Una de las cosas que más me llamaron la atención en la última fase de mi ejercicio profesional fue el progresivo avance de las teorías más duras sobre la represión penal y, por lo tanto, el progresivo abandono de estudios y teorías sobre la función resocializadora de las penas. Y, lo que quizás ha sido más grave, el tremendo calado social que estas tendencias han conseguido.

Es fácil recordar casos muy significados en este sentido que, convenientemente manipulados, han llevado a la opinión pública a estas posiciones, incluso entre sectores progresistas. Recuerdo hace unos años que apareció por Pamplona Juan José Cortés, padre de la niña Mari Luz Cortés, asesinada unos años antes en un caso ciertamente reprobable, siendo totalmente comprensible el dolor de sus padres y de la sociedad en general. La cuestión es que la finalidad de su visita era recabar firmas (creo que llegó a obtener casi dos millones) solicitando la aprobación de la cadena perpetua y que las personas que hubieran cometido este tipo de delitos no pudieran salir en su vida de la cárcel.

Yo me enteré porque, entre otros muchos sitios a los que acudió, solicitó una charla para recabar firmas en la peña de la que yo era socio. Lógicamente, cuando me enteré me opuse a ello, explicando las razones por las que lo hacía. Y, a pesar de tratarse de gente con marcada tendencia progresista, hubo mucha gente que no lo entendía y que veía perfectamente justificada esta medida.

Podría citar otros muchos casos mediáticos, incluso varios de ellos sucedidos aquí en Pamplona, en que lo que más preocupaba a la gente, más que los razonamientos de las sentencias o cómo se había llegado a esas conclusiones, era la escasa entidad de las penas de cárcel impuestas.

¿Por qué hemos llegado a esta situación? Hay que recordar que hubo un tiempo en que la sociedad fue mucho más sensible a la inutilidad de las cárceles y a introducir otro tipo de medidas rehabilitadoras mucho más eficaces. E incluso las leyes dieron pequeños pasos en ese sentido. Pero, sin embargo, el retroceso va siendo cada vez mayor, las leyes más represivas y la sociedad, muy manipulada también por unos partidos políticos que ven en estas teorías un caladero de votos, más reaccionaria y más proclive a solicitar el endurecimiento de las penas.

Es natural y humano el sentimiento de venganza de las víctimas. Este sentimiento, unido a una sensación de impunidad de los delincuentes, convenientemente azuzado por medios sensacionalistas que buscan una mayor audiencia, es transmitido a la sociedad que, ignorante de la verdadera realidad, se suma a este sentimiento, provocando una mayor derechización de la sociedad y que los partidos políticos, con el fin de no perder votos, alienten cada vez más las políticas endurecedoras. ¿Existen motivos que justifiquen esta percepción? Rotundamente, no. Sorprendentemente, España es uno de los países con más bajo índice de delincuencia en la Unión Europea y, sin embargo, con uno de los más altos porcentajes de personas encarceladas.

No voy a realizar un análisis a fondo sobre las penas privativas de libertad, que ya se realiza en otros artículos, pero sí señalar que en otros países europeos la tendencia es contraria a lo que aquí se propugna. Se cierran cárceles y se promueven otro tipo de medidas alternativas a la de privación de libertad, sin que ello haya supuesto una elevación del índice de criminalidad, sino todo lo contrario.

Teniendo en cuenta, además, el tremendo impacto y las terribles consecuencias que la privación de libertad tiene para las personas, tenemos que conseguir superar esas propuestas de endurecimiento de las penas e incidir en otro tipo de respuestas alternativas. Y, sobre todo, conseguir hacer llegar este sentimiento a la sociedad.

Todo esto es lo que la doctrina ha definido como populismo punitivo: se introduce la idea de que el agravamiento de las penas va a traer consigo una reducción de la criminalidad. A su vez, los poderes políticos utilizan esta idea para conseguir un rendimiento electoral y para fortalecer el control social. Cuanto más se penalicen los problemas sociales, más se fortalece el poder y el control. Y, desgraciadamente, en este país tenemos ejemplos recientes y palpables de ello.

Se utiliza el derecho penal para responder a la problemática social. Por un lado se traslada a la sociedad la necesidad del endurecimiento de las penas. Se consigue la alarma social ante determinados sucesos, convenientemente magnificados por los medios de comunicación, lo cual es utilizado por los grupos políticos para utilizar demagógicamente el derecho penal buscando réditos electorales, prescindiendo totalmente del factor de resocialización y del análisis de las causas, tanto sociales como personales. Se da la impresión a la sociedad de ser sus salvadores al poner como única solución la de la represión.

Caracterización del populismo punitivo

Por otro lado se ve al delincuente como un ser totalmente asocial e irrecuperable que hay que sacar de la sociedad porque su nivel de maldad lo hace prácticamente irrecuperable. Del “odia el delito y compadece al delincuente” de Concepción Arenal se pasa a potenciar el carácter retributivo y de aislamiento social de la pena, en contra de lo establecido en la propia Constitución, que prima el carácter resocializador de la misma.

Si a ello le añadimos unas dosis, convenientemente lanzadas por los medios adecuados, de psicosis de inseguridad ciudadana, tenemos el perfecto caldo de cultivo para que sea la propia sociedad la que pida el reforzamiento de las políticas represivas y, en definitiva, el del Estado y su control sobre la vida de sus ciudadanos.

Otra característica de este populismo punitivo es el reforzamiento del papel de las víctimas como propulsoras de los cambios legislativos y del endurecimiento de las vías penales. Por supuesto que las víctimas merecen todo el respeto y uno de los principales objetivos debe ser el reparar adecuadamente el daño causado por el delito. Pero ello no debe hacernos olvidar cuál debe ser su verdadero papel. Lógicamente, la víctima va a pretender que el que la hace la pague. Se va a centrar fundamentalmente en el aspecto retributivo de la pena y en que esa persona sea encerrada el mayor tiempo posible para que no vuelva a cometer otro delito similar. En otras palabras, que se pudra en la cárcel, olvidándose de la rehabilitación de esa persona y de su resocialización para que pueda incorporarse nuevamente a la sociedad con las mayores garantías posibles de que no vaya a reincidir en ese tipo de delitos, analizando las causas que han llevado a la comisión del delito y tratando de hallar la forma de que esas circunstancias no vuelvan a producirse.

Todo esto nos lleva, como hemos visto, a la utilización política de estas tendencias. Los partidos en la oposición lanzan apocalípticas cifras del aumento de la inseguridad ciudadana (que, como hemos visto, no son ciertas), asegurando que ellos van a solucionar el tema con más medidas represivas. Ellos van a ser los salvadores “porque ahora los delincuentes entran por una puerta y salen por otra” y, cómo no, la solución pasa por aumentar las penas de cárcel. Así garantizan que una parte importante de los ciudadanos no solo apoyen este aumento de la represión penal, sino que además estén agradecidos de que se les solucione un problema que ni siquiera es tal.

El artículo 25.2 de la Constitución española establece que “las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social”. En consecuencia, tanto la legislación penal como la penitenciaria deberían ir dirigidas a conseguir este objetivo, primando los objetivos rehabilitadores y terapéuticos, garantizando que el delincuente reciba dentro de la cárcel un tratamiento que le permita, después de cumplida la pena, plena integración social. Estas son las bases que se intentaron plasmar en el Código Penal de 1995, buscando no la aniquilación del recluso en las cárceles, sino su rehabilitación, con objeto de que pueda reinsertarse de nuevo en la sociedad sin necesidad de delinquir. Sin embargo, la tendencia en los últimos años ha sido la contraria.

El Código Penal de la democracia

El denominado por la doctrina como Código Penal de la democracia de 1995 introdujo nuevas penas, como los arrestos de fin de semana o los trabajos en beneficio de la comunidad, así como el reforzamiento de la suspensión condicional de las penas privativas de libertad o la creación de la institución de la sustitución de la prisión, si bien trajo también un aumento en el cumplimiento efectivo de las penas, al suprimir la redención de penas por el trabajo.

Además, y con posterioridad a esta norma, se dictaron otras que introdujeron diversas modificaciones que repercutieron en el endurecimiento de las penas. Por un lado se endurecieron constantemente las penas establecidas para delitos de terrorismo. Pero también se endurecieron las leyes contra la pequeña delincuencia con la excusa de que había que limpiar las calles. Todo esto, con el añadido de apelaciones al grave incremento de la criminalidad, a la inseguridad ciudadana y a la relación entre inmigración y delincuencia.

Durante los años que el PP gobernó con mayoría absoluta en ambas Cámaras se aprobaron más de 15 reformas penales que fortalecieron de manera clara el endurecimiento punitivo sobre lo establecido en el Código Penal de 1995. Todo ello aprovechándose de esa mayoría absoluta y sin ningún debate, ni en el ámbito político ni en el social, sobre el tipo de sistema penitenciario que se quería instaurar.

El año 2003 fue el más significativo en este sentido y es el año en que se considera que el populismo punitivo irrumpe con mayor fuerza en España, coincidiendo con un incremento estadístico de la tasa de delincuencia española. Ello ocasionó una gran producción legislativa punitiva, hasta el extremo de que hay sectores que hoy día denominan el actual Código Penal como el Código de 2003.

Como, además, este repunte de la delincuencia coincidió con algunos crímenes mediáticos muy señalados, los partidos con mayor representación parlamentaria, sin ningún tipo de debate serio sobre la finalidad de las penas, se apuntaron a esta teoría del endurecimiento de las mismas, con el fin de sacar réditos electorales y contentar a la opinión pública, muy sensibilizada por estos delitos mediáticos y, en algunas ocasiones, muy crueles.

Esto ha hecho que, en la práctica, se haya olvidado el debate, en sus tiempos tan enriquecedor, sobre el derecho penal en general, las cárceles y la función rehabilitadora de las penas, dando por bueno el constante endurecimiento de estas, sin que la sociedad se cuestione otras alternativas, culminando con la aprobación en 2015 de la prisión permanente revisable. Si bien, como hemos dicho, el debate sobre estas nuevas penas y su inclusión en nuestro ordenamiento penal no ha trascendido a la opinión pública, y si lo ha hecho, ha sido para aplaudir esta vuelta de tuerca, son medidas que han sido rechazadas por la mayor parte de la doctrina penalista.

En el año 2015 se hizo público un manifiesto firmado por unos 60 catedráticos de derecho penal de 33 universidades españolas contra la reforma del Código Penal, lo que es una clara muestra del rechazo que estas medidas han causado entre los expertos en el tema, atónitos “ante la grave situación que atraviesa la legislación sancionadora penal y administrativa en España”, señalando que las reformas propuestas se inspiran “en las peores fuentes del siglo XX, de las corrientes más reaccionarias, más autoritarias”. Terminan denunciando la Ley de Seguridad Ciudadana y, tras oponerse a lo que han considerado como una deriva autoritaria y regresiva de nuestra legislación penal, piden “derogar de raíz y sin excepciones las leyes de seguridad privada, seguridad ciudadana y la nueva reforma penal”.

A modo de conclusión

¿A qué conclusiones nos lleva todo esto? Ya hemos visto que la Constitución habla de orientar las penas hacia la reeducación y reinserción social, lo que forma parte de una concepción penal denominada rehabilitadora que se intentó plasmar en el Código Penal de 1995. Esto implica que se trate al delincuente como una persona que requiere un servicio rehabilitador por parte del Estado que le dote de las habilidades necesarias para poder reinsertarse en la sociedad sin necesidad de delinquir.

Esto conlleva fomentar alternativas a la privación de la libertad y establecer medios para la liberación anticipada, como la libertad condicional para aquellos reclusos ya rehabilitados. Y el establecimiento de otro tipo de medidas: conciliación, mediación, justicia restaurativa, intervenciones comunitarias… Frente a este modelo, el que ahora se está imponiendo es un modelo incapacitador y punitivo, que se va introduciendo poco a poco en el ideario penal. La respuesta ante el delincuente es controlarlo punitivamente por ser un riesgo potencial para la sociedad, viendo como el método más efectivo para evitarlo la inhabilitación o la perenne reclusión de este.

Rasgos característicos de este sistema son el cumplimiento íntegro de las penas, la dispersión de los presos, las dificultades en el acceso a la libertad condicional o las cárceles de máxima seguridad para garantizar que el preso está alejado de la sociedad. Se convierte la seguridad ciudadana en el valor supremo a proteger, aunque con ello se violen los derechos fundamentales de los infractores, obviando las causas por las que delinquen y solo teniendo en cuenta los efectos de sus actos, convirtiendo la pena en una venganza social.

Hay que intentar superar esta situación y conseguir que la sociedad sea consciente del problema. Desmontar esas teorías vengativas y populistas, especialmente entre los sectores más progresistas que, muchas veces, se dejan llevar también por el excesivo ruido mediático. Y, finalmente, se debe hacer llegar a los actores políticos que en el tema del derecho penal no se pueden utilizar las sucesivas reformas para pescar más cómodamente en su caladero de votos, sino que hay que priorizar las corrientes rehabilitadoras que, no olvidemos, son las que marca la Constitución que tanto citan cuando les interesa.

Pepe Uruñuela Nájera ha sido abogado laboralista y penalista

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