Vivimos un momento absolutamente histórico, epocal. Hemos alcanzado el consenso de descarbonizar la economía, de transitar de las energías fósiles a las energías renovables, sin ceder a los cantos de sirena de la fisión nuclear. Si bien puede parecer que para ello exista un único camino, existen múltiples transiciones energéticas posibles: coincidentes en cuanto al cambio de modelo tecnológico del que se benefician, pero muy distintas, casi opuestas, en cuanto al resto de los modelos que auspician.

El paso del paradigma fósil al renovable supone múltiples nuevas realidades e implicaciones. Entre ellas, quizás la más relevante sea la de la disponibilidad de energía neta. Se trata de un tremendo cambio cualitativo. Pasaremos de disponer a nuestro albedrío la energía solar concentrada y almacenada durante cientos de miles de años a tener que utilizar los recursos naturales al mismo ritmo con el que se renuevan. Lejos de utilizar esta evidencia para iniciar una nueva forma de relacionarnos con la energía, una visión reduccionista del problema se empeña en ver el asunto de la transición como una especie de intercambio de cromos, es decir, como la mera sustitución de una tecnología por la otra.

Bajo esta visión, centralizada y centralizadora, el aprovechamiento de los flujos naturales requiere de una infraestructura de gran tamaño cuya creación, instalación y mantenimiento necesita una ingente cantidad de energía fósil y de materiales construidos con esa misma energía. En el caso de la energía solar, el impacto se extiende en horizontal a miles de hectáreas de terreno, y en el caso de la energía eólica, los clústeres de megamolinos descomunales se alzan en lo vertical hasta más de 220 metros, a menudo junto a poblaciones, en bosques autóctonos, en parajes naturales de especial valor o en medio de rutas de aves. A pesar de chocar contra indiscutibles límites biogeofísicos, el debate en torno a este modelo de transición es mínimo. Mientras, se libra una pugna callada entre los grandes actores energéticos y financieros por acaparar grandes extensiones de territorio a precios de saldo. 

Teniendo en cuenta las particularidades geográficas del Estado español, no es de extrañar que esta avalancha de megaproyectos haya caído como una tormenta perfecta sobre el mundo rural, sobre la tan cacareada y mal llamada España vacía. El paisaje y el paisanaje rurales, los seres vivos del medio natural, pero también los proyectos y estilos y medios de vida renovable y sostenible de las personas que viven en campos, pueblos y aldeas, están siendo presa de la depredación de una transición energética liderada desde arriba y enfocada a los beneficios accionariales de un puñado de empresas. Sufrirán un grave acoso, y el plus de bienestar y salud de que gozan estas personas, ratificado por la emergencia epidémica, se volverá minus.

Impactos del megaproyecto renovable en el rural 

El desarrollo del mundo urbano ha estado íntimamente ligado a la disponibilidad de grandes cantidades de energía fósil fácilmente transportable mediante redes unidireccionales de suministro entre el Sur y el Norte global. En paralelo, se ha ido reforzando otra asimetría interna, entre las ciudades y el resto del territorio. Este resto, el mundo rural, ha desempeñado históricamente un papel central en la generación de la energía endosomática de esas cada vez mayores sociedades urbanas, produciendo el alimento que mantiene vivos los cuerpos que las pueblan. La segunda ola globalizadora de mitad de siglo XX y la industrialización del campo reforzaron esta especialización, rompiendo el equilibrio de las economías rurales que, por primera vez, empezaron a depender de esas cadenas globales de suministro. De esta manera, las ciudades se fueron consolidando como un centro indiscutible de poder, asfixiando y fragilizando las formas de vida colectiva que subsisten a su derredor (Mumford, 2021). Mediante una serie de políticas económicas y estructurales se ha ido imponiendo su propia visión totalizadora, provocando el declive del mundo rural respecto al urbano, perdiendo masivamente población, servicios, infraestructuras y oportunidades. Este fenómeno es especialmente significativo en el caso del Estado español, donde las áreas rurales representan un 77% del territorio y contienen únicamente un 37% de la población (Comisión Europea, 2014). Por lo tanto, al mismo tiempo que se intensifica el extractivismo Norte-Sur, se acerca también la brecha extractiva a las periferias del Norte global, donde el territorio en sí mismo, sin importar a quién ni qué contenga, pasa a ser un recurso. 

Si hay una característica que define la implantación de los proyectos renovables en el Estado durante el último año, esta sería el gigantismo. La nueva generación de megaproyectos nos habla, en el mejor de los casos, de decenas de molinos eólicos con alturas superiores a los 220 metros y del orden de miles de hectáreas de campos destinados a la producción fotovoltaica, es decir, una magnitud de implantación inaudita, que achica cualquier desarrollo renovable de las últimas dos décadas y que no tiene precedentes en Europa. En cuanto a la macroeólica, puede decirse que ni en el mundo, ya que básicamente el campo español está siendo objeto de una experimentación con tecnología eólica marítima (off-shore) que en otros países ni se plantean colocar en tierra firme. 

Es importante considerar la naturaleza eminentemente no lineal de los impactos, donde la escala del proyecto abre brechas cualitativas, siendo los impactos de un proyecto a gran escala órdenes de magnitud superior a la suma de las partes que lo constituyen. Muchas veces, los promotores recurren a la fragmentación de los proyectos en proyectos de menor tamaño con el objetivo de ocultar estos impactos acumulativos y, en el caso de proyectos de potencia inferior a los 50 MW, posibilita la tramitación administrativa simplificada por parte de las Administraciones autonómicas, de menor exigencia que la evaluación ambiental ordinaria, que correspondería al Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico (MITERD). Uno de los elementos determinantes de este proyecto de transición energética centralizada es la falta de planificación por parte de la Administración, más allá de unos objetivos agregados de potencia renovable: los propuestos por el Gobierno en el Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC). Sin embargo, en la actualidad, la totalidad de proyectos en trámite con derecho de conexión a la red de transporte coinciden con la máxima capacidad de dicha red, superan los 200 GW y casi triplican los objetivos, si consideramos los 87 GW de energía eólica y solar que figuran en el PNIEC. 

Los beneficios recaen casi en su totalidad sobre los promotores y/o inversores del megaproyecto

A todo ello habría que sumarle un reparto desigual entre impactos, beneficios y costes. Mientras que los impactos son enteramente socializados por la población local y aledaña (a modo de ejemplo, las turbinas eólicas de última generación pueden superar los 6 MW, pudiéndose ver desde distancias superiores a los 60 km), los beneficios recaen casi en su totalidad sobre los promotores y/o inversores del megaproyecto. Las mínimas compensaciones que se manejan van a parar únicamente a una o dos propietarias por molino, en el caso de la macroeólica. Ninguna del resto de vecinas, como tampoco los negocios, las comunidades, etc., reciben compensación alguna por la invasión visual, ambiental y sonora que padecen, a pesar de verse afectadas por la nueva realidad en parecidos términos. Algo similar ocurre con los ayuntamientos: si bien reciben una cierta compensación económica inicial, esta se vierte solo al municipio que aloja el proyecto, aunque físicamente el macroproyecto esté igual o más próximo a otro núcleo de población, y por ende afecte más a la salud y a la economía de sus habitantes. El resto de municipios de la región o comarca solo los sufrirá sin recibir compensación alguna. Aun así, parece difícil justificar los impactos a través de estos beneficios. La promesa de dinero rápido para unos pocos suele ser el único motivo que inclina la balanza a favor del proyecto. Hay que tener en cuenta que la entrada de la nueva potencia renovable, muy superior a las necesidades locales de electricidad, requiere de refuerzos en la infraestructura eléctrica de transporte para llevar los electrones a los núcleos urbanos. Estos sobrecostes de infraestructura, necesarios para la entrada de nuevos megaproyectos, son indexados como costes fijos del sistema eléctrico y cubiertos como término fijo en las facturas de todas las consumidoras.

La motivación meramente lucrativa de los promotores de estos megaproyectos conduce de forma inequívoca a la completa saturación en determinadas zonas. Bien debido a un mayor potencial de flujos renovables, a la perspectiva de una menor contestación social o a una mayor predisposición de algunas Administraciones regionales a favorecer este despliegue, los proyectos se agolpan unos junto a otros copando regiones enteras y creando auténticas zonas de exclusión ambiental, económica y social del tamaño de varias comarcas. Si bien una zonificación ambiental para el desarrollo renovable podría frenar la invasión, hasta la fecha el MITERD solo ha presentado una propuesta que no vincula la consecución de permisos de conexión y autorizaciones administrativas por parte de los proyectos, demostrándose totalmente insuficiente para hacer frente a dicha saturación (MITERD, 2020). Existe, por lo tanto, una completa falta de legislación vinculante en materia de zonas de exclusión. Tan solo algunas directivas ambientales comunitarias transpuestas regulan ciertas afecciones en materia de aves y hábitat. A modo de ejemplo, basta fijarse en que la provincia de Burgos tiene ya instalada, principalmente en el norte de la provincia, entre tres y cuatro veces la potencia eólica recomendada en el plan eólico de la Junta de Castilla y León, produciendo más del doble de la electricidad total que consume. Desde luego, este hecho no ha servido de freno para la iniciativa de seguir aumentando la capacidad productiva de la provincia, activando procesos sociales de contestación.

Consecuencias de este despliegue masivo de megaproyectos renovables son la destrucción de la biodiversidad y la alteración ambiental

Esta masificación de megaproyectos energéticos renovables en entornos rurales conduce a la destrucción de las, a menudo, precarias economías locales y, por ende, a la aceleración de los procesos de despoblación. Teniendo en cuenta los impactos locales, es fácil ver cómo estos proyectos entrañan la ruina de casi todas las iniciativas y empresas de economía rural sostenible (ocio, hostelería, restauración, turismo, formación, etc.) y afectan profundamente a otras (apicultura, ganadería sostenible o agroecología). Esto es especialmente significativo en el caso de los megaproyectos fotovoltaicos, que ocupan grandes extensiones de terreno, entrando en competencia con otros usos: un aspecto especialmente sensible cuando el propietario no coincide con el arrendatario que lleva a cabo la actividad económica. A esto hay que añadirle pérdidas de hasta el 40% en el valor de viviendas o solares en las localidades afectadas por los megaproyectos. Es fácil entender que la gente no quiera vivir ni acudir a una zona asediada por estructuras industriales cuando el valor del rural en el imaginario colectivo es precisamente el contrario. Conviene subrayar igualmente que muchas de las personas propietarias de terrenos rurales no residen en zonas rurales; en algunas comarcas esa cifra sobrepasa con creces el 50%.

Dos de las consecuencias de este despliegue masivo de megaproyectos renovables son la destrucción de la biodiversidad y la alteración ambiental. En cierta manera, el desarrollo a gran escala nos hace caer en la paradoja de destruir con tecnología renovable precisamente lo que la transición renovable ha de salvaguardar. Cuando hablamos de destrucción de la biodiversidad, hablamos desde luego de la muerte de miles de quirópteros y aves, así como de la afectación de extensos pastos necesarios para modos de vida tanto humanos como no humanos, pero sobre todo hablamos de la destrucción de los equilibrios tan necesarios actualmente para mitigar los efectos de un cambio climático que sabemos inevitable (Sánchez, 2020). La afección a los bosques autóctonos es especialmente preocupante, dado el valor de estas zonas cada vez más escasas como auténticos focos de resiliencia climática por los modos de vida que albergan y por su capacidad para almacenar CO2 y de generar círculos virtuosos desde el punto de vista climático. 

Un aspecto central cuando hablamos del medio rural es su sujeto, la persona habitante y en muchos casos guardiana de dicho medio. En este sentido, cualquier afección de estas nuevas actividades económicas sobre la salud ha de ser central en el actual análisis. Según la OMS, es necesario entender el concepto de salud como el completo bienestar físico, mental y social de la persona. Los campos eléctricos, magnéticos y electromagnéticos, además de otros aspectos menos estudiados –como los infrasonidos– asociados a la infraestructura eléctrica, impactan en la salud física y psíquica de las personas, pudiendo originar situaciones muy graves si tenemos en cuenta la magnitud individual y colectiva de los proyectos en trámite. No menor es el efecto causado por las luces destellantes nocturnas y los efectos de sombra asociados a la nueva generación de megamolinos. Por otra parte, los más que opacos acuerdos de muchas promotoras con muchos alcaldes y propietarias supone una fuerte afección a la convivencia, muchas veces espoleada por posturas autocráticas o antidemocráticas de algunas responsables públicas, así como por la polarización de opiniones entre personas partidarias beneficiadas y detractoras afectadas en numerosos casos.

Herramientas de resistencia

Ante esta hidra renovable, no es de extrañar que una parte de la sociedad se organice reclamando una transición renovable responsable, que no se limite a un despliegue masivo de renovables sin cuestionar el modelo extractivista y colonialista sobre el que se apoya. De esta manera, a lo largo de los últimos dos años, han ido surgiendo plataformas para la defensa del territorio a lo largo y ancho de la península que enuncian al unísono el eslogan Renovables sí, pero no así. 

Gran parte de estas redes se integran dentro de la Alianza Energía y Territorio (ALIENTE) que surge en febrero de este año como una nueva voz en el debate de la transición energética, y que trata de convertir la oposición aglutinada en una herramienta propositiva. De esta manera, pone sobre la mesa la necesidad urgente de gestionar la transición energética en clave de justicia y de reducir el consumo energético.

Una de las herramientas de las que dispone la ciudadanía para tratar de poner coto al despliegue de megaproyectos es la vía administrativa. Sin embargo, esta vía se ha mostrado del todo insuficiente para hacer frente a la destrucción de los megaproyectos. En muchos casos queda solo la vía jurídica, que puede suponer elevados costes al bolsillo de la ciudadanía, y tampoco puede garantizar una respuesta adecuada por la carencia de legislación sobre la que los tribunales puedan apoyarse (Valera, 2021).

Los planes energéticos, autonómicos o estatales, secuestran la soberanía energética popular en favor de unos objetivos designados como estratégicos y ponen toda su maquinaria al servicio de estos objetivos. En concreto, el secuestro del discurso de la emergencia climática por parte de las élites asfalta el camino para la entrada de estos megaproyectos, limitando el margen de decisión de la política municipal o provincial. Bajo la premisa del supuesto interés general, se sacrifica el bien común y el bienestar de las personas en pro del lucro privado (Serna, 2021). En esta relación desigual de fuerzas, otra de las herramientas que se están poniendo sobre la mesa es un modelo de pliegos para la modificación puntual de los planes generales de ordenación urbana (PGOU) para la regulación de las energías renovables por parte de las municipalidades. Según la propia Constitución, el urbanismo es una competencia primariamente municipal, las competencias del mismo sobre la gestión del suelo no pueden ser sustituidas por planes supramunicipales sin atentar a la autonomía municipal.

Tal como exponíamos, uno de los grandes riesgos que implica la llegada de estos proyectos es la destrucción del tejido social y comunitario, en gran parte en base a prácticas que tratan, de forma interesada, de volver a unas vecinas contra otras y unos municipios contra otros. En este sentido, la organización comunitaria juega un papel esencial en la resistencia. Con la urgencia de articular una respuesta rápida, el acceso a una información completa y objetiva sobre los costes, impactos y beneficios de estos proyectos es fundamental para asegurar la participación de la ciudadanía en estas transformaciones. 

Es fundamental articular herramientas y estrategias que permitan garantizar la soberanía de los pueblos y comunidades locales. Se trata en muchos casos de las personas custodias del territorio y son ellas quienes han de valorar los impactos que les dejarán los megaproyectos en el corto, medio y largo plazo. Es absolutamente necesaria una adecuada reglamentación ambiental y de zonificación vinculante que contenga límites de afección ambiental, sanitaria y económica no sobrepasables en ningún caso. Una vez pasados los tamices de impacto de carácter general, para seguir un adecuado proceso de toma de decisiones a nivel local y reducir la conflictividad asociada a la implantación de los megaproyectos energéticos en los distintos territorios, un instrumento clave es el Consentimiento Libre, Previo e Informado (CLPI) (FAO, 2016).

La mejor manera de que un proyecto pase la autorización de la comunidad es que ella lo lidere desde el principio

Este principio reconoce que es necesario abrir procesos abiertos de consulta con las comunidades locales cuando estas puedan verse impactadas por un determinado (mega)proyecto. Tradicionalmente, estas prácticas se han limitado en derecho internacional a contextos de países empobrecidos y a los territorios tradicionales de los pueblos indígenas. Sin embargo, es tan desmesurada la escala actual del despliegue renovable, y tiene tal capacidad de desestructurar y destruir las realidades económicas, ambientales, sociales y de bienestar locales, que no cabe otra vía que convertir a las comunidades rurales en sujetos centrales del debate sobre el futuro de los territorios. En este sentido, es muy importante la noción de informado, ya que se ha constatado una ausencia casi total de profundidad en los conocimientos sobre macroparques renovables por parte de las personas y comunidades afectadas. Ello se traduce en un desconocimiento de los profundos impactos reales y de las posibles alternativas que las vecinas/asociaciones/ayuntamientos pueden ya hoy disfrutar en materia de generación comunitaria.

La mejor manera de que un proyecto pase la autorización de la comunidad es que ella lo lidere desde el principio. En Europa, y también en España, hay ejemplos numerosos de este tipo de iniciativas, siendo un ejemplo claro las comunidades energéticas locales. La iniciativa privada no tiene por qué estar excluida de estos proyectos, bien al contrario, su participación puede ser fundamental para asegurar la viabilidad de los mismos. Además, pueden ayudar a crear puestos de trabajo y sinergias positivas dentro de las comunidades, al contrario que con los megaproyectos, que suponen una auténtica invasión extractivista concebida desde los lejanos despachos de una multinacional y que –las experiencias en los últimos quince años así lo demuestran– ni cotizan ni crean empleo a nivel local. 

Otro modelo de transición es necesario

Este auténtico tsunami de megaproyectos renovables en el Estado no es casual. Más allá de ser fruto de las inercias de un modelo energético tecnológica y socialmente caduco, y de la topología actual de las redes de suministro, representa también una oportunidad para que el capital perpetúe su papel predominante mediante una serie de imposiciones discursivas. De esta manera, el capital: 1) secuestra el discurso de la emergencia climática y lo adecua a su agenda desarrollista, 2) impone una visión simplista de las vidas y de los territorios, 3) condena territorios al sacrificio e impone con opacidad sus planes de desarrollo, 4) oculta la responsabilidad del mundo urbano como principal consumidor de energía, 5) sobredimensiona las capacidades de generación de energía y fomenta así el derroche energético, 6) obedece únicamente al afán por lograr el máximo rendimiento económico (para conseguidores, inversores y accionistas, no para los actores económicos locales o de pequeña escala, cuyos intereses resultan extremadamente lesionados), 7) elimina la participación de las personas en el diseño y en los beneficios de la transición energética, y 8) implanta la falsa idea de que los megaproyectos son necesarios y responden al bien común.

Todo esto pasa por encima de la realidad de los territorios y de las vidas que los habitan. La ciudadanía, en especial quienes viven en el mundo rural, tienen el derecho y el deber de participar en esta transición, y la oleada de megaplantas eólicas y solares se lo impide porque esquilma sus recursos, que salen de su comarca y de su provincia convertidos en pingües beneficios para multinacionales y fondos que tributan fuera y no crean puestos de trabajo en el territorio. Para ello es fundamental contar con legislación vinculante, sobre todo a nivel estatal y regional, pero también en cuanto a las normativas provinciales y municipales. Hemos de asegurarnos de que esta legislación cuente con la participación en su redacción de los agentes de la sociedad civil territoriales, económicos y ambientales más afectados, y de que no solo sus voces sean oídas, sino sus necesidades también debidamente atendidas.

Solo de esta manera podremos asegurar las bases para impulsar otra transición energética. Mediante profundos y valientes cambios regulatorios y una verdadera voluntad política que no traicione los intereses ciudadanos, podemos conseguir la necesaria bolsa de aire en estos tiempos de crisis ecosocial. Una verdadera voluntad transformadora nos puede situar en poco tiempo sobre las tan anheladas sendas de la justicia climática, ambiental, económica, social y territorial. Solo así podremos salvar al rural de esta última ofensiva en el momento en el que más necesitamos una ruralización de nuestros imaginarios.

Álvaro Campos-Celador es profesor en la Universidad del País Vasco (UPV-EHU).

Abel P. Braceras forma parte de Tod@s con Arraya, de la Coordinadora por la Defensa de la Demanda, Montes de Oca y Juarros, EnergÉtica

Referencias

Comisión Europea (2014). CAP context indicators.

FAO (2016) “Consentimiento libre, previo e informado: un derecho de los pueblos indígenas y una buena práctica para las comunidades locales”.

MITERD (2020) “Zonificación ambiental para energías renovables: Eólica y fotovoltaica”.

Mumford, Lewis (2021) La ciudad en la historia. Logroño: Pepitas de Calabaza.

Sánchez, Esther (2021) “Investigadores españoles alertan del impacto del boom de las renovables en aves y murciélagos”. El País, 10/12, versión digital.

Serna, Estrella (2021) “El ducado de Plasencia denuncia expropiación forzosa en una finca de Espejo (Córdoba) para instalar placas solares”. ABC Córdoba, 07/03, versión digital.

Valera, Francisco y Bolonio, Luis (2021) “Decálogo sobre energías renovables a gran escala”. ElDiario.es, 3/06, versión digital.

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