Durante las últimas décadas, el capitalismo ha tenido menos contrapesos que quizás en ninguna otra fase de su historia. El llamado neoliberalismo ha significado ante todo una radicalización sistémica. El capital se ha constituido como una relación social cada vez más expansiva, destruyendo e invadiendo los espacios de libertad que los movimientos emancipatorios habían construido durante casi dos siglos de luchas. Esto, por supuesto, no ha significado la desaparición del antagonismo ni que el sueño de Thatcher de una sociedad compuesta solo por individuos se haya hecho realidad. La sociedad no se ha convertido en una gran llanura: más bien podríamos compararla con un terreno escarpado, en donde los restos monásticos del viejo movimiento obrero conviven con nuevas luchas en forma de erupciones volcánicas, que mantienen vivo el recuerdo de otro mundo y la posibilidad de otro, pero sin llegar a constituirlo. Esta situación en donde el capital ha vencido temporalmente y la clase antagónica está situada estructuralmente a la defensiva ha generado una ilusión óptica en la sociedad. El sistema aparece como un Leviathan (recordemos que en el Leviathan no hay afuera y que, por lo tanto, no hay desgarro social), un poder mayestático aceptado sin trabas por el conjunto de la población. Se ha creado así una visión irreal de una hegemonía basada simplemente en el consentimiento de los subalternos, ocultando sistemáticamente que el neoliberalismo se constituye a través de un proceso de luchas violentísimo de los de arriba contra los de abajo. La neutralidad del Estado y el monopolio de la legitimidad de la violencia nunca existe per se: es un proceso que la clase dominante debe pelear y luchar políticamente.

Nuestro actual periodo histórico se caracteriza por un doble movimiento. Por una parte, una tendencia al debilitamiento de los aparatos redistributivos del Estado, que fueron un producto de la lucha de clases y de la capacidad del movimiento obrero para incidir en el Estado. Por otra, un fortalecimiento corporativo de los organismos represivos, como la judicatura y la policía, que tienden incluso a emanciparse del poder legislativo y ejecutivo. Es decir, nos encontramos ante una situación que podría parecer ilógica. El fortalecimiento del capital y la victoria del “no hay alternativa” thatcheriano no ha tenido un correlato en el aumento del consenso en torno al sistema. El sueño neoliberal de una sociedad en la que todos los individuos aceptasen gozosa y voluntariamente el orden del capital ha estallado en mil pedazos: al contrario, como enunciábamos más arriba, la policía ha fortalecido su papel como garante del orden sistémico.

Y es que durante los últimos años, la irrupción de nuevos procesos políticos protagonizados por las clases populares ha puesto en cuestión en la práctica el dogma del ejercicio de la hegemonía sin violencia. No se puede entender el proceso que llevó a Syriza al gobierno sin la confrontación callejera y el enfrentamiento con las fuerzas del orden. Tampoco las revoluciones árabes sin la quiebra de la capacidad represiva del Estado. Más recientemente, la rebelión antirracista en EE UU liderada por el movimiento negro ha puesto de nuevo en primer plano el rol social de las fuerzas policiales. En Chile, el alzamiento popular contra el neoliberalismo también ha estado muy marcado por la acción brutal de los carabineros. El Estado vuelve a ser más plenamente Estado. Estos procesos han removido profundamente a sus sociedades revelando y produciendo el doble movimiento en el seno de las estructuras estatales al que aludíamos más arriba.

La policía, entre la autonomización y la constitución de parte

Este proceso ha adoptado muchas formas, en función de la relación de fuerzas entre las clases, la forma particular del ejercicio del poder político por parte de la respectiva élite nacional o de las formas de lucha de los movimientos impugnatorios. Sin embargo, existe un proceso general que convierte a la policía en, por así decirlo, la vanguardia y en el núcleo social de muchas tendencias antidemocráticas y que tienden a traducirse en un vínculo político con la nueva extrema derecha. En Grecia, por ejemplo, según estimaciones de la prensa griega, más de la mitad de los policías votaba a Amanecer Dorado. En EEUU, la vinculación entre el supremacismo blanco y la policía es más que evidente. En el Estado Español, hemos vivido un proceso de radicalización política en el seno de la policía, con el surgimiento de nuevos sindicatos como JUSAPOL (hoy el mayoritario dentro del cuerpo), primero vinculado a Ciudadanos, posteriormente hegemonizado por Vox. Es decir, existe una tendencia a la fascistización de los cuerpos policiales, paralela al auge de la extrema derecha.

Me gustaría hacer dos aclaraciones al respecto, para fundamentar el por qué de este proceso y explicar también sus tendencias y contratendencias. El que escribe no cree que la policía forme parte de la clase obrera, por mucho que le vayan a tirar la frasecita de Pasolini a la cabeza. Para la tradición marxista, el rol social no está simplemente determinado por la forma jurídica en la que recibes tus ingresos. Eso ya no sería economicismo vulgar, sería simple estupidez. Si “el ser social determina la conciencia”, el rol social de la policía sobredetermina claramente su tendencia política. La policía cumple el rol esencial de defender el orden sistémico y la propiedad: es desde esta posición como construye la policía su visión del mundo, y la que condiciona sus experiencias, en confrontación con los sectores que cuestionan el orden social, pero también contra los que más lo sufren. En ese sentido, la policía tiende a aliarse de forma natural con las viejas clases medias y a empatizar con el proceso que subyace al auge de la extrema derecha: una crisis moral y material de estos sectores sociales que, ante el proceso de proletarización social sufrido por la crisis del capitalismo occidental, buscan armar un nuevo bloque con las élites que les permita salvar su posición relativa en la sociedad a cambio de aplastar todavía más a los de abajo, especialmente a los migrantes y a la población racializada. Un proceso fortalecido por la propia estructuración de la policía como cuerpo social cerrado, articulado como una comunidad asediada frente a fuerzas sociales hostiles hacia su papel represivo.

Este punto de vista nos debería ayudar a evitar simplificaciones. Que la policía sufra un proceso de radicalización hacia la derecha y que en ese proceso converja con la extrema derecha no significa que, automáticamente, la forma política del Estado mute y estemos ante un “Estado fascista”. Ni siquiera en el caso de Trump eso ocurrió. El Estado integral es un conjunto de relaciones y contrapesos y el paso al fascismo requiere un proceso de ruptura política con la democracia liberal por el cual las élites políticas no han apostado todavía en Occidente. Más bien, la conclusión temporal del proceso que hemos descrito es la autonomización de la policía con respecto al poder político ejecutivo y legislativo, el aumento del margen a la hora de ejercer su poder corporativo. Es difícil que un gobierno, sobre todo de izquierdas, controle a la policía. Lo bochornoso es que en vez de reconocer el problema, tienden a ocultarlo apoyando acríticamente a la policía. Por eso, es justo pedir responsabilidad política a quienes formalmente la controlan, pero eso no soluciona el problema.

Entre la táctica y la estrategia. Sobre la confrontación con la policía y un programa mediato

El problema tiene entonces dos caras. Por una parte, frente a unos cuerpos policiales cada vez más agresivos contra la protesta, es necesario armar una estrategia de movilización que tenga en cuenta este factor. Por otro lado, es necesario dotarse de un programa mediato concreto, que busque revertir una relación de fuerzas abrumadoramente favorable al poder policial, cada vez más consolidado material e ideológicamente, sostenido por unas políticas securitarias que fortalecen el corporativismo de cuerpo y se articulan con los pánicos morales de las clases medias.

Con respecto a las estrategias de movilización, creo que hay que diferenciar dos planos. Por un lado, la revuelta espontánea, que responde a los impulsos del momento y que es producto de la rabia legítima, expresando de forma condensada el malestar social. La izquierda que cae en condenar esto se está condenando a sí misma. Condenar la quema de unos contenedores o de las lunas de un banco es un acto insoportablemente hipócrita: solo responde a la voluntad impotente de cierta izquierda de ser aceptaba en la institucionalidad liberal. Lo más lamentable políticamente es que casi nunca funciona: aliena a la izquierda de su base social potencial y la coloca estructuralmente a la defensiva frente a la necesidad insaciable de condenar la protesta de los partidos del orden. El otro plano, sin embargo, tiene que ver con la posible reaparición de tácticas semi-insurrecionalistas, que, a través de la confrontación vanguardista, busquen despertar “la conciencia de las masas”. Lo que estamos diciendo aquí no es ninguna novedad. Siempre surgen este tipo de expresiones políticas ante la impotencia y el legítimo descrédito de la política institucional, la frustración frente a una izquierda oficial necia y timorata y la rabia que produce una situación socio-vital percibida como absurda. No se trata de acoger de forma paternalista este tipo de fenómenos; tampoco de condenarlos moralmente, mientras no opten por un camino grave. Se trata de colocar encima de la mesa las estrategias de lucha más útiles para recomponer un movimiento social capaz de ser eficaz en las circunstancias actuales del capitalismo tardío. La desobediencia civil no violenta (que en ningún caso excluye la autodefensa) ha demostrado ser la vía más útil durante todas las últimas décadas para combinar radicalidad con masividad. Al contrario de lo que muestran muchos bienintencionados memes de internet, el factor decisivo para conquistar derechos nunca fue ejercer la violencia, si no por ser lo suficiente masivos y tener la suficiente capacidad organizativa como para que el uso de la violencia por parte del Estado no fuese decisivo. Sé que puede resultar doloroso para el imaginario izquierdista, pero creo que urge desterrar como ejemplos mitos como el final desastroso y trágico del movimiento autónomo en Italia a finales de los años 70. Creo que este tipo de cuestiones no tiene demasiada centralidad a día de hoy, pero me parece importante mencionarlas por si resurgen en el futuro.

Por último, creo que la izquierda requiere de una estrategia estatal con respecto a policía. Las medidas que propongo no están pensadas para una situación revolucionaria en la que se quiebra el poder de los aparatos estatales, sino como medidas programáticas que la izquierda podría incluir en el aquí y ahora para ir generando un marco de disputa en clave ofensiva con este tema. Es evidente que esto tendrá costes en un sector de la opinión pública y que deben encuadrarse en una estrategia consistente en ampliar el marco y los repertorios de protesta, libertades y autoorganización popular. Por ejemplo, la abrumadora presencia policial en los barrios metropolitanos no contribuye a generar sensación de seguridad, sino todo lo contrario. Exactamente lo mismo que ocurre con las manifestaciones: la presencia de los cuerpos policiales en ellas suele ser una garantía de disturbios. La izquierda debe asumir la tarea de despolicializar los barrios y la protesta, como parte de un programa que ponga la convivencia y la reivindicación pacífica en el centro. Estas son propuestas que quizás generen rechazo en sectores de las clases medias poseídos por sus pánicos morales, pero que contribuyan a acercar a la izquierda a amplios sectores sociales del subproletariado urbano (y especialmente a sectores de origen migrante) que sufren la presión policial en su vida cotidiana.

En ese sentido, y por decirlo crudamente, creo que la izquierda debe comprometerse con un proyecto que busque debilitar el poder social y político de la policía. La reducción del gasto policial, la disolución de las brigadas especializadas en los disturbios (los mal llamados anti-disturbios) o la prohibición de los sindicatos policiales son propuestas concretas que podemos colocar en el debate público. Sin duda, hará falta valentía política, pero la cobardía suicida basada en mirar hacia otro lado ante esta dinámica de fortalecimiento del “parlamentarismo negro” (Gramsci) que hemos descrito no parece una solución muy eficaz.

Brais Fernández es militante de Anticapitalistas y forma parte de la redacción de viento sur

https://catarsimagazin.cat/no-hi-ha-poder-sense-violencia-sobre-policia-i-exercici-de-lhegemonia/

(Visited 1.385 times, 1 visits today)