El 1 de febrero de 2021, el Ejército birmano (Tatmadaw) rompió la cohabitación gubernamental con la Liga Nacional por la Democracia (LND), encarceló a sus dirigentes y, despuès, sumió al país en una atroz guerra asimétrica. Dos años más tarde, todavía no ha conseguido imponer su control sobre gran parte del territorio. A pesar de su inferioridad en armamento, los distintos componentes de la resistencia lo han hecho fracasar. Su objetivo es acabar para siempre con un régimen militar que ha manifestado claramente su rechazo a toda transición democrática.

Citemos, a modo de introducción, la declaración publicada el 1 de febrero de 2023 por la Women’s Peace Network (Red de Mujeres por la Paz), porque expresa con fuerza lo que sentimos todas y todos nosotros, quienes seguimos el día a día del combate de los pueblos de Birmania:

Dos años después del intento de golpe de Estado del Ejército birmano, más de cinco años después de sus ataques genocidas de 2017 y después de décadas de atrocidades contra nuestras comunidades, nosotras, Women’s Peace Netwwork, somos presas de una tragedia y de una rabia indescriptibles. El ejército sigue siendo capaz de maltratar a todo el país, incluso tras haber asesinado a más de 3.000 civiles, detenido y encarcelado a más de 17.000 personas y torturado a otros centenares de miles en tan sólo dos años. Sus fuerzas intensifican los ataques aéreos y utilizan armas pesadas en el Estado Chin, la región de Sagaing, el Estado Karen, el Estado Kachin, el Arakan y otras muchas regiones donde residen nuestras comunidades. Tanto en estas regiones como en las prisiones y en los centros de detención del país, los militares patriarcales y misóginos abusan de las mujeres y de las chicas haciéndolas sufrir las formas más brutales de violencia sexual. Los rohinyás se enfrentan ahora a un riesgo creciente de ataques genocidas por parte del ejército: en los dos últimos años, la Junta ha dictado y vuelto a dictar políticas y restricciones para detener y encarcelar al menos a 2.700 rohinyás, de los cuales más de 800 son mujeres Women’s Peace Movement, 1/02/2023, ESSF, Women’s Peace Movement, en ESSF (artículo 12503)..

Rabia ante la soledad a que ha sido abandonada la población martirizada por parte de la llamada comunidad internacional, cuando se ha comprometido con inmenso coraje en la resistencia a la dictadura. Rabia, porque si se hubiese concedido a tiempo la ayuda merecida, el golpe habría sido abortado y se habrían evitado miles de sufrimientos. Admiración ante la capacidad de tantas organizaciones, de tantas personas, para hacer frente a la peor de las adversidades. Esperanza, porque, aunque la Junta no ha sido expulsada del país, sin embargo, no ha podido estabilizar su dominio, a pesar de todo el apoyo recibido de grandes potencias como China y Rusia, pero también de India y Pakistán, que tienen un peso regional considerable, de Vietnam y de sus (otros) vecinos como Laos y Tailandia… Hoy día no parece controlar militarmente más que la mitad del territorio, o un poco más, y no ha conseguido romper el espíritu de resistencia popular. Por eso Women’s Peace Network habla de “intento” de golpe de Estado.

Dos años después: la violencia de la represión, los éxitos de la resistencia

Cada cual conmemoró a su manera el segundo aniversario del putsch militar 2/ Para una presentación de conjunto de la situación, ver Banyar Aung, 31/01/2023, “Reviewing Myanmar’s Spring Revolution” en ESSF (artículo 65515). . La resistencia organizó una jornada de huelga silenciosa, de 10 a 15 horas, en muchas regiones del país; una operación de ciudad muerta. En el extranjero se celebraron concentraciones ante embajadas, con gritos contra el nombre del dictador, general Min Aung Hlaing, jefe de la Junta. Probablemente, la concentración más importante tuvo lugar en Tailandia, con varios centenares de manifestantes portando retratos de Aung San Suu Kyi o levantando tres dedos de la mano, el signo de adhesión de la juventud movilizada contra el orden monárquico absoluto en el reino tailandés, donde reside una importante comunidad inmigrada birmana. Esta comunidad es acogida y, a su vez, sometida a vigilancia por un régimen que en lo fundamental apoya a la Junta.

La Junta, por su parte, tras haber prorrogado el estado de urgencia por otros seis meses más, impuso la Ley marcial en treinta y siete localidades (en ocho regiones y Estados), entre ellas los bastiones de la resistencia en las regiones de Sagaing y Magwe. De esta manera, dota a los comandantes militares con plenos poderes y serán los tribunales militares quienes se encargarán de cualquier causa penal que, en su opinión, cuestione al régimen. Anunció que se pronunciarían penas de muerte y condenas a perpetuidad. No se autorizará ningún recurso de las sentencias, salvo en caso de pena de muerte, en que se podrá recurrir... al generalísimo Min Aung Hlaing en persona, para la decisión final.

En 2021, el régimen ya había declarado la Ley marcial en algunas partes de Yangon (Rangún), de Mandalay y del Estado Chin. Fueron condenadas a muerte cerca de cien personas. ¿Cuál es el balance de la campaña de terror realizada por la Junta en estos dos últimos años? Según la Asociación de Ayuda a Presos Políticos (Assistance Association for Political Prisoners, AAPP), más de 2.500 personas habrían resultado muertas (unas 300 de ellas en centros de interrogación y detención militares), más de 16.500 habrían sido detenidas y más de 13.000 estarían todavía encarceladas; fueron pronunciadas 138 condenas a muerte, de las cuales 41 in absentia. En julio, fueron ahorcados cuatro presos políticos acusados de terrorismo. Fueron las primeras ejecuciones efectuadas desde finales de los años 1980. En noviembre, siete estudiantes de la universidad Dagon fueron condenados a la pena capital.

Se estima que 1.100.000 personas han sido desplazadas por la guerra (algunos hablan de tres millones). Más de 40.000 edificios –viviendas, edificios religiosos, escuelas, establecimientos sanitarios– habrían sido arrasadas o incendiadas por la Junta.

Sin embargo, a pesar de esta campaña de terror y de la patente superioridad del Ejército en materia de armamento, la situación militar ha evolucionado en sentido desfavorable para la Junta. El propio general Min Aung Hlaing reconoció, el día del aniversario del putsch de Estado del 1 de febrero de 2021, en una reunión del Estado Mayor, que “el estado de la nación no ha vuelto todavía a la normalidad: más de un tercio de los distritos no están totalmente bajo control militar”. Un eufemismo que equivale a una confesión de fracaso. Dirigiéndose al Consejo Nacional de Defensa y de Seguridad, precisaba que su régimen no controlaba más que el 60% de los 300 townships [municipios] de Myanmar y que 132 de ellos estaban todavía muy cuestionados La iniciativa está actualmente del lado de la resistencia. El Tatmadaw sufre serios reveses en los Estados Chin, Shan, Karen y Kachin, así como en las regiones de Sagaing y de Magwe.

Además de las pérdidas sufridas por el ejército, más de 500 miembros o partidarios del Partido de la Solidaridad y del Desarrollo de la Unión (brazo político de los militares), administradores nombrados por la Junta, milicianos y supuestos confidentes, han resultado muertos por las resistencias. Edificios gubernamentales y unas 500 torretas de telecomunicaciones han sido destruidas o dañadas.

El futuro de Birmania sigue, por tanto, abierto, contra viento y marea. Un capítulo entero de la historia del país se ha cerrado en una crisis paroxística. La Junta quería asegurar a la casta militar dirigente la perpetuación y el monopolio de su poder sobre toda la sociedad, pero este poder se ve, por el contrario, puesto en cuestión. Habiendo abortado en un baño de sangre el último intento de transición democrática pacífica, no parece posible la vuelta a la situación previa al putsch. Hay algo definitivo en este fracaso. Se han sucedido las generaciones de oficiales superiores, pero el Ejército no ha cambiado, ni cambiará. Las luchas en curso no pretenden imponer un compromiso aceptable al Tatmadaw, sino deshacerse de él de una vez por todas.

Volviendo a la revolución de la primavera de 2021
La atención actual está puesta en la situación tras dos años del putsch del 1 de febrero de 2021, conmemoración de aniversarios obliga. Quien no conozca la historia de Birmania podría creer que el Tatmadaw se apoderó del poder en 2021 derrocando a un gobierno civil. En realidad, fue en marzo de 1962, cuando la Junta, dirigida entonces por el general Ne Win (se retiró en 1988 y murió en 2002), lo conquistó. Desde entonces nunca lo abandonó del todo. Ne Win pretendía ser, a la vez, socialista (entonces estaba de moda, pero no lo era) y anticomunista (lo era completamente). Sumergió al país en la dictadura, el aislamiento y la bancarrota. Decidido a salir de este punto muerto, el general Than Shwe liberalizó parcialmente la economía y la vida política, permitiendo a Birmania reinsertarse en el mercado regional y en la comunidad internacional. Entre 2011 y 2021, la sociedad civil conoció un importante desarrollo, tanto en el plano asociativo como partidario y sindical, cuando hasta entonces los movimientos contra la dictadura eran regularmente masacrados en sangre.

Preocupado por asegurarse una legitimidad electoral, el Ejército se dotó de un partido político, el USDP (siglas inglesas del Partido de la Unión, la Solidaridad y el Desarrollo), convencido de que ganaría las elecciones de 2020. En 1998, dirigió la redacción de una Constitución a su medida. Ésta le aseguraba automáticamente una minoría de bloqueo en todas las asambleas legislativas, en las que tiene reservado el 25% de los escaños, no elegidos, además de los escaños que su partido y sus aliados hubieran obtenido (de esta manera puede impedir la adopción de cualquier enmienda constitucional, que requiere al menos el 75% de los votos). De oficio, le corresponde la dirección de los ministerios clave (Defensa, Interior y Seguridad de fronteras). La institución militar queda protegida de cualquier control por parte de una autoridad civil. La Junta impone así su preminencia en el seno de la coalición gubernamental.

Pero, para su desconcierto, fue la Liga Nacional por la Democracia, y no la USPD, quien ganó claramente las elecciones de 2020, con el 82% de los votos, imponiéndose Aung San Suu Kyi en el campo político birmano y cristalizando en las regiones centrales el rechazo del orden militar. Con la fuerza de su legitimidad electoral, aceptó la muy arriesgada experiencia de la cohabitación gubernamental con el Ejército. Pero era ilusorio creer que el Tatmadaw fuese a ceder voluntariamente sus prerrogativas como consecuencia de un escrutinio legislativo, al menos sin una movilización masiva de la población (que Suu Kyi no quería). Apostó por una evolución progresiva de la relación de fuerzas civil-militar en el seno del régimen. Un desafío que ha pagado con un precio exorbitante: el encarcelamiento a perpetuidad, la incomunicación, las detenciones masivas y el asesinato de cuadros del partido del que era la figura de proa.

El putsch y la respuesta.

El objetivo del Ejército no era, sin embargo, conquistar el poder, que ya lo tenía, sino monopolizarlo de nuevo, sobre todo, cuando Aung San Suu Kyi amenazaba con investigar casos de corrupción y forzar su ventaja más allá de lo que el Tatmadaw estaba dispuesto a aceptar. Por eso, por mi parte, hablo por lo general de putsch, más que de golpe de Estado, o de golpe de Estado preventivo.

El putsch provocó un inmenso levantamiento popular. Desde el día siguiente al golpe, en el centro de Rangún, la población ocupó los balcones con un concierto de cacerolas, para expulsar los espíritus maléficos. Los hospitales entraron en disidencia abierta y la juventud estudiantil salió a la calle. Los funcionarios no se quedaron atrás, en los ferrocarriles, los bancos… En su gran mayoría, el país se negó a volverse a encontrar bajo el control del Ejército, a vivir y a trabajar bajo la autoridad de militares o de sus representantes. Desde el 6 de febrero, las obreras del textil se manifestaron en la zona industrial de Rangún. La paralización afectó a una parte creciente de la producción… La desobediencia civil se propagó rápidamente en el conjunto del territorio, con un primer punto álgido en la huelga general del 22 de febrero, con más de un millón de personas desfilando en numerosas localidades y muchas otras multiplicando los paros laborales.

Este levantamiento popular espontáneo encontró un eficaz marco de coordinación en el Movimiento de Desobediencia Cívil (MDC). En efecto, en él convergían representantes de enfermeras y del personal sanitario, de la juventud estudiantil, de los funcionarios (muchos sectores están nacionalizados en Birmania), de las mujeres y los universitarios, de sindicatos del sector privado (en particular en el textil, base de la FGWM) y de la central CTUM, de enseñantes… Esta sinergia dio nacimiento a lo que bien podría ser uno de los mayores movimientos de protesta cívica, de huelgas y movilizaciones callejeras de la historia moderna. Por su amplitud, esta revolución de primavera negó de entrada cualquier legitimidad, cualquier autoridad, a la Junta militar, en un país donde el Ejército se presentaba como el Guardián de la Nación.

Muchos comentaristas escriben sin mucho rigor que tras el putsch la población inició la resistencia siguiendo el llamamiento del Gobierno de Unidad Nacional (GUN). Problema: ese gobierno todavía no existía… No nació hasta el 16 de abril de 2021, más de dos meses después. No se trata de un detalle, sino que eso escamotea el papel decisivo jugado por el Movimiento de Desobediencia Civil (MDC) y los límites de la LND.

El GUN es, ciertamente, la emanación del CPRG Committee Representing Pyidaungsu Hluttaw, fundado el 5 de febrero por parlamentarios de la LND que habían escapado a la detención. Encarna la continuidad de la mayoría parlamentaria salida de las elecciones de 2020, fuente primera de su legitimidad frente al SAC (la Junta). Pero no es más que eso. Por su composición multiétnica y sus primeras declaraciones de principio, entra en disonancia con la herencia de Aung San Suu Kyi y supone la entrada en un nuevo período.

Una oposición muy plural a la Junta.

La geografía, la cultura y la historia son invitadas inevitables cuando se quiere trazar una presentación, aunque sea sucinta, de las oposiciones al régimen militar. Intentaremos volver a ello. En 2020 se encontraron varias generaciones, entre ellas cuadros supervivientes (a menudo de origen estudiantil) de los combates antidictatoriales de 1988 y las jóvenes generaciones estudiantiles u obreras. Los movimientos que operan en la llanura central y los arraigados en los Estados étnicos de la periferia fronteriza tienen historias muy diferentes. Corrientes de identidad religiosa (esencialmente budista) cubren el espectro político, desde progresistas hasta un fascismo asesino sui generis. Las organizaciones sociales juegan a menudo un papel decisivo.

El Movimiento de Desobediencia Civil constituye, como se ha visto, el principal marco de coordinación de la resistencia en la llanura central. Surgió, casi instantáneamente, gracias a la experiencia acumulada de las anteriores luchas contra la dictadura que se llevaron a cabo en diversos terrenos (sociales, electorales…) en 1988, 1990 y, sobre todo, en 2007. Su reactividad y su vitalidad reflejan también el desarrollo de los movimientos sectoriales, asociativos o sindicales, durante la década relativamente liberal abierta en 2011 y que cerró el putsch de 2021.

El MDC es independiente de la Liga Nacional por la Democracia. La extrema izquierda está presente (al menos el SDUF4/ Frente Unido Social Demócrata (Social Democratic United Front) (social demócrata debe entenderse aquí en el sentido que daban a este término Lenin y los bolcheviques).), pero se trata, ante todo, me parece, de un centro de concertación de las direcciones de los movimientos sociales.

Bajo la dirección de Aung San Suu Kyi, la Liga Nacional por la Democracia fue, en los años anteriores al putsch, la principal formación política del país. Gozaba de una doble legitimidad, electoral y familiar: es hija de Aung San, figura destacada, el más conocido de los fundadores del Ejército nacional durante la Segunda Guerra mundial que negoció con los británicos la concesión de la independencia antes de ser asesinado, junto a otros seis miembros del gobierno provisional, el 19 de julio de 1947. El coraje de Suu Kyi s innegable, pero sería un contrasentido creer que se trata de una demócrata. Cierto, reivindica un socialismo budista, que no tiene nada de autogestionario, situándose, por el contrario, en una tradicional concepción verticalista del partido y del poder. Defiende el orden (capitalista) existente y el predominio de la élite bamar (muy mayoritaria en la llanura central) en el Estado. Su aura era muy grande en el centro del país, pero no ocurría lo mismo en las regiones fronterizas, aunque la Liga por la Democracia estaba implantada entre las minorías.

Aunque acosada o reprimida muchas veces por los militares, siempre se negó a exiliarse y a reunirse con su familia en Gran Bretaña y, por ello, recibió el premio Nobel de la Paz, un premio que, sin embargo, se le retiró después del genocidio de los rohinyás cometido en 2017-2018 por el ejército cuando compartía con ella el poder: en un primer momento defendió en el ámbito internacional con uñas y dientes a los generales, llegando a denunciar a los organismos de la ONU encargados de la ayuda a las poblaciones refugiadas como cómplices de los terroristas.

Evidentemente, el nuevo Gobierno de Unidad Nacional mantiene en sus funciones a Aung San Suu Kyi, como Consejera de EstadoEra jefa de gobierno y presidenta de hecho, pero dado que les militares introdujeron una enmienda en la Constitución especialmente pensada para que no pudiese ser Presidenta, el puesto sólo podía ser ocupado por una persona cuyos familiares fueran birmanos. El marido de Suu Kyi era británico, Michael Aris, fallecido en 1999., y a Win Myint como Presidente, pero se puede pensar que la LND y el GUN han entrado de hecho en la era post-Suu Kyi.

La composición del nuevo gobierno es ostensiblemente pluriétnica, ha reconocido los daños cometidos a los rohinyás y asegura que los culpables deberán ser juzgados. Ha adoptado importantes compromisos sobre la completa refundación del derecho a la ciudadanía, sorprendentemente complejo y muy desigualitarioJuliette Gheerbrant, 4/05/2015, “L’imbroglio de la citoyenneté birmane” en ESSF (artículo 58597)., basando en adelante la ciudadanía “en el nacimiento en Myanmar o en cualquier otro sitio en tanto que hijos de ciudadanos de Myanmar”. Otro compromiso importante: establecer un verdadero federalismo que sería definido en cooperación con las minoríasToma de posición del 3/06/2021. Ver “Myanmar: Position politique sur les Rohingyas dans l’Etat de Rakhine” en ESSF (artículo 58471). Traducción no oficial..

Según la web de GUN, “los jefes del gobierno de unidad nacional de la República de la Unión de Myanmar [han sido] nombrados conforme a la Carta federal de la democracia”. El presidente en ejercicio (acting president), Duwa Lashi La, es un abogado y hombre político kachin. El Primer ministro, Mahn Winn Khaing Thann, es karen, cristiano. Desde luego, el GUN debe demostrar de forma convincente que estos compromisos no son cosméticos, pero su constitución confirma que se abre un nuevo capítulo de la historia de Myanmar, también por parte de la oposición. 

Las organizaciones étnicas de la periferia.

Birmania tiene la forma de una herradura cuyo extremo derecho (al Este) sería más largo que el extremo oeste. La llanura central, atravesada de Norte a Sur por el río Irrawaddy, está rodeada de montañas fronterizas. Su fachada marítima, en la parte meridional, se abre al mar de Adaman y al golfo de Bengala (océano Índico). Administrativamente, el país está dividido en siete Estados étnicos en la periferia (40% de la población y 60% del territorio) y siete regiones en el centro (60% de la población). Hay 135 etnias reconocidas oficialmente. El país está dotado de un parlamento bicameral, la Asamblea de la Unión, compuesta de una cámara baja (la Cámara de representantes) y una cámara alta (la Cámara de las nacionalidades). Se trata en realidad de un falso federalismo, ya que el gobierno central no articula políticas de desarrollo pensadas a escala de todo el país. Por otro lado, el modo de representación institucional y de reconocimiento de la ciudadanía fija las identidades en la periferia, porque dependen de la pertenencia a una etnia censada. Históricamente, este sistema fue formalizado en gran parte bajo la colonización británica, conocida por su política de divide y vencerás.

Cada Estado étnico, identificado por su grupo mayoritario (shan, karen…), pero por lo general no único, posee sus propias instituciones gubernamentales o legislativas, sus partidos políticos, así como, a menudo, sus Organizaciones Étnicas Armadas (las EAO, según las siglas inglesas), activas desde hace décadas y que pueden mantener relaciones fluctuantes con el poder militar central. En estos Estados pueden coexistir (o incluso estar en conflicto entre sí) varias organizaciones armadas, como consecuencia de escisiones o en representación de grupos étnicos diferentes. Pueden estar apoyadas, o incluso armadas, por un país vecino, como por ejemplo China en el Norte. A la inversa, otros movimientos de resistencia deben tener en cuenta la existencia en sus fronteras de un régimen hostil (como en el caso del Estado karen).

Después del putsch militar estallaron movilizaciones espontáneas en muchos Estados étnicos, impulsadas por la juventud, incluso allí donde las autoridades se mantuvieron expectantes, manifestando un sentimiento de rechazo similar al expresado en la llanura central, de solidaridad transétnica entre pueblos de la periferia y bamares. Una solidaridad que se convertiría en una apuesta decisiva cuando la violencia de la represión forzó a la clandestinidad y a la resistencia armada a los habitantes de las tierras bajas.

Los movimientos budistas.

La orden monástica cuenta con unos 500.000 miembros, divididos en 9 sectasSobre el budismo Theravada en Birmania y el contexto moderno, ver en especial Bénédicte Brac de la Perrière, “Les moines, une troisième force dans l’équilibre transitionnel des pouvoirs en Birmanie”, ESSF (artículo 58364).. En tanto que instituciones oficiales, se supone que las instancias del budismo (la Sangha) no participan en política, pero tradicionalmente suelen aportar su apoyo al régimen establecido, aunque sea dictatorial. Después del putsch del 1 de febrero de 2021, el Estado Mayor puso más cuidado que nunca en cortejar a la jerarquía religiosa. Sin embargo, los movimientos de referencia budista cubren un amplio espectro político, hasta el fascismo (¿o casi?): la Organización de Defensa de la Raza y la Nación (Ma Ba Tha) desempeñó un papel clave en el genocidio de los rohinyás. Esta organización está dirigida por Wirathu/Parmaukha, un monje influyente y ultranacionalista. En vísperas del golpe militar se hicieron oír, sobre todo, los monjes promilitares, dándole su apoyo.

Sin embargo, bajo la presión continua del movimiento de desobediencia civil, el bloque conservador entre autoridades religiosas y régimen militar se ha fisurado. Los monjes pro demócratas se hacen oír, sobre todo en Mandalay, el segundo centro urbano de Birmania y un bastión de la LND, donde varios monasterios se han declarado en disidencia abierta, poniéndose a la cabeza de una manifestación relámpago para proteger con su presencia a los manifestantes. Esto mismo ya había ocurrido durante la revolución azafrán de 2007, cuando apareció una organización clandestina, la Alianza de todos los monjes birmanos.

Monasterios y monjes, jóvenes en su mayor parte, han desafiado de esta manera los edictos religiosos que les prohíben cualquier actividad política que tenga como fin oponerse a los generales. Pero la facción promilitar del clero sigue siendo poderosa, afirmando que el régimen protege la identidad budista de Birmania frente a la supuesta amenaza de una lenta toma del poder por el Islam. En este grupo se encuentra el movimiento Buddha Dhamma Parahita Foundation, prolongación del Ma Ba Tha (prohibido en 2017), para quien Aung San Suu Kyi abría el camino a “la extinción de nuestra religión, de nuestra etnia y del país”Associated Press, AFP, “Buddhist monks in Myanmar split on anti-junta movement” en ESSF (artículo 58132).

El paso forzado a la resistencia armada
La represión militar se ha vuelto cada vez más sistemática, cada vez más asesina. Al Tatmadaw no le ha resultado fácil recuperar el control sobre el terreno, vista la masividad de la resistencia, pero muy rápidamente se hizo imposible continuar con las grandes manifestaciones y concentraciones al aire libre. Las calles se convirtieron en el escenario de intensas confrontaciones, con la población y la juventud levantando en los barrios populares, en las zonas industriales y en los grandes ejes viales una multitud de barricadas improvisadas para bloquear los movimientos de tropas, haciendo frente a la soldadesca equipados con cascos, escudos improvisados, máscaras antigás en la medida de lo posible, armados con hondas o cócteles Molotov… pero ningún equipo de protección resultó suficiente cuando comenzaron los disparos de fuego real e intervinieron los blindados. Testimonio de la violencia de los acontecimientos, la batalla de Hlaing Tharyar en un barrio obrero de Rangún (Yangon) que duró cuatro días, provocando al menos sesenta muertos entre obreras, obreros y estudiantesKo Maung, 15/12/2021, “Myanmar’s Spring Revolution : a history from below” en ESSF (artículo 60499).

Poco a poco, el ejército pasó a cepillo los centros urbanos, los pueblos de las tierras bajas, imponiendo toques de queda, registrando una a una las viviendas con el fin de identificar a los habitantes y descubrir a los activistas. Durante el período que va de la huelga general del 22 de febrero a la del 8 de marzo de 2021, continuó la dinámica de movilizaciones populares, con movilizaciones callejeras nocturnas y manifestaciones relámpago, pero la participación en estas iniciativas se fue reduciendo poco a poco a los núcleos más militantes. A comienzos de marzo, ya habían sido detenidas más de 2.100 personas, y más de 200 asesinadas, según la Asociación de Asistencia a presos políticos.

La resistencia tuvo que pasar a la clandestinidad y prepararse para la lucha armada, sin formación militar previa ni armamento digno de ese nombre. Se volvió hacia los movimientos étnicos que estaban dispuestos a ayudarles en ese momento particularmente temible en que todo podía hundirse.

Como señala Banyar Aung,

la lucha armada que comenzó en 2021 difiere de las crisis pasadas, como los disturbios de 1948 que llevaron a la guerra civil. En el pasado, la lucha armada fue lanzada por un partido o una organización particular después de una preparación minuciosa. En cambio, el levantamiento tras el golpe de Estado de 2021 fue un movimiento popular y espontáneo, inesperado y no planificado. La gente fue empujada a la guerra después que ella misma, sus parientes o sus amigos se hubieran enfrentado a la potencia de fuego militar durante las manifestaciones callejeras. Sólo después de que la gente se hubiera levantado contra el régimen, el gobierno civil paralelo de unidad nacional (GUN) y su brazo armado, la Fuerza de Defensa del Pueblo (PDF), emergieron para unificar la dispersa resistenciaBanyar Aung, 31/1/2023, “Reviewing Myanmar’s Spring Revolution” en ESSF (artículo 65515)..

El desencadenamiento de acontecimientos que llevó de la desobediencia civil masiva a la resistencia no tiene nada de misterioso. No pensaba referirme a ello. Pero me sorprendió mucho el artículo de Robert Narai del 1 de febrero de 2022 (que traduje al francés)ESSF, “Jusqu’à la fin du monde”: La révolution inachevée du Myanmar” (artículo 65652). Mantengo correspondencia desde hace mucho tiempo con Robert, y sus artículos en Red Flag, el órgano de Socialist Alternative (Australia) sobre Myanmar me han solido resultar muy útiles.. En un primer momento, presenta la evolución de las luchas y la situación actual en términos análogos a los míos. Más adelante, se dedica a abordar cuestiones más generales, haciendo el análisis de clase de las fuerzas en presencia, para fundamentar, al final, un enfoque que me parece peligrosamente desconectado de la realidad… que él mismo analiza en la parte inicial del artículo. El punto que me parece políticamente más problemático se refiere a la idea de que el paso a la resistencia armada era evitable y a su vez erróneo.

Voy a citar extensamente este largo artículo; por una parte, porque presenta una síntesis de informaciones muy útiles y, por otra, para abrir el debate sobre algunas cuestiones políticas que me parecen importantes.

En la primera parte de su artículo, Robert explica que

la respuesta del Tatmadaw [al levantamiento popular] fue movilizar a las fuerzas armadas a su disposición para aplastar al movimiento de masas con una ola de terror contrarrevolucionario: las expulsiones masivas de trabajadores del sector público de las viviendas proporcionadas por el gobierno se combinaron con masacres en todo el país (…) Desde entonces, el campo se volvió el principal lugar de confrontación. Decenas de miles de jóvenes y de trabajadores urbanos buscaron la seguridad en las zonas fronterizas controladas por las etnias, siguieron un entrenamiento en la guerrilla y formaron algunos grupos armados bajo la bandera de las Fuerzas de Defensa del Pueblo (PDF) (…) La resistencia urbana continuó bajo la forma más limitada de asesinatos centrados en militares y de sus colaboradores, mientras que en las grandes ciudades y municipios continuaron las manifestaciones cotidianas del tipo manifestaciones flash (flash-mob).

Robert Narai añade más adelante:

la amenaza [representada por la] huelga general prolongada (…) condujo al posterior terror contrarrevolucionario. Las expulsiones masivas de ferroviarios, enfermeras, funcionarios y empleados de banca se añadieron a la carnicería de Hlaing Tharyat y a los baños de sangre en otras partes del país. La naturaleza aparentemente indiscriminada de la violencia tenía como único objetivo paralizar el motor de la lucha de masas y aplastar el alma social en el corazón del proceso revolucionario.

Como señala una de las personas entrevistadas por Narai por medio de comunicaciones encriptadas:

Tenemos la costumbre de hacer huelgas en las fábricas, pero hacer una huelga contra militares armados es distinto. Nunca antes habíamos participado en huelgas políticas. Pero los estudiantes tienen mucha experiencia en este terreno. Y por eso, muchos trabajadores saben que los estudiantes apoyan siempre a los trabajadores cuando éstos hacen huelga. La focalización de estos militantes [estudiantes-trabajadores] y la prohibición en la práctica de la mayor parte de los sindicatos de Myanmar tras el golpe de Estado son medidas calculadas para desarraigar estas redes y privarlas de su capacidad de acción. Uno de los efectos de la represión ha sido la ruptura de estos vínculos, pero no por completo. La organización clandestina de los trabajadores en los centros de trabajo continúa bajo el nuevo régimen militar, a pesar de las dificultades y los peligros extremos que ello implica.

Lo extraño es que a continuación Narai deplore

la tendencia general en el seno de la izquierda a abandonar la promoción de la autoactividad de la clase obrera y a sumarse a la proliferación de grupos armados que han emergido después de la derrota de la huelga general de marzo.

En efecto, se había llegado al punto en que la extensión de la lucha armada en las tierras bajas se había vuelto una necesidad vital, incluso para permitir el mantenimiento de resistencias sociales en las aglomeraciones urbanas y en las zonas industriales: los militantes en peligro extremo debían poder encontrar refugio en el campo, era necesario que el ejército se viese obligado a dispersar sus unidades en el conjunto del país y que cesase la impunidad de las fuerzas de represión.

Por lo que conozco, ninguna organización significativa de Birmania ha elegido la lucha armada sin verse obligada a ello, como ha podido ser el caso en otros países, como Filipinas, donde el PCF (siguiendo la tradición de José María Sisón) considera que debe ser siempre considerada como la “forma principal” de lucha. Igualmente, sería erróneo decir que, en cualquier circunstancia, comprometerse en la lucha armada significa desertar de los combates sociales de las capas populares.

Robert Narai señala que el Gobierno de Unidad Nacional (GUN) ha llamado a la “guerra revolucionaria del pueblo” y a la constitución de las “Fuerzas de defensa del pueblo” (PDF) y se dedica a describir el desarrollo de la resistencia armada:

Existen dos tipos de PDF (…) las fuerzas de defensa locales autónomas y las directamente vinculadas al Ministerio de Defensa del GUN. Los grupos locales se han desarrollado a partir de las luchas de la base contra las fuerzas de seguridad y operan en gran parte independientemente del GUN. Al mismo tiempo, los otros grupos armados mantienen vínculos más estrechos con el GUN: algunos han sido creados directamente por el GUN, mientras que otros han intentado asociarse más estrechamente al gobierno paralelo.

Sin embargo, dos factores principales “obstaculizan actualmente la guerra revolucionaria del GUN”: la “falta de armamento pesado, que hace difícil para los PDF capturar y conservar territorios y oponerse a la superior potencia terrestre y aérea del Tatmadaw” y la “ausencia de una estructura de mando y de control centralizado capaz de superar a la del Tatmadaw”.

Toda esta presentación me parece exacta y el citar extensamente a Narai me evita tener que repetirlo.

Donde aprieta el zapato es cuando Robert condena a “los miembros de la izquierda birmana que se unen a las milicias populares armadas”, que se pondrían necesariamente al servicio de una forma de restauración capitalista por arriba, de una democracia burguesa, bajo la égida del GUN. Siguiendo la denuncia de esta “desastrosa” orientación, señala, sin embargo, que

no se trata de negar que una cierta componente armada será [subrayado mío] necesaria para derrocar a Min Aung Hlaing; pero el objetivo de quienes quieren ver lograr las tareas de la revolución inacabada del Myanmar (democracia política y económica, tierras para los pequeños agricultores y autodeterminación para las minorías étnicas) no debería ser ayudar a la construcción de una nueva máquina burocrático-militar que sería incapaz de resolver ninguno de estos problemas.

Cierto, el objetivo de las luchas (armadas o no) debe ser la construcción de una Birmania nueva en beneficio de las capas populares y en defensa de los derechos sociales y nacionales. Pero es bastante extraño utilizar aquí el futuro para hablar de una guerra que hoy hace estragos e invocar “una cierta componente armada” cuando ya hay muchasEn inglés: “This is not to deny that some armed component will be necessary”. La fórmula “una cierta componente armada” parece implicar que, en cualquier caso, esta “componente” será mínima..

A la espera de un futuro indefinido, su condena de estos militantes que se han unido hoy a la resistencia no tiene matices:

El enfoque militarista representa una ruptura fundamental con el movimiento revolucionario observado en el curso de las primeras semanas de febrero y marzo de 2021. Mientras las huelgas y manifestaciones masivas daban confianza al resto de trabajadores, así como a capas más amplias, y los atraían a la lucha, los bombardeos, los asesinatos selectivos y los tiroteos producen el efecto contrario. Trágicamente, la militarización creciente de la resistencia contribuye a consolidar un terreno político que excluye la participación democrática y popular de la clase obrera y del pueblo.

Contra toda evidencia, Robert Narai afirma que el derrocamiento del poder militar era posible en la primavera de 2021 y que el compromiso con la lucha armada impidió a las masas la victoria que tenían al alcance de la mano. De ahí concluye que todos los movimientos que han dirigido la resistencia han “traicionado” a la causa. Ya he escrito todo lo que pensaba de malo de la LND bajo Aung San Suu Kyi: contribuyó a contener los movimientos democráticos y sociales. Pero condenar por traición a la Confederación de Sindicatos de Myanmar (CTUM), la central sindical que lanzó la huelga general prolongada del 8 de marzo, ¡eso es ya otro asunto! ¿Está compuesto el CRPH, fundado por parlamentarios ligados a la LND, por miembros de la élite? Desde luego, hay que favorecer la autoorganización de las luchas populares, su independencia de clase. Pero resulta cuando menos problemático pretender que la LND y el CRPH han “jugado un papel importante” en “la derrota de la huelga general prolongada”, y que al “promover” el “derecho a la autodefensa” a mediados de marzo (después de mes y medio de llamamientos a protestas pacíficas ante las masacres perpetradas por el Tatmadaw), han contribuido a canalizar el extendido sentimiento de que Min Aung Hlaing debería ser derrocado por la fuerza armada, abandonando la lucha en los centros de trabajo a cambio de la “guerra revolucionaria del pueblo”.

¿Era posible la victoria en marzo de 2021? Sí, a una condición factible que curiosamente Robert no menciona: la ayuda y la solidaridad internacional decisiva en el plano diplomático, sanciones a la altura de las circunstancias, la provisión de armamento a los diversas componentes de la resistencia (en los Estados étnicos), una ayuda internacional multiforme. En concreto, Washington no utilizó el exorbitante poder que permite a la justicia de EE UU perseguir a cualquier entidad que utilice el dólar en transacciones que entren en contradicción con los intereses estadounidenses.

Nuestras debilidades también tienen la culpa. Somos muchos quienes hemos hecho todo lo que podíamos para ayudar a la resistencia al putsch, tanto a nivel humanitario como político y también en el financiero (por nuestra parte, comenzamos rápidamente a recolectar fondos y participamos en campañas contra nuestra compañía petrolera: Total). Pero debemos reconocer los límites de nuestras acciones y las dificultades que encontramos para hacer de la guerra olvidada de Birmania un desafío en nuestros propios países (el apoyo más activo procede de países vecinos, como Tailandia y Filipinas).

En esas condiciones, hay que comenzar por reconocer que lo que han hecho los movimientos que iniciaron la resistencia al putsch del 1 de abril es notable, extraordinario (fuera de lo común). Si hubieran traicionado, lo hubieran hecho mucho peor. No hay que reescribir la historia con si condicionales, que es lo que hace, me parece, Robert. Como decimos en francés, “a base de si-es se podría meter París en una botella”.

Según Robert Narai, hay dos factores fundamentales que explicarían por qué la clase obrera de Myanmar no consiguió derrocar el régimen de Min Aung Hlaing durante la ola de huelgas de febrero y marzo: la incapacidad para crear un segundo poder gubernamental de las masas trabajadoras, y la ausencia de una organización revolucionaria profundamente arraigada. Recopila (con razón) y valora los ejemplos de ayuda mutua entre la población y los huelguistas, comités de huelga que toman el control directo de la producción, la fusión entre comités de huelga y organizaciones de autodefensa a nivel de barrio. Todo esto manifiesta la profundidad y la inventiva de un levantamiento popular. Y concluye:

Por desgracia, estas iniciativas revolucionarias nunca cuajaron en un sistema coherente de autogestión colectiva. Para alcanzar el nivel de un gobierno revolucionario de las masas trabajadoras, estas experiencias deberían ser generalizadas a nivel local y nacional. También deberían penetrar en los centros de acumulación del capital, que quedaron muy excluidos de las huelgas, en particular los campos gasíferos del mar de Andaman y las minas de jade del Estado de Kachin. Con ello, habrían podido comenzar a sentarse las bases de una red de consejos de trabajadores que podrían eventualmente disputar el poder.

Considera que los comités de huelga general formados a mediados de febrero habrían podido impulsar la creación de un órgano nacional de doble poder frente a la Junta y ofrecer una legitimidad alternativa, proletaria, al GUN, iniciando una dinámica de reivindicaciones transitorias por parte de un “gobierno revolucionario de las masas trabajadoras”. Añade que las “formas de poder obrero” habrían debido implantarse en la capital Naypyitaw, de lo que no fueron capaces, para no permitir a los militares “superar los días más difíciles”.

Para Robert Narai, es “razonable” pensar que todo ello habría podido producirse antes de que el Tatmadaw recuperase la iniciativa. Me temo que es poco razonable creerlo. ¡Hablamos de un período de seis semanas! Lo digo una vez más, lo que se hizo durante este breve lapso de tiempo merece ya toda nuestra admiración. Sus enseñanzas son excepcionales, y tanto los éxitos como los límites deben ser analizados, pero no exijamos a posteriori lo imposible…

Incluso si hubieran existido organizaciones políticas revolucionarias implantadas en febrero de 2021, sería dudoso que hubiera sido suficiente sin una ayuda internacional más eficaz; pero, de todas maneras, esas organizaciones estaban por construir, como lo señala el propio Robert. Él utiliza el singular (una organización revolucionaria), mientras que yo prefiero utilizar el plural, porque el pluralismo del movimiento revolucionario se impone a menudo como un dato a aceptar de forma positiva, so pena de fracturarlo.

Quiero concluir aquí con dos cuestiones:

La flexibilidad de las estrategias y de las tácticas.

Es evidente que las tácticas son concretas, pero las estrategias también. Birmania ha vivido golpe a golpe dos grandes virajes: el putsch del 1 de abril y su fracaso, y, después, la capacidad del Tatmadaw para recuperar la iniciativa llevando a cabo una campaña de terror a una gran escala. Evidentemente, la articulación de las formas de lucha no fue la misma en febrero que en marzo. En un primer momento se trataba de asociar, de forma dinámica, en el seno del vasto movimiento de desobediencia civil, combates democráticos y sociales, anclados en los centros de trabajo y en los barrios populares y zonas industriales, en los centros urbanos y en el campo. En un segundo momento, el factor resistencia armada, que antes estaba ausente, entra decisivamente en juego, lo que implica un peso creciente de las zonas rurales y de los vínculos con las organizaciones étnicas armadas solidarias, intentando, a su vez, mantener la resistencia activa en los centros urbanos e, incluso, recuperar la iniciativa también allí.

Cuando cambian los parámetros claves de la situación, se debe modificar la estrategia. Digamos que en febrero una estrategia de levantamiento de masas no armado correspondía a la situación en la llanura central, sabiendo que este tipo de levantamiento popular adopta formas territoriales, se da en los centros de producción, a nivel rural o urbano, y a nivel social y político.

En marzo se entró en una fase intermedia en la que se impuso la resistencia armada, pero donde probablemente todavía era difícil elaborar una estrategia apropiada, mientras la evolución de las relaciones de fuerza seguía sin estar clara. Ahora sabemos que la resistencia armada se resuelve a largo plazo y no a corto plazo. Robert Narai descarta de un manotazo la cuestión de la “guerra revolucionaria del pueblo” declarada por el GUN y, sin embargo, es necesario abordar esta cuestión.

Hay un amplio abanico de experiencias asiáticas en materia de luchas o resistencias armadas de base popular, ya sean antiguas (China, Vietnam, etc.) o contemporáneas (como en Filipinas). No importa el vocabulario: guerra del pueblo, guerra revolucionaria prolongada… Nada se puede trasplantar de un país a otro, de un período histórico a otro. Sin embargo, estas experiencias permiten reflexionar sobre muchas cuestiones: la relación entre la movilización de las fuerzas sociales en el proceso revolucionario y la reforma agraria, el peligro autoritario que pueden manifestar organizaciones armadas respecto a sus bases sociales y cómo combatirlo, la defensa y el respeto de los derechos de las comunidades populares y de las poblaciones de la montaña en situación de militarización aguda, la forma de resolver conflictos entre movimientos armados (incluso progresistas), etc. Evidentemente, no se trata de definir la estrategia justa a miles de kilómetros, sino de aprender y transmitir las enseñanzas de estas experiencias, en lo que tienen de específico, de original, o de más general.

¿Quién debe representar a Birmania en las instancias internacionales?

No podemos ignorar esta cuestión, un terreno de batalla muy importante. Es una ecuación bastante simple. Estamos a favor de que se excluya al SAC de todas las instancias regionales e internacionales. En ningún caso y en ningún sitio puede representar a Birmania.

Atenerse a la situación anterior al putsch (lo que hacen muchas cancillerías) significa reconocer la representatividad del gobierno civil de la LND bajo Aung San Suu Kyi y no tener en cuenta todo lo que ha pasado después.

En cambio, reclamar el reconocimiento del GUN, que encarna a la vez la continuidad de la autoridad parlamentaria civil elegida, pero reconoce también los grandes cambios sobre el reconocimiento del genocidio de los rohinyás, los derechos democráticos y a la ciudadanía, la representación pluriétnica, la co-elaboración de un proyecto confederal... es lo correcto. No se trata de creer todo lo que dice el GUN o pretender que vaya a instaurar una democracia socialista. Es ante todo un hecho: tal como están las cosas, no hay otra opción legítima aceptable en el plano diplomático.

Añadiría que tenemos suerte, porque el GUN, en gran medida, no es un gobierno en el exilio, alejado del país. Protegido por el Estado karen, muchos cuadros continúan actuando sobre el terreno y algunos lo han pagado con su vida. La cooperación militar con los PDF se impone en muchos lugares como una necesidad, incluso por parte de unidades que no quieren someterse al mando (efectivo o simbólico) del ministro de Defensa del GUN.

El proyecto confederal y el etnonacionalismo bamar
Lo que plantea el GUN no será fácil de poner en práctica, porque implica una ruptura radical con lo que fue la Liga Nacional por la Democracia bajo la égida de Aung San Suu Kyi, tanto en lo que se refiere a su política hacia los pueblos de las tierras altas como en su complicidad en el genocidio de los rohinyás. Hay que superar un enorme pasivo que se remonta lejos en el pasado. 

Las élites bamares y el etnonacionalismo.

Recordemos que, en Myanmar, la llanura central está bordeada de montañas fronterizas y que la fachada marítima, en la parte meridional, bordea el océano Indico.

En esta configuración, el poder central es bamar, por encarnar supuestamente, en la tradición colonial, el país útil. Sobre todo, el régimen basa su legitimidad en la defensa de su Birmania, frente a la figura del otro, los pueblos no bamares de la periferia. Las élites sociales bamares, a las que pertenece Aung San Suu Kyi, son culturalmente etno-nacionalistas. Es una de las razones que explica que Suu Kyi haya podido cohabitar durante un tiempo con el Ejército y defenderlo tras el genocidio de los rohinyás.

Suu Kyi es la hija de Aung San, el más conocido de los fundadores del Ejército nacional durante la Segunda Guerra mundial y, en 1939, del Partido Comunista Birmano (PCB). Fue asesinado, junto a otros seis miembros del gobierno provisional, el 19 de julio de 1947, por un dirigente de la extrema derecha. La formación de este ejército durante la guerra estuvo caracterizada por los cambios de alianzas y no hubo, como en China, un largo proceso combinando guerra popular, lucha de liberación nacional y revolución social. El PCB tenía innegables raíces en la historia de las luchas populares, pero era de composición exclusivamente bamar.

El prestigio de Aung San Suu Kyi tiene que ver en parte con esta filiación. Probablemente, también la ambivalencia de su relación con el Ejército. No quería empañar su aura histórica al mismo tiempo que quería afirmar la preminencia del gobierno civil frente al Estado Mayor del Tatmadaw, siendo su propia legitimidad electoral. Además, la tradición política en que se sitúa es la de una izquierda verticalista, autoritaria. Durante el período relativamente democrático que precedió al putsch de 2021, cuando la sociedad civil se desarrolló rápidamente, Suu Kyi no quiso apoyarse en ella y en sus movilizaciones autónomas. Así, el etno-nacionalismo y el verticalismo aparecen como dos de los factores que han contribuido al fracaso de la transición democrática, por lo demás muy aleatoria.

El genocidio de los rohinyás
Los rohinyás habitan desde hace mucho tiempo en Birmania, al borde del golfo de Bengala, y muchos de ellos estaban reconocidos como ciudadanos de pleno derecho. Rohinyá significa habitante del Rohang, más conocido como el Arakan/Estado rakain, habitantes del Arakan, por tanto. El régimen militar les niega el derecho a llamarse así, al considerarlos extranjeros. Esta población ha sido sometida a diversas campañas de discriminación, incluso a masacres como en 2012, para desembocar, en 2017-2018, en un genocidio y en la huida masiva de los supervivientes (unos 750.000 refugiados, en gran parte a Bangladesh, o errando entre otros países).

El ala nacionalista de extrema derecha del budismo birmano jugó un importante papel en la diabolización y deshumanización de los rohinyás. Como en otras muchas ocasiones, tras los discursos inflamados en defensa de causas sagradas –en nombre de la identidad religiosa o etno-nacionalista– se esconden intereses más prosaicos. Probablemente, el genocidio no hubiera tenido lugar si no hubiera hecho falta echarlos para abrir el territorio en que vivían los musulmanes a la construcción de un puerto de aguas profundas, una zona industrial y nuevas infraestructuras, en beneficio de los generales, de India y de China. En efecto, allí conduce el corredor birmano que une el sur de China con altamar. La política de corredores permite al régimen chino acortar los intercambios comerciales, a la vez que invertir masivamente en los países afectados (también hay un corredor pakistaní), reforzar su influencia en su periferia y eludir un posible bloqueo que el ejército de EE UU podría imponer en el estrecho de Malaca, más al Este.

El genocidio fue ocultado en Birmania y no se manifestó ninguna solidaridad sustancial entre los bamares ni por parte de los Estados étnicos. Fue el ejército quien cometió el genocidio, pero recordemos que en un primer momento Aung San Suu Kyi defendió agresivamente a los generales. Ante el clamor de indignación provocado por su actitud, reconoció la existencia del problema (sin admitir su gravedad) y declaró que organizaría el regreso de los refugiados tras haber verificado su ciudadanía (¡que les había sido retirada!). Se negó siempre a pronunciar su nombre (rohinyá). Se limitó a eso.

La joven generación birmana parece hoy dispuesta a afrontar su grave pasado. Bamares que sufren hoy la violencia sin compasión del Tatmadaw viven en su propia carne la suerte de los rohinyás y se sienten culpables por haber mirado hacia otro lado en 2017-2018. Aunque el nuevo Gobierno de Unidad Nacional reconoció el genocidio en su comunicado del 3 de junio de 2021 y afirmó que los responsables de este crimen deberían ser juzgados y condenados, representantes de asociaciones de rohinyás siguen escépticas sobre este mea culpa, y quieren comprobarlo con sus propios ojos, aunque reconocen que se abre un nuevo posible por parte de la oposición a la Junta, mientras que no pueden esperar nada por parte del Tatmadaw. Es muy posible que no sólo Aung San Suu Kyi, sino también otros miembros del GUN hayan estado personalmente implicados, de una u otra forma, en la ocultación del genocidio.

Pierre Rousset es coordinador de Europe Solidaire Sans Frontières y miembro de la Cuarta Internacional

https://europe-solidaire.org/spip.php?article65716

Traducción: Javier Garitazelaia

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