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[Este es el primero de dos artículos que sobre el mismo tema y con la misma autoría publicaremos en VIENTO SUR]

Cada año, millones de americanos (nadie sabe cuántos exactamente) se presentan voluntarios como sujetos humanos en investigaciones médicas que comparan un nuevo tratamiento con otro viejo o, cuando no existe tratamiento anterior, con un placebo. Por medio de algo parecido al cara o cruz, a algunos voluntarios se les asigna someterse al nuevo tratamiento (el grupo experimental) mientras que otros se someten al viejo (grupo control). Este tipo de investigación se denomina ensayo clínico y en cualquier momento se llevan a cabo cientos de ellos en los Estados Unidos. La mayoría son patrocinados por el gobierno, principalmente por los National Institutes of Health (NIH). Un número cada vez mayor de ellos se llevan a cabo en el extranjero, particularmente en países con gobiernos autocráticos, donde es más fácil y más barato hacerlos.

El primer ensayo médico moderno fue publicado hace sólo sesenta y siete años, en 1948. Patrocinado por el British Medical Research Council, el ensayo comparaba la estreptomicina, un nuevo antibiótico, únicamente con el reposo en cama en pacientes con tuberculosis. (Se probó que la estreptomicina era mejor y pasó a formar parte del tratamiento habitual contra esta enfermedad). Antes de eso, la experimentación con humanos era bastante fortuita; los sujetos eran tratados de una u otra manera para ver cómo les iba, pero normalmente no había ningún grupo de comparación. Incluso cuando lo había, la comparación carecía de los métodos rigurosos de los modernos ensayos médicos, que incluyen la distribución aleatoria para asegurarse de que los dos grupos son similares en todos los sentidos, salvo en el tratamiento que se está estudiando. Después del estudio de la estreptomicina, los ensayos clínicos cuidadosamente diseñados pronto se convirtieron en el patrón científico para estudiar casi cualquier nueva intervención médica en sujetos humanos/1.

Los pacientes con enfermedades graves están normalmente dispuestos a participar en ensayos clínicos, creyendo equivocadamente que los tratamientos experimentales suelen ser mejores que los tratamientos estándar (la mayoría no resultan ser mejores y a menudo son peores)/2. Por otro lado, a los voluntarios con buena salud se les motiva con alguna combinación de los modestos pagos que reciben y del deseo altruista de contribuir al conocimiento médico.

Teniendo en cuenta la fe americana en los avances médicos (los NIH no sufren, en gran medida, la desafección que hay actualmente con el gobierno), es fácil olvidar que los ensayos clínicos pueden ser un negocio arriesgado. Suscitan problemas éticos formidables puesto que los investigadores son responsables tanto de proteger a los sujetos humanos como de avanzar en interés de la ciencia. Estaría bien si esas dos responsabilidades coincidieran, pero habitualmente no lo hacen. Al contrario, hay una tensión inherente entre la búsqueda de respuestas científicas y la preocupación por los derechos y el bienestar de los sujetos humanos.

Consideremos un caso hipotético. Supongamos que unos investigadores quieren probar una posible vacuna contra el VIH. Científicamente, la mejor forma de hacerlo sería elegir a pacientes con buena salud para un ensayo, dar la vacuna a la mitad de ellos y después inyectar a todos el virus del VIH para comparar después el índice de infección en los dos grupos. Si hubiera significativamente menos casos de VIH en el grupo vacunado que en el no vacunado, eso probaría que la vacuna funcionó. Un ensayo así sería simple, rápido y concluyente. En poco tiempo, tendríamos una repuesta clara a la cuestión de si la vacuna fue efectiva, una respuesta que podría tener una importancia enorme sobre la salud pública y salvar miles de vidas.

Sin embargo, hoy todo el mundo estaría de acuerdo en que semejante ensayo no sería ético. Si se pregunta la razón, probablemente la mayoría diría que la gente no debería ser tratada como conejillos de indias, esto es, no debería ser usada meramente como medio para un fin (y por supuesto, ninguna persona completamente informada participaría en un ensayo semejante). Hay una repulsión instintiva contra la infección deliberada de sujetos humanos con enfermedades mortales, independientemente de lo importante del asunto científico.

Así que, en la práctica, los investigadores de este hipotético estudio, tendrían que hacer concesiones científicas a las razones éticas. Puesto que les estaría prohibido inyectar el VIH, tendrían sencillamente que esperar a ver cuántos sujetos en cada grupo (vacunados y no vacunados) se infectaban a lo largo de sus vidas. Eso llevaría muchos años y se necesitaría un gran número de sujetos. Incluso si los investigadores seleccionaran sujetos con alto riesgo de quedar contagiados con el HIV —digamos, consumidores de drogas intravenosas—, se tendría que hacer un seguimiento a mucha gente, durante mucho tiempo, para acumular el número de infecciones necesarias que permitieran una comparación estadística válida entre los grupos vacunados y los no vacunados. Incluso entonces, podría ser difícil interpretar los resultados, debido a la diferencia de condiciones a las que han estado expuestos los dos grupos. Dicho brevemente, hacer un ensayo médico sería mucho menos eficiente y concluyente —y mucho más caro— que inyectar sencillamente el virus.

Llevar a cabo el ensayo ética y más lentamente puede no significar simplemente una pérdida de eficacia científica. Si la vacuna resultara efectiva, podría significar también la pérdida de vidas: las vidas de todos aquellos alrededor del mundo que, en el tiempo extra que se necesitara para hacer un ensayo ético, contrajeran el VIH por falta de una vacuna. Habría habido un intercambio entre el bienestar de los participantes del ensayo y el bienestar del gran número de personas que se beneficiarían del rápido descubrimiento de una vacuna efectiva. O los sujetos humanos sufrirían por haber sido deliberadamente expuestos al VIH en ensayo no ético o los futuros pacientes sufrirían por no tener una vacuna mientras un ensayo ético estaba en curso.

Es cierto que este ejemplo hipotético de la tensión entre ciencia y sociedad, por una parte, y la ética, por la otra, es extremo. Casi todo el mundo aceptaría en seguir el curso de acción correcto en este caso; rechazarían la afirmación utilitarista de que inyectar VIH en sujetos humanos resultaría un máximo bien para un máximo número de personas. Sin embargo, a lo largo de los años, ha habido muchos experimentos reales que involucraban elecciones no menos extremas, en las que los investigadores sacrificaban el bienestar de los sujetos humanos en favor de los intereses de la ciencia y de los futuros pacientes y creían que eso era lo correcto.

Los más espantosos y grotescos de ellos fueron los experimentos médicos llevados a cabo por la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial con reclusos de campos de concentración/3. Aunque hoy es difícil de creer, la gente que diseñó estos experimentos —entre ellos estaban algunos de los más señalados médicos del momento— tenía un objetivo. Querían obtener información que pudiera salvar las vidas de las tropas alemanas en la batalla. En uno de estos experimentos en Dachau, por ejemplo, su objetivo era encontrar el máximo de altitud segura a la que los pilotos podían saltar en paracaídas de un avión averiado. Para ello, pusieron a reclusos en cámaras de vacío en las que se pudiera duplicar progresivamente la presión atmosférica, hasta el equivalente de una altitud de aproximadamente 20 726 metros (68 000 pies). Alrededor del 40% de las víctimas murió por falta de oxígeno durante estos horribles experimentos.

En otro experimento, los investigadores querían estudiar cuánto tiempo podrían sobrevivir los pilotos que se hubieran lanzado en paracaídas en el gélido Mar del Norte. Las víctimas fueron sumergidas en un tanque de agua helada durante tres horas y muchas murieron congeladas. Los nazis también experimentaron una vacuna contra el tifus administrándosela a una parte de un grupo de prisioneros, pero no a todos. Luego, los infectaron a todos con el tifus para comparar el número de muertes (un experimento de diseño idéntico a mi ejemplo hipotético).

Al final de la guerra, los aliados celebraron una serie de juicios por crímenes de guerra en Núremberg, Alemania. Uno de ellos, presidido por jueces americanos en un tribunal militar estadounidense fue conocido como “el juicio de los médicos”. En ese juicio, que empezó en diciembre de 1946, los veintitrés investigadores supervivientes (de los cuales veinte eran médicos) responsables de experimentos médicos en los campos de concentración fueron acusados de crímenes de guerra y de crímenes contra la humanidad. En su defensa, presentaron una retahíla de escusas. Dos de ellas son particularmente importantes, porque, de forma modificada, han sido usadas repetidamente en la actualidad para defender la investigación no ética.

Primero, los médicos nazis daban el argumento utilitarista de que su investigación salvaría más vidas de las que costaba. Continuaban diciendo que esta justificación era aun más convincente toda vez que las vidas en juego eran tropas luchando por la supervivencia misma de su país. Circunstancias extremas exigían acciones extremas, decían. Segundo, los médicos nazis señalaban que muchos de sus sujetos humanos eran, de todas formas, reos de muerte (por “crímenes” como ser gitano o judío). Los seleccionados para la experimentación médica podrían incluso haber vivido más tiempo de lo que lo harían de otro modo.

El juicio de los médicos acabó en agosto de 1947 con la condena de dieciséis de los veintitrés acusados, siete de los cuales fueron ahorcados y nueve ingresaron en prisión. Como parte del dictamen, la corte publicó el celebrado Código de Núremberg en 1947 (disponible en: www.hhs.gov/ohrp/archive/nurcode.html), el primero, más breve y en muchos sentidos el más inflexible de los grandes códigos éticos y regulaciones para la conducta de la investigación médica en humanos. Aunque el código no tenía autoridad legal en ningún país, tuvo gran influencia en las ideas sobre la experimentación humana y en ulteriores códigos y legislación internacionales.

El primer punto del código de Núremberg no admite reservas: “Es absolutamente esencial el consentimiento voluntario del sujeto humano”. No caben excepciones. La razón es obvia, teniendo en cuenta la experiencia nazi. La experimentación en niños y otras personas incapaces de decidir por sí mismos queda prohibida, puesto que el código exige voluntarios que tengan la “capacidad legal” de consentir. Además, el código deja claro que el consentimiento deben darlo sujetos plenamente informados. Se afirma: “[...] antes de aceptar una respuesta afirmativa por parte de un sujeto experimental, el investigador tiene que haberle dado a conocer la naturaleza, duración y propósito del experimento; los métodos y medios conforme a los que se llevará a cabo; los inconvenientes y riesgos que razonablemente pueden esperarse; y los efectos que para su salud o personalidad podrían derivarse de su participación en el experimento”.

Otros puntos no son tan absolutos y dependen del juicio de los investigadores. Uno es el requisito de que el experimento en cuestión sea “tal que dé resultados provechosos en beneficio de la sociedad” y “no debe ser de naturaleza aleatoria o innecesaria”. (Incluso con la más generosa interpretación, este principio es ahora violado rutinariamente, en particular por compañías que patrocinan investigaciones fundamentalmente para aumentar sus ventas).

El código también estipula que el “grado de riesgo que se corre nunca podrá exceder el determinado por la importancia humanitaria del problema que el experimento pretende resolver” y que los investigadores deberían poner fin a experimentos si creen que con su continuación habría “posibilidades, aun las más remotas, de lesión, incapacidad o muerte” para los sujetos. De acuerdo con el Código de Núremberg, por tanto, el consentimiento informado es necesario pero no suficiente.

¿Fue la publicación del código de Núremberg el fin de la investigación médica no ética? En absoluto. De hecho a lo largo de aproximadamente treinta años, de 1944 a 1974, el gobierno estadounidense llevó a cabo múltiples experimentos en los que la gente era deliberadamente expuesta a radiación sin su conocimiento o consentimiento. El objetivo era estudiar los efectos de las armas nucleares en pruebas. Por citar sólo dos ejemplos, se irradiaron los testículos de prisioneros de los estados de Oregón y Washington para estudiar los efectos en la producción de esperma y a pacientes terminales de un hospital de Cincinnati se les irradió todo su cuerpo para dar a conocer sus peligros al personal militar/4. Es de notar la ironía de que estos experimentos estuvieran teniendo lugar durante los juicios de Núremberg y que supusieran una justificación similar a aquello de que circunstancias extremas, en este caso la guerra fría, exigían acciones extremas.

Desde 1956 a 1972, se llevó a cabo un estudio en la Escuela Estatal de Willowbrook para deficientes mentales en Nueva York, en el que los niños eran infectados deliberadamente con hepatitis para estudiar el curso natural de la enfermedad y su tratamiento. La justificación fue que la higiene de las instalaciones era tan mala que casi todos los niños habrían contraído la enfermedad de todos modos/5. Nótese el parecido con la excusa de los médicos nazis de que muchos de los reclusos de los campos de concentración estaban sentenciados a muerte de todas formas.

De todos modos, a pesar de tales clamorosas violaciones, con la promulgación de Código de Núremberg, se tenían algunos principios ampliamente aceptados. Sin embargo, con todas sus virtudes, se tenía la sensación de que el Código de Núremberg necesitaba cambiar, principalmente porque el requisito de un consentimiento informado de adultos competentes era visto por lo general como demasiado estricto. Había también necesidad de afrontar algunas cuestiones especiales surgidas por el diseño de los nuevos ensayos médicos introducidos en la década de 1940. ¿Cómo debían equilibrarse los riesgos y beneficios de los grupos experimentales y de control?

En 1964, la Asociación Médica Mundial (WMA), que consiste en un grupo de sociedades médicas nacionales, incluyendo a la Asociación Médica Americana (AMA), publicó la primera Declaración de Helsinki. Ha tenido siete revisiones desde entonces, las más reciente en 2013 (disponible en: www.wma.net/en/30publications/10policies/b3/). Como el Código de Núremberg, la Declaración de Helsinki no tiene autoridad legal, pero rápidamente se convirtió en el nuevo modelo ético por el que debían ser juzgados los ensayos clínicos, y durante muchos años el NIH y el FDA exigían explícitamente que las investigaciones que supervisaban fueran conformes a sus principios. Desde el principio, la Declaración de Helsinki atenuaba los requisitos absolutos del Código de Núremberg sobre el consentimiento informado para exigir el consentimiento sólo “si fuera posible” y permitiendo la investigación en niños y otras personas incapaces de decidir por sí mismas, si los padres u otros tutores legales lo consentían. Sin embargo, la primera revisión (1975) contenía esta afirmación inequívoca: “la preocupación por los interese del sujeto siempre deben prevalecer sobre los intereses de la ciencia y la sociedad” y también recomendaba la supervisión de comités independientes.

Pero la Declaración de Helsinki se fue a pique con la quinta revisión en 2000 y su desenlace. El problema surgió al inicio del encendido debate sobre los ensayos clínicos patrocinados por el NIH y los Centros de Control y Prevención de Enfermedades (CDC) en los países en desarrollo.

Primero un poco de contexto: en un ensayo clínico típico, se compara un tratamiento nuevo con con uno antiguo. Para dar “prioridad al bienestar de los sujetos humanos”, como exige la Declaración de Helsinki, los investigadores no deben tener razones de antemano para pensar que el nuevo tratamiento es mejor o peor que el antiguo. Debe haber una genuina incertidumbre o indeterminación en torno a eso (es patentemente la razón para hacer en ensayo). De otro modo, serían culpables de dar deliberadamente un tratamiento inferior a algunos de los voluntarios, algo que no deben hacer si el bienestar de los sujetos es prioritario. Este estado de indeterminación o incertidumbre (habitualmente llamado “equipoise”) es un requisito generalmente aceptado para la conducta ética de los ensayos clínicos. Una de sus implicaciones es que los investigadores no den placebos a los sujetos en el grupo control si se sabe que hay un tratamiento efectivo.

En 1994, la investigación mostró que administrando un régimen intensivo de zidovudina (también llamada AZT) se podía evitar que mujeres con VIH embarazadas transmitieran la infección a sus hijos. Ese régimen pronto se usó por todos los EEUU y otros países desarrollados/6. Pero había interés en saber si un régimen menos intensivo (y más barato) de zidovudina podría tener el mismo efecto y hubo también alguna razón para creer que así sería. Así que el NIH y el CDC patrocinaron una serie de ensayos médicos de un régimen menos intensivo, en países en desarrollo, principalmente en el África subsahariana. Pero en vez de compararlo con el régimen intensivo, estos ensayos utilizaron placebos en los grupos de control. Los investigadores podrían haber proporcionado el régimen intensivo a los grupos de control, pero creyeron que se conseguirían resultados más rápidos usando placebos. Sin embargo, sabían que usando placebos en vez de un tratamiento efectivo conocido, aproximadamente uno de seis recién nacidos en los grupos de control desarrollaría el VIH, pudiendo haberse evitado fácilmente. (El índice de transmisión de una mujer no tratada estaba bastante bien establecido). Además, la investigación podría haber sido prohibida en EEUU y en Europa.

Cuando esto fue ampliamente sabido en 1997 como resultado de la publicación en el The New England Journal of Medicine, hubo una intensa controversia, con mucha gente (yo incluida) crítica con los ensayos y otra defendiéndolos fervientemente, incluyendo a los directores del NIH y del CDC/7. Los defensores de la investigación usaban versiones de dos argumentos que ahora nos son familiares. Primero, decían que la investigación salvaría más vidas de las que costaba (argumento utilitarista que se usa en casi todas las investigaciones cuestionables) porque el uso de un control con placebo daría resultados más rápidamente y, segundo, decían que las mujeres en los grupos de control no habrían recibido tratamiento efectivo fuera de los ensayos, porque generalmente no era accesible en aquella parte del mundo, así que no necesitaban entrar en los pormenores del ensayo (una versión del argumento de «están sentenciados de todos modos»).

Continuando con esta controversia, algunos miembros del WMA, sobre todo el AMA, querían que la quinta revisión de la Declaración de Helsinki aprobara el uso de placebos en los ensayos clínicos si el mejor tratamiento del momento no era accesible en general en el país en el que se hacían los ensayos/8. Pero otros sostenían que los investigadores eran responsables de todos los sujetos humanos participantes, tanto de los grupos de control como de los experimentales, incluso si la mejor atención médica no estaba generalmente disponible en el país concreto en el que se hacía la investigación. Para sorpresa de muchos, esta última visión fue la que se impuso y en la revisión del 2000 se afirmaba que no se le podría dar un placebo a nadie, a menos que no hubiera tratamiento conocido, independientemente de dónde se lleve a cabo el experimento.

La revisión también suscitó la cuestión de si los patrocinadores tenían obligaciones permanentes con los sujetos de sus investigaciones en los países en desarrollo, como proporcionarles cualesquiera tratamientos que hubieran demostrado ser efectivos en los ensayos en los que participaron. Pero el debate no se cerró. En vez de eso, dos años después, por presión del AMA, se añadieron notas al pie en las secciones relevantes, modificándolas hasta el punto de que el documento se convirtió en algo carente de lógica interna. El NIH y el FDA no volvieron a referirse a la declaración de Helsinki (en vez de ello, el FDA se refiere a las directrices menos específicas de la Good Clinical Practice de la International Conference on Harmonisation) pero sigue siendo una piedra de toque en muchos otros países, a pesar de sus inconsistencias, y tiene gran importancia histórica/9.

19/11/2015

Marcia Angell fue la primera mujer editora del New England Journal of Medicine . En la actualidad es profesora titular en el Departamento de Salud Global y Medicina Social en la Escuela de Medicina de Harvard en Boston Massachusetts .

Traducción y edición: VIENTO SUR

Notas:

1/ Los resultados de la estreptomicina fueron publicados en el número del 30 de octubre de 1948 del British Medical Journal con el título: “Stretomycin Treatment of Pulmonary Tuberculosis: A Medical Research Council Investigation”. Para un testimonio posterior de primera mano del ensayo y sus implicaciones, cfr.: “The MRC Randomized Trial of Streptoycin and Its Legacy: A View from the Clinical Front Line”, Journal of the Royal Society of Medicine, vol. 99, nº 10 (octubre de 2006).

2/ Teniendo en cuenta los miles de ensayos clínicos llevados a cabo cada año y el número relativamente pequeño de tratamientos que se hacen accesibles, sería imposible que fuera de otra forma. De hecho, de acuerdo con FDAReview.org, sólo el 8% de todos los fármacos que se someten a ensayos clínicos, son aprobados en algún momento por el FDA para la venta.

3/ Cfr.: Nazi Doctors and the Nuremberg Code: Human Rights in Human Experimentation, editado por George J. Annas y Michael A. Grodin (Oxford University Press, 1992). Es una historia y análisis excelentes, que incluye el Código de Núremberg y la Declaración de Helsinki hasta la revisión de 1975.

4/ Descrito por Jonathan D. Moreno en: Undue Risk: Secret State Experiments on Humans (Routledge, 2000).

5/ En 1996, Henry Beecher, profesor de investigación anestésica de la facultad de medicina de Harvard, publicó veintidós ejemplos de investigación humana no ética. El ejemplo número 16 era el estudio de Willowbrook. El artículo de Beecher fue ampliamente difundido y contribuyó al ímpetu que desembocó en el National Research Act. Cfr. Henry K. Beecher: “Ethics and Clinical Research”, The New England Journal of Medicine, col. 274, nº 24 (6 de junio de 1996)

6/ Edward M. Connor, Rhoda S. Sperling, Richard Gelberg, et al.: “Reduction of Maternal-Infant Transmission of Human Immunodeficiency Virus Type 1 with Zidovudine Treatment, The New England Journal of Medicine, col. 331, Nº TK (3 de noviembre de 1994).

7/ Cfr. Peter Lurie y Sidney Wolfe: “Unethical Trials of Interventions to Reduce Perinatal Transmission of the Human Immudeficiency Virus in Developing Countries”, The New England Journal of Medicine, vol. 337, nº 12 (18 de septiembre de 1997). Para las respuestas, cfr. también: Marcial Angell, «The Ethics of Clinical Research in the Third World», The New England Journal of Medicine, vol. 337, nº 12 (18 de septiembre de 1997); y Harold Varmus y David Satcher, “Ethical Complexities of Conducting Research in Developing Countries”, The New England Journal of Medicine, vol. 337, nº 14 (2 de octubre de 1997).

8/ Para una discusión sobre esta controversia, cfr. Jonathan, Charles Weijer and Eric M. Meslin, “Helsinki Discords: FDA, Ethics and International Drug Trials”, The Lancer, vol. 373, nº 9, 657 (2 de octubre de 1997).

9/ Ver sobre todo ello: The Ethics Police? The Struggle to Make Human Research Safe de Robert L. Klitzman. Oxford University Press. 422 págs.

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