El rebrote actual de la inflación es consecuencia del propio modelo exportador que impulsa el gobierno. En condiciones de alta concentración oligopólica y continuada desindustrialización, este esquema amenaza la continuidad del crecimiento y agrava el empobrecimiento.
Algunos funcionarios minimizan el problema recordando que un aumento de los precios del 8 al 15% anual es irrelevante en comparación a la carestía de los años 80 o a la hiperinflación de los 90. Pero en la actualidad, cada punto de inflación sin compensación salarial agrega 125.000 nuevos pobres a un infierno de miseria que no existía en esa época.
El incremento promedio del 4% de los precios minoristas durante el primer trimestre incluyó una suba del 5,9% de la canasta de alimentos, que afecta directamente a los desamparados. Si el repunte inflacionario no tiene contrapesos en aumentos de sueldos y subvenciones a los desempleados, medio millón de pobres se agregarán al 40% de la población que no cubre sus necesidades básicas. Existe un segmento fronterizo de 9% de cuasipobres que recaerá en la miseria si persiste la carestía.
La inflación tiene numerosas raíces en un país con precios históricamente tan descontrolados. Pero el resurgimiento actual no obedece a las distintas hipótesis que manejan los funcionarios del gobierno.

El fantasma de los salarios

Lavagna ha retomado el viejo diagnóstico patronal de la inflación por salarios para culpabilizar a los trabajadores por la carestía. Por eso intenta eliminar los aumentos por decreto y quiere condicionar la recuperación de los sueldos a incrementos de la productividad, negociados con cada sector empresario. Presenta este mensaje como un acto de protección hacia los pobres, recordando que "en la carrera contra los precios siempre pierden los salarios". Pero no menciona que los capitalistas necesitan el auxilio de sus ministros para ganar este puja.
Si la inflación dependiera del salario, el derrumbe actual de los sueldos debería mantener planchado a los precios. Son los capitalistas y no los trabajadores quiénes manejan esta variable, introduciendo remarcaciones frente a una suba de los sueldos. Avalar este traslado como una reacción natural presupone asumir la visión de los empresarios, porque el salario constituye un costo sólo para ellos. Para los trabajadores es un ingreso que disminuye en términos reales cuándo hay inflación.
Atribuir en la actualidad la inflación al costo salarial es completamente absurdo, porque esta variable se ubica en un 20 o 30% por debajo del nivel vigente antes de la devaluación. Los capitalistas han logrado un ahorro que solo difiere según la rama, el destino de los bienes y la productividad de cada firma. Todos los empresarios lucran con el retroceso de los salarios reales que en promedio se ubican un 13% por debajo de diciembre del 2001. Esta pérdida es menor entre los trabajadores del sector privado formal, pero se eleva al 28 % entre los empleados públicos y al 26% entre los informales.
Por su parte Kirchner se orienta a aceptar un "nivel moderado de inflación", como si esta perspectiva fuera indolora. Una carestía perdurable sería particularmente dramática para los desocupados y la mitad de la población asalariada que se encuentra contratada en empleos de pobreza. Para ellos cualquier suba de precios significa enfermedad, desnutrición y embrutecimiento.

El freno de la demanda

Otros funcionarios como Redrado diagnostican que la inflación resurgió porque en los últimos meses el consumo crece por encima de la inversión. Pero un repunte de este tipo debería ser transitorio y quedar acotado a los productos adquiridos por los sectores altos ingresos. Explicaría los aumentos de ciertos servicios, pero no la suba generalizada que en el último año afectó al 96% de las mercancías.
En el contexto de ingresos polarizados que caracteriza a la Argentina es falso sugerir que la demanda global infla los precios. Con la reactivación de los últimos años la torta se agrandó en comparación al desplome precedentes, pero también se ampliaron las porciones que deglute la minoría. La brecha entre el 10 % más rico y más pobre pasó de 24,25 veces (mayo 2003) a 27,81 veces (diciembre 2003) y luego a 28,94 veces (mayo 2004). Los privilegiados recobraron su nivel de hiperconsumo, pero la mitad del país carga con la cruz del subconsumo.
Los economistas más ortodoxos del gobierno que temen el recalentamiento de la demanda intentarán ajustar el torniquete monetario (subejecución del gasto, recorte de la emisión, incremento de tasas de interés), mientras refuerzan el apretón fiscal sobre la clase media.
Pero estas medidas tienen limitada efectividad en el marco de inédita austeridad que impuso Kirchner. Cualquier sugerencia monetarista de inflación por emisión es un despiste completo en la actualidad. Con el gasto estatal en un piso sin precedentes, la impresión de billetes no amplifica la escalada de los precios. Lo que reina es el dogma del superávit fiscal y el circulante se mantiene contraído por la baja monetización que legó el colapso bancario.

Concertaciones fallidas

Otro sector del gobierno más cercano al presidente considera que la inflación se origina en las remarcaciones que disponen las 200 empresas formadoras de precios. Por eso los funcionarios intentaron negociar un acuerdo para frenar la escalada, pero sin lograr ningún resultado. Ahora discuten con las mismas empresas el lanzamiento de una "canasta social" de alimentos básicos. Nadie sabe porqué funcionaría esta segunda variante luego del fracaso de la primera concertación. La nueva canasta permitiría disimular los aumentos ya aplicados y seguramente incluirá bienes de baja de calidad. Podría además servirle a Lavagna -siempre irritado con los guarismos del Indec- para construir alguna estadística paralela.
Para actuar efectivamente sobre los formadores de precios habría que utilizar ante todo las leyes de abastecimiento y emergencia que fueron sancionadas en épocas de alta inflación y que contemplan multas, clausuras y decomisos de mercaderías. Pero el presidente ni siquiera menciona esta posibilidad porque acepta de antemano el chantaje del desabastecimiento. Mientras por un lado recurre a una negociación heterodoxa con las cúpulas empresarias, por otra parte exalta la vigencia neoliberal de los precios libres.
En medio de tantas idas y vueltas, Kirchner presentó la anulación de una suba de combustibles como un éxito de su campaña contra los abusadores. Pero en realidad ese incremento fue eliminado cuándo apareció una concesión oficial a las petroleras (importar gas oil sin impuestos). Además, la rebaja es completamente irrelevante en comparación a la renta que obtienen las compañías por la diferencia entre costos y precio de venta locales de los combustibles.
Después de ese episodio el presidente igualmente tiende a sustituir el escrache individual de los remarcadores por un vago llamado a "comprarle a los que no aumenten". Convoca a los consumidores a hacer lo obvio, imaginando que al cabo de una jornada laboral agotadora la población dispone de tiempo y energías para comparar las cotizaciones de cada comercio. Dada la concentración oligopólica de muchos precios esa recorrida resultará bastante inútil. La soberanía del consumidor es un mito particularmente absurdo en los sectores controlados por dos o tres empresas, como lácteos, gaseosas, cigarrillos, envases, cemento o higiene.
Es indudable que la inflación actual contiene un fuerte componente de inducción oligopólica, especialmente en combustibles y alimentos. Para preservar su rentabilidad cercana al 30% anual -que supera al mejor momento de la convertibilidad- las grandes compañías ajustan precios ante cualquier asomo de mayores costos.
Un ingrediente central de este impulso son los aumentos de tarifas que ya dispuso el gobierno, como por ejemplo la suba del 53% de la energía eléctrica mayorista desde enero del 2004. Qué los futuros incrementos excluyan o no a los usuarios particulares no será muy relevante. Basta que afecte a los industriales o comerciantes para que lo sufran todos los consumidores.
La inflación actual que plasman los formadores de precios se encuentra igualmente contrapesada por la competencia que opone a los propios monopolios. Lo que gravita más sobre la escalada de precios son las tensiones que emergen del propio modelo.

Las exportaciones y la deuda

El principal motor de la inflación actual -en un contexto de competencia monopólica- es el modelo exportador de bajos salarios. Este esquema reaviva el viejo mecanismo de adaptación de los precios internos al ascenso de las cotizaciones (o el volumen) de las agroexportaciones. Cómo el empresario puede colocar el mismo producto fuera del país -obteniendo mayor lucro- traslada ese adicional al mercado local.
Este alineamiento -que históricamente socavó la estabilidad de los precios en la Argentina- opera con plenitud desde la devaluación. Por eso en los últimos tres años la carne subió entre 113% y 150% y el aceite de maíz trepó 339%. Para contrarrestar este desestabilizador encarecimiento se aplican las retenciones. Pero con presiones, fraudes fiscales y prédicas neoliberales, las grandes empresas han logrado atenuar la incidencia de este impuesto.
La carestía actual es un efecto demorado de la devaluación. La baja traslación a los precios que siguió al fin de la convertibilidad (y que tanto enorgullece a Lavagna) se está diluyendo. La brecha entre la devaluación (200%) y el aumento de los precios mayoristas (100%) y minoristas (55%) tiende a cerrarse con la reactivación que sucedió al colapso deflacionario de 1998-2001.
El propio gobierno apuntala la inflación por exportaciones al sostener la cotización del dólar. Busca evitar la revaluación del peso, que deriva del reingreso de capitales y de las expectativas en nuevos negocios. Cómo, además, el dólar tiende a devaluarse a escala internacional, el costo de este sostenimiento es cada vez mayor. Si la compra oficial de divisas cruza cierto límite el impacto sobre los precios será más significativo.
Pero el gobierno debe convivir con este escenario, porque depende del cobro de las retenciones para mantener el superávit fiscal que destina al pago de la deuda. No puede rehuir las derivaciones inflacionarias que tanto fastidian al presidente. El canje de los títulos ha introducido otro factor autónomo de inflación, al dejar nominado en pesos indexables la mitad del nuevo pasivo. Por cada punto de incremento de los pecios la deuda trepa 1500 millones de pesos. Este tipo de desembolsos se financiaron en el pasado con emisión y alimentaron el círculo vicioso de endeudamiento inflacionario.

El ahogo estructural

La inflación actual también proviene en cierta medida de la baja oferta industrial. Este determinante estructural sobrevuela el esquema actual de crecimiento con reducida inversión. Aunque la producción industrial ya recuperó el nivel de 1998, la inversión se mantiene un 20% por debajo de ese año y sólo en el 2004 retomó un signo positivo. Por efecto de la depresión y el default, los aportes de capital externo para proyectos productivos de largo plazo no repuntan y los capitalistas locales destinan por ahora el grueso de sus fondos a especular con inmuebles, acciones y bonos.
La inflación estructural actual es consecuencia de una primarización acumulativa. El extendido cementerio fabril continúa pesando sobre el conjunto de la economía. La recuperación solo eliminó la capacidad ociosa de las plantas ya existentes, pero no revierte el completo abandono de la gran producción (locomotoras, motocompresoras). Incluso la elaboración local de bienes muy elementales (biromes, bujías, tubos fluorescentes o cepillos de dientes) continúa postergada. Por eso solo un tercio de la escasa inversión se destina bienes de capital, mientras los acuerdos de comercio exterior con Brasil o China convalidan la demolición industrial. El país ha quedado convertido en un proveedor excluyente de materias primas.
La ausencia de inversión pública por la prioridad del superávit fiscal refuerza la desindustrialización y la consiguiente inflación estructural. Cómo ocurrió en los 90 el gobierno apuesta todas sus fichas al resurgimiento de la inversión privada. Pero mientras espera se agrava un estrangulamiento de la oferta, que en algunos sectores como la energía ya conspiran contra la continuidad de la reactivación.

Contradicciones y alternativas

El gobierno está atrapado por los efectos de la inflación que motoriza su propio modelo. Desearía eliminarla, pero no puede taladrar los cimientos de su obra. La inflación ha sido imprevista, pero no es ajena al curso elegido desde la devaluación. Nadie puede en este caso achacarle culpas a la convertibilidad o a la herencia menemista.
Los economistas del "Plan Fénix" sostienen que una "inflación tolerable" resultaría beneficiosa si permite evitar el enfriamiento de la economía. Pero se olvidan de agregar que esta conveniencia excluye a todos los trabajadores, desempleados e integrantes de la clase media. Promueven el sostenimiento del dólar alto con el mismo entusiasmo que auspiciaron la devaluación. Como se compatibiliza este "tipo de cambio real competitivo" con la redistribución del ingreso -que también promueven- es un misterio insondable.
El gobierno difunde el temor a la inflación para rechazar las demandas salariales y restaurar un clima de emergencia, que no se condice con los índices de crecimiento, ni con las enormes ganancias empresarias. Recurre al auxilio de la burocracia sindical para contrarrestar los reclamos de los asalariados y afirma que no hay espacio para reconquistar inmediatamente los derechos arrebatados a los trabajadores.
Pero la inflación no es un mal inexorable, ni se elimina con nuevos ajustes. Existen alternativas no contractivas, ni empobrecedoras de política antiinflacionaria. Aplicando las leyes que están vigentes se podría sancionar a los responsables de la carestía, recurriendo a la movilización popular si aparece el desabastecimiento. Congelar primero y revisar después todas las tarifas permitiría anular un factor de incentivo directo del ascenso de los precios.
Pero cortar las raíces del impulso inflacionario exige además revertir la prioridad asignada a las exportaciones en desmedro del consumo popular. El punto de partida es desvincular los precios locales de sus cotizaciones internacionales y para ese fin las retenciones son insuficientes por su limitada eficacia en la regulación de los precios. Aquí se requiere la intervención estatal directa para la fijación de ciertos precios estratégicos en función de los costos internos, especialmente en el área de los combustibles.
Como la inflación no se origina en el aumento del consumo masivo es completamente contraproducente enfriar la demanda popular. Un modelo antiinflacionario debería actuar en dirección opuesta, incentivando la recomposición del poder adquisitivo y aumentando simultáneamente la provisión de los productos prioritarios. La inflación estructural se corrige reindustrializando con el sostén de la inversión pública.
Pero esta política de obra pública y aumento de salarios es incompatible con el pago de la deuda. Esta hipoteca es el gran obstáculo para implementar medidas de protección del bolsillo popular. El fraudulento pasivo apuntala el modelo exportador, ahoga el gasto social e impide actuar contra el rebrote de los precios. Después del canje apareció la inflación, para recordar que los efectos de la deuda no desaparecieron con el fin del default.

Buenos Aires, 16/4/05

Claudio Katz es economista, profesor de la UBA, investigador del Conicet. Miembro del EDI (Economistas de Izquierda). Su página Web es: www.netforsys.com/claudiokatz

Correspondencia de Prensa germain@chasque.net
Año II - Nº 2097 - 18 de Abril de 2005]

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