«Police partout, justice nulle parte»

Víctor Hugo

Sí. Era la última oportunidad que quedaba abierta. Y sí, ha pasado. Esta semana hemos conocido, tras nueve años de espera, la resolución judicial que finalmente, sí, condena algunas de las cargas policiales del 27 de mayo de 2011 en la Plaza Cataluña, en aquel intento político -sin orden judicial y frustrado por la fortaleza de la gente- de desalojar a los indignados y ahuyentar al 15M de las plazas. Proyección drástica elocuente, es como si la primera sentencia contra la violencia policial del primer día de octubre de 2017 no pudiese llegar hasta el año 2026. Dentro de seis años. En la vía catalana, primera reflexión, ha costado 3285 días: tan fácil que es criticar a los demás y alabar a los propios. Pero no. Habría que no autoengañarse más de la cuenta: nueve años y dos sentencias después, el grado de impunidad efectiva de aquellas cargas policiales se sitúa a la sazón en el 96%. De 121 heridos, sólo cinco han visto como los tribunales les daban un poco, un algo, de razón. Nueve años después.

Contrafáctico dolorido, la cuestión es que para llegar a las mismas conclusiones que remacha la sentencia no era necesario esperar tanto tiempo. Se podrían haber enunciado al día siguiente de unos hechos públicos retransmitidos en directo, que suscitaron la inmediata condena de Amnistía Internacional y una visita de urgencia del CPT del Consejo de Europa. En ese hipotético día siguiente, sólo hubiera sido necesario que el consejero de Interior Felip Puig hubiera pedido disculpas y anunciado una investigación interna, pronta y eficaz, con resultados mínimamente reparadores. Tal vez los denunciantes se habrían ahorrado nueve años de via crucis judicial repleto de obstáculos e, incluso, osadamente, diré que hasta el agente condenado el martes tal vez se hubiera ahorrado la vigente condena. Reconocimiento, reparación y garantías de no repetición eran la fórmula entonces. Lo es todavía. Lo será siempre. Pero no aprendemos. O no queremos.

Porque como todos ustedes sabrán, pasó exactamente todo lo contrario. Negación banalizadora, cobertura oficial y desprecio institucional desde un poder político que amparaba vergonzosamente el abuso policial. Se defendió la actuación, se cerraron filas, se criminalizó a los agredidos y terminó pasando lo de siempre: lo que mal empieza, mal acaba, con un traje a medida para que todos se repitiera de nuevo. Incluso bajo aquella imagen soez de aquel consejero de Interior haciendo chanza con un bate de béisbol en mano, desplegaron una burda campaña posterior –urdida y planificada– para criminalizar el movimiento: aquellos hechos en los alrededores del Parlamento, que derivaron en una acusación por sedición, ejercida por la Generalitat en la cueva de excepción de la Audiencia Nacional y que llevaba por comparsa a la extrema derecha judicial –Manos Sucias– ejerciendo de acusación popular. ¿Les suena de algo?

Absueltos en primera instancia, ocho indignados fueron condenados a 3 años de prisión cada uno, en una revisión suprema –que consagraba la «violencia ambiental–, firmada por un tal Manuel Marchena. ¿Les suena? No todo dura siempre, pero a menudo tarda. Aquel nefasto mayo de 2011, alguien decidió apretar el acelerador de una máquina que terminó estrellándose en el caso Ester Quintana, como ante un espejo roto. De allí vino una comisión de estudio parlamentaria que recomendó, tras meses de trabajo, la opción clara por la alternativa sólida de la mediación, la gestión alternativa de la resolución de conflictos desde parámetros garantistas y un nuevo modelo donde se prohibían las balas de goma y se renunciaba a la brutalidad policial. Pero nada, ni lo bueno ni lo malo, es para siempre.

Ahora ya estamos en 2020. El tiempo jamás pasa en vano y los retrocesos son obvios. Mucho antes, en 2014, la Audiencia Provincial ya emitía la primera condena firme contra el mismo agente condenado; sólo siete meses después, el gobierno de la Generalitat respondía condecorándolo. El agredido -quien suscribe este texto– nunca recibió ningún apoyo institucional; el agresor, todos. Pero hoy ya estamos en el 2020 y el último mes he vuelto a ver, cuestionando de raíz la pretendida neutralidad de la función pública policial, como el mismo agente mostraba una extrema hostilidad con los manifestantes anticapitalistas a la Vila de Gracia y, apenas al día siguiente, hacía gala de una extrema amabilidad con los manifestantes de extrema derecha reunidos en Sarrià. En todo caso, con demasiada antecedentes acumulados, si sé -sí creo- que un agente de 'porra tan fácil' y que muestra tanto desprecio y arbitrariedad por derechos fundamentales e integridades físicas y morales debería estar apartado siempre de primera línea de la calle. Interior lo podía haber hecho desde aquel mayo de 2011. Ha decidido hacerlo en junio de 2020, aunque lo supiese hace años. Nueve, como mínimo.

Sólo puedo tener una única valoración a la intemperie: que la cuestión es esencialmente estructural y política porqué el departamento de Interior ha renunciado, desde el primer día, a cualquier mecanismo interno de investigación, depuración, rotación, remoción o suspensión –o incluso, expulsión del cuerpo; que el Govern le ha costeado toda la defensa y ha mantenido la inocencia hasta antes de ayer; y que Interior le ha condecorado a pesar de haber sido condenado; y lo ha ascendido y situado en máximas responsabilidades de orden público. No sé si se puede hacer más... en sentido contrario. No es un agente solo, entonces; es toda la estructura la que ha quedado comprometida y en entredicho. Dirán como mala excusa que el ascenso fue por oposición interna: responderé que el hecho de que no haya ninguna cláusula temporal de suspensión si hay procedimientos judiciales abiertos es pura decisión política, tan política como la designación del destino, que no se gana en oposición, sino por nombramiento. Por decisión política. Es decir, el país tal como se nos queda, que aquellos que debían reprobar profesionalmente desde el primer día la brutalidad garrotera del agente, sólo han hecho que aplaudirle –hasta el pasado martes– durante los últimos nueve años. Y de ahí llora la criatura. Aquí y en Minneapolis, que acaba de pedir la supresión de la policía y recomenzar de nuevo.

Incluso la misma noche del martes pasado, así es la impunidad instalada, algunos responsables políticos de Interior ya iban anunciando soto vocce a ciertos periodistas que «no pasaría nada de nada». No siempre es así, no todo es para siempre, y la alfombra ya no daba para taparlo todo. Al día siguiente, el jefe de los Mossos, Eduard Sallent, anunciaba en TV3 un exiguo cambio: en concreto, un simple cambio de destino. Y aún así, sus palabras estaban a años luz de los discursos de 2011. En la entrevista, en cambio, Sallent reconocía que el racismo lo atraviesa todo, también la policía. Y es de agradecer, porque es el único punto de partida posible. Asumir que el racismo es estructural y todo lo impregna. Si el 27 de mayo de hace nueve años se hubiera dicho algo parecido –que aquella brutalidad contra manifestantes pacíficos nunca es aceptable bajo ningún concepto– quizás no estaríamos donde estamos.

Después de todo, aparte de 9 años, ¿qué más tiene que pasar para que algún día pase algo? La cuestión, la cuestión lamentable de fondo, es que aquel 27 de mayo de hace nueve años, los antidisturbios actuaron de la misma forma –hostias por doquier y al por mayor– que Pérez de los Cobos aquel funesto primer día de octubre. La cuestión kafkiana, dialéctica del absurdo, es que a quien aquel octubre –el mayor Trapero– probó de responder respetando derechos fundamentales, aplicando los principios de intervención policial –congruencia, proporcionalidad, oportunidad– y garantizando la convivencia en momentos frágiles se le han pedido este lunes diez años de prisión e inhabilitación. En cambio, al general que ordenó la violencia se le ha ascendido y condecorado y ha seguido haciendo de las suyas, ahora contra el 8M. Todo es tan kafkiano que no sé descifrarlo pero, si se me permite la paradoja, diría que los más sensatos serán los más castigados. Por un lado, castigo de impunidad, los manifestantes golpeados que aquel mayo de 2011 renunciaban a cualquier forma de violencia y optaban por la inteligencia transformadora de la desobediencia civil pacífica y han estado nueve años (im)pacientes para conseguir una sentencia. Por otro, castigo de venganza, los mandos que, aprendiendo quizás de aquel mayo indignado lejano, renunciaron el uno de octubre a una violencia policial imposible en todos los términos. Diez años en dimensiones tan diferentes, pero injustas en ambos casos: unos, esperando nueve años una sentencia; el otro, pendiente de una condena de una década.

Para los que nunca hemos creído demasiado ni en la pena ni el castigo, para los que pensamos que la prisión es caduca y anacrónica, para los que leemos que los patrones represivos y punitivos son decimonónicos y para los que creemos que las violencias todo lo joden, estos nueve años han sido una extraña escuela. Hemos aprendido que la probabilidad de justicia es una rendija diminuta. Pero que la probabilidad de victoria –y la pequeña gran victoria concreta es esa– sólo radica en nueve años de compromiso, horas y tardes perdidas, perseverancia a prueba de frustraciones contra muros oficiales e implicarse hasta el último minuto del partido y aún en el tiempo de descuento. Porque aún puede haber prórroga: la sentencia no es firme, se puede recurrir y aún quedará el comodín funesto del indulto. Paradojas de los costes represivos, aquellos ocho indignados del 15M condenados bajo excepción esperan hace años un indulto. Sólo como hipótesis, se imaginan que diez años después, ¿todo termina en un doble indulto? ¿Qué diría eso de todos nosotros?

Termino con dos conclusiones finales demasiado duras. La primera, nacida de las reflexiones del estimado Martxelo Otamendi, torturado por la Guardia Civil, acusado de terrorismo y absuelto en todos los términos en una sentencia que remachaba que el cierre de Egunkaria no tubo nunca «habilitación constitucional directa». Acabáramos. Parafraseando su reflexión –«si eso le hacen al director de un medio de comunicación, que no le harán los demás…»– podríamos aplicarla también a mayo de 2011. Y sostener: si con todas las cámaras retransmitiendo en directo aquellos golpes; si con entidades de derechos humanos –del OSPDH, al Centre Iridia y hasta la Comisión de Defensa del Colegio de Abogados- y toda un tupida red de apoyos solidarios; si con un hecho no habitual como desencadenante de las sentencias –conocer el número de placa del agente por otros factores–, se tarda exactamente nueve años en restablecer mínimamente la justicia, que carajo no le pasará a la migrante pobre, al menor desamparado, a la trabajadora sexual? La pregunta asusta. Menos que la respuesta.

Y segunda conclusión, como corolario: en estos días donde algunos silencios hablan solos y hablan vergüenza, se cuela, pura anécdota, un detalle de 2018. Cuando siete años después de los hechos y cuatro tras la primera sentencia, la administración ordenó la ejecución del pago –a costa del erario público– de las costas de los abogados –Jaume Asens, Anais Franquesa; gràcies–, la interlocutoria judicial me pareció demasiado clarividente, aunque no pasara de pura formalidad elocuente. Allí, por una vez, se podía leer: «Denunciante: David Fernández - Contrario: Felip Puig». Es la única vez que he visto las máximas responsabilidades políticas esclarecidas del todo. En un papel que no servía, sobra decirlo, para nada.

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Notas a la edición castellana.

PS. Me escribe mi estimado Santiago Alba Rico, tras el artículo, y con toda su lucidez habitual apunta: "Todo esto nos recuerda que el único que tiene memoria en este país –y no olvida nada y transmite sus recuerdos– es el aparato del Estado. Mientras los demás intentamos olvidar, él recuerda”.

PS2. "Eres un mono. Tonto laba. Negro de mierda, hijo de la gran puta. Soy racista, mucho; mírame; racista no, lo siguiente. La próxima vez que veas a la policía corre muy lejos, más lejos de África". Sant Feliu Sassera, cerca de Manresa. 2019. Agentes de los Mossos adscritos a las ARRO –la misma unidad que el agente condenado por la violencia contra el 15M– en la detención al joven migrante Wubi. Todos los agentes siguen en activo. Lo explica La Directa y abre los informativos de Catalunya Radio. El silencio de Interior, ensordecedor, ha durado horas. A las 14:25 un lacónico comunicado: “cambio de destino de los agentes implicados”. Cambio de destino, el nuevo eufemismo de la impunidad.

https://www.ara.cat/opinio/david-fernandez-questio_0_2470553104.html

David Fernandez, periodista y activista

12/06/2020

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