Una las categorías conceptuales imprescindible para poder comprender la realidad es el colonialismo, con todas sus derivadas históricas. Sin embargo, existe una construcción intelectual y política, aparentemente incuestionable, que sostiene que los procesos de descolonización e independencia acabaron con la dominación colonial sobre el terreno, un relato tan poderoso que hace difícil incluso plantear debates alternativos.

No hay duda de que cada momento histórico, político y económico es diferente en sí mismo, de manera que la etapa colonial, con los rasgos específicos que la conformaron, abarcó un período muy concreto en la historia reciente. Pero sin comprender la continuidad histórica de este proceso de opresión y dominación mediante la permanencia de sofisticadas estructuras de poder neocolonial, seremos incapaces de entender correctamente nuestro presente. Con frecuencia, incluso, estas nuevas formas de dominación colonial contemporánea en nada se diferencian a las más etapas sangrientas que los países europeos llevaron a cabo durante décadas. De esta forma, existe una continuidad histórica entre la etapa de colonialismo imperial hasta la actualidad, particularmente en las consecuencias obtenidas, si bien se muestra de maneras distintas.

Nuevo colonialismo y nuevas formas de dominación

El nuevo colonialismo moderno adopta nuevas formas de dominación que alcanzan al núcleo de los países y las sociedades, llegando más allá de las dimensiones económicas, políticas y comerciales que todos conocemos, para penetrar profundamente en las instituciones, en las formas de subsistencia e incluso decidiendo sobre el futuro, la vida y el sufrimiento de las gentes. Hablamos de un neocolonialismo invasivo, adaptado a la nueva realidad histórica, pero con componentes de dominación tan eficaces como los que tuvo en la etapa en la que alcanzó su plenitud. Al mismo tiempo, la emergencia de movimientos políticos autoritarios que, en algunos casos, conectan con los postulados de un neofascismo, tienen entre sus componentes la reivindicación de las etapas imperiales junto a una visión subalterna hacia aquellos países que, en su día, fueron territorios colonizados. Pero la defensa del pasado colonial no es exclusiva de políticos de la ultraderecha o nostálgicos del fascismo, sino que también se mantiene en otros muchos espacios, como la universidad, las empresas y los programas promovidos desde numerosas instituciones internacionales, tomando cuerpo posteriormente en artículos, campañas publicitarias, informes y políticas donde perviven sus postulados. Como bien señala Boaventura de Sousa, más que un regreso, la realidad es que el colonialismo nunca ha dejado de existir entre nosotros (Santos, 2019). Pensemos, por ejemplo, en la invasión de los Estados Unidos en Irak, en el año 2003, cuando a los pocos meses de arrasar militarmente, el país el ejército ocupante nombró, como administrador, a Paul Bremer, con el cargo de claras referencias coloniales de procónsul, para gestionar el país como si de una empresa propiedad de los norteamericanos se tratara.

Diferentes investigaciones, entre las que destacan los trabajos de los profesores William Easterly y Ross Levine, han demostrado cómo aquellos países que fueron asentamientos coloniales arrastran más bajos niveles de desarrollo, a diferencia de aquellos otros que no tuvieron esa presencia colonial, debido a la intensidad de los procesos extractivos impulsados por sus metrópolis (Easterly y Levine, 2012, p. 3). Al mismo tiempo, la extensión y profundidad de los procesos de dominación colonial que se llevaron a cabo han perdurado con el tiempo, manteniéndose relaciones de subordinación duraderas con los países europeos que los dominaron hasta la actualidad, aunque con formas nuevas y mucho más sofisticadas. Como destacan Easterly y Levine, “los asentamientos europeos establecieron instituciones políticas extractivas con efectos adversos duraderos en el desarrollo económico” en sus antiguas colonias (ibíd, p. 24). Estos resultados desfavorables perduran hasta nuestros días, al igual que muchas de las estructuras políticas de dependencia y sumisión, aunque en la actualidad, con un elevado grado de sofisticación técnica y jurídica.

Nos referimos a nuevas formas de dominación contemporánea a través de la imposición de acuerdos comerciales asimétricos, mediante la obligación de desplegar políticas económicas enormemente desfavorables, por medio de una deuda externa que no para de crecer y que succiona sus escasos capitales, con el control y la extracción de los recursos naturales, ambientales, forestales, agroalimentarios, energéticos o mineros a manos de grandes multinacionales cuyo capital radica en las antiguas metrópolis occidentales que les sometieron. Sin olvidar otras formas de dominio político, geoestratégico, militar, cultural, de acceso a tecnologías y hasta de capacidad de decisión sobre sus propios alimentos. Y en todo ello ocupa un lugar especial la ayuda al desarrollo, bajo las formas, criterios, modalidades y directrices de los países occidentales y los donantes, que a través de ella buscan, en no pocas ocasiones, un acceso y control privilegiado por los países que la despliegan allí donde la dirigen.

Todo ello se llama colonialismo a secas, aunque si queremos, podemos poner delante el prefijo neo para darle un carácter más contemporáneo, pero forma parte de las mismas dinámicas históricas que desde hace tiempo vienen promoviendo países poderosos sobre otros países más débiles. Sin duda, en la actualidad son procesos más sutiles, sin la brutalidad y la barbarie que tuvo en su momento, pero con resultados similares o incluso mucho más devastadores en algunos planos. La búsqueda y apropiación de recursos naturales, el acaparamiento de tierras, el monopolio y control de alimentos y materias primas, la extracción de minerales e hidrocarburos, el dominio de los mercados, la venta de bienes, servicios y tecnologías, el domino militar e incluso la presencia de fuerzas armadas en el país, sin olvidar otros muchos espacios de control cultural y social, formó parte de las acciones de los invasores que cobran plena vigencia hoy en día.

Importantes conferencias históricas dieron carta de naturaleza a los repartos coloniales por las potencias europeas, como la Conferencia de Berlín, celebrada en 1885, convocada por Francia y Reino Unido y organizada por Alemania para proceder al reparto de las posesiones en África; el acuerdo de Syes Piccot, de 1916, para el reparto secreto entre Gran Bretaña y Francia de las posesiones del imperio Otomano en Oriente Próximo tras la primera Guerra Mundial, o el Pacto de la Sociedad de las Naciones, de 1920, que legitima la conveniencia de imponer gobiernos despóticos coloniales a los pueblos que no pudieran valerse por sí mismos, en nombre de la civilización común de los Estados europeos. Todas ellas fueron el embrión de guerras, crisis y conflictos cuyos efectos perduran y marcan la historia reciente. Pero a esas cumbres históricas les han sucedido otras grandes conferencias y acuerdos mundiales que han renovado la influencia colonial a través de nuevos elementos, desde la Conferencia de Bretton Woods de 1944, hasta la Conferencia de las Naciones Unidas, Transformar nuestro mundo, de septiembre de 2015, para la aprobación de la Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenibles (ODS).

De hecho, los planes de ajuste estructural que las instituciones de Bretton Woods vienen imponiendo en un buen número de países desde hace décadas son uno de los mayores instrumentos de colonización contemporánea, de la mano de dirigentes políticos y económicos que, desde la superioridad moral, quieren llevar a pueblos atrasados hacia la prosperidad (Rist, 2002). En el mismo sentido, cuando la meta 12.1 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible aprobados en el año 2015 por las Naciones Unidas se habla de “aplicar modelos de producción y consumo bajo el liderazgo de los países desarrollados”, lo que se hace es dejar constancia del modelo planetario de desarrollo que se tiene y al que se quiere llevar a unos países empobrecidos que, como ovejas descarriadas, necesitan de unas metrópolis que lideren su camino (Gómez Gil, 2018). Así las cosas, los procesos de descolonización han sido, en realidad, procesos de recolonización a través de otras vías más sofisticadas, como sucede con la deuda externa, los planes de ajuste estructural, los acuerdos comerciales asimétricos y, desde luego, la ayuda al desarrollo (Sousa, Op. cit. p. 33).

La coartada de la ayuda en el neocolonialismo

Hoy en día, las políticas económicas impuestas, los acuerdos comerciales que se aplican, la gigantesca deuda eterna alimentada, sin olvidar los programas de venta de material militar o la gigantesca corrupción sobre las élites, son también elementos importantes de ese neocolonialismo, reportando beneficios gigantescos a los países occidentales. Con la diferencia de que todo ello se justifica por el bien de los países y las sociedades colonizadas. Incluso estas políticas se acompañan y utilizan con frecuencia los programas de ayuda al desarrollo, con la justificación de que contribuyen a mejorar las condiciones de vida, reducen la pobreza, impulsan el crecimiento económico y proporcionan mayores niveles de bienestar a los habitantes de estos países.

La ayuda al desarrollo y el lenguaje humanitario se convierten, de esta manera, en una coartada para la expansión de un capitalismo depredador que, por medio del fundamentalismo de mercado, somete todavía más estos países a las grandes potencias occidentales y a sus empresas transnacionales. Y para ello utilizan en las cadenas de ayuda una amplia gama de instrumentos técnicos, de programas e intervenciones justificadas por medio de una extensa batería de informes, documentos, artículos y aparentes estudios, repletos de retórica hueca, encaminados a demostrar las supuestas bondades para la población de esa ayuda al desarrollo que nunca llega a la población y que nunca consigue los objetivos que pregona. Como muy bien señala José de Souza, “donde hay dominación hay ejercicio del poder para controlar factores materiales y simbólicos estratégicos, y un discurso para justificar la dominación por los dominados” (Souza, op. cit. p. 3). Una parte importante de los discursos elaborados sobre la ayuda al desarrollo deben entenderse, precisamente, desde esta perspectiva.

En la historia del colonialismo, los espacios conquistados no han sido sino la expansión de los territorios nacionales (Rist, op. cit. P. 79) por medio de unos territorios, unos países y unos gobiernos que siguen desplegando su poder de muchas maneras, entre las que se encuentra una Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD). Y esta ayuda toma cuerpo de muchas maneras, como a través de la financiación de empresas privadas radicadas en paraísos fiscales que tratan de extender su campo de negocio en los países empobrecidos, mediante acuerdos comerciales extremadamente regresivos que empobrecen sus poblaciones y mejoran la posición económicas de los países europeos a costa de impulsar migraciones forzosas a esos mismos países o empleando importantes recursos de la ayuda a desarrollo que debieran emancipar a las poblaciones más vulnerables de los países del Sur, para sufragar gastos y compromisos de atención a refugiados y solicitantes de asilo en el propio territorio de los países europeos, dando así respuesta a las obligaciones de estos gobiernos. Los más débiles son empujados a imitar a los más fuertes en sus modelos sociales, económicos y de consumo que se dan como los patrones universalmente válidos e incuestionables, por supuesto, enmarcados eso sí, en el capitalismo ecosuicida y patriarcal que se viene impulsando basado en un crecimiento económico ilimitado en un planeta con recursos finitos.

El futuro de África ante el neocolonialismo

En África subsisten demasiadas políticas históricas dañinas, disfrazadas con ropajes nuevos. Es verdad que ya no sufre la salvaje esclavitud, pero sus habitantes se ven forzados a emprender migraciones forzosas hacia países europeos que los convierten con frecuencia en esclavos contemporáneos. Ciertamente los países no son colonias al servicio de sus metrópolis, pero siguen sometidas a sistemas neocoloniales disfrazados de políticas económicas o comerciales. No se llevan a cabo matanzas generalizadas de tribus, pero se abandonan a la pobreza extrema, el hambre y las enfermedades transmisibles a poblaciones enteras que, en algunos casos, viven en condiciones peores a como lo hacían en el siglo pasado. Naturalmente que ya no tienen lugar expediciones para saquear sus riquezas y sus recursos, pero ahora son grandes multinacionales, de la mano de acuerdos comerciales gravemente dañinos, las que expolian sus recursos a una escala nunca antes vista. Es cierto que, tras la independencia, sus países se convirtieron en estados autónomos, pero sometidos a las imposiciones económicas y políticas de las instituciones financieras internacionales y de los países occidentales. Se les recrimina depender de la ayuda al desarrollo, pero se les somete a un saqueo de sus escasos presupuestos con la excusa del pago de la deuda ilegítima que no para de crecer. Se anuncian ayudas al desarrollo, pero que ocultan sofisticadas políticas geoestratégicas, comerciales, militares o de externalización de sus fronteras. Naturalmente que los africanos y sobre todo sus gobernantes, muchos de ellos títeres de intereses occidentales, tienen responsabilidades, pero la arquitectura económica neoliberal que el capitalismo lleva a cabo en África ha generado las bases para una explotación salvaje que convierte en papel mojado acuerdos internacionales y derechos humanos.

El futuro de África no puede pasar por la imposición de políticas de ajuste indefinidas, tan dañinas como irresponsables, que generan pobrezas y desigualdades cada vez mayores, de escala planetaria. El continente necesita un modelo de desarrollo endógeno, basado en la utilización racional y sostenible de sus formidables recursos naturales, fuera de las imposiciones de las instituciones multilaterales y de la depredación de los países occidentales. Los africanos no son pobres por razones históricas, culturales, sociales o geográficas, como con frecuencia se escucha, ni tampoco su desarrollo pasa por el aumento de una más que cuestionable ayuda al desarrollo que, lejos de atender las necesidades básicas de sus habitantes, ha servido para dar respuesta a los intereses económicos y comerciales de los donantes o a dictadores y gobiernos corruptos, como ha analizado la economista zambiana, Dambisa Moyo (2008), manteniendo así intereses geoestratégicos y migratorios. La pobreza y la falta de futuro para sus habitantes pasa por entender las responsabilidades compartidas entre la comunidad internacional y los gobiernos africanos para avanzar en modelos de desarrollo propios, financiados por los ingresos, capitales y materias primas que el continente tiene en abundancia, dando a los africanos la capacidad real de decisión sobre su futuro, algo que nunca se ha hecho.

La descolonización de la ayuda al desarrollo

Por tanto, no entender la importancia que tiene el factor colonial en la articulación de unas políticas de ayuda que, con frecuencia, escapan de una lógica racional es seguir apostando por la gigantesca hipocresía en la que se envuelve con demasiada frecuencia la propaganda hueca construida en torno a la ayuda a desarrollo, sin comprender las necesidades de transformación que tienen en todas las fases de las cadenas de ayuda. Es una de las razones por las que los países empobrecidos no acaban por respetar las políticas de cooperación al desarrollo, sino que, básicamente las necesitan.

La necesidad de visión histórica, de aprendizaje sobre los errores, de perspectiva política, pero también de respeto a su dimensión pública, a esos derechos que nosotros exigimos pero que a tantos negamos y, por supuesto, de creer que sirve a la emancipación son elementos fundamentales para repensar unas políticas de ayuda al desarrollo tan necesitadas de ello. Como defienden investigadores como David Sodgge (2004), Dambisa Moyo (2008), Paul Collier (2009) o William Easterly (2015), lo que necesitamos es impulsar procesos, no simples proyectos, empapados, eso sí, de una justicia y libertad que, con demasiada frecuencia, está ausente en buena parte de esa Ayuda Oficial al Desarrollo envuelta en altas dosis de paternalismo autoritario neocolonial que siguen utilizando e impulsando los países donantes.

Por aquí pasa la verdadera transformación que necesitan las políticas de cooperación al desarrollo, entendiendo que los problemas que tiene el mundo en la actualidad no se pueden superar empleando los mismos métodos que los crearon. Pensar que los países más débiles son apetecibles mercados a los que colonizar, como comparte de manera capilar una parte importante de la aristocracia técnica, política y académica de la ayuda al desarrollo, es una de las ideas más dañinas para generar transformaciones y mejoras en los desheredados, como se ha demostrado hasta la fecha. Sin descolonizar las políticas de ayuda al desarrollo, en todas sus escalas, niveles e instrumentos, éstas no podrán avanzar, mejorar y ser efectivas, es así de simple.

Carlos Gómez Gil es profesor titular en el Departamento de Análisis Económico Aplicado de la Universidad de Alicante y director del Máster Interuniversitario en Cooperación al Desarrollo de esta universidad. Investigador en el Instituto Universitario de Estadios Sociales de América Latina (IUESAL) de la UA, preside la Red de Investigadores y Observatorio para la Solidaridad (RIOS).

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