“Por cierto, un avión se estrelló contra el World Trade Center.”
Esa información fue la primera que George W. Bush recibió sobre los atentados a las nueve de la mañana del 11 de septiembre de 2001 de boca de su jefe de personal, Andrew Card.
El presidente estadounidense se encontraba rodeado de pequeños escolares, en una visita a la Emma E. Booker Elementary School, Florida.
A las 09.04 Andrew Card volvió a pegar su boca a la oreja derecha del presidente para decirle: “Se ha estrellado otro avión contra la segunda torre. Norteamérica está siendo atacada”.
A partir de ese momento todo cambió. El mundo entero ignoraba aún que los terribles atentados terroristas de Al Qaeda que estaban teniendo lugar en aquellos minutos en Estados Unidos afectarían de tal manera a la seguridad, la libertad y los derechos humanos de tantísimos millones de personas a lo largo y ancho del planeta.

Pocos podían prever entonces que la venganza por las 3.000 víctimas del 11-S provocarían a su vez la muerte de cientos de miles de civiles en guerras en países lejanos, guerras que perduran con toda virulencia una década después. En ellas han muerto también 6.215 soldados estadounidenses; 2.300 mercenarios que trabajaban para compañías privadas contratadas por el Pentágono; 1.192 militares de países aliados de Estados Unidos y 18.678 miembros de las fuerzas de seguridad afganas e iraquíes que trabajan con las tropas estadounidenses.
Un hombre tenía en su mano la posibilidad de iniciar ese drástico y letal cambio, y lo hizo. Y aún hoy día, en sus Memorias, lo reivindica. Y ese hombre, George W. Bush, sigue libre, y será enterrado en su momento con todos los honores.

“Estados Unidos ha sido blanco de un ataque porque es el faro más brillante de la Libertad y el Progreso en el mundo. Y nadie hará que esa luz se apague”, dijo Bush en su primer discurso, grabado en la base militar más cercana a donde se encontraba, la Barksdale Air Force Base, en Lousiana, a donde fue trasladado por medidas de seguridad urgentemente.
Un día después endurecería su discurso: “Estados Unidos utilizará todos los recursos a su alcance para vencer al enemigo. Reuniremos a las fuerzas del mundo. (…) Esta lucha del Bien contra el Mal será monumental pero prevalecerá el Bien”.
Bush se transforma. Si el 10 de septiembre el índice de popularidad del presidente se situaba en el 51%, dos días después ya había ascendido al 91%.
Su país vivía una tragedia, pero el presidente número 43 había encontrado su tabla de salvación. Su supuesta dislexia, los gazapos que cometía continuamente, lo habían hecho objeto de todo tipo de burlas en Estados Unidos durante sus primeros ocho meses de mandato y ya se habían editado varios libros con lo que se dio en llamar las bushimanias.
El 11-S acabó con todo eso. Bush sacó del armario su uniforme de emperador y anunció su cruzada.
Horas después de los atentados conseguía que la ONU aprobara una irregularísima jurídicamente Resolución 1.368, por la que se reconocía el derecho de Estados Unidos a su “legítima defensa individual o colectiva”.
Bajo la presión de la gesta patriótica encabezada por el presidente, el Partido Demócrata decidió olvidarse de las duras batallas que venía manteniendo con él y comenzó a votar una tras otra todas las leyes que a partir de ese momento permitieron al gobierno tener luz verde ilimitada para todas sus aventuras represivas y belicistas.
Así se aceptó declarar la guerra a Afganistán, a Irak y convertir la prisión de la base naval de Guantánamo en un campo de concentración de cientos de sospechosos de ser talibán o miembros de Al Qaeda, trasladados desde los frentes de guerra o que habían sido secuestrados por la CIA en algún lugar del mundo.
Bush implantó un paquete de medidas antiterroristas, la Patriot Act, convertida en ley con los años. Aún vigente, permite a los servicios de Inteligencia espiar sin autorización judicial hasta los aspectos más íntimos de cualquier ciudadano.
Diez años después y bajo Administración demócrata, los recortes en los derechos civiles siguen en pie. No sólo el soldado Bradley Branning, acusado de filtrar documentos secretos a Wikileaks, sufrió un aislamiento total de meses en la prisión, a la espera de juicio, sino que sigue sucediendo con muchas otras personas.
El hecho de que los 19 “terroristas” kamikaze tuvieran residencia legal en Estados Unidos, sirvió de excusa para deportar a miles de inmigrantes a sus países de origen, aún cuando su vida corriera peligro. Todo inmigrante se convirtió en sospechoso, máxime si era musulmán y aunque estuviera casado desde hace años con un o una estadounidense. Esa práctica sigue teniendo lugar hoy día, con el gobierno del demócrata Barack Obama. Según una encuesta del Pew Research Center de fines de Agosto pasado, el 43% de los musulmanes que viven en Estados Unidos denuncian la hostilidad de las autoridades y de buena parte de la población hacia ellos.
Complicidad de Europa. Los aliados de Estados Unidos que aceptaron participar en sus guerras no pusieron objeción a que el Pentágono trasladara prisioneros a Guantánamo, negándoles sus más elementales derechos y sometiéndoles a todo tipo de torturas y vejaciones durante años.
Los servicios de Inteligencia occidentales y de muchos otros países pasaron por su parte a colaborar activamente con los agentes de la CIA en los secuestros y traslados de prisioneros a cárceles militares y centros clandestinos, para ser torturados impunemente lejos de todo tribunal. Investigaciones del Consejo de Europa y del Parlamento Europeo realizadas años después, confirmaron con todo tipo de pruebas, que la flota de aviones camuflados de la CIA hizo más de 1.000 escalas consentidas en aeropuertos europeos entre octubre de 2001 y fines de 2006.
La poderosa Unión Estadounidense por las Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés), concluyó en un reciente informe que Barack Obama mantiene las mismas directivas que Bush en la “guerra contra el terror”, “lo que coloca a Estados Unidos en riesgo de consagrar un permanente estado de emergencia en el que los principales valores han de subordinarse a las siempre crecientes demandas de seguridad nacional”.
Pese a su imagen mediática, Obama demostró también la continuidad de los “métodos” de su predecesor cuando ordenó matar en Pakistán a sangre fría a Bin Laden, desarmado, en vez de capturarlo y juzgarlo.
Las restricciones a las libertades, agresiones y crímenes cometidos durante esta década por Estados Unidos y buena parte de sus aliados han deteriorado profundamente los valores democráticos y profundizado el foso entre Occidente y el mundo musulmán. Un alimento sin duda para las posiciones más extremistas en los dos lados.
Una década después del 11-S, el mundo es aún más injusto y más peligroso.
11/09/2011
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