Si ya en mayo nos enterábamos de noticias como la participación de la delegada del gobierno en Catalunya en un homenaje a la División Azul y la dedicación
oficial de más de 280.000 euros a arreglar el Valle de los Caídos, y en junio un juez ordenaba el derribo del monolito dedicado a las Brigadas
Internacionales en la Universidad Complutense de Madrid, no han faltado tampoco este verano otras menos preocupantes de la deriva del partido en el
gobierno.

En efecto, en pleno agosto hemos tenido que soportar el retorno en las filas del PP de distintas formas de exhibición de simbología franquista (la bandera
con el aguilucho, sobre todo) e incluso de justificación de sus crímenes (“los fusilados por Franco lo merecían”, se ha atrevido a decir un alcalde
gallego) que pronto han sido acompañadas por declaraciones de algunos de sus dirigentes en las que pretendían relativizar la significación histórica de la
dictadura equiparándola con la II República. Por mencionar las más relevantes: el diputado Rafael Hernando respondió calificando como meras “disquisiciones
históricas” intentar distinguir entre la República del 31 y la dictadura, llegando a afirmar que el millón de muertos fue consecuencia de aquélla e incluso
que la muestra en público de la bandera tricolor era ilegal; también hemos escuchado al presidente de la Comisión Constitucional del Congreso y miembro del
PP, Arturo García Tizón, acusar de “hipocresía moral y política” a representantes de la izquierda que pedían la penalización de las exhibiciones
franquistas por el hecho de defender al mismo tiempo la legitimidad de la bandera republicana. ¿Qué está pasando aquí? ¿Por qué se está produciendo este
nuevo paso adelante de esta “derecha sin complejos” en la banalización pública del franquismo para así justificar una vez más su rechazo a la condena
explícita de la dictadura y, de esta forma, poder dar cobertura a quienes dentro de sus organizaciones no ocultan su nostalgia por aquel régimen?

Aunque es posible que la memoria selectiva de Hernando le haya llevado a “olvidar” que una sentencia judicial había declarado ya en 2003 que era legal
exhibir la bandera republicana, la respuesta a esas preguntas no está, desde luego, en considerar anecdóticas esas tomas de posición o, lo que es peor, en
decir que lo del tal Hernando “no es maldad, es ignorancia”, como ha hecho el diputado y candidato “in pectore” a liderar el PSOE Eduardo
Medina. No podemos menospreciar manifestaciones como ésas, ya que tienen que ver con esa mentalidad autoritaria de raíces franquistas que renace hoy con
fuerza en las filas del PP. Por eso debemos recordar una vez más los genes de los que nació ese partido y que están presentes en la cultura política en la
que se ha socializado la mayoría de su militancia activa, aderezada, eso sí, con su mestizaje posterior con el pensamiento neoliberal y neocon
estadounidense.

Pero también habría que añadir que a esos orígenes y a su particular sincretismo posterior se han sumado dos factores nuevos: por un lado, la tendencia en
auge, aunque todavía minoritaria, en sectores de la opinión pública a cuestionar el régimen forjado desde arriba en la mitificada Transición; por otro, el
paso acelerado que el gobierno del PP quiere dar, en medio de la crisis social y el desafío independentista desde Catalunya, hacia una tercera Restauración
borbónica más autoritaria.

Respecto a los genes franquistas de esta formación, basta recordar a las personas “desmemoriadas” que su fundador, Manuel Fraga, fue un beligerante
ministro franquista que, pese a su aggiornamento posterior, nunca mostró la menor autocrítica por su implicación directa e indirecta en los
crímenes franquistas de los años 60 y 70 del pasado siglo. Eso sí, buscó conciliar esos antecedentes con la reivindicación de un prohombre de la primera
Restauración borbónica, el padre del liberal-conservadurismo Cánovas del Castillo, presentándolo como ejemplo de lo que él quería hacer con su partido en
la segunda Restauración en marcha: o sea, ser pilar fundamental de un “modelo de Estado” monárquico, católico, centralista, caciquil y corrupto que le
permitiría ir “alternando” en el gobierno con otro partido fiel al régimen, el PSOE. Así, pese a sus tropiezos iniciales, desde el golpe del 23F de 1981 y
tras el hundimiento de la UCD iría ocupando un amplio espacio electoral para poner en pie ese proyecto junto con el “clan de Valladolid” encabezado por
Aznar, ya en los 90; todo esto aprovechando el triunfalismo neoliberal posterior a la caída del bloque soviético y el declive de un PSOE en sus horas más
bajas. La “guerra global contra el terror” daría un nuevo aliento a ese proyecto, al que acompañaría la ofensiva “negacionista” de “nuevos historiadores”
como Pío Moa y César Vidal, dispuestos a criminalizar incluso a un Azaña al que años antes Aznar había osado tímidamente reivindicar.

Ésa fue la “formación política” de la que los cuadros del PP se fueron dotando, enriquecida con algunos personajes “conversos” procedentes de la izquierda
que, muy bien tratados por el “TDT party” y afines, pretendían dejar en segundo plano su pasado franquista. Sin embargo, la aparición de un movimiento de
recuperación de la memoria histórica, protagonizado primero por nietos de los vencidos en la guerra civil y apoyado luego por algunos jueces y, sobre todo,
por una contraofensiva de historiadores que ha venido a documentar con rigor -y denunciar así con mayor razón- la guerra de exterminio emprendida por el
franquismo, ha servido para desvelar ante las nuevas generaciones el pacto de amnesia que se quiso imponer con la Ley de Amnistía de octubre de 1977 y
seguir exigiendo “verdad, justicia y reparación”.

A esa réplica, apenas satisfecha con la Ley de Memoria Histórica pero ahora correspondida con las esperanzas creadas por la querella argentina contra los
crímenes del franquismo, se ha ido sumando luego un ciclo de protestas abierto con el 15M que ha llevado a muchas y muchos de sus activistas a percibir
cómo las raíces de la crisis de régimen actual se remontan al tan ensalzado “consenso” del 78 y al arraigo que llegó a tener una “Cultura de la Transición”
únicamente obsesionada por estrechar cada vez más el espacio de la política y por excluir del mismo toda forma de disenso.

A todo esto se suma ahora la firme voluntad del PP de utilizar a fondo y a pasos acelerados su “dictadura parlamentaria” para dar una nueva vuelta de
tuerca en su servilismo a los poderes financieros, en su recentralización del Estado frente al desafío independentista catalán, en su blindaje frente al
escándalo de su financiación ilegal y, necesariamente, en la criminalización de la disidencia, incluso de algunos partidos parlamentarios. Para esos
propósitos parece que quiere volver también, junto con la nueva cantinela contra el/la “antisistema” y el viejo anticomunismo visceral (como hemos visto
también con el diputado del PP de Segovia, Pedro Gómez de la Serna, a propósito de la Universidad de Verano de Izquierda Anticapitalista) a aquella Alianza
Popular de los primeros años de la Transición que no ocultaba su pretensión de cobijar en su seno a la extrema derecha más nostálgica del franquismo, como
así acabó ocurriendo.


Ahora, se trata de impedir que la reivindicación de la memoria de la lucha por las libertades y la justicia social que se inició un 14 de abril de 1931 sea
escuchada por las nuevas generaciones para seguir deformando la historia y mantener el falso “olvido” de la Transición que les permitió ocultar sus propios
orígenes. Pero si lo hacen es porque cualquier recuperación de la memoria colectiva antifranquista y antifascista choca también con su proyecto en marcha:
la puesta en pie de un tipo de régimen que empieza a recordarnos a algunos aquél del tardofranquismo que un eximio politólogo llegó a legitimar,
presentándolo ya no como dictadura sino como un “autoritarismo de pluralismo limitado”.

Jaime Pastor forma parte del Secretariado de VIENTO SUR

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