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China fascina tanto como inquieta. Rival cada vez más sólida de Estados Unidos, hoy cuestiona la supremacía de la primera potencia mundial en cada vez más ámbitos. ¿Buena o mala noticia para el Sur? Un poco las dos cosas, sin duda. Lo que es seguro es que la relación de Occidente con la amenaza china no es ni de lejos universal, y que las representaciones de una China conquistadora, homogénea y unívoca suelen caer en la exageración.

“No podemos repetir los errores de estos últimos años. El desafío que representa China exige esfuerzos enérgicos por parte de las democracias, las de Europa, las de África, las de Sudamérica, y sobre todo las de la región indo-pacífica. Si no actuamos ya, el Partido Comunista Chino (PCC) acabará erosionando nuestras libertades y subvirtiendo el orden basado en las reglas de que nuestras sociedades se han dotado con tanto esfuerzo. Si doblamos ahora las rodillas, los hijos de nuestros hijos podrían quedar a la merced del PCC, cuyas acciones constituyen el principal desafío actual para el mundo libre.”

Estas palabras las pronunció en julio de 2020 el secretario de Estado de EE UU, Mike Pompeo, en un discurso con tono de guerra fría, sobriamente titulado La China comunista y el futuro del mundo libre (traducción propia). Ilustran el endurecimiento, bajo la presidencia de Donald Trump, de la política estadounidense con respecto a China. Sin embargo, la necesidad de oponerse a la amenaza china no data de ayer. Es, por cierto, uno de los raros temas que en Washington son objeto de un amplio consenso entre Demócratas y Republicanos, por mucho que discrepen sobre los medios conseguirlo.

Pocos observadores esperan, por tanto, que Joe Biden cambie radicalmente la política hacia China de su predecesor en el cargo. Recordemos que fue Barack Obama quien situó el giro a Asia en el centro de su política exterior, con el propósito declarado de reequilibrar las fuerzas en la región frente al fuerte ascenso de China. Un objetivo tanto más imperioso, cuanto que el fracaso de las aventuras estadounidenses en Oriente Medio, junto con la crisis económica y financiera de 2008, habían sacudido gravemente los pilares de la hegemonía de EE UU… y beneficiado en gran medida a China.

Retorno del peligro amarillo

Motivo suficiente para reavivar el miedo plurisecular al peligro amarillo. Ya en 1897, el sociólogo Jacques Novicow se burlaba: “En todas partes de señala el peligro amarillo. Hay 400 millones de chinos. Teóricamente, pueden poner en pie de guerra a 30 millones de hombres. Una buena mañana, podrían invadir Europa, masacrar a sus habitantes y acabar con la civilización occidental. Esto parecía un dogma irrefutable. No obstante, nos hemos dado cuenta últimamente de que los chinos experimentan un horror insuperable frente al servicio militar. Desde que les derrotaron los japoneses, diez veces menos numerosos, los pesimistas han cambiado de idea. El peligro amarillo ya no causa temor en términos militares, al menos durante un periodo que pueda entrar en nuestras preocupaciones; el peligro amarillo viene sobre todo del obrero chino, que se contenta con cuatro chavos.”

Actualmente, el país ya cuenta con 1.400 millones de habitantes. Y ya no es únicamente su capacidad de sacar ventaja de su vasta reserva de mano de obra lo que inquieta a las cancillerías occidentales. Los logros económicos chinos de los últimos decenios han sido tan potentes y rápidos que provocan mecánicamente profundos cambios geopolíticos. Logros que, según reconoce incluso el Banco Mundial, no tienen parangón en la historia de la humanidad.

En los últimos 40 años, el PIB chino se ha disparado desde un nivel cercano al de España (unos 195.000 millones de dólares) a una cota que se va acercando al de EE UU (14 billones frente a 21 billones de dólares)… y que probablemente lo superará dentro de poco. De hecho, ya lo ha superado desde 2014 si se compara el PIB en paridad de poder de compra. En 2000, el PIB chino solo representaba el 3,6 % del PIB mundial. En 2019, esta proporción ascendía al 17,8 %. La parte de China en el comercio mundial ha seguido la misma evolución, pasando del 3 % en 1995 al 12,4 % en 2018. Durante el mismo periodo, la proporción de la población china que vive en la pobreza extrema ha pasado del 88 % al 2 %, una caída que afecta a cerca de mil millones de personas…

La imagen de China como simple fábrica del mundo y campeona de la falsificación de marcas ya ha dejado de ser válida en gran parte. En 2019, el gigante asiático superó a EE UU en el número de patentes solicitadas a la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual. En 2020 había, por primera vez, más empresas chinas que estadounidenses en la célebre clasificación Global Fortune 500, que muestra las 500 multinacionales más grandes del planeta por ingresos. Y como subrayó la Conferencia de Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (CNUCED) en 2019, en su Informe sobre la economía digital, el país es actualmente el único que se halla a la misma altura que EE UU, o que incluso lo supera, en sectores tan estratégicos como la inteligencia artificial, los datos masivos, la 5G o las tecnologías blockchain.

Un modelo alternativo

Ante este balance, se entiende la inquietud que invade a los occidentales, máxime cuando más allá de los debates en boga para saber si el modelo chino se ajusta o no al neoliberalismo –o siquiera al capitalismo–, una cosa es cierta: tiene poco que ver con las recomendaciones formuladas por las instituciones económicas y financieras occidentales desde la década de 1980. Frente a las terapias de choque neoliberales, Pekín ha preferido sistemáticamente el gradualismo y las correcciones del rumbo sobre la marcha. Y cuando se denostaba la regulación estatal en beneficio de un nuevo constitucionalismo de mercado, el Estado chino ha velado siempre por mantener bajo su control sectores y registros clave de la política económica. Aunque se haya reducido su peso, las empresas públicas siguen dominando la mayor parte de sectores estratégicos (banca, energías, infraestructuras), e incluso las empresas privadas han de someterse a formas de control más o menos estrictas que a menudo difuminan la frontera entre sector público y sector privado.

Asimismo, el Estado planifica y coordina el conjunto de la actividad económica a través de organismos como la Comisión Nacional para el Desarrollo y la Reforma, “que supervisa la elaboración del plan quinquenal y es responsable de la formulación y la aplicación de las estrategias de desarrollo económico y social nacional”. En fin, a través de un control estrecho del sistema financiero, Pekín también está en condiciones “de coordinar la actividad económica de una manera que no es posible en la mayoría de países occidentales, donde reina absolutamente la banca privada. Esto permite asimismo al Estado chino proteger la economía nacional frente a las turbulencias de los mercados financieros mundiales.”

Pero lo más inquietante para los occidentales proviene tal vez del error de apreciación que les llevó –con EE UU a la cabeza– a apostar por la democratización inevitable de China a medida que el país se abriera y se desarrollara económicamente. Ironías de la historia, fue a Hillary Clinton, nombrada secretaria de Estado bajo Obama, a quien le tocó echar un jarro de agua fría a las esperanzas suscitadas por su marido una década antes, cuando defendió la idea del ingreso de China en la Organización Mundial del Comercio (OMC) como el medio más seguro de conseguir que el país se abriera. Diez años después, Clinton (Hillary) se alineó entonces con los halcones para impulsar una política de reequilibrio estratégico con vistas a contener la amenaza china. En su discurso de julio de 2020 (arriba citado), su sucesor Mike Pompeo llegó incluso a declarar que “si el mundo libre no cambia, será la China comunista la que nos cambiará”. Podemos calibrar la magnitud del cambio.

Nuevo hombre fuerte en Pekín

Hay que decir que mientras tanto, la política interior y exterior china también ha evolucionado, especialmente bajo el impulso de Xi Jinping, quien accedió a la cúpula del Estado entre 2012 y 2013. Calificado por algunos de “el presidente chino más poderosos desde Mao Zedong”, Xi llega al poder en un contexto de crisis alimentada “por la corrupción, pero también por la contaminación, la amenaza terrorista, la inestabilidad en Tíbet, Xinjiang y Hong Kong, por un desplome del crecimiento económico, etc.”.

Para hacer frente a la crisis, el personaje que gusta presentarse como un hombre providencial procede a una concentración del poder inédita desde el comienzo de las reformas, en la década de 1980. “Está en tela de juicio el principio de dirección colectiva establecido por Deng Xiaoping, quien había procedido a una división del trabajo en el seno del Politburó, alentando la competencia entre facciones y la formación de coaliciones en el seno del Partido para evitar la emergencia de un nuevo hombre fuerte. Xi, por su parte, acumula funciones: secretaría general del PCC, presidencia de la comisión militar central, además de la dirección de varios órganos encargados de la seguridad nacional y de la ciberseguridad.”

Esta concentración viene acompañada de un cambio autoritario, nacionalista y conservador, que se traduce tanto en un endurecimiento de las políticas represivas en política interior como en una actitud más agresiva en el escenario internacional. Como explica Shawn Shieh (en este número de Alternatives Sud): “Desde que Xi Jinping llegó al poder en 2012, el país ha conocido una represión constante y brutal, que va desde campañas de difamación hasta la adopción de leyes securitarias […], pasando por las confesiones forzadas y un fuerte control ideológico de las universidades, los medios e internet.” So pretexto de la lucha contra el “terrorismo y separatismo islamista”, la comunidad uigur es la más perjudicada por esta represión agravada, como demuestran las revelaciones que proliferan sobre los campos de reeducación en que por lo visto han ingresado centenas de millares de uigures estos últimos años.

Con respecto a la política exterior, se ha puesto fin a la época del taoguang yanghui (literalmente huir de la luz y buscar la oscuridad) tan querido por Deng y que ha inspirado en gran medida la diplomacia china desde la década de 1980. Xi proclama ahora en voz alta las posiciones y ambiciones internacionales de Pekín. Así lo atestigua el lanzamiento de programas estrella como las Nuevas Rutas de la Seda en 2013 o Made in China 2025. Tampoco duda en recurrir abiertamente a la fuerza o la amenaza para defender los intereses chinos en el mar del Sur de China o frente a Taiwán y Hong Kong. Más en general, se le reprocha asimismo de querer alterar las reglas de juego internacionales mediante un activismo reforzado en el seno de Naciones Unidas, la promoción de un modelo chino de gobierno de internet o también la creación de instituciones paralelas, a imagen del Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras (BAII), creado en 2014 para competir con las instituciones financieras occidentales en Asia.

Temores que hay que relativizar

¿Significa esto que hay que temer a China? Todo depende del punto de vista. Recordemos en primer lugar que si el avance económico y geopolítico chino es efectivamente impresionante, otros indicadores muestran que todavía le queda mucho camino por recorrer antes de poder aspirar al título de primera potencia mundial. Como subraya, en particular, Au Loong Yu en este número de Alternatives Sud: “Si observas su PIB, China es el segundo país más grande del mundo. Pero si comparas el PIB por habitante, sigue siendo un país de renta media. También se detectan flaquezas incluso en ámbitos en que se sitúa a la altura de las potencias capitalistas avanzadas. Por ejemplo, el teléfono móvil Huawei, devenido ahora una marca mundial, no solo lo han desarrollado los propios científicos chinos de la empresa, sino especialmente los 400 científicos japoneses que esta tiene en nómina. Esto demuestra que China dependía y sigue dependiendo en gran medida de recursos humanos extranjeros para la investigación y el desarrollo.”

A su vez, la periodista Jeanne Hughes destaca en un artículo reciente en Le Monde diplomatique hasta qué punto la supuesta ofensiva china en la ONU es un “fantasma”: “[…] Por extraño que parezca, las cifras muestran que China está más bien infrarrepresentada en los engranajes de la organización.” No cabe duda de que su influencia ha aumentado en los últimos años, pero todavía está lejos de corresponder a lo que podría reivindicar en función de su peso demográfico y económico. Además, las instituciones más influyentes y decisivas siguen en gran medida bajo control occidental (FMI, OCDE, etc.).

En fin, y sobre todo, como recordaba recientemente el historiador Adam Tooze: “Hoy por hoy, es una burda exageración hablar del fin del orden mundial estadounidense. Los dos pilares de su poderío mundial –el militar y el financiero– siguen intactos.” Así, el gasto militar de EE UU continúa superando el del conjunto de los diez países que le siguen en esta clasificación. Además, EE UU cuenta con una red de alrededor de 800 bases militares en el extranjero, repartidas por unos 70 países. Como subrayaba un número reciente de la revista bimestral Manière de voir: “Pese a sus 14.000 kilómetros de costas, China choca, cuando sale al mar, con la armada estadounidense. Aparte de las bases con varias decenas de miles de hombres que tiene en Japón y Corea del Sur, EE UU cuenta con varios centenares de militares repartidos entre Singapur, Tailandia, Pakistán, etc.”

En la vertiente financiera, el corazón del poder hegemónico estadounidense sigue radicando en el privilegio exorbitante que le confiere la condición de moneda de reserva internacional de que goza el dólar. Un estatuto que, paradójicamente, la crisis económica y financiera de 2008 ha contribuido a reforzar. Con la consecuencia de que “EE UU puede castigar a cualquier empresa o cualquier país que no le cae bien, imponiéndole sanciones que la/lo excluyen del sistema del dólar, y por extensión de la economía mundial”. Ante esta situación, China busca no pocas alternativas, pero sigue siendo, en gran medida, prisionera de la montaña de reservas en dólares y bonos de la deuda estadounidense que ha acumulado en las últimas décadas…

¿Una amenaza para quién y para qué?

Pero la verdadera cuestión que merece plantearse cuando nos preguntamos por la posible amenaza china es tal vez, ante todo, esta: ¿una amenaza para quién y para qué? De creer a los estadounidenses y los occidentales en general, la respuesta parece evidente, y debería serlo para todo el mundo: China es una amenaza para el mundo libre, la paz y la estabilidad mundiales. Para los países del Sur, la situación es más compleja. En primer lugar, porque el mundo libre es sobre todo el de la hegemonía estadounidense y esta es más bien sinónimo de intervenciones militares, neocolonialismo e hipocresía desde el punto de vista de muchos países de África, América Latina y Asia. Oír a Mike Pompeo, por ejemplo, denunciando a una China que según él no respeta las reglas internacionales o es una amenaza para la democracia provoca sin duda la risa (forzada) de las poblaciones del Sur que han tenido que sufrir el unilateralismo desacomplejado de los gobiernos de George Bush y Donald Trump, por solo citar a estos dos.

En segundo lugar, porque, por el contrario, como recuerdan diferentes contribuciones en este número de Alternatives Sud, China comparte un legado común con el Sur: como víctima del imperialismo y del colonialismo y como una de las protagonistas del tercermundismo. Una herencia que no duda en poner en juego en sus relaciones con el mundo en desarrollo, como subraya Ilaria Carrozza (en este número) partiendo del ejemplo de África: “El discurso chino inscribe las relaciones sino-africanas en una lógica más amplia de cooperación Sur-Sur, en la que el ‘Sur’ [...] es una fuente de identidad para los actores estatales y no estatales, una identidad que se negocia continuamente en las reuniones del Movimiento de Países No Alineados(MPNA), del G77 y de otras organizaciones regionales y subregionales y que engloba la experiencia común del colonialismo y del imperialismo. A fin de cuentas, el ‘Sur’ se utiliza como una estrategia movilizadora basada en una crítica de las asimetrías y desigualdades del sistema internacional contemporáneo […].”

No obstante, nadie se llama a engaño. La China de hoy no tiene nada que ver con la China de la Conferencia de Bandung, y su insistencia en las relaciones mutuamente beneficiosas oculta mal las crecientes asimetrías en sus relaciones económicas y políticas con el Sur. En Asia, por ejemplo, Hoang Thi Ha (en este número de Alternatives Sud) explica que “en la percepción de las Nuevas Rutas de la Seda en la región ha entrado una buena dosis de prudencia y de análisis de costes, contrariamente al entusiasmo que habían despertado en 2015-2017”. En causa está, particularmente, “una realidad histórica compartida por los Estados miembros de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN) en sus respectivas relaciones con China, a saber: “el desequilibrio de poder que induce estructuralmente su temor constante a la vulnerabilidad, la superdependencia y la pérdida de autonomía”.

En América Latina, las relaciones con China también se han vuelto más ambivalentes estos últimos años. Como subraya Rubén Laufer (en este número): “En el transcurso del primer decenio de este siglo, al estimular los precios de los recursos naturales importados, el mercado chino ha sido para América Latina el motor de un ciclo de ingresos elevados. Sin embargo, la convergencia de intereses entre las clases dirigentes latinoamericanas y la burguesía china, encarnada por esta alianza comercial, no se ha traducido en un factor impulsor de la industrialización y diversificación de los productos regionales. Más bien ha provocado un replanteamiento por parte de los llamados gobiernos progresistas, que han apostado por el modelo extractivista y por el desarrollo orientado al ámbito internacional; una apuesta favorecida por la coyuntura de precios altos de los productos exportados.”

Pero es tal vez con respecto a África donde los debates sobre el neoimperialismo chino son más intensos… y más reduccionistas. En efecto, a medida que China ha ido ganando peso en el continente en las dos últimas décadas –aprovechando en particular los huecos dejados por EE UU y Europa–, se ha instalado un discurso binario en los medios y las declaraciones oficiales, donde se califica a China bien de predadora, bien de amiga de África.

En el primer caso, se insiste en el acaparamiento de tierras y de recursos, la diplomacia de la trampa de la deuda (debt-trap diplomacy) o el apoyo a gobiernos autoritarios. En el segundo, se destaca de mejor grado el respeto de las soberanías nacionales, las inversiones en infraestructuras duraderas y la promoción de los intereses mutuos. Ahora bien, la realidad se sitúa a menudo entre ambos extremos, sin contar con que las relaciones con China varían notablemente de un país africano a otro, por mucho que Pekín tienda cada vez más a inscribirlas en lo que Carrozza (en este número) califica de “nexo que asocia la seguridad con el desarrollo”. Uno de los retos más apremiantes para el continente africano, por tanto, es el de la unidad, lo que por cierto vale tanto para sus relaciones con China como para las que mantiene con EE UU y Europa.

De todos modos, entre las ambiciones geopolíticas de Pekín, su expansionismo económico y su hambre de materias primas, el temor a un neoimperialismo chino no está ni mucho menos infundado… siempre que se reconozcan sus especificidades. Walden Bello, por ejemplo, subraya que, al menos de momento, el imperialismo chino es fundamentalmente diferente del imperialismo estadounidense  –y occidental en general– como mínimo en un punto: el recurso a la guerra y a la violencia armada: “El ascenso de China como potencia capitalista ha estado marcada por un grado de violencia comparativamente bajo en el proceso de acumulación primitiva de capital, y lo mismo ocurre en lo tocante a su expansión económica a lo largo de los últimos 25 años. Una situación que contrasta radicalmente con la evolución de las relaciones entre las potencias capitalistas occidentales y los países del Sur.”

Aunque es más crítico que el filipino con respecto a la naturaleza del poder chino, Loong Yu (en este número) no afirma lo contrario: “China sigue una trayectoria imperialista. Estoy en contra de la dictadura del Partido Comunista, de su aspiración a convertirse en gran potencia y de sus reivindicaciones en el mar del Sur de China. Pero no pienso que sea correcto meter a China y EE UU en el mismo saco. Hoy por hoy, China es un caso particular. Su ascenso tiene dos caras. Por un lado, la que tienen en común ambos países: los dos son capitalistas e imperialistas. Por otro, China es el primer país imperialista que antes había sido un país semicolonial. Esto es una gran diferencia con respecto a EE UU o cualquier otro país imperialista. Hemos de tenerlo en cuenta en nuestro análisis para comprender cómo funciona China en el mundo.”

Contradicciones en el poder y en la sociedad

Otro elemento en que insisten estos dos autores (entre otros) estriba en la necesidad de romper con una visión tan extendida como reduccionista de una China homogénea y unívoca, tanto más temible cuanto que heredera de una civilización plurimilenaria en la que se mezclan obediencia confuciana, el arte de la guerra de Sun Tsu y el totalitarismo comunista… En realidad, como demuestra Bello en este número de Alternatives Sud a la luz del ejemplo de las Nuevas Rutas de la Seda, el poder chino no es ni de lejos el monolito omnisciente que suele presentarse en los medios y discursos oficiales. Las autoridades locales, por ejemplo, disponen de una gran autonomía para la puesta en práctica de las grandes orientaciones fijadas por el poder central, y la competencia entre ellas provoca regularmente dinámicas centrífugas e irracionales que Pekín a duras penas puede controlar.

Además, tras el milagro chino se ocultan contradicciones que cada vez más cuesta gestionar. En su artículo sobre las Nuevas Rutas de la Seda, Bello considera, por ejemplo, que estas son “un intento de proporcionar una apariencia de orden al caos y la crisis que socavan China. El problema de la capacidad excedentaria es hoy el freno principal para la economía china […]. Es su externalización la que se esconde detrás [de las Nuevas Rutas de la Seda]”. El problema de las crecientes desigualdades también se conoce desde hace tiempo, pero no cesa de agravarse, tanto entre ricos y pobres como entre las ciudades y el mundo rural.

Si abordara estos problemas, China podría reducir su dependencia de la economía mundial y centrarse en su mercado interior, pero los esfuerzos en este sentido chocan sistemáticamente con la resistencia de poderosos intereses económicos y políticos, en la propia China y en el extranjero. En su artículo sobre los derechos de la clase trabajadora en China, por ejemplo, los miembros del China Labour Bulletin explican que “con el frenazo de la economía en la década de 2010, varios altos cargos del régimen plantearon abiertamente revisar determinados derechos [concedidos a los trabajadores, ndlr], con el fin de crear un entorno jurídico más favorable a  las empresas”…

Paralelamente, para mayor escarnio, las degradaciones ambientales también han alcanzado niveles tales que ya no es posible pasarlos por alto. Así, Lau Kin Chi (en este número) informa de que “según el Informe sobre la riqueza mundial de 2014, publicado por el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente, el PIB de China creció un 523 % entre 1990 y 2010, pero solo un 47 % desde el punto de vista de la riqueza inclusiva”, es decir, teniendo en cuenta las destrucciones ambientales. Ahora bien, siempre según ella, las soluciones aportadas para hacerle frente tienden a reforzar las desigualdades, así como el control tecnocrático del poder de Pekín sobre la sociedad.

Además, en un plano más amplio, la voluntad de Xi Jinping de hacer frente a las múltiples crisis por las que atraviesa China mediante una concentración y un endurecimiento notables del poder, tal vez contiene en sí misma su propia contradicción, como sugiere Shieh (en este número): “Mientras que Xi Jinping trata de reforzar el Partido, también se las ha arreglado para concentrar el poder en sus manos, saboteando así las normas de dirección y sucesión colectivas que constituían la marca de fábrica de la resiliencia autoritaria del Partido.” Sin hablar ya del enorme coste humano de esta represión…

Resistencias fragilizadas, pero que siguen estando presentes

No obstante, como muestra la última serie de artículos reunidos en este número de Alternatives Sud, las resistencias internas a la sociedad china siguen siendo más numerosas y vivaces que lo que sugieren las representaciones dominantes sobre el totalitarismo y la docilidad de la población china (véase en particular el artículo del China Labour Bulletin sobre las movilizaciones obreras o el de Shieh sobre la sociedad civil en general). Ni siquiera el endurecimiento autoritario realizado bajo Xi Jinping ha hecho desaparecer totalmente, por tanto, los espacios abiertos a la contestación y la organización de la sociedad civil estas últimas décadas, a medida que la estructura y las relaciones sociales del país se tornaban más complejas.

Como subraya Shieh (en este número): “Sigue habiendo manifestaciones a pequeña escala en las calles y en línea. ONG locales, como Amigos de la Naturaleza, han formulado querellas públicas en materia ambiental […]. Activistas siguen ayudando a gente trabajadora a organizarse, a negociar convenios colectivos, a pedir que rinda cuentas la Federación de Sindicatos de China (el sindicato oficial). Feministas y militantes LGBT alzan la voz denunciando la violencia y la discriminación sexuales, y abogados siguen defendiendo al número creciente de activistas detenidos.”

Estas dinámicas se inscriben, de todos modos, en unas circunstancias y en una historia propias de China que hay que analizar en sí mismas… sin prescindir por ello de dilucidar los nexos con dinámicas más amplias. Cai Yiping, por ejemplo (en este número), en su artículo sobre el movimiento de mujeres en China, insiste en considerar este último parte integrante del movimiento feminista transnacional: “No hay que ver el movimiento y la organización de las mujeres chinas como un fenómeno aislado del movimiento feminista transnacional. Al contrario, les unen lazos, como atestiguan sus trayectorias históricas respectivas.” Lo que no le impide evocar las limitaciones y los retos particulares que han de afrontar las mujeres chinas, empezando por las “presiones culturales multidimensionales entre la ideología socialista de liberación de las mujeres, las actitudes discriminatorias y misóginas que siguen bien arraigadas y el poder de las empresas que dominan la sociedad de consumo”.

En este terreno, al igual que en otros, hay que desconfiar por tanto de los relatos teleológicos y reduccionistas que están en boga cuando se habla de China. Por un lado, en efecto, difícilmente se puede considerar un ejemplo a emular para el Sur (cf. Loong Yu en este número), no en vano las condiciones de su ascenso han sido (y siguen siendo) específicas, sin hablar ya de los enormes costes humanos, sociales y ambientales asociados a su modelo de desarrollo. Pero por otro lado, igual de problemático es considerar que China es una amenaza monolítica, suponiendo que se tenga claro a qué apunta la amenaza exactamente. En realidad, su trayectoria futura está lejos de venir prefijada y los rasgos que podría adoptar, en el futuro, una hipotética hegemonía china también son en gran medida inciertos.

01/03/2021

Véanse notas y referencias bibliográficas en:

https://www.cetri.be/Au-dela-de-la-menace-chinoise?lang=es

Traducción:viento sur

Cédric Leterme es doctor en ciencias políticas y sociología e investigador del Centre Tricontinental (CETRI).

 

 

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