Después de años de contrarrevolución y represión sangrienta, el mes pasado Oriente Medio comenzó a ver algún rayo de esperanza. En Argelia y Sudán se han producido manifestaciones masivas que suponen un desafío para los regímenes autocráticos de los presidentes Abdelasis Buteflika y Omar al Bashir, respectivamente. En los dos casos han tenido éxito en este sentido: ambos líderes han sido relevados, poniendo fin a décadas de control del poder. No obstante, las manifestaciones no han cesado, porque al igual que en Egipto después de la revolución de 2011, la estructura de poder fundamental que respaldaba a estos líderes se mantiene intacta. Lo mismo sucede con las condiciones materiales que subyacen a las revueltas: salarios de miseria, paro masivo, inseguridad y ausencia de perspectivas de futuro para la juventud, fenómenos inherentes al modelo de ajuste estructural impuesto por el Fondo Monetario Internacional (FMI).

De este modo, las fuerzas populares se hallan en Argelia y Sudán en una posición precaria: el espectro de la contrarrevolución lanzada contra los protagonistas de la primavera árabe está al acecho. Ahora bien, los manifestantes de ahora han aprendido de las luchas recientes en la región y pueden sacar provecho de esta visión retrospectiva. Para hablar de los peligros y las esperanzas que suscitan estos hechos, la colaboradora habitual de Jacobin, Ashley Smith, ha entrevistado a Gilbert Achcar, autor de numerosos análisis y comentarios sobre la primavera árabe y la política de Oriente Medio.

Pregunta: Las revueltas de Sudán y Argelia han despertado nuevas esperanzas en Oriente Medio y el norte de África tras un largo periodo de contrarrevolución. ¿Qué está ocurriendo en estos dos países?

Respuesta: En Sudán y Argelia estamos siendo testigos de dos oleadas de movilización de masas que equivalen en magnitud a las revueltas que se produjeron en 2011. Aquello se convino en llamar la primavera árabe. Por esta razón, en los grandes medios de comunicación se habla mucho de si nos hallamos en medio de una nueva primavera árabe. En realidad, las revueltas en estos dos países son el producto de lo que he venido calificando de proceso revolucionario prolongado, que comenzó en 2011 en toda la región arabófona. La causa principal del mismo es el bloqueo social y económico creado por la combinación del neoliberalismo patrocinado por el FMI y los podridos sistemas políticos autoritarios que lo imponen en todo Oriente Medio y el norte de África. Este bloqueo genera problemas sociales sistemáticos, de los que el más importante es el desempleo juvenil.

El bloqueo causa muchos otros agravios profundos entre las poblaciones de la región, que siguen dando origen a nuevas revueltas. En Sudán, la gota que colmó el vaso fue el aumento del precio del pan después de que el Estado cortara los subsidios a instancias del FMI. En Argelia, la causa inmediata fue de carácter político; el régimen argelino intentó imponer un quinto mandato de Buteflika a pesar del hecho de que este está paralizado de medio cuerpo debido a un ictus que sufrió hace seis años. Esto chocó con las aspiraciones democráticas de la gente.

Así, de nuevo son los agravios económicos y políticos los que impulsan una nueva oleada de revueltas populares, tal como sucedió en Túnez, Egipto, Libia, Yemen, Bahréin y Siria en 2011. Esto confirma que fue un error pensar que esas revueltas eran fruto de una primavera que, al igual que la estación, duraría pocos meses y llegaría a su fin con meros cambios constitucionales o acabaría en fracaso. En realidad, todavía nos hallamos en medio de un proceso revolucionario prolongado que tiene sus raíces en la profunda crisis estructural de la región. Esto significa que no habrá ningún tipo de estabilización de la región arabófona a menos que se produzca un cambio radical de las condiciones sociales, económicas y políticas que han dado lugar a este bloqueo del desarrollo. Hasta que esto ocurra, la crisis seguirá su curso y veremos más explosiones de lucha y más ofensivas contrarrevolucionarias.

Si contemplamos el periodo posterior a la primera ola de revueltas de 2011 a 2013, hemos tenido seis años dominados por la contrarrevolución. Esta última adoptó diversas formas, pero supuso bien la consolidación de los antiguos regímenes, bien la degeneración en guerras civiles y caos. Las monarquías del Golfo sofocaron la revuelta de Bahréin desde primera hora. El régimen sirio ha triunfado de momento con su brutal campaña contrarrevolucionaria, apoyado por Irán y Rusia. El antiguo régimen recuperó el poder en Egipto con ganas. Y han estallado sendas guerras civiles en Libia y Yemen entre fuerzas igualmente reaccionarias y con la intervención criminal del reino de Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos (EAU).

Al mismo tiempo, siguen haciendo erupción diversos volcanes sociales en toda la región, puesto que los antiguos regímenes son incapaces de ofrecer una solución a las injusticias que sufre la población. Así, ha habido importantes movilizaciones sociales, a lo largo de los últimos años, en Túnez, donde se había iniciado todo el proceso de revueltas en diciembre de 2010, y después varios levantamientos sociales desde Marruecos hasta Iraq, pasando por Sudán y Jordania y, más allá de los países árabes, en Irán. Esto no tiene nada de extraño. Como han demostrado todos los procesos revolucionarios prolongados en la historia, habrá una dialéctica entre revolución y contrarrevolución mientras no se resuelvan los grandes problemas políticos y económicos. A falta de solución, corremos el riesgo de sufrir más caos y tragedias.

Pregunta: ¿Qué lecciones han aprendido los activistas que impulsan las nuevas revueltas de Sudán y Argelia de la anterior oleada de luchas?

Respuesta: Hay dos lecciones principales que han aprendido las fuerzas políticas de las experiencias del pasado. Una se refleja en su insistencia en el carácter no violento del movimiento. Tienen mucho cuidado de evitar cualquier acto que pudiera brindar al Estado la oportunidad de hacer uso de todo el abanico de medios represivos contra ellas. La primera ola de revueltas, en realidad, también insistió en lo mismo. En todas se escuchó el grito de “silmiyya, silmiyya”, que significa pacíficamente, pacíficamente, incluso en Siria. Todas intentaron recurrir exclusivamente a medios no violentos. La violencia comenzó en todas partes, sin excepción, por iniciativa de los propios regímenes. Por supuesto, enfrentado a una escalada cualitativa de la violencia estatal, el movimiento de masas no tiene más que dos opciones: una es abandonar la lucha, y la otra, defenderse.

Las guerras civiles atrajeron diversas modalidades de intervención extranjera. En Libia, la intervención de EE UU y sus aliados favoreció a los insurgentes, en un intento de apadrinar su lucha. A raíz de ello, ahora es el único Estado árabe que se ha colapsado a causa de la victoria de los insurgentes. No en vano el conjunto de la maquinaria estatal estaba vinculada orgánicamente a Muamar Gadafi y su camarilla.

Por otro lado, en Siria, la intervención extranjera, sobre todo por parte de Irán, sus intermediarios y Rusia, acudió en apoyo del régimen. Ha permitido sobrevivir al régimen de Bachar el Assad, cometer terribles masacres y destruir zonas enteras del país. La escala de atrocidades ha sido mucho peor en Siria que en ningún otro país, de momento, e incluso Yemen ocupa el segundo lugar en cuanto a magnitud de la tragedia. Allí, la intervención extranjera corre a cargo del reino saudí y los EAU al lado de uno de los bandos contrarrevolucionarios, frente a la alianza de otras dos fuerzas contrarrevolucionarias.

A la luz de estas tragedias, los nuevos movimientos de masas se han vuelto muy conscientes del riesgo de violencia y de una guerra civil apoyada desde el extranjero, y lo tienen muy en cuenta. En cierto modo, lo más sorprendente es que argelinos y sudaneses iniciaran su revuelta después de haber visto los trágicos resultados habidos en otros países. Todos los regímenes de la región han utilizado esos resultados como un potente argumento contrarrevolucionario nuevo para disuadir a sus respectivos pueblos de todo intento de rebelión. El régimen argelino advirtió explícitamente al movimiento de masas de que corría el riesgo de repetir la experiencia siria. Sin embargo, esto no ha bastado para convencer a la gente de no salir a la calle y luchar por sus aspiraciones y reivindicaciones.

La segunda lección que han aprendido los activistas sudaneses y argelinos es la de que el mando militar no es un aliado. Lo han aprendido de la experiencia en Egipto, cuyo tipo de Estado es el que más se parece al de ellos. Estos Estados tienen en común el hecho de que los militares controlan el poder político. Las fuerzas armadas no son simplemente la columna dorsal represiva del régimen, cosa que es común a todos los Estados, sino el centro de gravedad del poder político.

Los sudaneses y argelinos habían observado cómo el ejército egipcio destituyó al presidente Hosni Mubarak en 2011 a raíz del levantamiento popular, solo para restaurar el antiguo orden a la primera oportunidad. Así, cuando los militares depusieron a Buteflika en Argelia y a Bashir en Sudán, el movimiento popular sabía que eso no era suficiente. Comprendió que la destitución del presidente y sus camarillas no suponía más que eliminar la punta del iceberg, y que el grueso de este –lo que la gente llama Estado profundo–, formado especialmente por el complejo militar y de seguridad, se mantiene intacto y que mientras el poder siga en sus manos, el régimen no estará acabado.

Incluso cuando el ejército cedió el control de la jefatura del Estado durante un año en Egipto, se dedicó activamente a preparar su retorno. Y a la primera oportunidad que se les brindó, lanzaron un golpe de Estado contra el presidente electo de los Hermanos Musulmanes, Mohamed Morsi, y recuperaron el pleno poder político con la coronación de Abdelfatah el Sisi. El régimen es tan autoritario ahora que hace que los egipcios añoren al anterior dictador, Mubarak.

Así, los movimientos en Sudán y Argelia han aprendido la lección de que hay que acabar con el Estado profundo. Podemos ver la diferencia entre la reacción de la revuelta egipcia a la destitución de Mubarak por los militares y la respuesta de sudaneses y argelinos a las mismas medidas con respecto a sus propios dictadores. El Egipto, la gente pensó que había triunfado y dejó de acudir a las plazas después de las celebraciones, pero en Argelia y Sudán ha dicho que no es suficiente y continúa manifestándose. Quiere acabar con todo el régimen, no solo deshacerse de algunos pocos que lo encabezan. Acabar con el régimen implica devolver el poder político a la sociedad civil por medios democráticos, que incluyen elecciones y derechos. La plena renuncia al poder por parte de los militares: esto es lo que reclama con insistencia el movimiento popular en ambos países.

Pregunta: Libia parece contrastar profundamente con los signos esperanzadores que vemos en Argelia y Sudán. Allí asistimos a una batalla encarnizada entre distintas facciones por reconstruir el poder del Estado. ¿Cómo valoras lo que está sucediendo allí?

Respuesta :Libia vivió, inmediatamente después de la caída de Gadafi, tras décadas de gobierno totalitario, un periodo de florecimiento democrático con el surgimiento de numerosos grupos políticos y oenegés, el desarrollo de la prensa y la convocatoria de elecciones, que fueron las primeras elecciones libres en el país y una de las más libres que ha conocido la región, con una notable tasa de participación. Las ganó una alianza liberal laica, que derrotó a los fundamentalistas islámicos. Entonces comenzó la contrarrevolución, al rebelarse los fundamentalistas contra el gobierno electo.

En pleno caos resultante, un antiguo jefe militar, Jalifa Haftar, lanzó una iniciativa contrarrevolucionaria para tomar el poder, respaldado por Egipto y los EAU. Sus tropas chocaron con las fuerzas fundamentalistas. En Libia ocurrió exactamente lo mismo que en Egipto, Siria y otros países en que hubo revueltas en 2011: se produjo una dinámica triangular, con un polo revolucionario enfrentado a dos rivales contrarrevolucionarios, el antiguo régimen y sus adversarios fundamentalistas islámicos. En todas partes, los progresistas quedaron marginados y la situación se embarrancó en el choque entre los dos polos contrarrevolucionarios.

Pregunta: Esta dinámica triangular que describes no parece encajar en la situación de Sudán. ¿Por qué es diferente?

Respuesta: En Sudán, el régimen de Bashir reunía en sí a ambos polos contrarrevolucionarios. Gobernó por medio del ejército, al igual que las dictaduras de Egipto o Argelia, pero al mismo tiempo lo hizo en estrecha colaboración con los fundamentalistas islámicos. Estos también formaban parte del régimen. Por eso me he referido a Bashir como una combinación de Morsi y Sisi, llamándole Morsisi.

El hecho de que los fundamentalistas islámicos formaran parte del régimen impidió que desempeñaran papel alguno en la revuelta; de hecho, la gente se rebeló en contra de ellos. Por tanto, no estaban en condiciones de apropiarse de la revuelta, tal como hicieron en Egipto, Túnez, Libia, Yemen y Siria. Esta diferencia es muy importante y ha condicionado la propia revuelta, que ha tenido que enfrentarse a los dos polos de la contrarrevolución juntos.

Esto ha ayudado a que la protesta sudanesa sea la más progresista de todas las revueltas que hemos visto hasta ahora en la región. Es la más avanzada desde el punto de vista organizativo y político. La coalición de grupos que la dirigen se denomina Fuerzas de la Declaración de Libertad y Cambio (FDLC) e incluye asociaciones profesionales y obreras que antes actuaban en la clandestinidad y partidos políticos, desde el Partido Comunista en la izquierda hasta otros musulmanes liberales, movimientos armados que combaten la opresión étnica y grupos feministas.

Estas fuerzas progresistas han definido la política de la revuelta. En particular, las organizaciones de mujeres y feministas, que han desempeñado un papel protagonista, han batallado para que las demandas feministas se incluyeran en el programa de las FDLC. Este estipula ahora, por ejemplo, que el nuevo consejo legislativo deba estar formado por un 40 % de mujeres.

Sin embargo, no debemos subestimar los retos a que se enfrentan las FDLC. La coalición está enfrascada en un tira y afloja con el ejército, que desea mantener el poder en sus manos y no conceder más que funciones subordinadas a los civiles. En cambio, las FDLC exigen que el poder soberano resida plenamente en una mayoría civil y que las fuerzas armadas se limiten a desempeñar un papel de defensa apolítico, como debería ser normal en cualquier Estado civil. De este modo, los revolucionarios sudaneses se enfrentan a los militares, que cuentan con el respaldo de todas las fuerzas regionales e internacionales de la contrarrevolución. Catar, Arabia Saudí, los EAU, Rusia y EE UU apoyan todos a los militares en este tira y afloja. Añadamos a esto a los fundamentalistas islámicos, que naturalmente apoyan al ejército.

En esta situación, la baza principal del movimiento reside en su capacidad de ganarse la simpatía de la tropa y de algunos de los suboficiales de las fuerzas armadas. Esto ha disuadido hasta ahora al ejército de sofocar la revolución a sangre y fuego. Bashir quería que el ejército aplastase la revuelta, pero sus generales se negaron, no porque sean demócratas o humanistas, desde luego, sino porque no confiaban en que la tropa seguiría sus órdenes. El mando militar sabía que una parte de los soldados y suboficiales simpatizaban con la revuelta hasta el punto de utilizar incluso sus armas para defender a los manifestantes de los ataques de matones del régimen y de la policía política. La simpatía de la tropa con el movimiento popular fue el factor determinante para que los militares se deshicieran de Bashir. Ahora, lo más importante para el movimiento es consolidar su base de apoyo en el seno de la tropa y de los suboficiales de las fuerzas armadas. El éxito o fracaso de este esfuerzo será decisivo para el devenir de la revolución.

Pregunta: ¿Por qué las fuerzas progresistas sudanesas han conseguido esta baza tan importante, a diferencia del resto de la región?

Respuesta: Las FDLC no son muy diferentes, en cuanto a su composición política, de las fuerzas progresistas de cualquier lugar de la región. Sin embargo, en esos otros lugares las fuerzas progresistas se han desacreditado al colocarse del lado de uno de los dos polos contrarrevolucionarios. Allí donde los fundamentalistas islámicos estaban en la oposición, lograron subirse al tren de la revuelta y secuestrar el movimiento gracias a su enorme superioridad de medios de que disponían en cuanto a organización, fondos y recursos mediáticos. Tenemos el ejemplo de Egipto. Allí, los Hermanos Musulmanes se pusieron a la cabeza de la revuelta popular. Propagaron ilusiones sobre el ejército en 2011. Cuando cayó Mubarak y en el periodo inmediatamente posterior, los Hermanos trabajaban mano a mano con el ejército. Esto fue de gran ayuda para el ejército a la hora de desactivar el movimiento popular.

Dado que los dos polos contrarrevolucionarios estaban unidos en Sudán, se abrió una brecha por la que pudieron irrumpir las fuerzas progresistas por sí solas. Este no es exactamente el caso en Argelia, donde las fuerzas fundamentalistas no desempeñan ningún papel visible, pero conservan una poderosa red y por tanto todavía pueden ejercer una función contrarrevolucionaria si se da la ocasión. Además, a diferencia de Sudán, en Argelia no existe un liderazgo visible de la revuelta, lo que hace que el movimiento sea tan vulnerable a la manipulación política.

Pregunta: Durante todo este proceso revolucionario, diversas potencias imperiales y regionales han intervenido de alguna manera en las revueltas, especialmente a raíz del declive relativo de EE UU debido a su derrota en Iraq, que brindó a los demás Estados un margen más amplio para defender sus propios intereses. Ahora, Donald Trump parece intentar reafirmar el poder de EE UU respaldando a aliados como Israel y Arabia Saudí y desplegando buques de guerra y bombarderos alrededor del golfo Pérsico frente a Irán. ¿Qué pretende Trump?

Respuesta: Bueno, como ocurre con todo lo que hace Trump, su política es bastante cruda, en el sentido de primitiva. El término crudo me parece especialmente adecuado en este caso, porque toda su estrategia, si es que puede llamarse así, viene determinada por el petróleo crudo. Así, se retira de Siria porque no le interesa apoyar a las guerrillas izquierdistas kurdas y porque el país apenas tiene petróleo, pero no preconiza la retirada de las tropas estadounidenses de Iraq. De hecho, cuando Trump visitó la base militar de EE UU en este país, se declaró decidido a permanecer allí. La excusa era la supuesta necesidad de vigilar a Irán, pero esto no es más que un pretexto, ya que EE UU cuenta con un montón de bases en toda la región del Golfo y con una tecnología muy sofisticada para no perder de vista a Irán.

Sin embargo, con su típico estilo nada diplomático, Trump admitió el motivo real por el que desea tener tropas en Iraq: el crudo. Declaró, efectivamente, que el petróleo era el precio que EE UU debería haber cobrado como recompensa por la invasión y la ocupación del país. Sin pelos en la lengua, dijo que “deberíamos haber tomado el petróleo de Iraq”. Así que es extremadamente crudo en este doble sentido. Por eso respalda al reino saudí y a los demás Estados clientes de Washington entre las monarquías petroleras del Golfo. Los trata como si fueran galgos y ellos lo aceptan. Ni siquiera se atreven a protestar cuando Trump los insulta abiertamente, como hizo recientemente en Wisconsin. Son meros vasallos de EE UU, que dependen del manto protector de su señor.

El mismo criterio del petróleo subyace al súbito cambio de bando de Trump en Libia. Ha revertido la que era la política estadounidense, consistente en apoyar al gobierno de Trípoli, respaldado por Naciones Unidas, declarándose de golpe y porrazo partidario de Haftar. ¿Por qué? Porque Haftar controla ahora los pozos petroleros libios. Esta es la lógica de lo que hace Trump: un imperialismo muy crudo, basado en el interés económico por encima de todo y sin ninguna clase de pretensión ideológica en términos de democracia o derechos humanos. En este sentido, y tal como declara abiertamente, envidia realmente a los gobernantes autoritarios.

Asimismo, su agresividad frente a Irán no solo se explica por el deseo de complacer a su compinche de extrema derecha, Benjamin Netanyahu, ni por alguna pretensión democrática, por supuesto, del mismo modo que su agresividad frente a Venezuela. El interés de Trump por estos dos países no puede separarse del hecho de que ambos disponen de importantes reservas de petróleo. Al margen de lo que uno piense sobre los regímenes de ambos países, hacer frente a las amenazas y gesticulaciones del gobierno de Trump es crucial, especialmente en el caso de Irán, donde el riesgo de guerra es bastante elevado.

Pregunta: Esto está claro, pero ¿qué debería hacer la izquierda internacional con respecto a Sudán?

Respuesta: Lo más urgente es la solidaridad con la revuelta, que hoy por hoy está peligrosamente aislada. Se enfrenta a un bando contrarrevolucionario unido y respaldado por todas las potencias imperiales y regionales. En esta situación, la solidaridad internacional es sumamente importante. Todo gesto de solidaridad significativo reforzará al movimiento sudanés y le infundirá ánimos. En EE UU, la clave está en denunciar el apoyo de Trump al ejército sudanés, junto con sus compinches de las monarquías petroleras. Sería importante lograr que los Demócratas, aunque solo sea por motivos electorales, cuestionaran esta política. Esto es urgente porque podría ser de gran ayuda a las FDLC en su tira y afloja con el ejército en el proceso de transición democrática del país.

El Departamento de Estado de EE UU propugna ahora un periodo de transición breve, mientras que los revolucionarios sudaneses reclaman un periodo más largo, durante el cual se establecieran instituciones civiles transitorias antes de convocar elecciones en el país. Necesitan tiempo para desarrollar sus partidos después de décadas de sufrir una intensa represión. Saben por la experiencia de Egipto y Túnez que cuanto antes se celebran elecciones, tanto más probable es que las ganen quienes cuentan con la mejor organización, mayores recursos y el respaldo internacional. En estos dos países fueron los fundamentalistas islámicos, y en Sudán es probable que sean fuerzas políticas surgidas del antiguo régimen, incluidos los Hermanos Musulmanes y los Salafistas. Cuentan con medios materiales muy superiores a los de las FDLC.

Así, es muy importante que las fuerzas políticas de izquierda en EE UU apoyen conjuntamente la revuelta sudanesa y respalden las demandas de su dirección. Esto es esencial para reconstruir una tradición de solidaridad de la izquierda internacionalista con el movimiento global de los pueblos explotados y oprimidos.

18/05/2019

https://jacobinmag.com/2019/05/Sudán-Argelia-uprising-bouteflika-al-bashir

Traducción: viento sur

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