Como prometió en su campaña, el presidente boliviano, Evo Morales, ha decidido hacer pasar los yacimientos de gas del país bajo control de la compañía nacional YPFB.

Esta mañana del 1º de mayo en Bolivia, nada hacía presagiar la nueva jornada histórica que iba a vivir el país. Pero, poco antes del mediodía, una pantalla fija en la cadena de la televisión pública y múltiples comunicados desvelaron el asunto: “El gobierno popular de Evo Morales va a firmar dentro de un momento el decreto de nacionalización de los hidrocarburos”. Las fuerzas armadas bolivianas invaden entonces los 56 campos gasíferos y petrolíferos con que cuenta el país, algunos minutos antes de que el presidente boliviano, Evo Morales, tome la palabra desde el campo gasífero de San Alberto (en el sur del país) para anunciar la tercera nacionalización de los hidrocarburos de la historia del país.
Como había prometido Morales, el decreto de nacionalización no prevé “confiscar o expropiar los bienes de las compañías petroleras”. Sin embargo, su contenido ha sorprendido por su radicalidad. La medida más importante es sin duda la transferencia de propiedad a la compañía del estado YPFB de empresas llamadas “capitalizadas” (privatizadas) en los años 1990, y dos empresas privadas, entre ellas Petrobras Bolivia (filial de la compañía brasileña), convirtiéndose el estado en accionista mayoritario en su seno. Una medida como esa permitía así retomar el control del conjunto de la cadena productiva, reduciendo a la vez a las compañías petroleras a simples “prestatarios de servicios”. Paralelamente, la parte de los beneficios remitida al estado –de 50% desde la adopción de la ley sobre los hidrocarburos en la crisis de mayo-junio de 2005- pasará al 82% en los dos mayores campos gasíferos, San Alberto y Savalo, que producen ellos solos el 70% del gas boliviano. Las compañías tendrán 180 días para adaptarse a la nueva norma jurídica, bajo pena de tener que abandonar el país.

La adopción de este decreto, que debería hacer que se doblaran casi las rentas del estado ligadas al gas, marca indudablemente una profundización del proceso de cambio político y social en marcha desde la elección de Morales, en diciembre de 2005. Coloca a Bolivia ante un gran desafío: hacer frente a las presiones de los gobiernos social-liberales de Lula en Brasil y de Zapatero en España –los aliados de ayer de alguna manera- que han intervenido inmediatamente para manifestar su “preocupación” frente a un “gesto no amistoso” que supone dificultades para los intereses de sus compañías petroleras respectivas, Petrobras y Repsol. Sin duda, la consolidación de la alianza con Castro y Chávez, vía la adopción común de un tratado de comercio de los pueblos (TCP), que se quiere alternativo a los neoliberales TLC propuestos por los Estados Unidos, constituirá un punto de apoyo económico sólido para hacerlo.

Si todas las compañías petroleras presentes en Bolivia, entre las que están la francesa Total Fina Elf, han expresado por el momento su deseo de permanecer en el país, sus dirigentes no han dejado de manifestar su malestar ante la iniciativa del gobierno de Morales. Frente a las amenazas de sabotaje que planean actualmente, será necesario el apoyo de los movimientos sociales bolivianos, que han acogido mayoritariamente la medida con alegría. Pero, a pesar del compromiso de algunas organizaciones, como la Confederación Campesina Boliviana (CSUTCB), de defender la nacionalización, éstos parecen a la expectativa ante un proceso de cambio que tiende a dejarles al margen, como en la convocatoria de la Asamblea constituyente, en marzo de 2006. Será todo el desafío de Morales recolocar en el centro de este proceso a los movimientos que le han dado la posibilidad de iniciarlo, y mostrar que, no más que ayer, los sectores patronales de Santa Cruz y los militares –que han tenido un papel de primer orden en el curso de las operaciones ligadas a la nacionalización- no están llamados a convertirse en los socios privilegiados del régimen.

Desde La Paz, Hervé Do Alto

Rouge, 11/5/2006

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