Con la Ley de Reducción de la Inflación (Inflation Reduction Act –IRA-), adoptada el 16 de agosto de 2022, el gobierno Biden parece decidido a implementar una política voluntarista de transición energética de la economía estadounidense. Varios meses antes, bajo el mismo gobierno, se aprobó un presupuesto de defensa de una magnitud excepcional. En este artículo examinamos los vínculos aparentemente contradictorios entre estos dos proyectos y sus enormes dotaciones presupuestarias. Hallaremos una ilustración suplementaria de la manera en que las lógicas desastrosas del hipermilitarismo se inventan una segunda vida en nombre de la lucha contra el calentamiento climático.

Tras el retorno de EE UU al acuerdo de París, gesto prácticamente inaugural de la presidencia de Joe Biden, la ruptura con el negacionismo oscurantista del mandato de Trump es indiscutible. Dos decretos presidenciales (Executive Order – EO-) confirmarían inmediatamente la nueva orientación: los EO 13990 y 14008, del 20 y del 27 de enero de 2021, respectivamente. El EO 13990, en particular, anuncia la “recuperación” de la labor científica para guiar la lucha contra la crisis climática. Además, el mismo decreto revoca una larga serie de EO adoptados por Trump y restablece la vigencia de los de Obama que Trump había revocado y que preveían, en particular, la protección de las zonas marítimas de la región ártica/1.

La Ley de Reducción de la Inflación, proteccionismo y transición energética

Sin embargo, es sobre todo con la IRA, adoptada el 16 de agosto de 2022, prolongación de los decretos iniciales, que el gobierno confirmó un compromiso de alcance sin precedentes en la lucha contra el cambio climático, por la transición energética y una descarbonización acelerada de la economía estadounidense.

La IRA establece cuatro objetivos principales: la reducción de los costes de la sanidad, la reducción de los déficit, la lucha contra la inflación y la reducción de los precios de la energía, así como la transición energética al servicio de la lucha contra el cambio climático. Para ello, la nueva ley prevé recaudar cerca de 737.000 millones de dólares a lo largo de diez años, partiendo de una inversión inicial de 437.000 millones. La realización de este objetivo pasa especialmente por un nuevo tributo del 15 % sobre las empresas cuyos beneficios anuales superan los mil millones de dólares y que, en muchos casos, no pagan ningún impuesto. La recaudación fiscal prevista es de 222.000 millones durante el mismo periodo/2. La reducción prevista del déficit federal asciende por tanto a 300.000 millones de dólares.

Una parte muy elevada de esta inversión –unos 370.000 millones de dólares (de un total de 437.000 millones)– se consagra a la lucha contra el cambio climático: rebajas fiscales selectivas, financiación para las energías renovables, vehículos eléctricos, renovación energética de las viviendas y medidas para incitar a las empresas a reducir sus emisiones de metano. Esta enorme dotación presupuestaria comporta, entre otras cosas, una financiación de 4.000 millones de dólares suplementarios destinados a la adopción de medidas para reparar los efectos de los episodios de sequía en el oeste de EE UU.

Una observación antes de seguir: la Unión Europea (UE), en particular por boca del presidente francés, Emmanuel  Macron, durante los tres días que estuvo de visita en EE UU, se mostró contrariada ante el carácter considerado netamente proteccionista de la IRA. Para Macron, la IRA no se ajusta a las normas de la Organización Mundial del Comercio (OMC), ni a las de la “amistad”. Nada que decir sobre la naturaleza supuestamente amistosa de la OMC, pero el lloriqueo europeo dice mucho del dogmatismo neoliberal totalmente decrépito de los y las dirigentes de la UE y, me atrevo a decir, de la ingenuidad de su decepción ante la falta de consideración por parte de la potencia norteamericana con sus decisiones estratégicas. Supongo que la UE, con el portaaviones Charles de Gaulle a la cabeza, se apresta tal vez en secreto a enviar una flota a patrullar junto a las costas estadounidenses a fin de exigir el respeto de las reglas y normas internacionales frente al golpe de mano de su amigo.

Sea como fuere, el caso es que esta política estadounidense se proyectó hasta la cumbre de la COP 27 en Sharm el Sheij el pasado mes de noviembre. Biden anunció allí lo que cabe considerar la continuación de esta misma estrategia, esta vez a escala de la política exterior de EE UU.

Sin poder dar cuenta aquí del conjunto de estos anuncios, el espíritu general de la mencionada estrategia está claro: siempre en nombre de la causa de la energía limpia del futuro, se trata de “contribuir al desarrollo de nuevos instrumentos y mecanismos financieros capaces de poner la inversión privada al servicio de la adaptación”, de “apoyar las exportaciones estadounidenses de tecnologías respetuosas con el clima” y de “conectar la industria estadounidense con los principales proyectos de infraestructuras de transporte de las economías emergentes”.

En otras palabras, hay que aprovechar la ocasión para constituir un vasto espacio de despliegue de las finanzas y del sector industrial privado de EE UU especialmente en todo el continente africano, donde por casualidad ya llevan expandiéndose, durante los últimos quince años, la diplomacia, el comercio, la industria y los grandes proyectos de infraestructura chinos.

Potencia militar, imperialismo y norma fosilista

El poder estadounidense parece por tanto presentar una trayectoria coherente en cuanto a sus orientaciones en materia de política climática, desde el retorno al acuerdo de París y los EO de comienzos de 2021 hasta la COP27, pasando por la IRA: relanzamiento de la industria y del empleo en el propio EE UU, en concertación con las organizaciones sindicales; proyecto de redinamización económica de las regiones más pobres, que pretende asimismo responder a las discriminaciones  raciales sistémicas; protección y promoción voluntaristas de los intereses nacionales tanto en el interior como a escala global.

Sin embargo, las cosas se complican un poco cuando se examina la otra gran dotación presupuestaria decidida a finales del año 2021, con el apoyo de una amplia mayoría de las dos cámaras: para el año 2022, el presupuesto militar estadounidense debía alcanzar la suma de 778.000 millones de dólares, más de lo que había reclamado, por cierto, el gobierno Biden. Y un año después, el 8 de diciembre de 2022, la cámara de representantes ha apoyado el proyecto de un incremento suplementario para el año 2023 con miras a alcanzar una dotación presupuestaria de 858.000 millones de dólares (45.000 millones más de lo que propuso el propio Biden).

La cuestión que se plantea entonces de inmediato es saber cómo resolver la contradicción entre las grandes preocupaciones climáticas de gobierno estadounidense (inquieto sin duda por la sucesión cada vez más rápida de acontecimientos climáticos extremos) y la promoción cada vez más ferviente de un gigantismo militar que, a su vez, supone la negación más categórica de todo proyecto de lucha contra la alteración climática y la destrucción medioambiental.

En efecto, de entrada tenemos lo que dicen las meras constataciones empíricas: los grandes conflictos armados inducen colapsos generalizados de tipo social, moral, psíquico y ambiental, y eso durante largos periodos. Pensemos en las secuelas sostenidas de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, o en las 388.000 toneladas de napalm vertidos en las selvas vietnamitas, o en las grandes epidemias de cáncer causadas par el uso de obuses de uranio empobrecido en las dos guerras del Golfo o en los Balcanes/3.

Podemos pensar asimismo en las tácticas de sabotaje y bombardeo de instalaciones petroleras utilizadas por todos los beligerantes en Kuwait (1991), Irak (1991, 2003) o en Siria (2015), y que provocaron incendios que generaron emisiones masivas de CO2. Por ejemplo, se ha calculado que en los meses de abril a mayo de 1991, en Kuwait ardieron el equivalente a unos tres millones de barriles de petróleo todos los días a raíz de los incendios de las infraestructuras petroleras del país/4.

El ejército de EE UU, el mayor contaminador institucional del mundo

Puede que sea menos evidente el hecho de que el mero mantenimiento de la inmensa logística de defensa estadounidense, que tanto depende del recurso petrolero, convierte al ejército de EE UU en el primer contaminador institucional del mundo. Como señalan algunos informes, el complejo militar de este país emite por sí solo más gases de efecto invernadero que numerosas economías avanzadas, como Dinamarca, Suecia o Portugal. Neta Crawford ha documentado para el centro de investigación Costs of War, de la Universidad Brown, que el departamento de Defensa es el mayor consumidor de energía de EE UU y el primer consumidor institucional de petróleo del mundo.

“Desde 2001, el departamento de Defensa [Department of Defense –DOD-] ha representado regularmente entre el 77 y el 80 % del consumo energético total del gobierno estadounidense”; “Las instalaciones asociadas a las operaciones y las infraestructuras de despliegue de la potencia estadounidense abarcan más de 560.000 ubicaciones, con 275.000 edificios repartidos en 800 bases que ocupan el equivalente a 11 millones de hectáreas de terreno en EE UU y en todo el mundo.” Ahora bien, el consumo global de petróleo por parte de la potencia militar estadounidense no es fácil de calcular, en la medida en que en el marco de los acuerdos de Kyoto de diciembre de 1997, EE UU dejó sentado que el carburante utilizado para el transporte militar en operaciones multilaterales no se contabilizará en las emisiones estadounidenses.

Más allá de la cuestión del consumo colosal de petróleo, inducido sobre todo por la aviación de guerra estadounidense (aunque también por el conjunto de la logística de transporte terrestre y marítimo), hay que mencionar la multiplicidad y la intensidad de las contaminaciones químicas de los suelos, del aire y de las capas freáticas invariablemente asociadas a la presencia de las bases militares: escapes, quema de residuos y de materiales sumamente tóxicos…

En su gran libro dedicado a la historia de las bases estadounidenses en todo el mundo, el investigador David Vine menciona, entre numerosos ejemplos, que “un portavoz del ejército reconoció que en las aguas litorales de once Estados [de EE UU], ‘el ejército había hundido secretamente en el mar 3.000 toneladas de gas mostaza y gases de combate, además de 400.000 bombas que contenían sustancias químicas, minas terrestres y misiles, y más de 500 toneladas de residuos radiactivos, lanzándolas por la borda o escapadas de las bodegas de buques embarrancados.’ En 2000, el ejército calculó que tan solo en sus bases sitas en territorio nacional había 28.538 vertederos de residuos tóxicos, a los que se añadían cerca de once millones de hectáreas de terreno contaminado. Los costes de limpieza ascienden a cerca de 50.000 millones de dólares/5.”

Lo que es cierto para EE UU, lo es todavía más para los países que acogen bases en su territorio. Japón/6 o Corea del Sur, por no citar más que estos dos grandes ejemplos, tienen una larga y dolorosa experiencia con las presencia protectora del ejército estadounidense, entre accidentes militares, contaminaciones (y también con la prostitución y escándalos de violación de menores) y litigios en materia de descontaminación.

El argumento climático al servicio del orden militar imperial

Estas descripciones merecerían un examen mucho más detenido. Hemos de atenernos a la siguiente constatación principal: ninguno de los documentos estratégicos mencionados aquí y que pretenden responder a la crisis climática ni ninguno de los anuncios del gobierno en el plano de la política interior o de la política exterior estadounidense contiene la menor referencia al papel que desempeña la institución militar de EE UU como causante importante de la alteración climática.

Todos, en cambio, declaran la crisis climática un problema de seguridad nacional, de articulación de las cuestiones de defensa, de relanzamiento industrial y de las cadenas de suministro. Desde hace tiempo, los responsables de la defensa han abordado la cuestión de la crisis climática con toda la lucidez y seriedad requeridas. Ya en 1990, recuerda N. Crawford, un documento redactado por la Academia Militar de la Marina (Naval War College) mostraba preocupación por las “implicacionrs del cambio climático global para la marina estadounidense” y las amenazas para “las operaciones, las instalaciones y los sistemas de la Navy en los próximos decenios/7.

El documento publicado recientemente por el departamento de Defensa, “Climate Adaptation Plan. 1 september 202114” es particularmente instructivo para lo que nos interesa aquí: para el DOD, la situación ya es alarmante. Los fenómenos climáticos extremos, la fusión de los permafrost y la subida del nivel del mar generan enormes sobrecostes, debilitan las capacidades militares de EE UU, degradan las infraestructuras, desestabilizan la cadenas de suministro y ponen en peligro las alianzas y el prestigio del ejército.

Pero para el DOD, en 2021, el problema absolutamente prioritario es el de los efectos del cambio climático en el aparato militar estadounidense y no a la inversa, a saber: el de los efectos del aparato militar estadounidense –el principal contaminador institucional del mundo– en el cambio climático. Se trata por tanto, ante todo, de “asegurar que el DOD llegue a operar en condiciones climáticas cambiantes y a preservar su capacidad operativa”.

Así, como escribe N. Crawford en la conclusión de su análisis, “el Pentágono no reconoce que su propio consumo de carburante contribuye de modo importante a las emisiones globales de gases de efecto invernadero, del mismo modo que el DOD no reconoce que la reducción del uso de carburante que hace el Pentágono, o del consumo estadounidense de petróleo en su conjunto, ofrece posibilidades importantes de reducción de los riesgos de vulnerabilidad operativa inducidas por el clima y los riesgos para la seguridad nacional.”

La crisis climática parece invocar el consenso casi universal, si bien alberga enfoques y prioridades irreconciliables. Muchas cosas hacen pensar que nos hallamos en un mundo al revés, donde los efectos de la crisis climática en la actividad militar preocupan más que los efectos de la actividad militar en el clima, y la logística de defensa sufre la subida del nivel del mar en un mundo vacío de toda causalidad. En esta perspectiva, el imperialismo militarista, con la lucidez que le caracteriza, no ve en el desorden global que él contribuye a provocar más que un obstáculo que se interpone en el camino a su propia superación, un obstáculo, por tanto, que considera necesario eliminar.

Con la IRA y su programa de transición energética, Biden formula así una respuesta a los problemas, temores y demandas que emanan del DOD: frente a los riesgos de desestabilización o de rotura de las cadenas de suministro, urge volver a centrar dichas cadenas en América y asegurarse un dominio completo y duradero gracias al made in America. En su Climate Adaptation Plan, el propio DOD no exige, por cierto, nada distinto: urgente “desarrollar plan calificado de prioritario con vistas a proteger o ‘consolidar’ el paso a unas cadenas de suministro de importancia crucial, de factura estadounidense”, o made in America. Todo indica que ahí se encuentra la base sobre la cual se puede establecer una política de relanzamiento del empleo industrial y de ese made in America del que tanto se han lamentado los y las dirigentes de la UE, a finales de noviembre.

Si la fuga adelante militarista de EE UU se caracteriza por un gigantismo sin parangón, no es la única, y todas nos muestran qué valor podemos otorgar al consenso y la toma de conciencia de la gente poderosa en materia de crisis climática.

26/12/2022

l’Anticapitaliste

Traducción: viento sur

/1 EO 13990, 20/01/2021, “Protecting public health and the environment and restoring science to tackle the climate crisis”, artículo 4(b), p. 7. Para las revocaciones, véase pp. 7, 10, 12 y 13.

/2 La web de la Casa Blanca defiende la nueva ley alegando los ahorros y ventajas que obtendrá mucha gente, cuestionando los grandes intereses privados, en particular de la industria farmacéutica, y denunciando explícitamente la evasión fiscal de las rentas muy elevadas y de las grandes empresas: https://www.whitehouse.g

/3 Véase https://hir.harvard.edu/

/4 Neta C. Crawford, “Pentagon Fuel Use, Climate Change, and the Costs of War”, Costs of War, Watson Institute, Brown University, 13/11/2019, https://watson.brown.edu

/5 David Vine, Base Nation: How US Military Bases Abroad Harm America and the World, Metropolitan Books, 2015, p.138.

/6 Véase https://thediplomat.com/ “US Military Bases Are Poisoning Okinawa: The U.S. military has contaminated the drinking water for almost half-a-million Japanese – but Japanese authorities can’t do anything about it.” [Las bases militares estadounidenses envenenan Okinawa. El ejército de EE UU ha contaminado el agua potable de cerca de medio millón de japoneses, pero las autoridades japonesas no pueden hacer nada.]

  • /7 Crawford, op. cit., p. 27

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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