A finales de junio, escribí a Mike Davis para ver si estaba dispuesto a una entrevista.

Su respuesta: "Si no te importa el largo viaje a San Diego, estaré encantado de hablar. Estoy en la fase terminal de un cáncer de esófago metastásico, pero sigo en pie y en casa".

Davis no tiene pelos en la lengua. Sin embargo, sabe contar algunas historias. Como ésta: nacido en Fontana, criado en El Cajón, pasó los años 60 en primera línea de los movimientos políticos radicales en Los Ángeles, donde se afilió al Partido Comunista junto a Angela Davis. En solidaridad, le regaló un coche: un floreciente Chevy del 54. Un mes después, en una reunión del Partido, le preguntó qué le parecía, para enterarse de que supuestamente la batería había estallado y amable un mecánico se le ofreció para deshacerse de él gratis.

O esto: En 1970, marchó en los piquetes de los Teamsters [Transportistas] junto a hermanos del sindicato con escopetas recortadas en sus gabardinas bajo un tórrido sol de verano. También tuvo que huir de la falange de sheriffs que descendió sobre Belvedere Park durante la Moratoria Chicana.

Pero lo que llevó a situar a Davis en el mapa cultural es la historia de Los Ángeles, descrita en su bestseller de 1990 Ciudad de Cuarzo [Ed. Lengua de Trapo, 2003-agotado]. El libro, de lectura obligatoria para cualquiera que quiera entender la ciudad, detallaba una historia de Los Ángeles como una máquina corrupta construida para enriquecer a su élite, mientras la policía de Los Ángeles, supremacista y blanca, servía de perro de presa para golpear, encarcelar y matar a los alborotadores. También advertía que otra conflagración, Watts 2.0, podría estar en el horizonte. Dieciocho meses después, en abril del 92, la ciudad explotó. Davis parecía un vidente, aunque decía que la rabia latente era evidente para cualquiera que saliera de su coche. Se convirtió en una celebridad menor. También empezó a trabajar junto a los líderes de la tregua entre bandas para abogar por la reinversión en el sur de L.A.

Le siguió una asombrosa serie de más de una docena de libros, que oscilan entre críticas e historias del Oeste americano y amplios análisis históricos sobre cómo el desastre climático, el capitalismo y el colonialismo han hecho que los pobres del mundo se hundan entre sus engranajes y nos sitúan frente a futuras calamidades (incluidas las pandemias víricas globales, predichas en El monstruo llama a nuestra puerta de 2005 [Ed. El Viejo Topo]. Recientemente, ha vuelto a tratar el tema de Los Ángeles con Set the night fire: L. A. In the sixties, de 2020, una historia enciclopédica de Los Ángeles en los años 60 contada a través de los movimientos sociales.

Cara a cara, Davis, de 76 años, es muy divertido, infaliblemente generoso y, sobre todo parece amar a la gente. Su casa está repleta de libros (lee "500 páginas al día"), reptiles como mascota y una colección de arte y objetos de izquierda que comparte con su esposa, la artista y profesora Alessandra Moctezuma. Nuestra conversación duró desde el mediodía hasta la puesta de sol. Davis me obsequió con historias de proyectos inacabados y de forajidos que había conocido, de alumnos peligrosos (pirómanos, acosadores) y de estudiantes peligrosos (un príncipe fiyiano fue apuñalado durante los trabajos de clase por "pasar la noche en Los Ángeles", pero lo agradeció), y de lo que considera sus verdaderas pasiones: la agonizante ecología de California y las rocas ígneas, que ha viajado por todo el mundo para coleccionarlas y almacenarlas en su oficina convertida en garaje.

Esta entrevista ha sido condensada y editada.

Sam Dean: Has decidido dejar los tratamientos de quimioterapia para tu cáncer de esófago. ¿En qué piensas en el día a día?

Mike Davis: En primer lugar, tengo muchas distracciones. Leo unas 500 páginas al día -historia militar, exploración- y por las noches me acurruco con mis hijos y vemos alguna serie policíaca.

Soy un celta fatalista, y tengo el ejemplo de mi madre y mi hermana mayor, que murieron como soldados rusos en Stalingrado. Pretendo no defraudar [a mi familia], ser tan sólida como ellas. No estoy deprimido. Lo que más me preocupaba frente a la muerte -mi padre tuvo una muerte especialmente agónica, cuyo trauma nunca me ha abandonado del todo- era la idea de que también pudiera ser tan traumático para mis hijos, que ese fuera su recuerdo de mí. Pero gracias a la ley de la muerte asistida [de California], tengo el control sobre el acto final.

Pero supongo que lo que más pienso es que estoy extraordinariamente furioso y enfadado. Si me arrepiento de algo, es de no haber muerto en una batalla o en una barricada como siempre había imaginado románticamente, ya sabes, luchando.

S. D.: Se te tildó de "profeta de la fatalidad" tras la publicación de La Ciudad de Cuarzo en 1992, en la que parecías anticipar las revueltas del 92 en respuesta al veredicto de Rodney King. Pero tu te has descrito como un neocatastrofista, en el sentido más estricto de creer que la historia, desde la historia geológica hasta la historia política humana, se produce más en saltos violentos como terremotos e impactos de meteoritos y revoluciones que a través de los cambios graduales. ¿Sigues considerándote catastrofista hoy en día?

M. D.: Sí. Pero me refiero a catastrofista en dos sentidos. Una, en resonancia con Walter Benjamin, es la creencia en la emergencia repentina de oportunidades para dar saltos hacia un futuro casi utópico. Pero, por supuesto, catastrofista también en el otro sentido, en relación a acontecimientos como las plagas. Ahora, en mis últimos días, me siento aquí sobrecogido y leo el periódico, y la gente dice que hay que tener más carbón, que hace falta más petróleo, un año después de que el informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático dejara claro que estamos entrando sin duda en un mundo de al menos 3 grados centígrados. Lo cual es casi inimaginable. Y lo que he intentado escribir y convencer a la gente es que se trata de un genocidio ya previsto. Una gran minoría, los más pobres del planeta, están en cierto modo condenados.

Y en cuanto al viejo asunto de que, bueno, los platillos volantes aterrizarán y la humanidad se unirá en una causa común, mira los cuerpos que se amontonan en las fronteras y los muros que se construyen. Sin más remedio, los refugiados medioambientales morirán.

S. D.: Tu libro más reciente, Set the night of fire, trata de la historia del movimiento de Los Ángeles en los años 60, y de cómo el Departamento de Policía de Los Ángeles y el Sheriff, junto con el FBI, reprimieron brutalmente a los grupos activistas.

M. D.: En mi opinión, la policía de Los Ángeles es irreformable. Pero el Departamento del Sheriff es absolutamente aterrador. Hasta cierto punto, siempre lo han sido: en los años 70 participé en la Moratoria Chicana y en Belvedere Park, en todas las grandes manifestaciones del lado Este, cuando los sheriffs entraban disparando. Pero nunca han sido tan salvajes ni han estado completamente fuera de control como ahora.

El problema es la cultura y el contexto. Los sheriffs más antiguos, como muchos de los más viejos [del Departamento de Policía de Los Ángeles], son sencillamente irreformables. La verdadera solución es despedirlos en masa, hacerse cargo de las academias, disolver las bandas y, muy importante, exigir que la policía viva en las zonas que patrullan, o al menos dentro de los límites de la ciudad. No hay forma de tener un Departamento de Policía o de Sheriff aceptable en una ciudad tan llena de contradicciones económicas y de clase como Los Ángeles. Eso no es una razón para no reformar, pero sí para ser realistas sobre los límites de la misma.

S. D.: Has pasado gran parte de tu vida en la primera línea de las luchas por la justicia social y el cambio político, desde el CORE [el Congreso de la Igualdad Racial] y el SDS [Estudiantes por una Sociedad Democrática], al inicio, hasta el activismo laboral y los movimientos de solidaridad internacional en años posteriores. El acto de organizarse parece basarse en la esperanza de cambiar el mundo, pero tus libros pintan un panorama sombrío: el colapso ecológico, la corrupción política, la supremacía blanca, la continua inmisericordia de los pobres del mundo. ¿Cómo te aferras a la esperanza?

M. D.: Para decirlo sin rodeos, no creo que la esperanza sea una categoría científica. Y no creo que la gente luche o mantenga el rumbo por la esperanza, creo que la gente lo hace por amor y rabia. Todo el mundo pregunta siempre: ¿No tienes esperanza? ¿No crees en la esperanza? Para mí, ésta no es una cuestión de racionalidad. Intento escribir de la forma más honesta y realista posible. Y ya sabes, veo cosas malas. Veo una ciudad que se está deteriorando desde abajo. Veo los paisajes que son tan importantes para mí como californiano muriendo, irremediablemente cambiados. Veo el fascismo. Escribo porque espero que las personas que lo lean no necesiten dosis de esperanza o buenos finales, sino que lean para saber contra qué luchar, y luchar incluso cuando la lucha parezca desesperada.

S. D.: En las entrevistas de 2020, expresaste cierto optimismo sobre la energía que viste en las calles durante las protestas de Black Lives Matter. Dos años después, ¿dónde está esa energía?

M. D.: Tengo la edad suficiente para decir con cierta autoridad que esta generación es diferente a cualquier otra generación de la posguerra. La combinación de ver cómo se les quitan derechos por un lado y de enfrentarse a la pérdida de capacidad económica por otro, les ha radicalizado y ha dado a las luchas, que algunos denuncian como política de identidad, una fuerza muy material.

La gente joven mira por su futuro. Antes de jubilarme de la enseñanza en [la Universidad de California] Riverside, no puedo decirte cuántas conversaciones tuve con jóvenes que estaban simplemente agonizando. Eran los primeros en ir a la universidad en su familia y, de repente, sus padres perdían el trabajo y no sabían a qué atenerse porque hay tantas expectativas y tantos sacrificios que se han hecho para que vayan a la universidad que de alguna manera se convertía en un futuro real. Y eso se estaba truncando.

Pero el mayor problema político de Estados Unidos ahora mismo es la desmoralización de decenas de miles, probablemente cientos de miles de jóvenes activistas. Parte del problema es la falta de estructura organizativa, sobre todo de organizaciones de organizadores. No hay un liderazgo que marque el camino.

Quiero decir que soy partidario de Bernie Sanders, pero la campaña de Sanders sostuvo esta idea de que utilizamos los movimientos para construir la política electoral y la política electoral para construir los movimientos. Si miras la historia de los movimientos populares en relación con la política electoral, eso casi nunca ha sido cierto. Es decir, Bernie y Alexandria O. Cortez y demás, están en todos los piquetes y siempre están a favor de lo correcto, pero han permitido que el movimiento en las calles se disipe, y la gente joven está muy desmoralizada.

S. D.: ¿Qué podría estar ocurriendo?

M. D.: ¿Por qué la derecha, la extrema derecha, es la dueña de las calles y no la izquierda? No es como en Europa, donde en muchos países el activismo juvenil está inactivo o en declive. Hay millones de personas como [mi hijo de 18 años], pero ¿quién le dice dónde ir a luchar o qué hacer?

¿Quién le invita a una reunión? En lugar de eso, lo único que reciben, y lo que yo recibo cada día, son 10 solicitudes de los demócratas para que apoye a sus candidatos. Yo voto a esos candidatos. Creo que hay que apoyarlos, pero el movimiento es más importante. Y hemos olvidado el uso de la desobediencia civil disciplinada y agresiva, pero no violenta. Por ejemplo, el cambio climático. Deberíamos estar sentados en las sedes de todas las empresas petroleras todos los días de la semana. Podrías organizar fácilmente una campaña nacional. Tienes toneladas de personas que están dispuestas a ser arrestadas, que están muy dispuestas a hacerlo. Nadie está organizando eso.

S. D.: Dices que la desobediencia civil agresiva y no violenta es necesaria. ¿Pero qué pasa con la violencia política? Escribiste un libro sobre la historia del coche bomba, El coche de Buda [Ed Montesinos, 2009]. También viviste los dos levantamientos de Los Ángeles, fuiste amigo de los Panteras, viviste en Belfast durante el conflicto. ¿Te sorprende que no haya más violencia política en EE UU?

M. D.: Recuerdo que, en el momento más álgido del miedo a los Panteras Negras, se lo decía a la gente: lo sorprendente es que haya tan poca violencia de negros contra blancos en la historia de Estados Unidos, en comparación con la implacable violencia de los blancos contra la gente de color.

Pero no hemos visto el tipo de violencia que proviene de la derecha, ni tampoco hemos visto -porque no hemos sido lo suficientemente peligrosos recientemente- lo que ocurrirá cuando todos los nuevos poderes represivos de vigilancia, toda la legislación antiterrorista, caigan sobre los movimientos progresistas. La reacción de los demócratas a la guerra contra el terrorismo, en la mayoría de los proyectos de ley sobre el crimen, ha sido reformar un poco las aristas, pero nunca intentar desmantelarla.

S. D.: Hace poco escribiste sobre la megalomanía que hay detrás de la invasión de Ucrania por parte de Putin, y concluiste diciendo: "Nunca se ha puesto tanto poder económico, mediático y militar fusionado en tan pocas manos. Debería hacernos rendir homenaje en las tumbas de los héroes Aleksandr Ilich Ulianov, Alexander Berkman y el incomparable Sholem Schwarzbard". Todos fueron asesinos o intentaron asesinar, ¿no?

M. D.: ¿Buscaste la información del último? Mató a [Symon Petliura,] el gran héroe del movimiento independentista ucraniano. Le disparó en una calle de París, y un jurado de París le declaró inocente una vez que escucharon la historia de los pogromos y demás. Algo así como el jurado de Angela Davis. Un gran personaje.

Uno de los principales proyectos de libro que nunca terminé, aunque me han entrevistado sobre él y se publicó como un libro independiente en francés, era un proyecto llamado Héroes del Infierno [Les héros de l’enfer [Textuel, 2007-Prefacio de D. Bensaïd], que analizaba la revolución violenta en el siglo XIX y principios del XX. Los bolcheviques siempre se opusieron a los actos individuales de violencia, porque Rusia tenía mucha experiencia en eso antes de la revolución; el argumento leninista era que se sustituía la acción de masas por el acto heroico, el individuo heroico sacrificado por la clase. Tenía mucho sentido.

Para mí, la violencia política es algo que debe juzgarse mucho más racionalmente que moralmente. Y hay casos: Tras la muerte de Franco, la transición franquista para preservar el régimen ya estaba preparada. [Luis] Carrero Blanco era el sucesor ungido de Franco, y un grupo hizo volar su coche sobre una catedral. Eso desbarató totalmente la sucesión e hizo posible una relativa democratización. En el lado negativo sabemos que si Fanny Kaplan no hubiera disparado a Lenin, tal vez no se hubiera producido Stalin. Para mí es una cuestión abierta que depende del contexto y las condiciones.

Yo, por cierto, nunca he apoyado a los Weathermen. De hecho, odio profundamente a los Weathermen. Esa gente hizo exactamente lo que habrían hecho los policías, y ahora han reinventado la historia para convertirse en héroes. Para mí, no son más que niños ricos, junto con algunos niños corrientes, jugando a "Zabriskie Point" para ellos mismos.

S. D.: No decidiste ir a la universidad hasta casi los 30 años, y tu primer libro, Prisoners of american dream [Prisioneros del sueño americano], salió cuando tenías 40 años. ¿Siempre habías querido escribir?

M. D.: No, aprender a escribir es lo más difícil que he hecho nunca. A veces tenía que escribir toda una resma de papel en una máquina de escribir eléctrica sólo para conseguir la primera frase. Fue absolutamente brutal.

S. D.: ¿Y por qué querías hacerlo?

M. D.: Porque fui un fracaso tan miserable como organizador y orador. El primer discurso que di fue un mitin antiguerra en Stanford, en 1965. Estaba trabajando en un loco proyecto de la SDS [Student for a democratic society] en Oakland. Conseguí ahuyentar a tres cuartas partes de la multitud en unos cinco minutos. Pasé años en pequeños grupos tratando de reagruparme con grupos aún más pequeños, yendo a todas las manifestaciones, intentando esto y aquello. Y escribir se convirtió en la única habilidad útil para la actividad política, para el movimiento.

S. D.: ¿Quién ha influido más en tu forma de escribir? ¿Qué leíste que te hizo querer escribir?

M. D.: Nunca he leído mucha ficción, así que la que leí tuvo mucha influencia, empezando por Las uvas de la ira. El tipo de cadencia y lenguaje bíblico de Steinbeck. Luego, la New Left Review fue una influencia temprana en mi escritura, y en cierto modo una influencia negativa.

Una de mis influencias literarias e intelectuales más profundas fue el marxista galés Gwyn Williams. Había salido del grupo de historiadores comunistas, [había] sido el primero en escribir un artículo en inglés sobre Gramsci, pero sobre todo tenía ese dominio de la historia galesa en tantos niveles diferentes. Así que hasta cierto punto quería que L.A. fuera...

S. D.: ¿Tu Gales?

M. D.: ¡Sí! Y luego, por supuesto, en la historia natural la gran influencia mía fue mi amigo Steve Pyne. Es el historiador del fuego, y simplemente un gran personaje en general. Era bombero y fue a Stanford con una beca de béisbol. Cogí su libro cuando tenía mucha nostalgia en Londres y leí su historia social del fuego en América. Y de repente quise escribir la historia medioambiental de Los Ángeles como historia política y social.

Pero el verdadero núcleo de mi escritura era la narración. Le dije a uno de mis colegas de Riverside que no soy para nada un escritor, pero que soy un maldito buen narrador. Y he estado cerca de algunos de los mejores narradores del planeta. Ya sabes, en los pubs de Belfast y en los bares de leñadores de Butte, Montana, he escuchado historias magníficas.

S. D.: ¿Cuáles son algunas de las reacciones más sorprendentes que has visto ante tu obra?

M. D.: Después de que saliera Ciudad de cuarzo me hice muy amigo de Kevin Starr. Nos pusimos a debatir. Era tan encantador y simpático que empecé a verle para comer con su mujer y era un asistente habitual de Bohemian Grove. Así que me invitó a Bohemian Grove.

S. D.: ¿De verdad?

M. D.: Yo dije: "¿Qué? Nunca me dejarían entrar en el Bohemian Grove ni en un millón de años". Me dijo: "Oh, sí, lo harán. El único problema es que no puedes filmar ni grabar ni escribir nunca sobre ello". Y entonces dije: "Qué pena". Mis amigos se enfadaron conmigo. Todos querían que fuera a Bohemian Grove. Pero todo lo que ocurre en Bohemian Grove es que George Shultz y un montón de multimillonarios corren por ahí orinando en secuoyas como niños de 7 años.

Rechacé otras invitaciones que realmente molestaban a mis amigos. Recibí una invitación para ir al Vaticano.

S. D.: ¿Quién te invitó al Vaticano?

M. D.: La oficina de Francisco. En base a Planeta de las ciudades miseria. Y decidí no hacerlo.

S. D.: Antes de terminar, ¿hay alguna, no sé, exhortación, llamada a la acción, que quieras compartir?

M. D.: Eh, no. Me he resistido a varias cosas, una de las cuales es la idea de los escritores de que tienes que escribir algo profundo sobre tu despido. No tengo ninguna intención de hacerlo, ni ninguna compulsión por escribir algo falso-heroico. Cuando murió mi hermana mayor, tuve la certeza de que yo también iba a morir. Aunque no sabía que sería del mismo cáncer que tenía ella. Y escribí dos poemas que resumen más o menos mi visión de la vida, poemas sencillos. Quedarán para después.

Creo que la gente que lee mis cosas lo entiende bastante bien. Una de las razones por las que esta ayuda para morir es importante para mí es que también garantiza que no perderé mi sentido del humor. Pero lo que me enseñó mi hermana mayor cuando recibió el veredicto final -y fue tan directa y valiente como en todo lo demás en su vida- fue que es una oportunidad para enseñar a tus hijos a no tener miedo de esto. A estar tristes, pero no a temerlo.

Sólo soy una persona corriente que pasa por lo que toda persona corriente acaba pasando en circunstancias que no son especialmente trágicas en absoluto. Excepto quizás para algunos de la familia.

Pero no es necesario hacer, ya sabes, declaraciones ponderadas. Ha sido más divertido ver jugar a los Golden State o los misterios escandinavos o leer libros, y sobre todo relajarse y pasar el rato con la familia. Tengo mucha suerte de estar arropado por todo el amor que tengo aquí.

25/07/2022

Sam Dean es un reportero de negocios de Los Angeles Times que cubre el sector tecnológico en el sur de California. Anteriormente trabajó como redactor de artículos para varias publicaciones, como Newsweek, The Verge, 538 y Lucky Peach.

Artículo original: Los Angeles Times

Traducción: viento sur

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