La década de 1990 se caracterizó por la potencia destituyente de los movimientos populares (sociales y sindicales), que fueron capaces de poner en retirada al sistema político neoliberal privatizador en la mayoría de los países de la región. Veinte años después, cuando agoniza el período progresista, podemos trazar un breve mapeo de la situación que atraviesan los movimientos en nuestra región.

A modo de síntesis, el panorama general presenta dos realidades aparentemente opuestas: la potencia del movimiento feminista, con una gran capacidad de movilización e impugnación, por un lado, y en paralelo una debilidad de fondo del conjunto de movimientos que les impide volver a jugar un papel central en el escenario político, mermando la capacidad de impugnación que tuvieron en la década de 1990 y comienzos de 2000. Recordemos que entre el Caracazo de 1989 y la segunda guerra del gas en 2005 (en Venezuela y Bolivia, respectivamente), los sectores populares derribaron una decena larga de gobiernos en la región sudamericana.

Sin embargo, existen muchos movimientos, algunos ya veteranos y otros muy nuevos, que despliegan sus capacidades a escala local o regional sin la posibilidad de jugar un papel decisivo en el escenario nacional. Esta limitación proviene de varios aspectos, pero uno decisivo es que las políticas de los gobiernos progresistas provocaron cooptación, fragmentación y pérdida del horizonte emancipatorio en la inmensa mayoría de las organizaciones populares.

Es probable que esa limitación comience a ser superada en los próximos años, siempre que se registren potentes movimientos que solo se articularán en momentos de grandes movilizaciones.

La cooptación progresista

Una larga década de progresismos en los gobiernos de la mayoría de los países de la región sudamericana ha producido enormes cambios en la realidad y en la organización de los movimientos.

Por un lado, los gobiernos han erosionado las bases sociales de las organizaciones populares con sus políticas sociales destinadas a combatir la pobreza. Desde los sectores populares se interpretaron esas políticas como formas de reconocimiento que se tradujeron en una importante adhesión que se plasma en el respaldo electoral, político y, a menudo, en una actitud de apoyo a personas concretas como son los casos de Lula, Cristina Fernández y Evo Morales. El resultado ha sido que la alianza entre gobiernos y movimientos forjó una nueva gobernabilidad, que facilitó a las administraciones progresistas contar con bases sociales afines a sus proyectos y modos de hacer.

En segundo lugar, la década y media de estrechas relaciones de los movimientos con los gobiernos ha generado cambios internos en su estructura organizativa y en los modos de hacer. Esto sucedió en gran medida como consecuencia del flujo de recursos hacia las organizaciones populares, que progresivamente promovieron la aparición de “jerarquías, presupuestos fijos, fuentes de recursos regulares, formación política y técnica propia, equipamientos y sector administrativo” (Ricci, 2009 a).

La institucionalización de los movimientos fue de la mano de cambios en las formas de acción y en las culturas políticas. Se comenzó a priorizar las relaciones con los Estados, gobiernos y municipios y la aceptación de las transferencias monetarias como algo normal y legítimo, lo que colocó en el centro la gestión y administración de esos recursos debilitando la pelea por la transformación de la realidad. El modelo extractivista sigue siendo denunciado, pero hacen mayor hincapié en las consecuencias ambientales y sociales que en la necesidad de romper con este modo de acumulación por desposesión.

En todo el continente asistimos a una pérdida de la frecuencia y la centralidad de las asambleas como espacios de democracia directa, ya que muchos dirigentes y militantes dedican más energías a las relaciones con las instituciones que a trabajos de base como la formación y la movilización. En Brasil, el 75% de los municipios tiene alguna modalidad de participación social para determinar las prioridades de inversión, por lo que el sociólogo brasileño Rudá Ricci, con base en la experiencia en su país, asegura que “los movimientos sociales que antes exigían inclusión social ingresaron al Estado y fueron engullidos por la lógica de la burocracia pública” (Ricci, 2009 b).

Por otro lado, las políticas sociales promovieron la integración a través del consumo, lo que constituye una profunda aberración desde el punto de vista de la emancipación, con nefastas consecuencias para los movimientos autónomos (Machado y Zibechi, 2016). En los barrios populares de las grandes ciudades la deserción de la militancia volcada hacia las instituciones dejó el campo libre a la derecha, en sus dos versiones: las iglesias evangélicas, por un lado, y el narcotráfico y los grupos violentos, por otro. De hecho, tanto en las ciudades de Colombia como en las de Brasil se está gestando una alianza entre la ultraderecha paramilitar y las iglesias pentecostales, con la aparición de una figura que algunos periodistas denominan como “narcotraficante evangélico” 1/.

En Brasil, “narcos y pentecostales atacan la cultura negra para disciplinar a los más pobres, que encuentran en las religiones de origen africano formas de relacionarse sin mediaciones, horizontales y con cierta autonomía en espacios propios, como los terreiros. En apenas cinco años las denuncias por intolerancia religiosa crecieron un 4.960%, de 15 en 2011 a 759 en 2016” 2/.

Sin embargo, la conflictividad social sigue su curso porque las razones de fondo que la provocan no solo no han cesado, sino que se profundizaron: el extractivismo minero y los monocultivos, la desigualdad, la violencia y la militarización de los barrios populares para blindar la dominación.

Los movimientos actuales

Para abordar lo que están haciendo los movimientos en estos años, quisiera hacer un breve repaso de tres situaciones concretas que se registraron en los últimos meses, en tres sectores sociales diferentes: un movimiento urbano en Brasil, una articulación de movimientos rurales en Colombia y el movimiento indígena en Chile. Las tres son luchas que se han producido entre diciembre y abril; o sea, tienen estricta actualidad.

Los movimientos sociales brasileños recuperaron las calles durante el primer mes del gobierno de Jair Bolsonaro. Entre el 10 de enero y el 5 de febrero, el Movimiento Pase Libre (MPL) realizó cinco manifestaciones en Sao Paulo, en pleno verano, contra el aumento de la tarifa del autobús a 4,30 reales (un euro cada trayecto). Lo que supone que una parte considerable del salario mínimo (de 230 euros) debe ser invertida para moverse por la ciudad. Recordemos que el MPL fue el movimiento que protagonizó las jornadas de junio de 2013 protestando contra el aumento del transporte en plena Copa de las Confederaciones, y demandando por el acceso igualitario a la ciudad. Cinco años atrás las movilizaciones del MPL fueron duramente reprimidas y en respuesta salieron a la calle 20 millones de personas durante el mes de junio, protestando contra la desigualdad.

Ahora, el MPL vuelve a las calles, que en realidad nunca abandonó. Las cinco manifestaciones tuvieron características comunes, que se pueden seguir en las crónicas del artista plástico e historiador Gavin Adam 3/. Participaron mayoritariamente jóvenes, varones y mujeres, en general estudiantes activistas, desafiando la masiva presencia policial, con tanques antidisturbios llamados caveiroes (por la calavera pintada que tienen), blindados que se usan habitualmente en las favelas. También había soldados, motocicletas y coches policiales, en un despliegue intimidatorio evidente. La represión con balas de goma y gases lacrimógenos fue constante, así como los cercos a los manifestantes (kettling, una técnica inaugurada en Brasil durante el Mundial de Fútbol 2014 por el gobierno de Dilma), que inmovilizan a cientos de personas.

Las manifestaciones del MPL fueron combativas, tanto por los lemas que se coreaban como por haber hecho frente a la policía con firmeza y serenidad. Los jóvenes se dispersan en pequeños grupos para evitar que nadie quede aislado y sea víctima de los verdes. La participación en las marchas fue importante, con picos de hasta 15.000 personas, cifras importantes ante el clima de furor bolsonarista que se respira en Brasil. Existen otros movimientos urbanos activos en Brasil, como el MTST (Movimiento de Trabajadores Sin Techo), integrados por militantes organizados, que están dispuestos a salir a la calle contra viento y marea, desafiando el aislamiento y la represión.

La Minga indígena (trabajo agrícola colectivo en quechua), afro y campesina de Colombia, iniciada el pasado 10 de marzo, duró casi un mes con cortes de carreteras contra el Plan de Desarrollo del gobierno de Iván Duque. Un dato mayor es que recibieron apoyo solidario de sectores urbanos que poco a poco se van implicando en la movilización. El sector político social más implicado en estas movilizaciones fue el del Congreso de Pueblos y la Cumbre Agraria y Campesina, articulaciones de los más activos movimientos sociales del país, que ya en 2013 protagonizaron un paro agrario tan contundente que el gobierno de entonces se sentó a negociar.

La movilización no fue improvisada, sino el resultado de consultas y coordinaciones que vienen de tiempo atrás. En febrero se reunieron 380 delegados de 170 organizaciones para poner en común opiniones sobre el Plan Nacional de Desarrollo (PND) del gobierno. Constataron que no había un capítulo dedicado a los pueblos originarios que, desde el principio, temen que no haya inversiones significativas según lo acordado con el gobierno anterior.

Esta vez la Minga fue más amplia que en ocasiones anteriores, ya que no solo involucró a los pueblos del Cauca, sino también del Huila, Valle del Cauca, Caldas y Risaralda, departamentos en los cuales la paralización fue importante, aunque no tan contundente como en el primero. Movilizaron entre 20.000 y 25.000 personas en las carreteras durante un mes, con toda la infraestructura necesaria para dormir, alimentarse y trasladarse, construyendo baños, fogones y quemaderos de basura, en base al trabajo solidario de cientos de comunidades.

El tercer ejemplo del vigor de los movimientos sucedió en Chile luego del asesinato del comunero mapuche Camilo Catrillanca por la policía en noviembre pasado. Las reacciones al crimen fueron extensas e intensas, no solo en la Araucanía sino en todo el país. Aunque el epicentro fue la ciudad mapuche de Temuco, hubo una masiva reacción de la población chilena con movilizaciones en por lo menos 30 ciudades, incluyendo las del lejano norte. En Santiago se contaron cien cortes de calle, con barricadas y hogueras, durante horas, con cientos de vecinos. Muchos de los que no salieron golpearon cacerolas asomados a las ventanas, sobre todo en la periferia. En algunas zonas las movilizaciones se prolongaron durante 15 días.

Las organizaciones aseguran que el mundo mapuche está en plena expansión, con especial énfasis en la recuperación de tierras, de la lengua y una solidaridad que no para de crecer a lo largo del país. La recuperación de tierras es el aspecto más evidente, y el más reprimido, de este crecimiento mapuche. La provincia Malleko es el epicentro. Es una amplia faja al norte de Temuco, desde la cordillera hasta la costa, que involucra nombres históricos y emblemáticos: Angol, Collipulli, Traiguén, Lumaco, Ercilla, Renaico. Sitios que integran la zona roja que concentra los conflictos desde la Colonia. Allí nació en los 90 la Coordinadora Arauco Malleko (CAM), hace una década la Alianza Territorial Mapuche, y además funciona el parlamento Koz Koz, una organización joven y horizontal que recupera tradiciones y espacios donde se reproduce la vida y la cultura.

En esta región, y en la costera de Cañete y Tirúa, se concentró la resistencia al conquistador, por comunidades que les propinaron las mayores derrotas que conocieron los conquistadores en las Américas. La memoria larga de los mapuches se completa con la usurpación de sus tierras en la segunda mitad del siglo XIX, en la mal llamada Pacificación de la Araucanía.

En algunas áreas, como el triángulo entre Ercilla, la costa de Tirúa y Loncoche (al sur), las recuperaciones de tierras van conformando una mancha de poder comunitario mapuche. En las 1.200 hectáreas del exfundo Alaska, recuperado en 2002, viven hoy dos comunidades (Temucuicui Tradicional y Autónoma), en tierras que fueron de la Forestal Mininco del grupo Matte, que posee 700.000 hectáreas usurpadas a las comunidades.

Por último quiero mencionar un caso muy particular, como la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT), por tres razones: nace en los mismos territorios donde había sido fuerte el movimiento piquetero entre 1997 y 2002, en especial en la periferia de la ciudad de Buenos Aires; recupera algunas prácticas de aquel movimiento, incluyendo algunos cuadros; es una alianza rural-urbana, que tiene un carácter estratégico para los movimientos.

La UTT proviene del Frente Darío Santillán y la mayor parte de las 10.000 familias que integran la organización son migrantes de Bolivia, expertas en la producción agrícola. Ocupan tierras para producir, se orientan hacia la agroecología, se organizan territorialmente en grupos de base y cuentan con grandes almacenes para la venta directa a los consumidores, que en ocasiones también realizan en calles y plazas de la ciudad 4/.

La autonomía de ayer y la de hoy

Pese al reflujo y la cooptación, los movimientos han experimentado un profundo avance, si comparamos la situación actual con la de dos décadas atrás. Cada vez que puedo, recuerdo estos datos. En Colombia existen 12.000 acueductos comunitarios que suministran el 40% del agua a las zonas rurales y el 20% a las ciudades. Cada acueducto fue construido y es sostenido por una o varias comunidades.

En Brasil hay 5.000 asentamientos de reforma agraria, la mayor parte vinculados al Movimiento Sin Tierra (MST), que ocupan 25 millones de hectáreas recuperadas del latifundio improductivo, donde viven dos millones de personas y funcionan 1.500 escuelas gestionadas por el movimiento, además de cooperativas de producción y distribución.

En Argentina existen casi 400 fábricas recuperadas y cien bachilleratos populares donde finalizan la secundaria los adultos que no han podido terminar sus estudios. Son gestionados por docentes y alumnos de forma igualitaria y los modos de aprendizaje están inspirados en la educación popular de Paulo Freire. Además, hay 200 revistas culturales autogestionadas (impresas y digitales) que ocupan a más de 1.500 trabajadores y son leídas por cinco a siete millones de personas.

Los problemas que tiene el campo anticapitalista no consisten en la falta de experiencias ni de movimientos más o menos importantes, sino en dos cuestiones: la dificultad para sostener los emprendimientos existentes y la falta de una visión más global que permita superar el localismo. Algo así sucede con los debates y las prácticas autonómicas, que luego de una larga década de gobiernos progresistas parecen haber mutado; abandonaron el escenario y se han refugiado en los pliegues menos visibles de los movimientos antisistémicos.

Algo similar sucedió, también, con la tensión anticapitalista, que se ha debilitado considerablemente. En este cambio han confluido varios procesos. Por un lado, las políticas de los gobiernos progresistas han neutralizado los rasgos anticapitalistas de las organizaciones. Por otro ha ganado terreno la propuesta de jugar en la cancha grande, como denominan algunos a competir en el terreno electoral, ya que consideran que las islas de autonomía no logran conmover al sistema. En este punto quisiera enfatizar: el problema no está en acudir a las elecciones sino en desmontar el trabajo de base, en particular el arraigo territorial, que fue la característica distintiva de los movimientos de la década de 1990, que les permitió derrotar el modelo neoliberal.

Sin embargo, una de las mayores dificultades que enfrentan los movimientos es interna: los colectivos que trabajan de forma autónoma tienen enormes dificultades para sostenerse en el tiempo, en base a sus propios esfuerzos, y tender puentes hacia otros grupos similares para emprender acciones más potentes y desafiantes. En resumen, no pasamos por buenos momentos quienes apostamos por la construcción de espacios de autonomía, con estilos de trabajo que se apoyan en la autoconstrucción de mundos nuevos.

Un recorrido por diversos espacios realizado en 2018 por una decena de movimientos latinoamericanos me permitió auscultar otros debates y modos de trabajo 5/. Uno de ellos es la diversificación de lo que se entiende por autonomía, al punto que muchos colectivos se consideran realmente autónomos aunque reciben fondos de los Estados. Separan la autogestión del espacio propio de los aportes financieros que perciben.

Aunque en principio resulta una posición algo incómoda y difícil de aceptar, lo cierto es que las prácticas autónomas no solo no han desaparecido, sino que se sostienen en numerosos colectivos, más allá de las definiciones de cada quien. Intuyo que la autonomía como propuesta política goza de mayor simpatía que la capacidad de ser realmente autónomos; que las prácticas autónomas son bastantes más que los colectivos que solo dependen de sus esfuerzos.

En suma, que la realidad se ha vuelto mucho más compleja y no admite simplificaciones. Sin embargo existen decenas de organizaciones autónomas, por lo menos en las provincias mencionadas. Tienen algunas características comunes que quiero desglosar:

La primera es que esas prácticas anidan en grupos muy variados, no dedicados a lo que se entiende por política, en el sentido de disputar el poder en la sociedad, sino volcados hacia actividades culturales (música, danza, radios libres, editoriales y revistas independientes), sociales (educación popular, comercio justo, alimentación sana) y productivas (elaboración de pan y otros alimentos orgánicos, artesanías y reciclajes).

La segunda es que estos grupos suelen compartir ideas y prácticas ambientalistas o ecologistas, se niegan a plegarse al consumismo, conforman redes de resistencia a la minería y a los monocultivos como la soja, pero también a la especulación inmobiliaria urbana.

No todos son totalmente autónomos, en el sentido de que se apoyan en sus propios recursos, pero cuestionan la participación en las elecciones y gestionan sus espacios y sus tiempos según sus propios criterios. La mayoría ha construido espacios de autoformación, lo que contribuye a potenciar las prácticas autónomas.

En tercer lugar, se trata de un sector muy amplio, aunque no suele estar vinculado por una estructura organizativa estable. La tendencia es que los colectivos se agrupen para una actividad concreta o para campañas acotadas en el tiempo, y luego cada organización sigue su propio rumbo. En realidad existen vínculos estables entre muchas de ellas, pero no están sujetas a un aparato orgánico que las supera.

Existen coordinaciones nacionales, regionales y sectoriales. Pero cada grupo que las integra, en este caso se aplica perfectamente, es autónomo a la hora de tomar sus decisiones sin tener que someterse a la coordinación a la que pertenece. Por eso creo que la autonomía abarca muchos más espacios que aquellos que se definen como autónomos.

La autonomía se ha transformado profundamente desde que emergió en la década de 1990, influida por el zapatismo, la debacle de los partidos de la vieja izquierda, el neoliberalismo que destruyó los Estados del bienestar y un sindicalismo funcional al sistema. La mayoría tiene claro que las políticas sociales de los Estados buscan domesticar a los movimientos y parecen haber aprendido a neutralizarlas.

En uno de los varios encuentros en los que participé, uno de los grupos de trabajo destacó la importancia de trabajar en “cómo nos abrazamos desde abajo”. Mientras avanzan en reconocer las dependencias que mantienen, no solo del Estado sino también del mercado, también crecen en dilucidar los modos de relacionarse, para ampliar resistencias y luchas, mientras tejen lo nuevo. No es poco para tiempos tan difíciles.

Raúl Zibechi es investigador y autor de una larga lista de obras y artículos sobre los movimientos sociales en América Latina

Notas

1/ Ver “El aumento de los narcotraficantes evangélicos en Brasil”, en Univisión, https://bit.ly/2PIoPAd

2/ El País (edición Brasil), 3 de noviembre de 2017 en https://bit.ly/2lMyvyd

3/ Véase su serie de notas en https://outraspalavras.net/author/gavinadams/

4/ Para más información: http://uniondetrabajadoresdelatierra.com.ar

5/ En marzo de 2018 participé en el encuentro anual de la Universidad Trashumante, en Cosquín, Córdoba. El mismo mes estuve con el Encuentro de Organizaciones, una confluencia de colectivos territoriales de la ciudad de Córdoba, y en tres actividades en Traslasierra: en el centro cultural de Los Hornillos, en la biblioteca popular y en la radio comunitaria de La Paz, en las que participaron en total unos 200 activistas. En julio estuve en Celendín, en Cajamarca (Perú), en la Escuela Hugo Blanco, donde la población resiste a la minera Conga. En agosto, en Paraná en el seminario de los Vecinos Autoconvocados de Hersilia y la Red de Técnicos en Agroecología. En octubre en un encuentro de comunidades en la sierra Tarahumara (México), organizado por COMUNARR. Ese mismo mes compartí con la comunidad Timbau, en la favela La Maré, en Río de Janeiro, encuentros con grupos de jóvenes. En diciembre con colectivos mapuches rurales y urbanos en Temuco y Santiago (Chile). A fin de año participé en San Cristóbal de las Casas y en Oaxaca en encuentros con redes de apoyo a movimientos contra el extractivismo. La mayoría de estos grupos mantiene debates sobre qué es ser autónomo en este período

Referencias

Machado, Decio y Zibechi, Raúl (2016) Cambiar el mundo desde arriba. Los límites del progresismo. Bogotá: Desde Abajo.

Ricci, Rudá (2009 a) “Com o fim da era dos movimentos sociais foi-se a energía moral da osuadía”, inclusive, 2/12. Accesible en http://www.inclusive.org.br/arquivos/12835

(2009 b) “Fim da era dos movimentos sociais”, en Folha de Sao Paulo, 20/10. Accesible en https://www1.folha.uol.com.br/fsp/opiniao/fz2010200908.htm

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