[El 11 de febrero de 1873, poco después de la renuncia del rey Amadeo de Saboya, la República era proclamada por primera vez en España. El 8 de junio del mismo año, después de unas elecciones celebradas en mayo a Cortes constituyentes, se aprobaba por el Parlamento su transformación en República federal. Luego, frente al boicot de las derechas y ante el temor de que en el debate constitucional se impusiera un federalismo por arriba, aparecía en escena el que se ha conocido históricamente como movimiento cantonalista, dispuesto a construir un federalismo por abajo desde los municipios, con el cantón de Cartagena como la experiencia más duradera de un proyecto alternativo. El desarrollo de este proceso chocaría, sin embargo, con la oposición de los sucesivos gobiernos republicanos y se vería definitivamente frustrado por el golpe de Estado del capitán general Pavía, que irrumpió al mando de la Guardia Civil en las Cortes el 3 de enero de 1874 mientras se estaba procediendo a elegir a un nuevo presidente del Gobierno. El 12 de enero, el cantón de Cartagena era derrotado gracias sobre todo a la intervención directa de la Armada inglesa. Más tarde, ya en 1875, un nuevo golpe de Estado del general Martínez Campos abría paso a la Restauración de la monarquía borbónica. Se cerraba así un ciclo iniciado en 1868, el Sexenio revolucionario, que había generado grandes esperanzas de cambio entre las capas populares.  El artículo que publicamos a continuación, escrito en vísperas de la proclamación de la II República, rememora aquellos acontecimientos y extrae algunas enseñanzas que consideramos de interés.]  

La República de 1873 ofrece la particularidad de que fue proclamada por los monárquicos y destruida por los republicanos.

Marcelino Domingo no tiene razón cuando dice que la República de 1873 llegó tarde[mfn]Marcelino Domingo: ¿A dónde va España?, p. 113.[/mfn]. No. Los tardíos fueron los republicanos. La República era una manifestación natural del proceso revolucionario inaugurado en 1868.

La revolución burguesa, comenzada en 1868, seguía su curso ascendente y marchaba viento en popa hasta que en 1873 los republicanos hicieron posible el triunfo de la reacción.

Cuando Amadeo de Saboya renunció a la corona, en España latía con intensidad una revolución profunda. No fue un gesto caballeresco, sino una huida humana, demasiado humana. La revolución adquiría nuevos impulsos y el rey no tuvo más remedio que marcharse. Creer que los reyes abandonan generosamente el trono sólo puede ocurrírseles a los republicanos.

El malestar, en Cataluña y en Andalucía, era intensísimo a fines de 1872 y comienzos de 1873. El Ejército se debatía en rivalidades internas. La burguesía, dueña del poder, espoleada por la revolución de abajo, no lograba hacerse fuerte. El rey renunció a la mano de doña Leonor. Antes de que le perforaran la cabeza como hicieron por aquel tiempo los mejicanos con Maximiliano, aquel otro rey de exportación, creyó que era más prudente partir a uña de caballo.

Los republicanos, inesperadamente, sin que tuvieran que hacer un esfuerzo importante para conquistarla, recibieron la República como un regalo. Esto fue un mal. Sin grandes esfuerzos para obtenerla, la perdieron con facilidad.

Los jefes republicanos, desde el primer momento, pusieron todo su empeño para impedir que la revolución adquiriera grandes proporciones abajo, entre el pueblo. Ellos no aspiraban a una revolución burguesa, sino simplemente a un cambio nominal de la forma de Gobierno. Una vez proclamada la República, surgió en toda España un movimiento general revolucionario que tendía a destruir todo el andamiaje monárquico. La revolución buscaba nuevas formas. Los Ayuntamientos, de procedencia monárquica, como es natural, eran destituidos por los revolucionarios. Se constituían Juntas revolucionarias encargadas de alentar el movimiento y de cortar el paso a los manejos reaccionarios.

Parece natural que los republicanos en el poder favorecieran esta efervescencia creadora de la base. Sin embargo, se procedió completamente al revés. Pi y Margall, ministro de la Gobernación, ordenó la disolución de las Juntas revolucionarias y la reposición de los Ayuntamientos monárquicos amenazando con la fuerza a los que no le obedecieran:

Di al punto las más apremiantes y severas órdenes para disolver las Juntas y reponer los Ayuntamientos. Hice que se amenazara con la fuerza a los que se negaran a obedecerlas. Y casi sin hacer otra cosa que enseñar a los más rebeldes las bayonetas del Ejército, logré en días el restablecimiento del orden[mfn]Pi y Margall, La República de 1873. Apuntes para escribir su historia, p. 16[/mfn].

Pi y Margall, teorizante, creyó que desde arriba, con el poder en la mano, era fácil hacer una nueva organización política. No comprendió que la fuerza transformadora se encuentra abajo, y que lo que arriba se resolviera en última instancia no podía ser más que la resultante de lo que las masas revolucionarias hubiesen realizado previamente.

El error de Pi y Margall tuvo consecuencias funestas. Fue pésimo político. Su conducta favoreció el triunfo de la contrarrevolución. Le cabe a él la responsabilidad mayor del desastre por dos razones: porque dispuso de la fuerza que le daba el ser ministro de la Gobernación primero y presidente del Poder Ejecutivo después, desde el 13 de febrero hasta el 18 de julio, y porque él era el único jefe republicano que tenía ideas y sabía qué es lo que quería.

En este momento, era más un hombre de acción que un teorizante lo que le hacía falta. Había que favorecer, alentar, la revuelta general en toda España. La revolución, para ser efectiva, auténtica, tenía que ensancharse y profundizarse. Sin embargo, Pi y Margall lo hizo todo para ahogar la revolución. Él no era revolucionario. De ahí la catástrofe.

Inmediatamente después de la implantación de la República aparecieron dos focos rebeldes: Cataluña y Andalucía.

La Diputación de Barcelona, haciéndose eco del sentir general de la población, quería implantar el Estado Catalán enseguida, sin aguardar que esto fuese decretado por unas Cortes más o menos hipotéticas. La Diputación estaba en lo cierto. Un Gobierno revolucionario no tiene más que sancionar un hecho consumado.

¿Qué ocasión mejor para mí, si yo hubiese querido, que la federación se hiciese de abajo a arriba y se empezase por las provincias? No vacilé un solo instante. Llamé al telégrafo a los jefes conjurados, entre los cuales había hombres de sensatez y talento que se habían sentado conmigo en los bancos de las Cortes y apuré cuantas razones me sugirió mi entendimiento y mi patriotismo para disuadirles de su peligroso empeño. Confesábase que eran poderosas mis razones, pero añadiendo que ya era tarde. Replicábales yo que los que habían tenido medios para llevar las cosas al estado en que se hallaban no dejarían de encontrarlos para deshacer su obra si no se detenían ante el riesgo de hacerse impopulares; y apelaba a su honradez y su energía, autorizándoles, de acuerdo con el señor Figueras, para que acallaran las muchedumbres, diciéndoles que aquella misma mañana saldría para Barcelona el presidente del Poder Ejecutivo. De derrota telegráfica se califica aún hoy la entonces sufrida por los que, tal vez con más previsión que yo, quisieron precipitar los acontecimientos[mfn]Subrayado por mí, J. M.[/mfn]. No me limité, sin embargo, a dirigir la palabra a los conspirados. Por si no lograba disuadirles, mandé que se incomunicara la ciudad con el resto de España, y previne contra el movimiento a los gobernantes de las provincias limítrofes. Aislarle, ya que no pudiese impedirle, tal era mi firme propósito[mfn]Subrayado por mí.[/mfn]. Propósito en que me ayudaron notablemente amigos celosos que enviaron telegramas a los pueblos de los alrededores para que no secundasen el alzamiento[mfn]Pi y Margall, op. cit., pp. 22 y 23[/mfn]. 

Pi y Margall, el propagandista de la Federación, oponía desde el poder una resistencia encarnizada a que la Federación triunfara. Quería él que todo se hiciera con arreglo a un canon determinado sin que las masas tomaran participación alguna.

En Andalucía la revolución presentaba un marcado carácter social. Toda la región fue agitada por insurrecciones cuyo fundamento descansaba en la necesidad de la revolución agraria. El pueblo pegaba fuego a los registros de la propiedad, y a los archivos. Los campesinos se rebelaban.

Tenía fijas las miradas principalmente en Andalucía. Era Andalucía a mis ojos la esperanza de la República contra la reacción futura; por de pronto un peligro. Málaga estaba desde el 12 de febrero a merced de un hombre; Granada y Cádiz, perturbadas; sobre un volcán, Sevilla. Allí, a ejemplo de Cataluña, querían los centros republicanos ganar a toda costa el Ejército: donde no lo conseguían, buscaban ocasión de arrebatarle las armas o echarle más allá de sus fronteras. Málaga había ido desarmando a cuantas tropas habían penetrado en su recinto, Granada había obligado a la rendición a mil carabineros. Sevilla había echado fuera de sus murallas parte de las fuerzas que la guarnecían. ¿Cómo domar esas provincias? [mfn]Pi y Margall, op. cit., p. 41[/mfn].

Pi y Margall hizo asimismo la represión del movimiento revolucionario de Andalucía. Organizó allí, bajo el mando del general Ripoll, un ejército de operaciones encargado de aplastar como fuera todos los movimientos insurreccionales.

El cantonalismo, provocado por la falta de espíritu revolucionario de la dirección, era completamente natural

Naturalmente, así las cosas, surgió el divorcio entre el poder central, el Gobierno, y la base, el pueblo. La pequeña burguesía, partidaria de la Federación, no era satisfecha. El movimiento obrero no encontraba en la República ventaja alguna. Los campesinos tenían que constatar que la gran propiedad estaba igualmente defendida por el Gobierno republicano que por los monárquicos. Se produjo una diferenciación de clases. Obreros, campesinos y aun una parte importantísima de la pequeña burguesía dejaron de prestar apoyo al Gobierno.

La consecuencia fue la aparición del cantonalismo. El movimiento revolucionario se disgregaba, perdía la unidad. La base, no encontrando en el Gobierno sostén alguno, sino por el contrario la oposición más tenaz, buscaba salvarse por sí misma. El cantonalismo, provocado por la falta de espíritu revolucionario de la dirección, era completamente natural. Esta refracción revolucionaria empieza a principios de julio, después de cinco meses de constatarse la obstinación contrarrevolucionaria del Gobierno.

En adelante, la lucha entre el cantonalismo –que era la revolución fragmentada– y el Gobierno pasó a ocupar el primer plano. Pi, Salmerón y Castelar no tuvieron otra inquietud que la destrucción del cantonalismo, surgido precisamente a causa de la defección revolucionaria de los jefes republicanos. Entre el carlismo, esto es, el absolutismo, a un lado, y el cantonalismo revolucionario al otro, los jefes republicanos no vacilaban un momento.

Cuando surgió el cantón de Alcoy, a primeros de julio, siendo aún presidente Pi y Margall, se encontraba en Valencia el general Velarde preparándose para ir al Maestrazgo, donde tenía lugar un alzamiento de los carlistas. Enterado de lo de Alcoy, el Gobierno dispuso que marchara en primer lugar contra esta población.

El cantón de Cartagena fue perseguido de una manera cruel por Pi, Salmerón y Castelar. Sus barcos fueron declarados piratas, se bombardeó sin compasión la ciudad en cuyo sitio se mantenía un ejército numeroso mientras se dejaba a los carlistas corretear impunemente por Aragón y Valencia. La República se había hundido ya, y el cantón de Cartagena continuaba en pie, lo que fue una demostración evidente de cómo la revolución en marcha era la mejor muralla opuesta al retorno del absolutismo.

Caída la monarquía el 11 de febrero, quedaba aún el Ejército que ella había creado y que intentaría restaurarla. El primer acto del Gobierno republicano debió haber sido la disolución del Ejército reaccionario y la organización de una milicia popular al servicio de la Revolución. Esta transformación empezó a hacerse por instinto natural del pueblo, pero el Gobierno la impidió.

Los soldados, como ocurre siempre en toda revolución, querían marcharse a sus pueblos respectivos para hacer allí ellos un poco de revolución. El Gobierno se oponía al licenciamiento. “Introdújose en el Ejercito la más desordenada indisciplina, los soldados llamaban tiranos a sus jefes, gritaban abajo los galones y las estrellas, que algunos de ellos mismos se ponían”[mfn]Lafuente-Borrego, Historia de España.[/mfn].

Esta descomposición del Ejército, que era salvadora, fue comprendida al revés por los jefes republicanos. “Para colmo de mal, gran número de oficiales no supieron o no quisieron luego imponerse a sus tropas, y en vez de morir en sus puestos, como el honor les aconsejaba, los abandonaron cobardemente”[mfn]Pi y Margall, op. cit., p. 20.[/mfn].

Pi y Margall, como Salmerón y Castelar, desde el primer momento se mantuvieron en un plano de inferioridad con respecto al Ejército. El Gobierno capituló ante los artilleros que eran contrarrevolucionarios. El Estado Catalán, muy acertadamente, el 10 de abril declaraba que “veía con profundo pesar que el Poder Ejecutivo entrara en tales negociaciones, las cuales sobre dar a los ex oficiales del cuerpo de Artillería una fuerza que nunca han tenido, implicaría una deplorable abdicación por parte del Gobierno de la República”.

Los jefes republicanos ahogaron con su política todas las energías populares encargando al Ejército contrarrevolucionario esta misión. Pavía, que había intentado dar el 22 de abril un golpe de Estado, meses más tarde era nombrado jefe de la represión armada en Andalucía y después capitán general de Castilla, lo que le permitió preparar tranquilamente otro golpe de Estado, que fue el que dio al traste con la República.

Mis sucesores, Salmerón y Castelar, cerrando los ojos a la experiencia, perdiendo por completo de vista que la República tenía aquí muchas menos fuerzas que en Francia, y era, por lo tanto, más inconveniente quebrantarla, se decidieron, llevados sin duda del mejor deseo, a dominar las insurrecciones republicanas sólo por el hierro y el fuego. Pretendieron que debían combatirlas antes y con más encarnizamiento que la de Don Carlos y llegaron a considerar vergonzosa y en desdoro de su autoridad toda transacción con los rebeldes.

Ametrallaron pueblos, bombardearon ciudades, desarmaron milicias, persiguieron y prendieron hasta por sospechas, y dejaron que el general Pavía quitase y pusiese a su antojo Ayuntamientos, estableciendo por donde quiera que pasase una verdadera tiranía. Aplaudían los conservadores, pero siendo cada vez más exigentes y empujando cada vez más por su camino a nuestro Gobierno. El primero de mis sucesores (Salmerón) recordó, y quiso pararse. Fue arrollado por la corriente, y vino otro que, siguiéndola, sin pensar ni un momento en atajarla ni en ganar sus márgenes, puso a los tres meses atada de pies y manos a la República a las plantas de un soldado. ¡Con que júbilo, con qué fruición nos leían aquellos Gobiernos en las Cortes los telegramas en que se les daba cuenta de las victorias obtenidas sobre los pueblos insurrectos! Las cantaban ellos y los suyos en todos los tonos, sin advertir que cantaban los funerales de la República” [mfn]Pi y Margall, op. cit., pp. 42-43[/mfn].

¿Cabe una condenación mayor de la política de Salmerón y Castelar? Pi y Margall mismo, testigo presencial, reconoce indignado que sus sucesores, Castelar sobre todo, no eran más que un instrumento en manos de la reacción. Pero Pi y Margall no ve la parte de culpa que le cabía. Su acción represiva durante los cinco primeros meses de la República, impidiendo el desbordamiento de las fuerzas revolucionarias, acalladas, hizo posible que después de él viniera el triunfo de la reacción. Castelar ejerció ya una dictadura implacable preparando el terreno al golpe de Estado de Pavía.

Un reparto general de tierras en un momento hubiese inmunizado la República contra los ataques del enemigo

Las tres fuerzas contrarrevolucionarias principales que hacían frente a la República eran: la gran propiedad agraria, la Iglesia y el Ejército. Las tres fuerzas revolucionarias que podían sostenerla: los campesinos, los obreros y la pequeña burguesía. 

Lo lógico era, pues, ir brutalmente a la destrucción de aquellas y al fortalecimiento de éstas. Esto es el ABC de toda revolución. Ganando el poder, hay que crear una base firme. 

La Iglesia no fue inquietada en lo más mínimo. Pudo seguir su labor sin graves contrariedades.

En el aspecto agrario, los jefes republicanos no hicieron nada. Un reparto general de tierras en un momento hubiese inmunizado la República contra los ataques del enemigo. Los campesinos de toda España se hubiesen trocado en los más celosos defensores de la Revolución. La República no tuvo programa agrario alguno. Dejó el problema de la tierra intacto. Pi y Margall, que era el más radical de los jefes, tenía a este propósito ideas verdaderamente archiconservadoras. Los campesinos explotados no se sintieron ligados a la República, que enviaba contra ellos a los generales contrarrevolucionarios con la orden de exterminarlos así que intentaran comenzar la revolución campesina.

Pavía hizo renacer la calma en los campesinos andaluces a cañonazos, desarmando y asesinando a los revolucionarios. Los jefes republicanos se pasaban el tiempo combatiendo a los insurrectos andaluces y cantonalistas. Y mientras tanto dejaban que el carlismo se preparara en el norte. El peligro para la República estaba en el norte, no en el sur.

El Ejército, que era la contrarrevolución armada, lejos de ser destruido, recibió plenos poderes para pulverizar todo intento revolucionario. El golpe de Estado de Pavía fue el resultado de la incapacidad y de la falta de audacia revolucionaria de los jefes republicanos que, interiormente, quedaron satisfechos de que se les librara de la, para ellos, terrible pesadilla del poder. El ensayo había durado escasamente once meses. Los suficientes para aniquilar todas las fuerzas revolucionarias latentes y dejar que la contrarrevolución se organizara y pudiese atacar con resultados satisfactorios.

Los jefes republicanos creyeron de momento que el golpe de Pavía sería anulado en breve por un nuevo impulso de la Revolución. No comprendieron que ellos la habían apagado del todo sin que quedara ni el rescoldo. La contrarrevolución pudo seguir su marcha adelante sin tropiezo alguno. España vivió los años bobos de la Restauración.

Se ha dicho que la Republica no dio hombres nuevos. Los hombres son hijos de la situación. Los Robespierre, los Marat, los Saint Just, los Fouquier Tinville de la revolución española se encontraban potencialmente entre los cantonalistas e insurrectos, no en la cima dirigente.

La Revolución en marcha hubiera hecho surgir del anonimato héroes y luchadores nuevos. Los hombres de la Convención no eran los mismos de los Estados generales de 1789.

Un diputado propuso en las Cortes Republicanas que la Cámara se declarara en Convención Nacional, la cual elegiría una Junta de Salud Pública que sería el Poder Ejecutivo de la República. Este diputado era un Robespierre posible. Tenía una visión justa. La proposición fue desechada. Los profesores y abogados no querían una Convención revolucionaria, sino un Parlamento en el que poder pronunciar discursos grandilocuentes.

Una Junta de Salud Pública, dictando sentencias de muerte contra los enemigos de la Revolución, y dando alas a la insurrección general del pueblo hubiese salvado la República. La revolución burguesa hubiera obtenido la victoria. La República, entonces como hoy, en un país como España, no puede asegurarse sin el triunfo de una revolución social de gran envergadura.

Joaquim Maurín fue dirigente del Bloc Obrer i Camperol (BOC) y del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM). Fue diputado en las Cortes elegidas en febrero de 1936

* Joaquín Maurín, “La Primera República”, La Nueva Era: revista mensual de doctrina e información, año II, núm. 6, marzo-abril-mayo de 1931. Reproducido en ‘La Nueva Era’. Antología de una revista revolucionaria. 1930-1936, Víctor Alba (ed.), Editorial Júcar, Xixón, 1976, pp. 82-93.

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