En el subcontinente indio, Arundhati Roy irrita más que nadie a los medios de comunicación y las élites políticas. Tal vez sea porque ningún literato de hoy, en India o en cualquier parte del mundo, ofrece como Roy una prosa tan bella y penetrante en defensa de los condenados de la tierra. Es posible fijar la secuencia que sigue la política india por el tiempo que ha transcurrido desde que Arundhati Roy enfureció al gobierno. Ha sido precisa y amargamente predictiva tras su meticulosa disección de dos décadas de desarrollo insostenible en la India –con su nacionalismo hindú islamófobo y su violencia de casta–, junto a la búsqueda de un imperio global por parte de EE UU.

Cuando se aprobó en India la ley de diciembre –que restringe los derechos de ciudadanía de los musulmanes–, quienes suelen leer los ensayos de Roy ya disponían de un marco, que se remontaba a dos décadas atrás, para ubicar estos hechos. A mediados de invierno, los musulmanes eran golpeados y linchados en las calles de la capital. Esto fue impactante, pero nada nuevo, y quienes habían leído sus ensayos recordaron sus advertencias sobre los asesinatos en masa en Gujarat en 2002, un temprano estallido de lo que ella calificaba explícitamente de genocidio contemporáneo. Roy es conocida por dos novelas melódicas y maravillosamente complejas. El Ministerio de la Felicidad Máxima,seleccionada para el Premio Booker en 2017; y la novela con que debutó, El dios de las pequeñas cosas, que ganó ese mismo premio hace 20 años. El verano pasado, con fanfarrias menos sonoras, sus ensayos fueron recopilados –en una edición de más de ochocientas páginas– por Haymarket Books con el título Mi corazón sedicioso. Ahora que Roy se acerca a los 49 años, los tres libros vienen a ser todo un gran logro literario.

Con el título de sus ensayos, Roy hace guiños al poder para irritar a los fiscales generales y sus aliados en los medios. Los primeros son propensos a abofetearla con cargos (desde que apareció su primera novela), y los segundos a acampar al lado de su casa para acosarla por su supuesta traición “antinacional”. Mientras estaba trabajando en su segunda novela, sintió la necesidad de huir del subcontinente. El Ministerio de la Felicidad Máxima es magistral e intrincado. El humor melódico presente en sus novelas también adorna sus ensayos, de modo que su desprecio por las políticas deshumanizadoras y paternalistas en India y EE UU se complementa con un amor profundamente sentido por la lengua, guiños irónicos y una manera de desenmascarar merced a la solidaridad de clase trabajadora, además del cariño por los animales salvajes y el amor a la naturaleza.

Sus ansiedades guían a los lectores y lectoras por los senderos de la violencia de los grandes proyectos hidroeléctricos, el alegre ingreso de India al club de las potencias nucleares y las atroces políticas en Cachemira. Una cuestión omnipresente es la preocupación sobre lo mal que todo puede llegar a ser antes de que la izquierda del país cuestione suficientemente la narrativa de superpotencia de la India moderna. “Dada la historia de la India moderna, creo que teníamos que pasar por esta fase”, dijo a un entrevistador, el otoño pasado, que le preguntó por el gobierno del primer ministro de extrema derecha, Narendra Modi. “Solo espero que no paguemos un precio demasiado alto hasta que salgamos de esto.”

El comienzo de la imaginación

Arundhati Roy inició la redacción de sus ensayos hace dos décadas, después de haber irrumpido en la escena internacional por medio de la ficción. En ese momento, India ocupaba un lugar destacado en la actualidad mundial. “Para mí, personalmente, fue un momento de extraña inquietud”, escribe. “Mientras observaba cómo se desarrollaba el gran drama, mi fortuna parecía haber sido tocada por una varita mágica.”

Con el éxito de su debut con la novela El dios de las pequeñas cosas, “yo era una de las primeras personas elegidas en la lista para personificar a una India segura, nueva y amiga del mercado que por fin lograba ocupar el lugar que le correspondía en la gran mesa. Fue halagador en cierto modo, pero también profundamente perturbador. Mientras observaba cómo empujaban a la gente a la miseria, mi libro se vendía por millones de ejemplares. Mi cuenta bancaria rebosaba. Tanto dinero me confundía. ¿Qué significaba ser escritora en tiempos como estos?”

Aprovechó su nueva plataforma para criticar a la nueva India, como por ejemplo el desarrollo del armamento nuclear del país. Vio una amenaza en la sabiduría recibida que consideraba las armas nucleares como una modernización, un avance. Para ella, esta amenaza de aniquilar toda la creación en respuesta a disputas territoriales circunstanciales (por lo general, con Pakistán a causa de Cachemira) equivalía al “fin de la imaginación”, y así se titulaba también su primer ensayo. En un sentido, esto se debía a que “no queda nada nuevo u original que decir sobre las armas nucleares. No puede haber nada más humillante para una escritora de ficción que reafirmar un rechazo que, a lo largo de los años, ya han formulado otras personas en otras partes del mundo.” El movimiento contra la energía y las armas nucleares había nacido simultáneamente con el advenimiento de estos dos hitos; según Roy, contenían elementos del movimiento pacifista mundial y el de los países no alineados.

Los argumentos condenatorios de tales avances eran bien conocidos, y podían encontrarse en libros como Hiroshima,de John Hersey, publicado en 1946, que mostraban el efecto devastador de la decisión del presidente Harry S. Truman de lanzar bombas atómicas sobre la población civil en Japón y el coste de esas bombas en enfermeras, médicos, oficinistas y maestras. Sobre este tema también cabe añadir libros como Voces de Chernóbil,de 1997 de la autora bielorrusa y futura premio Nobel Svetlana Alexiévich y –muy importante para Roy– el trabajo del científico Carl Sagan sobre el invierno nuclear. Tomando una página de los modelos de invierno nuclear de la década de 1980, Roy presenta una imagen detallada de exactamente lo que estaba ya en manos de India. Si esas armas se usaran:

Nuestras ciudades y bosques, nuestros campos y pueblos arderán durante días. El aire se convertirá en fuego. El viento esparcirá las llamas. Cuando todo lo que pueda incendiarse se haya quemado y el fuego se apague, se levantará el humo y cegará el sol. La Tierra quedará envuelta en tinieblas. No habrá día. Solo una noche interminable. Las temperaturas caerán muy por debajo del punto de congelación: así comenzará el invierno nuclear.

A veces pensó que el triunfalismo nuclear de India tenía un componente sexual. Un político de derechas, Shiv Sena, sentenció tras las pruebas nucleares que los indios “ya no son eunucos”. “Al leer la prensa”, escribe Roy, “a menudo era difícil saber si las personas [que anunciaban las pruebas] se referían al Viagra”. Pero sostiene que cuando cunden las fantasías triunfales, “el problema es que poseer una bomba nuclear hace que pensamientos como estos parezcan factibles. Genera este tipo de pensamientos.”

Si protestar contra la incrustación de una bomba nuclear en mi cerebro es antihindú y antinacional, entonces renuncio a mi nacionalidad. Por la presente me declaro república independiente y móvil. Soy una ciudadana del planeta. No soy dueña de ningún territorio. No tengo bandera. Soy mujer, pero no tengo nada contra los eunucos. Mis políticas son simples. Estoy dispuesta a firmar cualquier tratado de no proliferación nuclear o prohibición de ensayos nucleares que esté vigente. Los inmigrantes son bienvenidos. Podéis ayudarme a diseñar nuestra bandera.

Mi mundo ha muerto. Y escribo para lamentar su muerte.

Antitecnócrata

Roy es igualmente despiadada e imaginativa cuando hace referencia a las presas hidroeléctricas de India. “El instinto me llevó a dejar de lado a Joyce y Nabokov”, comienza, “a posponer la lectura del gran libro de Don DeLillo y sustituirlo por informes sobre drenaje e irrigación, con revistas, libros y documentales sobre presas, por qué se construyen y qué hacen.” Lo que hacen, tras un cuidadoso escrutinio, no es gran cosa en términos de beneficios, y resulta agobiante en términos de costes.

Las y los activistas que se oponen a las presas en sus regiones de origen –muchas de estas personas son de casta baja, marginadas o indígenas– van a ver las presas como una cuestión de vida o muerte (sobre todo esto último). Lo que a Roy le preocupa en particular no es solo la privación de derechos, que ya es bastante deplorable, sino que después de hacer los cálculos se da cuenta de que las presas en las que India deposita tantas esperanzas simplemente no funcionarán.

Las presas en el primer mundo, señala, están “siendo desmanteladas, voladas”. Sin embargo, en el momento de escribir su primer ensayo sobre presas, en 1999, India contaba con “3.600 presas calificadas de Grandes Presas, 3.300 de ellas construidas después de la Independencia. Mil más están siendo construidas. Sin embargo, una quinta parte de nuestra población, 200 millones de personas, no dispone de agua potable, y dos tercios, 600 millones, carecen de servicios sanitarios básicos.” Las presas, escribe,

son un medio descarado de quitar el agua, la tierra y el riego a los pobres y dárselo a los ricos… Desde el punto de vista ecológico también son una desgracia. Devastan la tierra. Provocan inundaciones, anegamientos, salinidad, propagan enfermedades. Hay cada vez más pruebas que vinculan los terremotos a las grandes presas… Por todas estas razones, en el primer mundo la industria dedicada a la construcción de presas se encuentra con problemas y sin pedidos. Por eso las exportan al tercer mundo en nombre de la Ayuda al Desarrollo, junto con otros desechos como las armas anticuadas, los portaaviones obsoletos, los pesticidas prohibidos.

Con ironía escribe sobre la reciente adicción de India a las presas: “Por un lado, el gobierno indio, todos los gobiernos indios, critican por derecho propio al primer mundo, y por otro afirman que en realidad vale la pena recibir su basura envuelta en papel de regalo”. Pero el problema aún mayor, más allá de la bipolaridad, es que “el gobierno [indio] no ha encargado un seguimiento posterior de ninguna de sus 3.600 presas para evaluar si cumple o no el objetivo previsto”. En el oeste de India, cerca de Navagam, Gujarat, los proyectos de la presa Sardar Sarovar “terminarán consumiendo más electricidad de la que producen”.

Roy se propone cifrar las personas que han sido o serán expulsadas de sus hogares en aras a la construcción de estas presas. Al encontrar una cifra conservadora, publicada por el Instituto Indio de Administración Pública, calcula que las presas indias han desplazado a 33 millones de personas. Sin embargo, un secretario de la Comisión de Planificación pensó que la cifra para todos los proyectos de desarrollo –los de presas entre otros– ascendía a más de 50 millones. Dado que muchos de los desplazados son adivasis, indígenas de India, “las personas más pobres de India están subvencionando el estilo de vida de los más ricos”.

La imagen es clara: la inversión de India en estos proyectos de desarrollo va de hecho de la mano de la corrupción en el mundo opulento. “La ayuda al desarrollo revierte en los países de procedencia”, escribe, “haciéndose pasar por el coste del equipo o los honorarios de los asesores o los salarios del personal de las propias agencias.” Por ejemplo, la presa de Pergau, en Malasia, financiada con un préstamo de 234 millones de libras, reveló los motivos ocultos de sus benefactores cuando “se supo que el préstamo se ofreció para alentar a Malasia a firmar un contrato de 1.300 millones de libras para la compra de armas británicas”.

Otra de las presas del río Narmada, Bargi, “costó diez veces más de lo presupuestado y anegó tres veces más de terreno de lo que los ingenieros dijeron que supondría”. Al mismo tiempo, “solo riega la superficie que iba a quedar sumergida al principio, y solo el cinco por ciento del área que sus planificadores afirmaron que regaría". Al igual que en los proyectos de desarrollo en EE UU y Canadá, como el proyecto del oleoducto en Standing Rock, los y las manifestantes en India penetran en zonas en que están prohibidas las manifestaciones. “El lugar de la presa y sus áreas adyacentes, sujetas ya a la Ley de Secretos Oficiales de India”, una herencia de los británicos, “se asignaron también al artículo 144, que prohíbe la reunión de grupos de más de cinco personas”.

Los desplazados de India aparecen en el trabajo de Roy en forma de conmovedores retratos. Tomemos, por ejemplo, esta escena de una familia sacada de una zona inundada cuya indemnización, por propiedad confiscada, nunca se desembolsó. “En Vadaj, un lugar de reasentamiento que visité cerca de Baroda”, escribe, “el hombre que hablaba conmigo mecía a su bebé enfermo en sus brazos, mientras un enjambre de moscas se agolpaba sobre sus párpados dormidos.” De repente registra la pobreza del hombre y su naturaleza condicionada, y sus ojos y oídos comprueban cómo su supervivencia y su dignidad se ven gravemente mermadas.

Los niños se reunieron alrededor de nosotros, teniendo cuidado de no quemarse la piel desnuda con las abrasadoras paredes de hojalata del cobertizo al que llaman hogar. La mente del hombre se encontraba lejos de los problemas de su bebé enfermo. Me estaba recitando una lista de las frutas que solía recolectar en el bosque. Contó cuarenta y ocho clases. Me dijo que no creía que él o sus hijos pudieran volver a permitirse comer fruta. No, a menos que la robara. Le pregunté qué le pasaba a su bebé. Dijo que sería mejor para el bebé morir que vivir así. Le pregunté qué pensaba la madre del bebé sobre eso. Ella no respondía. Solo miraba.

Para refutar el dogma de que la tecnología, la desregulación y la privatización –la teoría de la modernización durante la Guerra Fría– salvarían a India, Roy se fija en el número de ciudadanos desfavorecidos, los coloca frente a lo que se les ha prometido y encuentra que algo no cuadra. Los proyectos no se entregan (en kilovatios hora) o no se reembolsan (los pagos prometidos a las personas que abandonan sus hogares sumergidos). Ella capta lo que significa el impago para estas familias, son imágenes de los sacrificados por la pujanza de India. “Doce familias que tenían pequeñas propiedades en las cercanías del emplazamiento de la presa tuvieron que vender sus tierras”, escribe. “Me contaron que, cuando se opusieron, les taponaron las cañerías de agua con cemento, les arrasaron los cultivos que quedaban y la policía ocupó el terreno por la fuerza”. Multiplica esta escena por 50 millones. Roy elogia el sentido de ciudadanía agonizante de las víctimas y sus sueños de ciudadanía agonizantes, y ella marca esos momentos con aforismos condenatorios respecto a lo que un no ciudadano, una no persona, tiene reservado. “Reubicar a 200.000 personas para llevar (o pretender llevar) agua potable a 40 millones, aquí hay algo que no está bien en la escala de las operaciones”, escribe. “Es una matemática fascista.”

La privatización y Occidente

Más allá de estos papeles cambiantes, en la obra de Roy abundan los contrastes entre lo que ocurre en las cuentas bancarias de la elite, en las conferencias de prensa autoadulatorias y en las mesas de la gente pobre. Cuando se propone definir la privatización de la economía, por ejemplo, aparece uno de estos autorretratos rudimentarios. “Como escritora, una se pasa toda una vida viajando al corazón de la lengua, tratando de minimizar, por no decir eliminar, la distancia entre lengua y pensamiento.” Sin embargo, para los Estados y las grandes empresas, “la única finalidad de la lengua es enmascarar el propósito”. A medida que las empresas del primer mundo y las multinacionales siembran el caos privatizado en el mundo en desarrollo, todo esto se hace todavía más real.

La obra temprana de Roy se apoyaba sobre los hombros de los movimientos ecologistas, y ella se resiste al mantra de la naturaleza como mercancía. La privatización, reflexiona, “es la transferencia de activos productivos públicos del Estado a empresas privadas. Entre los activos productivos se incluyen los recursos naturales.”

Tierra, bosque, agua, aire. Son activos que están en manos del Estado, pero pertenecen a la gente a que este representa. En un país como India, el 70 % de la población vive en zonas rurales. Son 700 millones de personas. Su vida depende directamente del acceso a los recursos naturales. Quitárselos y venderlos a empresas privadas es un proceso de bárbara desposesión de una magnitud que no tiene parangón en la historia.

La lógica comienza con burócratas confesando su ineficacia, una desazón; la razón fundamental para privatizar se deducirá naturalmente de esta confesión. “La solución a esta desazón, descubrimos, no es mejorar nuestras habilidades de saneamiento, tratar de minimizar nuestras pérdidas, obligar al Estado a rendir cuentas, sino permitirle abdicar por completo de su responsabilidad y privatizar el sector eléctrico. Entonces se producirá un milagro. La viabilidad económica y la eficiencia al estilo suizo se pondrán en marcha como un reloj.”

Un ejemplo local de esto es el escándalo de Enron. En 1993, el gobierno estatal de Maharashtra, gobernado por el Congreso Nacional Indio, firmó un contrato para la construcción de una planta de energía de 695 megavatios. Este contrato no le iría nada bien al partido. Los partidos de la oposición –el partido nacionalista hindú Bharatiya Janata Party (BJP) y el Shiv Sena– montaron una sonora protesta swadeshi (nacionalista) y entablaron acciones legales contra Enron y el gobierno del Estado. Alegaron malversación y corrupción al más alto nivel. Un año después, cuando se anunciaron las elecciones estatales, este fue el único tema de campaña de la alianza BJP-Shiv Sena.

Cuando esa alianza salió ganadora, sus miembros denunciaron el contrato como “el botín de la liberalización”. Hay que tener en cuenta que los liberales del Partido del Congreso Nacional de India –el antiguo partido de Mahatma Gandhi y de Jawaharlal Nehru– permitieron que la coalición de derechas llegara al poder, primero a nivel regional y luego a nivel nacional, tras la bandera de una supuesta lucha contra la corrupción. El líder de la oposición, que mantuvo su promesa y desechó el proyecto, “acusó más o menos directamente al gobierno del Partido del Congreso de haber aceptado un soborno de 13 millones de dólares de Enron”.

Enron, por su parte, difícilmente pudo negar esto, “no es un secreto que, para asegurar el trato, había pagado millones de dólares para educar a los políticos y burócratas involucrados en el trato”. Por señalar esta corrupción liberal, Roy fue repetidamente denunciada, acusada de “sedición, antinacional, espía y, lo más ridículo de todo, de recibir fondos extranjeros”. Así es como el Partido del Congreso pretende echar la culpa a otros, mientras que su bien compensada salida del poder, en este Estado y en otros, ayudó a marcar el comienzo de un reinado de terror fascista contra los musulmanes de India. Los fascistas pudieron calificar a los liberales de corruptos, allanando así el camino hacia la toma del poder.

El genocidio de musulmanes en India

En esta situación, un cineasta holandés le preguntó una vez a Arundhati Roy: ¿qué puede India enseñar al mundo? Ella le brindó una lección irónica guiando al cineasta por los campos de entrenamiento fascistas de India, “un shakha de Rashtriya Swayamsevak Sangh (RSS), donde… la gente común desfila con pantalones cortos de color caqui, aprende que la mezcla de armas nucleares, intolerancia religiosa, misoginia, homofobia, la quema de libros y un odio extremo son las formas de recuperar la dignidad perdida de una nación”. Este es uno de los motivos recurrentes del trabajo de Arundhati Roy: ayudar a los indios y al mundo a ver la infraestructura fascista de India y advertir que su abanderado más populachero es el primer ministro, Narendra Modi.

Roy recuerda a menudo a sus lectores que el líder del RSS durante la Segunda Guerra Mundial (un hombre llamado M. S. Golwalkar) admiraba abiertamente a Adolf Hitler y a Benito Mussolini. Los políticos tanto del Partido del Congreso Nacional Indio como del Partido Bharatiya Janata (BJP) de Modi son miembros de esta organización voluntaria y fraternal, que cuenta con millones de miembros en todo el país. Su actividad se inclina hacia el fascismo a través del nacionalismo. En su ensayo Escuchando a los saltamontes informa de lo que está en juego para los musulmanes de India.

En el Estado de Gujarat se cometió en 2002 un genocidio contra la comunidad musulmana. Utilizo la palabra genocidio deliberadamente… El genocidio comenzó como un castigo colectivo por un crimen no resuelto: la quema de un vagón de tren en el que cincuenta y tres peregrinos hindúes murieron quemados. En una orgía cuidadosamente planeada como supuesta represalia, dos mil musulmanes fueron masacrados a plena luz del día por escuadrones de asesinos armados, organizados por milicias fascistas y respaldados por el gobierno de Gujarat y la administración del momento. Mujeres musulmanas fueron violadas en grupo y quemadas vivas. Las tiendas musulmanas, los negocios musulmanes y los santuarios musulmanes y las mezquitas fueron sistemáticamente destruidos. Dos mil murieron y más de cien mil personas fueron expulsadas de sus hogares.

El alcance de su razonamiento moral y comparativo es demoledor y meticuloso cuando señala que Modi, ahora en su segundo mandato como primer ministro, era uno de los autores clave, llamándole el descarado timonel de este genocidio. Y el genocidio de Gujarat de 2002 fue desde luego menor en comparación con otras masacres mundiales. Fue incluso menor comparado con una atrocidad instigada por el Partido del Congreso que mató a tres mil sijs tras el asesinato de la primera ministra Indira Gandhi.

Pero no se puede pasar por alto, en primer lugar porque se utilizó para ganar múltiples elecciones.

Modi, escribe Roy, “se había convertido en un héroe popular al que el Partido Bharatiya Janata (BJP) llamó para hacer campaña en su nombre en otros Estados de la India”. En segundo lugar, porque “forma parte de una visión más amplia, más elaborada y sistemática”. La “matemática fascista” de India ha evolucionado en busca de logros electorales. Esta matemática se sustenta en un odio que “debe ver a sus víctimas como infrahumanas, como parásitos cuya erradicación vendría a ser un servicio a la sociedad”, pero todo inteligentemente diseñado para ganar las elecciones.

Hay genocidas que no se molestan en negarlo e incluso se jactan de sus asesinatos. Así sucedió en EU UU, en tiempos coloniales, cuando el puritano inglés John Mason informaba de una masacre de los Pequot con estas palabra, que Roy cita: “Aquellos [Pequots] que escaparon del fuego fueron abatidos con las espadas; algunos fueron despedazados.” Y así ocurre hoy con uno de los ejecutores del genocidio de Gujarat, que afirmó a una revista india: “No perdonamos ni una sola tienda musulmana, prendimos fuego a todo, les prendimos fuego y los matamos.”

India representa una gran base económica, y por ello es cortejada en lugar de ser sancionada por tales atrocidades. Donald Trump, alineado políticamente con Modi, se siente cómodo con él, e incluso apareció este otoño en Texas en un mitin bajo el lema “Hola Modi”. Pero también fue el caso de Barack Obama al normalizar esta matemática fascista mediante la amistad estratégica que cultivó, casi como si respaldara la política de Trump en el extranjero antes de que aterrizara en EE UU. La importancia de India en la región anulaba para ambos personajes la necesidad de condenar la barbarie de Modi. Y los medios indios también están comprometidos con la matemática fascista, como se ve por los altos índices de aprobación de Modi incluso después de que desmonetarizara la moneda india, provocando una caída libre financiera.

Cuando India reescribió sus leyes en diciembre para despojar a millones de musulmanes de la ciudadanía, muchos protestaron. La reacción se produjo en forma de los peores pogromos en décadas contra los musulmanes. En febrero, en el noreste de Delhi, repetidas oleadas de atacantes persiguieron a los musulmanes de los barrios mixtos; golpearon, mutilaron y mataron a tiros a más de cincuenta; mutilando sus genitales y prendiéndoles fuego. Cuando Roy detalla tales atrocidades no quiere que los lectores estadounidenses olviden las brutalidades cometidas en su nombre. En su reflexión sobre el genocidio, se pregunta:

¿Y la muerte de un millón de iraquíes, sujetos al régimen de sanciones antes de la invasión estadounidense de 2003, fue un genocidio (que es como lo calificó el Coordinador Humanitario de la ONU para Irak, Dennis Halliday) o valió la pena, como sostuvo Madeleine Albright, la embajadora estadounidense ante Naciones Unidas? Depende de quién fije las reglas. ¿Bill Clinton o una madre iraquí que ha perdido a su hijo?

En un ensayo sobre los asesinatos genocidas de Modi, señala que el problema para sus lectores estadounidenses es que no pueden sacarnos del apuro ni psicológica ni moralmente al leer sobre una modalidad diferente de atrocidad en el subcontinente.

La carcoma en el corazón

En la introducción a la edición de 2003 de la obra de Noam Chomsky, titulada Por razones de Estado, comprobamos por qué la propia Roy es tan indispensable. Comienza diciendo que “cuando era niña y crecía en el Estado de Kerala, en el sur de India, donde el primer gobierno comunista elegido democráticamente en el mundo llegó al poder en 1959, el año en que nací, me preocupaba terriblemente ser una pobrecita asiática”.

Kerala estaba a solo unos miles de millas al oeste de Vietnam. Teníamos selvas, ríos y arrozales, y también comunistas. Seguí imaginándome a mi madre, a mi hermano y a mí misma siendo despedidos de los arbustos por una granada, o abatidos, como los amarillos de las películas, por un marine estadounidense con brazos musculosos, mascando chicle y acompañado de un fuerte ruido de fondo. En mis sueños yo era la niña quemada de la famosa fotografía tomada en la carretera de Trang Bang… Como alguien que creció en pleno apogeo de la propaganda estadounidense y soviética (que más o menos se neutralizaban entre sí), cuando leí por primera vez a Noam Chomsky pensé que su recopilación de testimonios era –¿cómo lo diría?– alocada. Incluso una cuarta parte de los testimonios que había reunido habría sido suficiente para convencerme. Solía preguntarme por qué necesitaba esforzarse tanto. Pero ahora entiendo que la amplitud y la intensidad del trabajo de Chomsky son todo un barómetro de la magnitud, el alcance y lo implacable que era la maquinaria de propaganda a la que se enfrentaba. Es como la carcoma que vive dentro de la tercera balda de mi estantería. Día y noche escucho sus mandíbulas crujir al abrirse paso en la madera para convertirla en polvo fino. Es como si no estuviera de acuerdo con la literatura y quisiera destruir la estructura misma sobre la que descansaba. La llamo Chompsky.

“Estrato a estrato”, escribe, "Chomsky va revelando el proceso de toma de decisiones de los funcionarios del gobierno de EE UU, desenmascarando así el núcleo despiadado de la maquinaria de guerra estadounidense, completamente ajena a las realidades de la guerra, cegada por la ideología y dispuesta a aniquilar a millones de seres humanos, civiles, soldados, mujeres, niños, aldeas, ciudades enteras, ecosistemas enteros, con brutales métodos científicamente perfeccionados.”

Capta lo que Chomsky aporta para reconfortarnos. Eso también explica lo indispensable que es Roy. Sus primeros ensayos presentan una arrebatadora curiosidad por dominar las herramientas de los tecnócratas: convertirse en una “administrativa”, así lo llama ella. Cotejando datos e informes, entrevistando a víctimas. La narrativa de sus primeros ensayos es emocionante: escribe como una antagonista con estallidos de bravuconería y comentarios jocosos. Pero más adelante, en el compendio de sus ensayos, la encontramos transformada en una sobria pero irreverente detective de la historia, que busca descodificar el momento preciso en que se lanzó el hechizo (del nacionalismo, de la violencia estatal) en India, como queda plasmado en su ensayo sobre B. R. Ambedkar.

El médico y el santo

En su ensayo más ambicioso sobre el problema de las castas hindúes, Roy relata, para empezar, la espantosa violación y asesinato de Surekha Bhotmange. Para mostrar la invisibilidad del problema, compara el trato que los medios de comunicación dieron en 2006 a Bhotmange, una intocable o dalit en India, con el que dieron en 2012 a Malala Yousafzai, una niña paquistaní. Después de que a Yousafzai se le negara una educación en Pakistán, que de todos modos consiguió desafiando a los talibanes locales, recibió un balazo en la cabeza, sobrevivió milagrosamente y se convirtió en un símbolo mundial por la educación de las mujeres con el lema “Soy Malala”, un eslogan supuestamente molesto para los regímenes conservadores, pero difundido en el contexto de la llamada guerra de EE UU contra el terrorismo y los medios y ONG afines.

Roy es justa en su descripción de la propia Malala, que es buena persona. Pero sus sentimientos respecto al uso de Malala en una campaña de propaganda a favor de la guerra se reducen a una sola frase: “Los ataques con drones estadounidenses en Pakistán continúan con su misión feminista de liquidar a los terroristas islamistas misóginos.”

Compara esto con Bhotmange, una mujer dalit de cuarenta años en India. Mejor educada que su esposo, desempeñó de hecho el papel de cabeza de familia. Sus hijos también fueron educados. Al igual que su ídolo intelectual, Bhimrao Ramji Ambedkar, que fue una de las lumbreras fundadoras de India, cambió la intocabilidad hindú por el budismo sin castas. Pero al tratar de hacer mejoras en su terreno agrícola, que colindaba con las granjas de hindúes de cuna supuestamente más alta, fue perseguida y tiranizada. Los vecinos, tras agredir a uno de sus familiares, sabotearon arbitrariamente sus intentos de hacer funcionar la electricidad, mejorar la infraestructura de su terreno o regar sus cultivos.

Al tratar de defenderse, exigiendo la detención de los que agredieron a su pariente, una horda de setenta aldeanos llegaron en tractores, violaron y asesinaron a ella y a su hija después de mutilar y asesinar a sus hijos. Los cuatro miembros de la familia, todos menos el marido (que corrió a llamar a la policía), quedaron tirados en una zanja. Como era de esperar, al igual que les ocurre a tantos otros dalits, no se hizo justicia por lo que Bhotmange, sus hijos y su marido tuvieron que sufrir. “Surekha Bhotmange y sus hijos vivían en una democracia favorable al mercado”, escribe Roy. “Así que no hubo peticiones de ‘Soy Surekha’ de Naciones Unidas al gobierno de India, ni tampoco ningún mensaje de indignación de los jefes de Estado. Lo cual estuvo bien, porque no queremos que nos caigan bombas de racimo solo porque tengamos un sistema de castas.”

Roy señala que Ambedkar escribió que “con estos mimbres es difícil que los intelectuales de hoy en India movilicen nada”, y lo cita cuando califica el hinduismo de “verdadera cámara de los horrores”. Aunque espantosa, la historia de Bhotmange no es atípica. Roy alude a la Oficina Nacional de Registros Criminales, que constata que “un no dalit comete un delito contra un dalit cada 16 minutos”. Y añade,

todos los días, más de cuatro mujeres intocables son violadas por tocables; cada semana, 13 dalits son asesinados y 6 secuestrados. Solo en 2012, el año en que hubo la violación y el asesinato en grupo en Delhi, 1.574 mujeres dalits fueron violadas (la norma general es que solo se denuncie el 10 % de las violaciones u otros delitos contra las y los dalits) y 651 dalits fueron asesinados. Esto abarca solo lo referido a violaciones y asesinatos. No incluye casos como el de forzar a la víctima a desnudarse y desfilar desnuda, a comer excrementos (literalmente), las expropiaciones de tierras, el boicot social, restringir el acceso a agua potable.

Es por esta razón que Roy se adentra en el discurso que Ambedkar nunca llegó a pronunciar, titulado La supresión de la castas. Cuando lo descubrió, lo encontró original. De pronto explicaba a la vez el sistema de castas indio y un camino alternativo que podría haber mejorado la Constitución: el discurso abordaba la brecha entre “lo que la mayoría de los indios están enseñados a creer y la realidad que experimentamos todos los días en nuestras vidas”. Lo que sigue es la tesis de 120 páginas de Roy sobre la polémica entre el médico suficientemente sabio para oponerse a las castas, quien además contribuyó a redactar la Constitución de India, y Mohandas K. Gandhi, el santo más conocido que se enfrentó a él para preservar las castas.

El ensayo continúa preguntando por qué las campañas internacionales de la vergüenza dejan de lado las castas indias, e historias como la de Surekha y su familia, a pesar de que estas mismas campañas sí se fijan en “otras abominaciones contemporáneas como la apartheid, el racismo, el machismo, el imperialismo económico y el fundamentalismo religioso”. Mientras se construía la India independiente, Ambedkar luchaba por una igualdad incompatible con el sistema estratificado de castas hindúes que defendía Gandhi. Pero tras un largo capítulo relativo al debate entre estos dos hombres, ella se pregunta, ¿qué pasa hoy? “¿Se pueden eliminar las castas?”

No, a menos que mostremos el coraje para reorganizar las estrellas de nuestro firmamento. No, a menos que aquellos que se llaman a sí mismos revolucionarios desarrollen una crítica radical del brahmanismo. No, a menos que aquellos que entienden el brahmanismo agudicen su crítica del capitalismo.

Y, por supuesto, no a menos que leamos a Babasaheb Ambedkar. Si no es dentro de nuestras aulas, entonces fuera de ellas. Hasta entonces, seguiremos siendo lo que él llamó los “hombres y mujeres enfermos” de Indostán que parecen no tener ningún deseo de sanar.

De hecho, ¿no es la casta otro tipo de matemática fascista? ¿Y acaso cada tipo de violencia india –contra musulmanes, adivasis y dalits, sin mencionar sus ríos, elementos y bosques– no refuerza al otro? Sin embargo, los miserables de la India no son solo víctimas. Estos, en el recuento de décadas de Roy, también han ejercido su defensa propia, incluida una infame resistencia armada maoísta. Examina esta respuesta en su extenso ensayo Caminando con los camaradas. Por un lado, escribe,

es una fuerza paramilitar de masas, armada con el dinero, la potencia de fuego, los medios de comunicación y la arrogancia de una superpotencia emergente. Por otro, los aldeanos comunes, provistos de armas tradicionales, respaldados por una fuerza guerrillera maoísta magníficamente organizada y muy motivada, con una historia extraordinaria y violenta de rebelión armada.

También explica, en otro ensayo, la violencia de estos oprimidos que tenían las cañerías de agua taponadas con cemento, y cuyos pueblos estaban siendo vaciados de habitantes en una operación conocida como Operación Caza Verde. “Hoy, una vez más, la insurrección se ha extendido por los bosques ricos en minerales de Chhattisgarh, Jharkhand, Orissa y Bengala Occidental, la patria de millones de tribus de la India y la tierra soñada por el mundo empresarial.”

Esta rebelión en el bosque acaba siendo aniquilada; luego renace en otro lugar. ¿Sabe ella que la lucha armada es violenta? Sí, por supuesto. ¿Y la acepta? No, la contextualiza. Escribe que es conveniente para el Estado y sus impulsores ver cada nuevo levantamiento de manera ahistórica. Presentarlo en un marco de Guerra Fría maoísta (léase: comunista) frente al progreso. Olvidar que la Constitución fastidió a los pueblos indígenas de India, como a sus dalits, una Constitución cuya ratificación califica de “día trágico para los pueblos indígenas”, que se convirtieron en “ocupantes ilegales de su propia tierra”, negándoles los frutos, los alimentos y los recursos de sus propios bosques, criminalizando toda su forma de vida, especialmente cuando se planeaba la extracción de recursos o un proyecto de presa. “De las decenas de millones de desplazados internos… refugiados del ‘progreso’ de India”, escribe, “la gran mayoría son pueblos indígenas.” La primera de sus rebeliones tuvo lugar en Naxal; así, naxalita se convirtió en un sinónimo. Pero ¿anacrónicamente maoísta? “Es conveniente [para el Estado] hacer olvidar que los pueblos indígenas de la India central tienen una historia de resistencia que precede a Mao en siglos.”

Cuando Roy se propuso investigar para elaborar este artículo, se suponía que su contacto debía llevar plátanos y una revista para que ella pudiera reconocerle. No llevaba nada; dijo que no pudo encontrar la revista. ¿Y los plátanos? “Me los comí.” Los humaniza como algo más que figuras de una lucha armada por su tierra; los muestra bailando, celebrando, luchando, durmiendo en los bosques bajo las estrellas. Escribe que la no violencia, aunque es preferible, no puede funcionar cuando ningún medio ampara su causa. Como miembro de los medios de comunicación, viaja allí para solucionar este problema. Mientras tanto, se defienden.

Emprende el mismo trabajo de humanización con el conflicto de Cachemira, contextualizando allí los errores de India en otro ensayo lleno de historia y crítica, que también muestra a las personas no gratas para el Estado ocupante cosechando y comiendo manzanas, y disfrutando de lo que les queda de vida, en sus momentos de paz cada vez más breves durante otra crisis creada por la propia India.

La crítica y sus críticos

Por supuesto, los intelectuales liberales leen las críticas de Roy al Estado y sus descripciones de los disidentes y lo consideran el colmo. Samanth Subramanian comienza su reseña neoyorquina de Mi corazón sedicioso recordando a sus lectores una y otra vez lo enojada que está Roy. Mientras él elogia la escena de la manzana en Cachemira, rebaja la crítica al proyecto neoliberal a un arrebato de “ira desinhibida”, y aduce ese lugar común, contrario al Cuarto Poder y utilizado a menudo frente a las personas de izquierdas: De todas formas, ¿qué soluciones aporta?

Una frase típica en la reseña de Subramanian, para describir las críticas de Roy, comienza así: “Arremete” o “Despelleja”. La acusa de incoherencia en sus actitudes hacia la no violencia y de adoptar “una perspectiva más suave” al abordar la violencia cometida por el movimiento maoísta naxalita de India. Sin embargo, a pesar de caracterizar su posición respecto a la violencia de la izquierda como una supuesta ternura hipócrita, lo que ella en realidad escribió fue que su fundador, Charu Majumdar, con “su retórica incendiaria fetichiza la violencia, la sangre y el martirio y, a menudo, emplea un lenguaje tan grosero que es casi genocida”. ¿Eso suena a tierno, melancólico?

Subramanian continúa burlándose desapasionadamente de Roy por aceptar premios literarios en metálico financiados por ONG mientras condena a otras ONG “sin sopesar para nosotros, en la misma página, el trabajo que pueden haber hecho otras organizaciones sin ánimo de lucro”. Sin embargo, lo que en realidad escribió Roy fue que “las ONG corporativas o fundaciones son la forma que las finanzas globales utilizan para comprar los movimientos de resistencia, literalmente como cuando los accionistas compran acciones de empresas y luego tratan de controlarlas desde dentro”. Operando como “puestos de escucha”, alejan a artistas, activistas y cineastas de la confrontación radical, “llevándolos por el sendero del multiculturalismo, la igualdad de género, el desarrollo comunitario”, vendajes para las heridas dejadas por la privatización. Añade, finalmente, que le ofende que “la transformación de la idea de justicia en industria de los derechos humanos haya sido un golpe conceptual en el que las ONG y las fundaciones han desempeñado un papel crucial”.

Es típico de un periodista de cierta tendencia, a menudo liberal, rellenar sus columnas con distorsiones sobre los escritores de izquierda. Pero a pesar de que algunos encuentren que su ira descalifica en gran medida su obra (los editores de Subramanian suavizan esa malinterpretación con “La ira profética de Arundhati Roy”), el trabajo de Roy me parece un acto de amor crítico. Ella está tratando de salvar vidas, como lo haría en una pandemia. Hace que el número de los que sufren sea menos abstracto, incluso más pequeño.

Como escritora, como novelista, a menudo me pregunto si el intento de ser siempre precisa, de tratar de atenerme exactamente a los hechos, de alguna manera reduce la escala épica de lo que realmente está sucediendo… Me preocupa que permitiera que me encarrilaran para ofrecer una precisión prosaica y objetiva, cuando quizás lo que necesitemos sea un aullido salvaje o el poder transformador y la precisión real de la poesía. Algo de la naturaleza astuta, brahmánica, intrincada, burocrática, dependiente de archivos, de “solicitar-todo-por-los-canales-adecuados” para entender la naturaleza del gobierno y la subyugación en India parece haberme convertido en una administrativa. Mi única excusa es decir que se necesitan herramientas singulares para descubrir el laberinto de subterfugios e hipocresía que oculta la insensibilidad y la fría y calculada violencia de la nueva superpotencia favorita del mundo.

En otras palabras, la ansiedad de Roy por saber adónde le ha llevado su corazón obsesivo está presidida por una pregunta originaria: ¿Qué puede informar o decir ella para hacer que los que están en el poder dejen de hacer trampas en matemáticas y de matar? ¿Qué hacer para que los acólitos de quienes están en el poder, en los medios, dejen de obrar al servicio de los de arriba? ¿De cuántas maneras debería recrearse para lograrlo?

La escritora falaz

Roy recuerda una anécdota divertida y elocuente sobre la obnubilación moral de algunos de sus críticos durante una estancia en la ciudad de Nueva York. Una vez se le acercó un hombre que la reconoció. Aunque ella trató de esquivarle sabiendo lo que se avecinaba, finalmente admitió quién era. Él dejó claro que la desaprobaba totalmente por todas sus críticas a India. Sin embargo, no pudo articular de inmediato con qué no estaba de acuerdo, murmurando algo sobre Cachemira. Pero entonces salió la palabra de su boca; le dijo que era falaz. Esto la sorprendió. Respondió vagamente que estaba equivocado, que sus críticas a la violencia del Estado indio en lugares como Gujarat y Cachemira eran claras y sin paliativos, lo opuesto a falaces. Finalmente, ella comprendió que él no sabía lo que significaba la palabra y se lo explicó. Él repitió la palabra, esperando que su significado se estirará lo suficiente para englobar su crítica instintiva a su falta de patriotismo. “Pero no importa”, la interrumpió. “¿Por qué preocuparse por el vocabulario? Ven, hazte un selfie conmigo.” “Ahora eso”, dijo ella, “esto sí que es falaz”.

Cuando Arundhati Roy argumentó en un discurso de 2010 que Cachemira históricamente no formaba parte de India, la sección femenina del fascista BJP, que encontró intolerable esta visión, acampó frente a su casa, exigiendo que retirara su declaración o que “se fuera de India”. La derecha india difundió supuestamente un PDF de su novela de 2017, El ministerio de la felicidad suprema, presumiblemente para privarla de sus ingresos como autora al proporcionar un ejemplar gratuito a quienes de otro modo podrían verse tentados a comprar el libro.

Como ciudadano no indio de un país al que le encanta denunciar la censura en el extranjero mientras la practica a su manera en casa, yo no debería exagerar su persecución. Si bien su trabajo ha sido profundamente distorsionado por algunos adversarios en India y otros lugares, es lo que les sucede a los progresistas. Tiene más lectores de sus novelas y ensayos en todo el mundo que la mayoría de escritores y escritoras. De modo que el hecho de que Haymarket Books, con sede en Chicago, haya recopilado sus ensayos ofrece a los lectores la oportunidad de familiarizarse con la amplitud de las luchas en las que Roy se ha sumergido durante 25 años y que informan sus novelas. Roy, la ensayista, encarna la impiedad legalista, pero humanista, de una defensora pública, el ingenio y los juegos de palabras de una poeta, una camarada que no da por sentada la injusticia.

20/05/2020

https://jacobinmag.com/2020/05/arundhati-roy-my-seditious-heart-modi-naxalites-bjp

Traducción: viento sur

Joel Whitney es el autor de Finks: How the C.I.A. Tricked the World’s Best Writers. Sus ensayos también se han publicado en Newsweek, Poetry Magazine, New York Times, New Republic y otros medios.

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