El 23 de marzo de 1883, unos vaqueros del Saliente de Texas estaban reuniendo y preparando “una manada de reses listas para salir al mercado”. A mediodía, su capataz fue a ver al administrador del rancho y reclamó que pagara a los vaqueros por sus horas de trabajo y no a tanto alzado a final de año. “Si no se aceptaba la petición”, recordaba el administrador, “abandonarían el trabajo de inmediato”. Pensando tal vez que carecía de la autoridad necesaria para satisfacer sus demandas, el administrador se negó en redondo, para contemplar entonces cómo los trabajadores contratados “volvieron sus caballos, lanzaron el grito de los cowboys, agitaron sus sombreros en el aire y se fueron derechitos a las dependencias del rancho”.

Esa tarde, los huelguistas descargaron sus revólveres y, según el administrador, profirieron toda clase de amenazas. Los actos intimidatorios continuaron a la mañana siguiente, cuando los vaqueros volvieron para recoger sus enseres personales y se quedaron por allí celebrando “una especie de asamblea”. Durante casi dos semanas, 328 vaqueros –el equivalente a casi tres cuartas partes de la población del condado con derecho a voto– dejaron de trabajar en siete grandes ranchos.

La “gran huelga de vaqueros” de 1883 inspiró acciones similares en todo el oeste y enfureció a los patronos. Pero su significado perduró también más allá del siglo XIX. Hoy en día, la huelga sirve de contrapunto a la noción de que el oeste de EE UU fue una vasta extensión que empresarios y emprendedores supieron aprovechar gracias a su tesón, sin conflictos sociales ni intervención estatal. El capital ganadero creó un régimen laboral que dependía de la cooperación, luego lo envolvió en una ideología individualista que ensalzaba el enriquecimiento sin trabas y despreciaba las consecuencias sociales. Lejos de demostrar que el afán de lucro constituye el mejor mecanismo para crear un mundo vivible, la evolución del oeste de EE UU pone en tela de juicio algunos de los principios básicos del dogma del mercado libre.

Cómo se hizo el Oeste

Al comienzo había algo. Los colonos solo tenían que quitarlo de en medio. Aunque hablaban de “la voluntad divina”, del destino manifiesto o de darwinismo social, a medida que avanzaban hacia poniente, su expansión vertiginosa reprocesó el espacio a través de la aplicación de fuerzas del mercado, respaldadas por el poder del Estado. Lo primero era expulsar a los pocos pueblos indígenas que quedaban. Antes de la llegada de Colón y de las devastadoras epidemias que acompañaron a la colonización europea, la población india de América sumaba entre uno y 18 millones. En 1860, el censo de EE UU, probablemente basado en una subestimación, la cifró en 340 000. (Treinta años más tarde, un recuento probablemente más preciso redujo la cifra a 248 000.)

En los años de la guerra civil se vio a algunas tribus que, aprovechando la escasa presencia militar, realizaron asaltos en la carretera de Santa Fe, pero una vez terminada la guerra, las operaciones militares de los colonos comenzaron en serio. El objetivo era confinar por la fuerza a poblaciones enteras en reservas. En el verano de 1868, el ejército de EE UU atacó a los cheyenes del sur y sus aliados arapahos, kiowas, comanches, cheyenes del norte, brulés y oglala lakotas y los pawnees. En noviembre de aquel año, George Custer y casi 600 soldados atacaron en campamento de Tetera Negra, junto al río Washita. (De los 250 cheyenes y arapahos que había allí, solo la mitad eran probablemente guerreros.)

Al mismo tiempo, el vapor impulsaba los avances del desarrollo. Durante el periodo de expansión, el gobierno hizo construir un ferrocarril transcontinental para trasladar las nuevas riquezas minerales y agrícolas del oeste a las ciudades cada vez más grandes del este. En julio de 1866, el Congreso votó a favor de subvencionar la construcción de una vía férrea hasta el Pacífico con amplias concesiones de tierras. La línea debía partir de Springfield, Misuri, y cruzar territorio indio. Las vías férreas, supuestamente fruto del esfuerzo privado, se basaban directamente en las ayudas estatales, como toda industria importante desarrollada en EE UU. En 1883, el gobierno federal y los Estados habían concedido a las compañías ferroviarias tierras que juntas sumaban la superficie del Estado de Texas.

Los tribunales también les concedieron pronto el estatuto de empresas, blindándolas de impuestos y regulaciones indeseadas. Cualquier lugar que tocara esta política de subvenciones impulsada por el vapor, se transformaba. El bisonte americano fue tal vez la víctima más visible: quienes migraban hacia el oeste desencadenaron una guerra de exterminio contra el que más tarde sería proclamado el “mamífero nacional”. Según cálculos estimados, de los 60 millones de búfalos que pastaban en los prados antes de 1800 no quedaban apenas seis millones en 1870. Y serían menos de 550 en 1890. Pese a que estos grandes animales podían proveer una gran cantidad de alimento, fue la demanda de pieles la que impulsó la matanza. A finales de la década de 1860, grupos de hombres armados instalaron campamentos para procesar las presas y juntar las pieles, que podían llegar a pesar hasta 45 kilos cada una. Para retirar la piel de los cadáveres se requería cierta habilidad y práctica, y se necesitaban de tres a diez presas para obtener una única piel comercializable.

Capital ganadero

La eliminación del búfalo generó escasez de carne, y a su vez provocó la superabundancia de ganado vacuno. En 1866, en Texas se vendían las reses por unos cuatro dólares por cabeza, unas diez veces más barata que en el norte y el este. Ese año, el primer traslado de ganado llevó manadas de Texas hasta Baxter Springs, en Kansas, utilizando el viejo camino de Shawnee, que cruzaba territorio indio. Los grandes traslados de ganado hacia el norte, hasta las cabezas de línea férrea de Kansas, se convirtieron en una odisea anual. Conducían hasta la ciudad más cercana con estación de ferrocarril, que fue variando a medida que el tren fue llegando a Abilene, Ellsworth o cualquier otro lugar en que los empresarios pudieran estabular el ganado.

En 1876, la más famosa de estas ciudades del “salvaje oeste”, Dodge City, contaba con 19 establecimientos con licencia para vender licores, que atendían a una población de 1 200 personas. La estructura de clase del lugar se reflejaba en la propia disposición de la ciudad. El ferrocarril dividía la calle principal en dos: al norte de la vía se encontraba un barrio típico de una pequeña ciudad, con una población respetable de misa dominical. Al sur se hallaba el mundo incivilizado, parrandero y jugador que recibía a los vaqueros en sus salones, salas de baile y burdeles.

Y como en otras ciudades, su creación se basó en la expulsión previa de los indios, en este caso de los comanches, de los kiowas, cheyenes del sur y arepalos que habitaban en el valle del Rio Rojo y en la franja de Texas. El 27 de junio de 1874, un ataque dirigido por comanches acorraló a un puñado de colonos, que se atrincheraron en un pequeño cobertizo de caza que una fuerza más numerosa había utilizado para repeler un ataque diez años antes. Armados con rifles de caza más potentes, los colonos pusieron en fuga a los atacantes, pero el mes siguiente los kiowas atacaron a una patrulla de los rangers de Texas en el valle Perdido.

Estos encontronazos pusieron a prueba la “política de paz” del gobierno de Grant, que trataba de atraer a los pueblos nativos a las reservas. En septiembre, la retórica de paz desapareció: fuerzas federales convergieron en el cañón de Palo Duro y expulsaron a los indios del Saliente de Texas. Su expulsión abrió las puertas de la región, donde las cañadas que se dirigían hacia el norte cruzaban el valle del río Canadiano. Poco a poco empezaron a llegar los ganaderos. El primero en establecerse fue un ranchero de ovejas mexicano llamado Casimero Romero, acompañado de sus criados y personal auxiliar.

En el verano de 1877, un ranchero llamado George W. Littlefield condujo su ganado hacia Dodge City, donde vio que el tamaño de las manadas estaba empujando los precios a la baja. Decidió que sería mejor que su manada pasara el invierno en los pastos del Saliente. Su nuevo rancho, que bautizó con el nombre de LIT, se extendía sobre 40 kilómetros de terreno abierto y contaba con un complejo a pocos kilómetros de Tascosa, donde la vía pecuaria cruzaba el río Canadiano. En 1880, varios de los grandes rancheros crearon su propia jurisdicción política: el condado de Oldham. El rancho XIT ya ocupaba la mayor parte del territorio del condado, pero el rancho LIT desempeñó un papel importante en la organización del condado.

Un banquero de Leavenworth estableció a finales de 1880 el rancho LS, una extensión enorme que abarcaba más de 14 000 hectáreas. En pocos años, estas empresas contaban ya con sucursales en Nuevo México, Kansas y Montana. (Un grupo británico adquirió pronto el rancho LIT por 253 000 dólares.) También llegaron empresarios de Boston al Saliente de Texas, huyendo de las atestadas praderas de Colorado, para fundar el rancho LX. Entre 1882 y 1884, el establecimiento creció hasta abarcar cerca de 80 000 hectáreas, desde el cañón de Palo Duro hasta cerca de la actual Dumas, en el norte de Texas.

Por entonces, el gran mito de la movilidad fronteriza –una débil aproximación a la realidad incluso en su punto álgido– se había desvanecido. Los grandes rancheros se habían percatado de que económicamente tenía más sentido mantener el ganado más cerca de Dodge City. Por fortuna para ellos, las tierras estaban allí a su disposición. En un proceso similar al cercamiento de terrenos en la Inglaterra precapitalista, el Estado había convertido violentamente el terreno comunal en terreno privado expropiando a sus habitantes. A pesar de la retórica de la clase de los propietarios sobre el inquebrantable individualismo, el Estado había creado las condiciones de su “libertad”: los indios se habían ido. Ahora tenían que proteger sus posesiones de los vaqueros rebeldes.

cowboys

Los vaqueros

Los hombres contratados para trasladar el ganado ganaban “treinta y fonda”: 30 dólares al mes más alojamiento y manutención, aunque el alojamiento a menudo no consistía en otra cosa que la vasta pradera. El traslado del ganado requería más personal que el que necesitaban regularmente los rancheros, de modo que la mayoría de vaqueros pasaban gran parte de su tiempo migrando en busca de empleo. Uno de ellos se quejó más tarde del “periplo de invierno”, cuando él y sus compañeros se dedicaban durante toda la temporada a ir de rancho en rancho buscando trabajo.

Todo aquel que trabajara en el “campo abierto” sin vallar podía hacer pastar a sus animales sin que nadie se lo pudiera impedir. El ganado o los caballos no marcados no pertenecían a nadie, como los animales salvajes: cualquiera que tuviera los medios para llevárselos, podía hacerlo. Esto permitía a los vaqueros que no conseguían mucho trabajo hacerse con una pequeña manada propia, facilitando su conversión en ganaderos. Algunos también cobraban parte de su salario en especie, es decir, en forma de algunas terneras o de la posibilidad de utilizar los recursos de sus patronos.

Sin embargo, cuando los grandes rancheros comenzaron a vallar sus propiedades y disuadir activamente a los competidores más pequeños, todo esto cambió. Privados de aquellas prerrogativas, a los vaqueros no les quedaba otra que trabajar arduamente durante unas semanas sin ninguna esperanza realista de prosperar. Las primeras estadísticas laborales de EE UU describen una semana laboral de 108 horas: 16 horas seguidas de lunes a sábado y “solamente” doce horas el domingo. Al mismo tiempo, la naturaleza de su tarea exigía trabajo en equipo y solidaridad. Los miembros de un equipo tenían que respetarse mutuamente y confiar unos y otros si querían llevar a buen puerto las grandes manadas de reses que les habían encomendado.

En efecto, los vaqueros eran trabajadores cualificados. Según escribió Las Vegas Daily Gazette en 1883, su trabajo “requiere hombres que conozcan el terreno, acostumbrados a la vida en el campo, para trabajar con eficiencia. El cowboy del Saliente, si es bueno, ha recibido una educación y formación especiales. Ha de conocer los mojones del terreno, las mesas, las arboledas, las montañas y el perfil del paisaje. Asimismo, debe estar familiarizado con la ubicación de pozos de agua, de fuentes y del curso y la distancia de los ríos. Tiene que saber cómo acampar al aire libre sin nada más que su manta y encontrarse a gusto en el entorno general de la pradera.”

En este grupo de jóvenes desarraigados y explotados predominaba una subcultura masculina. No se interesaban por los conflictos políticos entre los ricos propietarios y apenas tenían tiempo para sutilezas o la religión. Desconectados de las instituciones que promovían la expansión al oeste, contemplaban las innovaciones de los grandes ganaderos con escepticismo. Durante un breve periodo, los vaqueros fueron el elemento más volátil de la estructura social del oeste. Cuando los patronos vallaron las praderas abiertas y combatieron lo que ahora llamaban “cuatrerismo”, los vaqueros se sintieron impelidos a hacer algo con respecto a sus modestos salarios. Practicaron “trabajo lento, amenazas, comportamientos intimidatorios y desafíos colectivos”, incluidas las huelgas.

Los vaqueros solo tenían un poder real durante el traslado de ganado en primavera, ese breve periodo en que los patronos necesitaban desesperadamente mano de obra, y además de hoy para mañana: los ranchos no podían encontrar sustitutos cualificados en tan poco tiempo. Si los vaqueros se mantenían unidos, podían imponer sus condiciones, pero cuanto más durara la huelga, más precaria se volvía su situación. Como trabajadores migrantes, los vaqueros seguían su trabajo adónde este los llevaba, y llevaban consigo su experiencia y sus ideas. De 1884 a 1886 se declararon en huelga desde Nuevo México hasta Wyoming. Los patronos utilizaron todos los medios, desde las listas negras hasta agentes armados, para controlar su mano de obra. Los trabajadores respondieron creando sus propias asociaciones (inclusive, en ocasiones, empresas cooperativas).

La combatividad de los vaqueros fue perdiendo fuelle al cabo de pocos años, a medida que su actividad se fue haciendo superflua. El avance del ferrocarril acabó con los largos traslados de ganado por las cañadas. Además, varios inviernos devastadores diezmaron las grandes manadas del oeste. Sin embargo, su experiencia se mantuvo estrechamente conectada con las “guerras de las praderas” (range wars) que ensangrentaron la historia de la región, desde el condado de Lincoln en Nuevo México hasta el condado de Johnson en Wyoming. Y estas, a su vez, contribuyeron a detonar una insurgencia política masiva que tiene sus raíces en las experiencias del oeste.

En la manada

El “salvaje oeste” de la leyenda no es el oeste americano de la realidad. Cada avance –ya sea con medios violentos, ya con formas relativamente pacíficas– contó con el apoyo del Estado, que ayudó a los empresarios y rancheros en el camino de la expansión hacia el oeste. Tras la mitología de la libre empresa se ocultaba la mano fiable del Estado. Tampoco fue el oeste un espacio que, aunque turbulento, estuviera impregnado de una armonía social derivada de un propósito expansionista común. La sociedad de clases llevó consigo al oeste sus normas y sus problemas. Las fuentes supervivientes, que son ellas mismas fruto de los intereses de clase, pueden minimizar o negar esto. O pueden presentar las luchas de los trabajadores del siglo XIX como una experiencia exclusivamente urbana. Sin embargo, trabajadores de todo tipo lucharon por sus derechos dondequiera que los hubiera en número suficiente para hacerlo posible.

El conflicto”, cuentan que dijo Doc Holiday, “sigue a la injusticia como las moscas a la manada.” Esto era tan cierto entre los matorrales del oeste como lo fue en las calles de Chicago.

29/8/2016

https://www.jacobinmag.com/2016/08/cowboys-wild-west-manifest-destiny-expansion/

Mark A. Lause es profesor de historia de EE UU en la Universidad de Cincinnati.

Traducción: VIENTO SUR

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