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Tras unos días de frenético debate a raíz de la reforma planteada por el PSOE a la Ley de Garantía Integral de Libertad Sexual, cuesta entender, o más bien aceptar, que el foco de preocupación sobre la violencia sexual y las políticas públicas que se tendrían que aplicar haya pasado al Código Penal y al aumento de las penas a los agresores en vez de ser las mujeres y sus derechos.

Como se ha comprobado, la discusión centrada en las penas nos deja fuera, como si la violencia sexual fuera un acto no encarnado en el cuerpo de una mujer, como si la revuelta feminista activada por la violación múltiple de “la manada” no hubiera puesto en cuestión de forma radical la forma de entender las violencias sexuales y puesto en tela de juicio cómo se juzgan.

La propuesta de contrarreforma del PSOE supone una marcha atrás, un regreso a los tipos penales y a las penas anteriores a la ley del ‘solo sí es sí’. Le pongan el nombre que le pongan, reintroducir la distinción entre agresiones sexuales cometidas con o sin violencia e intimidación es volver al modelo anterior, al que distinguía entre abuso y violación. De esta manera se anula el eje central de la nueva norma: la falta de consentimiento como base que permita su consideración como agresión sexual (con “heridita” o sin ella, por citar a la ministra de Justicia).

Nuevamente se pone el foco en la víctima, en la resistencia que opuso, en si fue suficiente o no, en demostrar que no consintió en su comportamiento. Ese es el proceso que ha revictimizado a las mujeres en muchos procesos judiciales, mientras que en 2021, de los 3.881 delitos contra la libertad e indemnidad sexual solo en el 12,6% se apreció la existencia de violencia e intimidación, según datos del INE.

Como señala el manifiesto suscrito por más de 200 grupos feministas y colectivos sociales, “el consentimiento es una expresión afirmativa, consciente, voluntaria y reversible y su inexistencia implica delito de agresión sexual”.

Se habla de consentimiento en el plano jurídico como herramienta de las víctimas para poder probar una agresión sexual, es decir, una relación donde se ejerce poder patriarcal. Esto ni por asomo agota el debate social que plantea el feminismo sobre cómo se construye el consentimiento, no solo en las relaciones sexuales, sino en las relaciones personales en general; sobre cómo y qué relaciones construimos y en qué medida están atravesadas por las desigualdades de sexo, de clase, de raza. Este debate es central en la propuesta feminista de transformación profundo de la sociedad y por eso está presente en muchas de sus propuestas, por ejemplo, en materia de educación sexual.

El desencadenante de la desastrosa polémica sobre la nueva ley, que tan poco beneficia a las mujeres, es la alarma producida por el goteo de informaciones sobre la revisión de condenas, algunas rebajas de penas y algunas excarcelaciones de agresores. Estas se han producido por la desaparición de la distinción entre abuso y agresión y su unificación en un único tipo penal –donde la existencia de violencia opera únicamente como agravante–, lo que ha ampliado la horquilla de penas, pero ha requerido de penas mínimas más bajas para que tengan así cabida los comportamientos más leves. No entro en ello al detalle porque no soy jurista y hay artículos muy esclarecedores de estupendas magistradas y magistrados que se pueden leer para profundizar en la cuestión.

Aunque se desconozca la cifra exacta de las revisiones de condenas, pero se sepa que son pocas, su tratamiento mediático ha producido un efecto tremendo en el imaginario colectivo, porque conecta con el plano de las emociones, de la rabia, los miedos y la inseguridad. Lo mismo que sucede en el caso de la ocupación de viviendas, de las personas migrantes o de las personas trans que tan bien instrumentalizan algunos y algunas. Este pánico generado provoca que se llegue a aceptar como normal que un homicidio esté penado igual que una violación. Y con esta alarma social se produce el pistoletazo de salida en la carrera del populismo punitivo neoliberal por la subida de penas. Explicar que era posible la revisión de condenas sin que esto suponga mayor desprotección para las mujeres, y que una ley no garantiza más derechos porque haya penas más altas (sobre todo en un país que ya tiene las más altas de Europa), no hubiera sido fácil, pero sí necesario.

Y es ahí, en la pugna por la representación de la violencia, donde la derecha y la reacción patriarcal ganan por goleada, ya que logran controlar el marco del debate político. Explica la satisfacción del PP y Vox, cuya ideología y políticas sobre la libertad y derechos de las mujeres es de sobra conocida (no hay más que mirar lo que sucede en Andalucía, Castilla y León y Madrid). Estos partidos se muestran prestos a situar el Código Penal como marco de la resolución de conflictos –como la violencia sexual–, que en vez de encararlos de forma estructural como plantea el feminismo, los individualiza. De esta manera, tienen vía libre para aparecer como defensores de las mujeres frente a los agresores mediante el endurecimiento del Estado penal.

Lo preocupante es que el cambio que propone el PSOE entra de lleno en este marco punitivo cuando, y vuelvo a referirme a lo dicho estos días por “expertas y expertos”, el agravamiento de penas ni resuelve el problema, ni evita las revisiones, ni reduce la violencia sexual.

El movimiento feminista autónomo en el Estado español tiene una tradición antipunitivista. De la mano de la criminología crítica ha defendido el principio del derecho penal mínimo y abogado por una justicia garantista desde el convencimiento de que el Código Penal y el sistema de penas y cárcel no es el marco para resolver los conflictos sociales. Por eso, la exigencia de justicia y de acabar con la impunidad va acompañada de señalar las limitaciones y problemas que plantea la lógica del populismo punitivo, la crítica al sistema penal, la falta de eficacia persuasiva del Código Penal y “el continuum de dispositivos sociales y legales de control”, como señala la abogada Laia Serra. “El antipunitivismo como alternativa práctica estaba y está en construcción, y alerta sobre la necesidad de complejizar y revisar las consecuencias individuales y sociales de las estrategias de respuesta frente a las violencias”.

El marco punitivista daña a las mujeres doblemente, porque deposita la confianza de su seguridad en el Código Penal y desencadena los efectos del discurso del pánico sexual. El miedo y la inseguridad que produce pensar que los violadores salen de la cárcel refuerzan las narrativas del peligro sexual y dan coherencia a las políticas de mayor control social y sexual, de restricción de movimientos y autonomía de las mujeres. Es el mismo efecto que se produjo el pasado verano a raíz de los pinchazos en las discotecas, o lo que sucedió en el caso de la desaparición forzada, violación, tortura y asesinato de Antonia Gómez, Desireé Hernández y Míriam Garcia (las jóvenes de Alcásser), explicado en Microfísica sexista del poder. El caso Alcásser y la construcción del terror sexual. Nerea Barjola, la autora, documenta la complicidad de los medios de comunicación en un relato  tenía un mensaje correctivo del comportamiento de las mujeres, señalando los límites que estas no debían traspasar, y de resultados paralizantes.

No pienso que esto vaya a suceder porque el feminismo tiene ahora una enorme potencia, pero son riesgos que se deben considerar, porque estos mensajes penetran con enorme facilidad en el imaginario colectivo, azuzados por una ultraderecha que los convierte en una de sus batallas culturales.

Acabo este artículo por donde en realidad debería haber empezado y, no siendo ajena a la bronca que hay liada, me pregunto si es posible (espero que lo sea) recuperar un debate que sitúe a las mujeres que sufren violencia sexual en el centro y permita hablar del sentido y las implicaciones de los avances que supone la ley del ‘solo sí es sí’ para su atención, derechos, seguridad y acompañamiento y de cómo y cuándo se van a implementar. Porque de esto se trataba.

El número de mujeres que sufren violencia sexual y denuncia es muy reducido (las estimaciones hablan de un 17%) y esto sucede por muy diversos motivos, entre otros por la desconfianza en un sistema judicial que se lo ha ganado a pulso. Así, en la ley se plantean medidas para atender a las distintas situaciones a las que se enfrentan las mujeres. Por eso se reconoce que para acceder a los recursos especializados que se tienen que crear, a esos centros de emergencia y acompañamiento abiertos 24 horas y a la atención integral especializada para todas las mujeres y niñas y niños, no es necesaria la denuncia previa. La condición de víctima se puede acreditar mediante un informe de los servicios sociales o de los servicios especializados, igual que no será necesaria la denuncia previa para que el forense pueda actuar y garantizar la custodia de las pruebas.

Se recogen medidas para modificar el procedimiento judicial, evitar la revictimización de las mujeres y acabar con los obstáculos en el acceso de las mujeres a la justicia, garantizando también la asistencia jurídica gratuita en los procesos. Y muchas otras medidas en materia de prevención, de reparación y de responsabilidad del Estado.

Pero la ley ha dejado también espacios de impunidad importantes al no garantizar los derechos de las mujeres migrantes en situación administrativa irregular. Mientras no se modifique la ley de extranjería las mujeres que denuncien, si no consiguen una condena de sus agresores, se arriesgan a ser expulsadas, además de quedar impune la agresión.

Aún así, la ley, por buenas herramientas que proponga, no garantiza acabar con la violencia sexual. Ninguna ley podría hacerlo. Eso lo señala con claridad el feminismo autónomo que apunta el carácter estructural de la violencia en un sistema patriarcal y propone un abordaje en toda su complejidad. Porque su solución requiere también modificar las ideas que justifican las agresiones y exime de culpabilidad a los agresores. ¿Cómo abordar el hecho de que muchas mujeres sufren estas agresiones sexuales en entornos familiares y de amistades?, algo que ha señalado Nuria Alabao en varias ocasiones. ¿O cómo garantizar que la violencia sexual no es un componente más de las formas de explotación cuando las trabajadoras carecen de derechos laborales como puede suceder con las trabajadoras de hogar internas, las jornaleras de la fresa, las trabajadoras sexuales, o todas las que están en condiciones de máxima precariedad?

La historia –y nuestra experiencia más reciente– muestra que la movilización de las mujeres y la potencia del feminismo interseccional es la mejor forma de enfrentar estas tendencias que pueden marcar más duramente la vida de todes y todas. (Sirva a modo de llamada para salir a las calles con las comisiones feministas del 8M).

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