La revolución española venía de lejos. La república de Abril fue la fiesta del pueblo, el comienzo de tantas reformas soñadas y pendientes, y también de mejoras sociales por las que el pueblo había venido luchando desde hacía mucho tiempo, muchas de ellas ya presentes en la 1ª República.
Unas eran de signo democrático (libertad de las nacionalidades, separación entre la Iglesia y el Estado...). Entre ellas, la más importante –como se pudo ver- era desactivar unos cuerpos represivos corruptos y reaccionarios que, con la sanjurjada de 1932, pusieron en evidencia algo que ya vio con claridad Azaña: “O la República acaba con sus enemigos, o sus enemigos acaban con la República.” Sin embargo, el líder del pequeño partido republicano –que no habría gobernado nunca sin el apoyo entusiasta del PSOE, en especial de su ala derecha-, soñaba con una democracia tranquila, a la europea que eran –conviene recordarlo-, producto histórico de grandes cataclismos políticos y sociales.
Otras exigencias eran de marcado signo social, como la reforma agraria, imprescindible para superar unas condiciones de miseria y de hambre de millones de jornaleros y campesinos y la situación insoportable de una clase trabajadora que soportaba condiciones de vida y de trabajo especialmente miserables y opresivas: un trabajador era un pobre, y los pobres no eran nada, todo bajo un Estado que solamente aparecía como represor.
En muy poco tiempo, el número de afiliados a los sindicatos y los partidos (sobre todo al PSOE), subió como la espuma. Los de abajo tenían además una gran voluntad de promoción cultural, y desde los años finales de la dictadura va creciendo lo que se ha llamado el “encuentro” entre el pueblo trabajador y la intelligentsia radicalizada.
La coalición republicano-socialista tuvo una primera oportunidad (1931-1933), que acabó causando una importante frustración en las clases populares. De ahí la significativa radicalización de las juventudes atraídas por la experiencia bolchevique, entonces todavía encarnada por el Trotsky exiliado que clama por el frente obrero antinazi en la Alemania de Weimar, y también de amplias bases de la UGT en Asturias, en Extremadura, Andalucía. Entonces emerge una izquierda socialista situada en las más altas estancias, que no es la que galvaniza, sino la que trata de encauzar dicha radicalización. Anotemos que sectores monárquicos (como el que encarnaba Antonio Maura), se hicieron republicanos a última hora con la expresa intencionalidad de poner “un colchón” en una coyuntura de profunda crisis económica, la iniciada con el crack de 1929.

UHP. A finales de 1933, el ascenso del nazismo parece ya irresistible. Entre finales de 1933 y principios de 1934, son barridos los partidos socialdemócratas de Alemania y Austria. El primero, trágica y patéticamente, el segundo con una resistencia tardía y desesperada: esto alerta a todo el socialismo europeo, sobre todo a sus juventudes.
En este contexto, la patronal y los terratenientes han forjado un nuevo partido, la CEDA, que pregona que quiere hacer lo mismo que Hitler y Dollfuss. Lo cierto es que el primer bienio republicano-socialista concluyó, simbólicamente, con los acontecimientos de Casas Viejas, un anuncio de lo que la derecha era capaz de hacer. A continuación, los republicano-socialistas pierden las elecciones, en gran medida por esta frustración, que es en parte canalizada por la CNT cuya línea política no es muy diferente a la del PCE del “tercer período”, con la salvedad que cuenta con una implantación incuestionable aunque en retroceso. Su línea llamada de “gimnasia revolucionaria” provoca la fractura liderada por los trentistas (Joan Peiró, Ángel Pestaña...), que abogan por una línea estratégica más dilatada.
Aunque enfrentados, socialistas y anarquistas ocupan tierras y endurecen el lenguaje, creando un ambiente revolucionario, que aunque no responde en rigor a una realidad insurreccional, contribuyen a crear un aumento del pánico social en las clases acomodadas y en sus instrumentos privilegiados: una Iglesia corrupta y aguerrida contra el laicismo y, sobre todo, un Ejército africanista que ha hecho sus “galones” en la guerra colonial en Marruecos. De ser sinceros, la divisa de unos y otros bien podía haber sido aquella que proclamó César Sánchez Ruano: “Sobre la conciencia todo lo que quieran. Sobre las espaldas, ni un gramo.”
Fue esta frustración la que presidió la constitución del UHP (Uníos Hermanos Proletarios), con el creciente desarrollo de la Alianza Obrera. Para ello, su principal arquitecto, el Bloque Obrero y Campesino con el apoyo total de la ICE (Izquierda Comunista de España), proponía una reformulación en los protagonismos sociales.
Se trataba de lograr una nueva mayoría sobre la base de la unificación proletaria que asumiera la iniciativa política democrática y social. Un acuerdo amplio en el que podrían coincidir marxistas y anarquistas para tomar la iniciativa en la lucha contra el fascismo, al tiempo que abordaba las grandes tareas democráticas y sociales. Se trataba de una propuesta que no contradecía los propósitos fundamentales de la CNT, que estaba haciendo “la guerra por su cuenta”, aunque sólo fue asumida con convicción por los sindicatos de oposición de la CNT. No menos cuadraba sobre el papel con la línea caballerista dominante en el PSOE-UGT. Las Juventudes Socialistas apoyaron la Alianza Obrera con entusiasmo. Incluso hasta Esquerra Republicana podía encontrar su punto de apoyo para la exigencia de una República catalana. El PCE en pleno “tercer periodo” (el “frente único sólo por la base”), puso como obstáculo la presencia de los “trotskistas”, o sea los comunistas disidentes. Muy especialmente, la propuesta se correspondía con la política de la disidencia comunista que tenía una propuesta estratégica, un análisis de lo que concretamente significaba el fascismo. El UHP resonó prácticamente en todo el Estado pero sin una línea unificadora.
Lamentablemente, únicamente funcionó en una Asturias “trágicamente sola”, donde todas las fracciones obreristas sin discusión se la jugaron por una república democrática y socialista. La predisposición revolucionaria funcionaba por abajo, pero por arriba existían muchos problemas. Para la CNT no había nada que hablar con los marxistas, y menos con la republicanos catalanes: de ahí que llamaran al boicot a la huelga general en Cataluña. Para la derecha del PSOE se trataba de una mera demostración de fuerza, para Caballero que no hubiera un desbordamiento como el que en 1922 dio lugar al PCE. El minoritario PCE se apuntó a la alianza a última hora, después de tratar por todos los medios echar fuera a los “trotskistas”, o sea al BOC (Bloque Obrero y Campesino) y a ICE, que precisamente eran los que más habían apostado por ella.
A continuación de la insurrección de Asturias, José Antonio Primo de Rivera escribiría a Franco conminándole a encabezar el golpe, asegurándole que Trotsky había estado detrás de la “Comuna” de Asturias; Juan March se hizo eco del propósito de la carta como ilustra con detalle la película Dragon Rapide, de Jaime Camino.

El Frente Popular. Mientras que la derecha tomó nota de la crisis de 1934 en clave alemana, la izquierda social derrotada (con todo lo que esto significaba en muertos, presos y en retrocesos legales, como la abolición del Estatut de Cataluña), desvió su línea dominante para reeditar la coalición republicano-socialista, eso sí con variantes importantes. Entre ellas, la actitud del PSOE de no comprometerse con el gobierno, de la CNT que archivó su abstencionismo, el PCE (coincidiendo con la línea puesta en práctica por el PCE francés de apoyo incondicional a Frente Popular, sin participar en el gobierno) que se desplazaba hacia una lectura de derechas de los acuerdos proclamados en el VII Congreso de la Internacional Comunista, y con el soporte táctico del POUM que temía quedar aislado, y lo que es peor: desacreditado.
La victoria electoral del Frente Popular fue interpretada por la derecha como el fin de la vía posibilista, y por las masas trabajadoras como el principio de los cambios a los que aspiraban en un ambiente de lucha de clases al mayor nivel. Sin embargo, el gobierno del Frente Popular falló. Literalmente no quiso enterarse de la trama golpista. En parte porque la subestimaba, y en parte porque necesitaba al Ejército para restaurar su política de orden; el caso es que no hizo nada de lo que le tocaba hacer. Por su parte, la mayoría del movimiento obrero español tampoco era consciente de lo que se avecinaba. Esto era evidente en la CNT: sus ideas sobre el fascismo y la socialdemocracia no eran más elaboradas que la del estalinismo del “tercer periodo”. Desde su periódico, la Soli interpretó el ascenso nazi lisa y llanamente como expresión de la mentalidad “autoritaria” de los alemanes; solamente Valeriano Orobón Fernández sabe de lo que se trata y aboga por el frente obrero y por un acuerdo similar al que conoció la República de los Consejos en Baviera en 1923, que congregó a socialistas de izquierdas, comunistas y anarquistas. En su congreso de mayo de 1936, no se ofrece ninguna reflexión sobre la amenaza fascista que crecía en los cuartales; lo fundamental fue el modelo de sociedad alternativa, y no las “circunstancias” previsibles para acercarse al “ideal”, “al todo”, meta final para la que, al parecer, no necesitaban puentes.
En su síntesis sobre la revolución social, Edward Malefakis reconoce que si la República de 1931 era política, la de 1936 era social, y trata de demostrar que ésta no era ni “inmediata” ni “inevitable” en 1936. Pero en contra de opiniones de esos historiadores que, como Josep Lluis Martín Ramos o Francesc Bonamusa (que atribuye lo de la revolución a “los extranjeros” que no la sabían hacer en su propio país), niegan que hubiera algo más que una mera “desestabilización”, Malefakis reconoce que fue la revolución la que detuvo el golpe. A partir de aquí, el historiador británico sólo encuentra motivos para cuestionar su viabilidad, comenzando porque la contrarrevolución se impuso en dos bastiones de la insurgencia social: la mayor parte del territorio andaluz y en Extremadura.
A Malefakis ya no se le ocurre argumentar aquello de la “ayuda de las potencias democráticas” que fue la argumentación alternativa para justificar lo de “primero la guerra” (el luego de la revolución era como el “vuelva usted mañana” de las ventanillas burocráticas descritas por Larra). En toda la historia social (que va desde la revolución puritana hasta la sandinista) no hay ningún antecedente de semejante división. Y en todos los casos de triunfo del pueblo, fueron los factores revolucionarios los que se impusieron sobre una superioridad militar que, en algunos casos como la “guerra civil rusa” (en la que los “blancos” contaron con toda clase de apoyos internacionales), resultaban aplastante.
El gobierno del Frente Popular sabía que se estaba fraguando un trama golpista, tenía información de primera mano sobre quienes, como y cuando, y sin embargo no movió un dedo. En parte por la “bonachería” tan cabalmente expresada por Casares Quirogas con lo de: “¿Qué los militares se han levantado?. Pues yo me acuesto”. Frase que –cierta o incierta- expresa a la perfección la actitud de los tantos gobernadores civiles que temían más a las “turbas” que a los militares que habían jurado “lealtad” a la República. El golpe comenzó disparando a la nuca de los que se atenían a dicha lealtad. Ealham cuenta que la Generalitat catalana censuró una Soli porque advertía sobre los preparativos golpistas, aduciendo “alarmismo” y falta de respeto al Ejército.

La “República revolucionaria”. En los lugares donde el movimiento obrero no desconfió lo suficiente de las autoridades (Sevilla, Zaragoza –donde el general Cabanellas y el líder cenetista eran masones, y el segundo confío en el primero-, Oviedo, Granada...), ganaron los golpistas; donde supieron reaccionar, se impusieron. Al hacerlo, crearon “su propia República”, la revolucionaria.
Pero, tal como detalla Josep Antoni Pozo González en su prólogo a El poder revolucio­nari a Catalunva durant els mesos de juliol a octubre de 1936, hubo una revolución pero fue ocultada de cara al exterior. Después de la 2ª Guerra Mundial, sus principales protagonistas, anarcosindicalistas, eran muy minoritarios fuera de España, y la II Internacional, pero sobre todo, la III, tenían intereses opuestos a los de la revolución. De ahí que los testimonios más vivos de su existencia lo ofrecieran escritores que fueron testigos como George Orwell, Frank Borkenau, Kaminski, Mary Low, etc.
Ciertamente, el debate no se puede simplificar, sobre todo porque, aunque fuese muy profunda como “obra constructiva” (que existió a pesar de lo que llega a afirmar agriamente Julián Casanova en el documental de Mª Dolors Genovés Roig i Negre, según él, hubo una destrucción, pero no quedó tiempo para una construcción), la revolución española careció por arriba de una orientación consecuente con lo que se hacía por abajo.
La revolución española resultó -como diría Claudín- “inoportuna”. Sobre todo porque quienes, en principio, tenían que ser sus primeros valedores –el PCE se creó para eso-, resultaron ser sus principales adversarios. Lo cual fue tanto más trágico y absurdo porque seguían creyendo que se estaba desarrollando una variación táctica garantizada por la URSS, “la patria del socialismo”, y por la Internacional Comunista. Esta contradicción explica claves como la formación de las Brigadas Internacionales o el compromiso heroico de miles de militantes.
También fue una revolución que no siguió el consejo de Saint Just, y se quedó justo a medio camino. Algunos compañeros cenetistas justifican esta posición aduciendo que de haber optado “por el todo”, solamente lo podrían haber hecho en Cataluña, pero no en otros lugares; se trataba por lo tanto de facilitar la unidad en otros lugares donde la CNT era minoría. En este argumento ocurre como en 1934. Parece que no hay espacio para una propuesta intermedia como lo pudo ser la asturiana. Se podría haber aplicado un gobierno de la Alianza Obrera en el que también estaba prevista la contribución de Esquerra con sus propios motivos nacionales. Ese gobierno era aplicable por igual en Madrid, en Valencia o en Aragón.

Cómo ganar la guerra. Por supuesto, como bien explica Helen Graham, se trataba ante todo de ganar la guerra. El dilema era ciertamente libertad o muerte. Pero el protagonismo de la República había pasado de los políticos al pueblo, y libertad significaba ante todo cambio social. Los que la habían ganado contra los militares y ahora la defendían en las trincheras eran los hombres y las mujeres “conscientes”, o sea el movimiento obrero organizado. El mismo que había aspirado por dichos cambios en el curso anterior.
Sobran ejemplos tanto sobre las consecuencias de las actitudes revolucionarias, como sobre las “gubernamentalistas”. Hemos hablado de la guerra irregular, hay que hacerlo también de la “base social” sometida que hacía la guerra con Franco pero que había sido arrastrada por el terror blanco después de haber apoyado las luchas sociales en sus localidades. Habría que hablar de una solidaridad internacional que desechó la idea de presionar sobre sus propios gobiernos, como el de León Blum que presidía una coalición frentepopulista.
Entre las jornadas de julio de 1936 y las de mayo de 1937 en Barcelona, tuvo un lugar una profunda revolución por abajo. Funcionó en barriadas, campos y fábricas como expresión de un poder revolucionario que “cohabitó” con el poder de la “República de antes”. Sobre su naturaleza han escrito páginas muy detalladas autores que han mirado hacia abajo, como Josep Antoni Pozo González o Chris Ealham. También está el testimonio de los escritores, en primer lugar de George Orwell, cuyo Homenaje a Cataluña resulta para los historiadores oficialistas tan incómoda como la película Tierra y Libertad, de Ken Loach. Sin embargo, las posibilidades de manipulación pueden ser infinitas: ahí tenemos el caso de Antonio Elorza en su libro Queridos camaradas, en el que la única vez que cita el escritos británico es para... desautorizar al POUM; Elorza ha llegado decir que el POUM fue “un invento inglés”, o sea que el POUM no sería nada sin Orwell. Por su parte, Ferran Gallego llega a afirmar que el comunismo oficial no renunciaba a las conquistas revolucionarias, que lo que quería era otra revolución, adecuada al frente amplio antifascista. Un frente en el que, en realidad, no tenía cabida la revolución social ni la hegemonía del movimiento obrero.
También están los testimonios de los escritores (Kaminski, Malraux, Joan Sales, Juan Eduardo Zúñiga, Mercé Rodoreda, etc.) que miran hacia el pueblo, a diferencia de los historiadores institucionales que conceden más importancia a Azaña que a la CNT. Desde esta perspectiva, el autor de La Iglesia de Franco describe al POUM como un grupo “minúsculo”, como sí la burguesía liberal hubiera arrastrado muchedumbres.
Revolución e institucionalización coincidieron bajo el manto antifascista, pero mientras que la CNT se limitó a “hacer política”, bien tratando de mantener este equilibrio, bien desplazándose hacia el institucionalismo, la derecha republicana, sobre todo el PCE-PSUC “sovietizados”, desarrollaron una estrategia gubernamental con todas sus consecuencias. Fue la “vanguardia” de la línea de “todo el poder para el gobierno del Frente Popular”, y el responsable de consignas tales como “primero la guerra”, que era otra manera de decir que quienes estaban por la revolución no la querían ganar (Elorza dedica buena parte del libro citado a tratar de demostrarlo, sobe todo de cara al POUM). De la misma cosecha es la catalana “Más pan y menos comités”, como si fuesen los comités los responsable de los problemas de abastecimiento derivados del aumento constante de refugiados, así como de la política de no-intervención. Tal como narran Ealham y Helen Graham, fueron los comités de abastecimientos los que mejor garantizaron el reparto y la equidad, no sin errores por supuesto, o corruptelas (como la que describe en el retrato madrileño que Fernán-Gómez ofrece en Las bicicletas son para el verano, y sin embargo no se gritó contra ellos en Madrid). En realidad, el slogan era otro pretexto para imponer el orden frentepopulista.
Obviamente, una política revolucionaria consecuente habría optado por la máxima centralización y por la militarización: el POUM también apuntaba por ahí pero con otro contenido. En el caso de la política de la derecha republicana, este discurso está estrechamente ligado a la restauración liberal-burguesa, con todo lo que significaba en temas como la propiedad, el orden público, y todo lo demás. Esto quedará confirmado cuando, a través del Comité Central de Milicias, se plantea la posibilidad de un pacto con los nacionalistas marroquíes, según el cual la República reconocería a Marruecos una autonomía similar a la que gozaba Cataluña y los nacionalistas marroquíes tratarían de levantar las tropas mercenarias “moras” contra Franco. El gobierno de Largo Caballero consultó la propuesta con León Blum que se negó de pleno. El pacto no se realizó, poniendo así en evidencia la escasa conciencia anticolonial de la izquierda española; solamente el POUM abogaba por la independencia de Marruecos.

Mayo 1937. Cuando a consecuencia del creciente estrangulamiento de las conquistas sociales logradas con las jornadas de julio de 1936, y a continuación de la tentativa manu militari de someter la Telefónica gestionada por obreros de la CNT (y también de la UGT), tiene lugar la insurrección de las barricadas de Barcelona y otros lugares de Cataluña, la revolución camina ya a contrapié. Se ha hablado hasta la saciedad del “abandono” del frente por parte de algunas divisiones anarquistas, que en realidad nunca pasaron de la mera intencionalidad, pero no se ha hablado tanto de la ocupación policial de la ciudad (la República había recuperado su obsesión por el orden que tan bien describe Ealham), y todavía menos de los preparativos para bombardear los barrios insurrectos: un plan en el que tomaron parte Companys y dirigentes del PSUC como José del Barrio y Rafael Vidiella.
Las barricadas surgieron espontáneamente y el POUM ocupó su lugar al igual junto con sectores de las juventudes libertarias, y agrupaciones como “Los Amigos de Durruti”. La única opción viable era un armisticio que garantizará al máximo las conquistas sociales y la seguridad de los revolucionarios, pero los ministros cenetistas se precipitaron en afirmar que sería así, y está claro que no fue.
El capítulo siguiente es harto conocido y se sintetiza en nombres como los de Camillo Berneri, Andreu Nin y Kurt Landau, con todo lo que significó para el campo republicano en medio de un enrarecimiento de la atmósfera que está descrita en obras como Enterrar a los muertos, de Ignacio Martínez de Pisón .

Debates abiertos. La voluntad de los partidarios de la política del Komintern (Antonio Elorza, Ferran Gallego,Francecs Bonamusa, Ángel Viñas, etc.), pasa por juzgar la actuación comunista oficial prioritariamente por la parte más auténtica y sacrificada, por los militantes de base. También tratan de desvincular el PCE-PSUC del Komintern, o bien atenuar su dependencia, detallando sus limitaciones y contradicciones como “aparato”. Al mismo tiempo, tratan de señalar errores y horrores en los otros. Elorza llega a decir que el POUM se lo puso fácil a Stalin. Gallego, por su parte, ha desplegado todo un conjunto de “argumentario” del tipo: también asesinaron al líder del PSUC, Antonio Sesé; Trotsky mató más anarquistas que nadie; la represión contra el POUM fue del Estado republicano, etc. Viñas conecta la literatura prorrevolucionaria (Orwell, Gorkin, Bolloten, etc) con la “guerra fría”, o sea con el anticomunismo, buscando los pecados de uno y otros, al tiempo que se hace caso omiso a la historia oficial sobre la guerra que escribió una comisión del PCE liderada por Dolores Ibárrururi, y cuyo verdadero redactor fue según Reiner Tosstorff “un historiador lamado Ramón Mercader del Río.”
Es cierto que aquí no hubo espacio para la creación de una democracia popular (idea acuñada por Gorkin pero refrendada por el PCE en la época anterior a la “primavera de Praga”). También es cierto que la controversia entre revolución e institucionalización no siempre tiene fronteras claras, sobre todo en la CNT (no digamos en el “caballerismo”), y es cierto también que la preexistencia de una guerra a vida o muerte condicionaba radicalmente todo el curso político y social (incluso en el POUM hubo una minoría que apostaba por “primero, la guerra”; ésta acabó siendo, por otra parte, la posición de Maurín en el exilio).
Estamos debatiendo hipótesis, y una vez superada las heridas provocadas por el estalinismo, éste seguirá siendo un debate abierto. Los que defendemos la revolución tenemos una suma de argumentos que creemos sólidos. Primero, la revolución que la opción natural de la mayoría social que resistió el golpe militar; segundo, solamente por una guerra social se podía haber centralizado un proyecto alternativo, un proyecto que tendría que haber dado mucho mayor peso a la guerra irregular, a medidas como la libertad nacional de Marruecos y a la agitación en la base social forzada del “campo nacional”.
Desde los tiempos de Espartaco hasta la revolución sandinista, la única vía que el David revolucionario ha podido vencer al Goliat militarista-reaccionario ha sido la guerra revolucionaria.

Pepe Gutiérrez-Álvarez es vicepresidente de la Fundación Andreu Nin. Militante de Revolta Global. Forma parte del Consejo Asesor de VIENTO SUR.

[Este artículo forma parte del número 93 de la revista. Por razones de espacio no pudo incluirse en la edición impresa].

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