran en un nuevo espacio.

Si The Next Great Migration no resuelve estas cuestiones, es porque su propósito es más bien impulsar un cambio conceptual. El mundo no está clavado a un lugar, afirma Shah correctamente. Las personas, las plantas y los animales se mueven, y lo hacen regularmente. En los próximos años habrá más migrantes que nunca, y no deberíamos ver esto como una crisis en sí misma. Migrar es normal. Los leminos no están locos.

08/03/2021

https://www.thenation.com/article/world/sonia-shah-great-migration/

Traducción: viento sur 

 

Daniel Immerwahr es profesor adjunto de Historia en la Northwestern University, Illinois.

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