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El conflicto en torno a la reclamación mayoritaria en la sociedad catalana del ejercicio del derecho a decidir su futuro, incluida la independencia, continúa estando en el centro de la agenda política y parece estar lejos de verse resuelto por una vía democrática y legal. Esta situación de bloqueo contrasta con otros casos que, aun siendo diferentes en más de un aspecto, como los de Quebec y Canadá o Escocia y el Reino Unido de Gran Bretaña, contienen rasgos similares. En ambos conflictos hemos podido comprobar cómo el derecho a la autodeterminación y a la secesión no concierne sólo a países colonizados o bajo dictaduras, sino que también puede plantearse y se ha podido ejercer en Estados del Norte con regímenes de democracia liberal.

Crisis del viejo paradigma nacional-estatal

En el trasfondo de estos conflictos se encuentra el debate no sólo sobre los nacionalismos y las naciones, sino también sobre qué puede significar la soberanía en el siglo XXI. En efecto, es evidente que hoy no tiene sentido hablar de soberanía en los términos ideales en los que podía hacerlo en el siglo XVI Jean Bodin como poder absoluto, perpetuo e indivisible de un Estado sobre su población respectiva y dentro de unas fronteras intocables. La historia del sistema de Estados modernos que se ha ido configurando nos da cuenta de un largo proceso al que no han sido ajenas las guerras externas e internas en torno a la delimitación de unas fronteras que acaban siendo resultados contingentes en un sentido u otro.

En el mundo actual, además, si bien persiste todavía el paradigma del Estado soberano, sabemos que en realidad nos encontramos en un mundo cada vez más interdependiente en todos los planos, así como con un sistema jerárquico de Estados, a su vez fusionado con grandes poderes económicos que buscan imponer sus intereses y decisiones por encima de los pueblos e incluso de sus instituciones representativas. No cabe, por tanto, sorprenderse del ascenso de movimientos soberanistas de base popular en muy distintos lugares del planeta y con orientaciones ideológicas muy distintas.

En lo que aquí nos concierne, conviene recordar que hemos llegado al momento actual después de un largo proceso en el que la mayoría de los Estados, sobre todo a partir de finales del siglo XVIII, ha tendido a desarrollar un modelo de nacionalización de sus poblaciones respectivas basado en el fomento de una única identidad nacional, una sola lengua y una sola cultura. Ese paradigma, según el cual el acceso a los derechos de ciudadanía está vinculado a la pertenencia –voluntaria o forzosa- a la identidad nacional oficial, ha generado muchas relaciones de desigualdad e injusticia debido a la falta de reconocimiento de las distintas identidades étnicas y nacionales existentes dentro de un mismo Estado.

El federalismo, entendido como pacto entre pueblos para establecer un modelo de Estado basado en el autogobierno de las partes más el gobierno compartido de todas ellas, ha aparecido como una fórmula capaz de ofrecer una vía alternativa mediante la apuesta por soberanías compartidas frente al paradigma de la soberanía exclusiva de los Estados nacionales y centralizados. Con todo, la mayoría de los Estados federales realmente existentes han tendido a mantener el predominio del nacionalismo mayoritario sobre los demás. Aun así, frente a la opción de creación de nuevos Estados, un federalismo plurinacional sigue siendo la vía más deseable desde un punto de vista democrático siempre que no se limite a la mera descentralización político-administrativa, o a una idea de igualdad que se confunda con la obligatoria uniformidad y homogeneidad de los distintos Estados que forman parte del Estado compuesto.

El fracaso del Estado-nación español

Pues bien, en el caso español nos encontramos con que el Estado se fue conformando históricamente como un Imperio que empezó siendo la primera gran potencia de la Europa moderna para entrar luego en una decadencia prolongada que acabaría socavando las bases internas potenciales que le hubieran permitido consolidarse como Estado nación liberal 1/.

Un diagnóstico que ya se puso de manifiesto en pleno desastre del 98 a finales del siglo XIX cuando se constató el fracaso definitivo del proyecto imperial y, con él las debilidades del proceso de construcción del Estado-nación español frente a la diversidad etno-cultural interna, relacionada a su vez con las particularidades que el desarrollo desigual del capitalismo estaba adquiriendo dentro de nuestras fronteras. Fue a partir de entonces cuando ya se hizo imparable la irrupción como nuevos actores políticos de unos nacionalismos periféricos que irían cuestionando, cada vez con mayor fuerza en casos como el catalán y el vasco, la hegemonía de un nacionalismo español monárquico, católico y conservador reticente a reconocer la realidad plurinacional del Estado.

Llegamos así a la Segunda República cuando surgió la oportunidad de buscar una solución democrática. Sin embargo, pese a los intentos de aprobar en el debate constitucional un proyecto federal, la fórmula finalmente adoptada de Estado integral no llegó a contentar a nadie, como lo reconocería posteriormente el padre de la aplicación de esa idea, Luis Jiménez de Asúa. En 1946 el ex diputado socialista escribía: “Si yo fuera catalán no sería separatista; pero siendo castellano jamás me negaría a dar libertad a quien se cree oprimido. Soy demasiado liberal para mantener bajo mi destino a quien desee ensayar el vuelo independiente del propio” 2/.

Después de la larga noche de la dictadura franquista, podía haberse esperado que en la Transición se abordara con mayor audacia democrática esta cuestión. Empero, pese a que la mayoría de las fuerzas políticas antifranquistas habían asumido la defensa del derecho de autodeterminación de Catalunya, Euskadi y Galicia, finalmente se llegó, tras el rechazo de otras alternativas que surgieron en el debate de enmiendas, a una fórmula intermedia entre el Estado unitario y el Estado federal, similar a la de la II República. Esta vez, sin embargo, esa propuesta iba precedida por una idea esencialista de la Nación española y de su soberanía exclusiva, basada en su “indisoluble unidad” como “patria común e indivisible de todos los españoles”, tal como fue expresada en el artículo 2 de la Constitución. Se impuso así un artículo que, pese a reconocer a continuación el “derecho a la autonomía” de las “nacionalidades y regiones”, se ha ido convirtiendo en una barrera infranqueable para una lectura federalizante del bloque de constitucionalidad. Ésa es la conclusión que cabe extraer de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el recurso contra el nuevo Estatut de Autonomía catalán de julio de 2010, presentado por el PP y varias Comunidades Autónomas, ya que “la nación que aquí importa es única y exclusivamente la nación en un sentido jurídico-constitucional. Y en ese sentido específico la Constitución no reconoce otra que la Nación española”. Una sentencia que fue percibida desde al menos una parte significativa de la sociedad catalana como una verdadera ruptura del pacto territorial implícito que supuso el reconocimiento de la Generalitat antes incluso de la aprobación de la Constitución del 78, con mayor razón cuando el nuevo Estatut ya había sido aprobado en referéndum después de los consiguientes recortes sufridos en el parlamento español.

Ha sido la frustración que genera el fracaso de esa vía federalizante la principal razón que explica, sin negar otros factores como los efectos de la crisis económica y los intereses de determinadas elites políticas y culturales, el salto que en pocos años se ha ido dando en Catalunya desde un catalanismo autonomista y gradualista hasta la conformación de un bloque soberanista-independentista que reclama el derecho a decidir su futuro. Reducir ese cambio radical en la opinión pública catalana a una mera manipulación propagandística o a un supremacismo nacionalista es querer engañarse respecto a la gravedad del conflicto generado.

Democracia vs. Estado penal

A la hora de afrontar este conflicto, es evidente que no cabe negar la existencia dentro de Catalunya de una diversidad de identidades nacionales, si bien es mayoritaria la de quienes se reconocen en la catalana por encima o al mismo nivel que otras –como, sobre todo, la española-. Con todo, también hemos podido comprobar cómo a partir de 2010 se ha desarrollado un ciclo de movilizaciones populares que han ido conformando un bloque muy plural que supera con mucho a quienes se consideran nacionalistas o independentistas, ya que incluye a muchas personas que, simplemente, reclaman una nueva forma de relación con el Estado español por considerar definitivamente agotado el modelo del Estado autonómico. Como bien recuerda Jaume López, “lo que parece unir a todos estos ciudadanos en una reivindicación común (en una aspiración política, si queremos seguir utilizando momentáneamente los términos del Tribunal Constitucional) es que apela a un principio democrático y también al reconocimiento de un sujeto político colectivo, una comunidad política, se entienda como se entienda, que quiere que sea reconocida su voluntad, a muy diversos niveles, incluyendo su configuración política dentro del estado, o fuera” 3/.

Es, por tanto, la reclamación de su soberanía en el sentido democrático de poder ejercer su derecho a decidir sobre qué relación quiere tener con el Estado español lo que se está planteando como reivindicación mayoritaria. Una demanda que no tendría por qué ser considerada fuera de la legalidad puesto que el mismo Tribunal Constitucional dictaminó el 25 de marzo de 2014 que “cabe una interpretación constitucional de las referencias al derecho a decidir de los ciudadanos de Cataluña”, ya que “en nuestro ordenamiento constitucional no tiene cabida un modelo de ‘democracia militante", esto es, un modelo en el que se imponga, no ya el respeto, sino la adhesión positiva al ordenamiento y, en primer lugar, a la Constitución”.

Ha sido, sin embargo, la negativa desde el gobierno del Partido Popular y el Parlamento español a buscar esa interpretación constitucional abierta sugerida por el propio Tribunal Constitucional la que ha conducido a una polarización creciente, institucional pero también social, incluso dentro de la sociedad catalana. Con todo, el referéndum del 1 de Octubre, a pesar de no desarrollarse con todas las garantías necesarias, y las elecciones del pasado 21 de diciembre convocadas por el gobierno español volvieron a demostrar la existencia de un amplio sector de la sociedad catalana que persiste en su voluntad de llevar a la práctica su aspiración soberanista.

Nos encontramos, por tanto, con un bloqueo permanente por parte del Estado español, aferrado a una lectura fundamentalista de la idea de soberanía, que le ha llevado a optar por la aplicación arbitraria del artículo 155 de la Constitución y la judicialización del conflicto. Un camino que reduce más si cabe la viabilidad de fórmulas de relación distintas del Estado autonómico actual y de la independencia, como se lamentaba en octubre de 2013 el politólogo y firme defensor del federalismo Miquel Caminal, fallecido el 23 de mayo de 2014: “Durante décadas se han defendido de forma mayoritaria las opciones autonomista y federalista dentro del estado español, pero la cerrazón e intolerancia del nacionalismo español ha dejado sin futuro ni credibilidad estas tradiciones pactistas del catalanismo. Sólo una rectificación radical y profunda de los planteamientos del nacionalismo español podría cambiar las cosas y reabrir un escenario de entendimiento y concordia federal” 4/.

La conclusión que cabe desprender de este recorrido, sucintamente expuesto aquí, es que el momento al que hemos llegado en la actualidad ya no debería plantearse en términos de confrontación entre nacionalismos –español y catalán- o de legalidad o ilegalidad, sino de voluntad o no de profundización democrática. Oponer una lectura restrictiva de la legalidad vigente a la celebración de un referéndum en el que el demos compuesto por todas las personas residentes en Catalunya pueda pronunciarse libremente ha conducido además al gobierno a delegar en el poder judicial la “solución” al conflicto mediante el recurso permanente al Código Penal. La aplicación abusiva de delitos como los de rebelión, sedición y terrorismo por la Fiscalía del Estado y el Tribunal Supremo a acciones que, al menos hasta ahora, se han caracterizado por un ejercicio de la desobediencia civil no violenta, está suponiendo un cuestionamiento de las reglas de proporcionalidad básicas de un Estado de derecho que no hace más que agravar el conflicto.

Jaime Pastor es politólogo y editor de la revista viento sur.

Artículo publicado en Le Monde Diplomatique en español, nº 271, mayo de 2018, página 3.

Notas

1/ He desarrollado este argumento en el capítulo 2 de Los nacionalismos, el Estado español y la izquierda (La oveja roja-Viento Sur, 2012 y 2014), accesible en www.vientosur.info ; también, más recientemente, en “El fracaso histórico del nacionalismo español”, Viento Sur, 153, pp. 62-69, 2017.

2/ La Constitución de la democracia española y el problema regional, Buenos Aires, Losada, pp. 86-87, 1946.

3/ El derecho a decidir. La vía catalana, Tafalla, Txalaparta, pp. 114-115, 2017.

4/ “Trilogía federal: tres cartas de un federalista catalán”, www.sinpermiso.info , 1 de diciembre 2013.

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