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Han pasado 80 años desde julio del 36, otro aniversario de un hecho que aún nos quema. Un acontecimiento que torció trágicamente la historia de este país para imponer su peor cara, la del chiste tan repetido del discapacitado que va a Lourdes para acabar rezando: “Virgencita, que me quede como estoy”. Los 80 como los 70 o los 90 son una excusa tan buena como cualquier otra para conocer (o regresar) a las buenas lecturas que no faltan. Como las buenas películas, como Sierra de Teruel del propio André Malraux que adaptó una parte de su novela L´Espoir/1.

La esperanza, una de las grandes del autor de La condición humana, que dio a conocer en 1937, mientras combatía en España junto a los defensores de la República, y cuya traducción al castellano se había negado a autorizar mientras no se aboliera el régimen franquista, nos parece realmente "un acontecimiento cultural de fundamental importancia".

Y esto por más de una razón. Como suele decirse, en la jerga actual de los críticos a la moda (a la moda de París o de Londres o de otras grandes capitales, por supuesto), este libro permite varias "lecturas". Una tarea por lo demás facilitada por el tiempo, cuando ya sabemos que Malraux no volvió a volar como un águila como lo hizo con esta novela que respira pueblo. Es una obra que resiste muy bien las comparaciones con las grandes aportaciones, republicanas, por supuesto.

L´Espoir permite las comparaciones con otras grandes como Homenaje a Cataluña, de Goerge Orwell (la mejor según un criterio admitido), Por quién doblan las campanas de Hemingray, sin duda la más popular gracias a Hollywood y al Nobel; comparable a George al Bernanos de Los grandes cementerios bajo la luna; aunque inferior a mi juicio a las grandes de Juan Eduardo Zúñiga, Largo noviembre en Madrid y Capital de la gloria; a obras de teatro como Las bicicletas son para el verano, y a otra escala de las grandes cimas poéticas del Neruda de España en el corazón; del González Tuñón de La rosa blindada y La muerte en Madrid; del César Vallejo de España aparta de mi este cáliz, obras que resultan palabras mayores que están esperando que el personal se entere de que existen.

Con esta obra, Malraux asume con su “hora lírica” -sentida auténticamente al ser “ganado” por un pueblo que acabará admirando con fervor-, desde la que asume inmensa significación que asumió la heróica y espontánea resistencia de los pueblos del Estado español ante la rebelión franquista, de inmediato apoyadapor sus correligionarios internacionales: los nazis alemanes y los fascistas italianos. Como en un auténtico cruce de la Historia, esa fue al mismo tiempo la última guerra de hombres y la primera guerra totalitaria.Como en la tragedia clásica, el Bien y el Mal se enfrentaban otra vez sobre la tierra; y dioses, semidioses y héroes (que, como siempre, no eran sino hombres) volvían a combatir entre sí, encarnizada y duramente, en una gesta horrorosa y magnífica, en la que todo un pueblo se encarnaba a sí mismo, encarnaba a la España que quería vivir, y otra facción encarnaba a la España de la muerte. Un esquema que precisó otro André, Gide, cuando escribió que aunque la historia nunca puede dividirse entre buenos y malos, la guerra española casi permitía decirlo.

Desde dentro de la tragedia, Malraux contempla otra tragedia: puesto que no sólo combatían hombres sino también ideas, y no sólo republicanos contra fascistas, sino también —al mismo tiempo— anarquistas, socialistas, comunistas seducidos por Stalin del que Malraux no supo distanciarse desde su pragmatismo, y comunistas que en las trincheras contra los “africanistas”, dijeron No a los acuerdos que la URSS pactaba con los gobiernos de la no-intervención. Por su parte, Malraux, siendo apenas un muchacho, ya había viajado, actuado y combatido en Asia, en China e Indochina, habiendo publicado ya dos novelas tan claves para entender lo que sí había entendió Albert Camus: que el siglo XX estaba siendo el de las revoluciones traicionadas.

Un Malraux ya consagrado volvía a escribir aquí, pero en un momento también clave de su historia personal. Nunca como entonces Malraux, auténtico representante del mejor humanismo ateo y progresista, agónico y existencial, pero lúcido y apasionado, había creído (o sentido, más bien) ver encarnadas en una acción, en unos hombres en acción, su ideal de la fraternidad, dura y severa, sí, pero única capaz de ofrecer a la humanidad -como después percibiría en el arte- su cuota de grandeza ante la muerte, antes de la muerte.

Todo ello en plena medianoche del siglo, en un tiempo oscuro que se preludiaba en esta España ocupada por su propio ejército en alianza con los nazi-fascistas implicados en une “ensayo” de guerra en la que se preludiaba Auschwitz, Buchenwald, Dachau, la larga hilera escalofriante de los campos de exterminio que tuvieron sus correlatos en nuestra posguerra, en lo que sería Hiroshima y Nagasaki destruida por los malos que hacían la guerra a los peores. Algo de todo esto se podía percibir en el avance de la “columna de la muerte” por Andalucía y Extremadura, en la “desbandá” de la carretera de Málaga, en Guernica, en los fusilamientos de la guerra, y los de después de la guerra. En la España de los Yagüe, Serrano Suñer y Vallejo-Nájera, fallecidos tras recibir los sagrados sacramentos sin haber pagado ni una mala multa de tráfico.

Algo de eso lo veían venir los voluntarios internacionalistas de todos los países del mundo. Malraux entre ellos, comandando como aviador a la legendaria Escuadrilla Lafayette. Aquí conocieron, al mismo tiempo, el heroísmo anónimo del pueblo y las técnicas de la guerra total (que después de Guernica se harían universales), la suprema dignidad de dar la vida por un ideal limpísimo y los métodos de la policía secreta (que luego se harían universales), la delación y el sacrificio, la tortura y el coraje, la gloria y el horror (que fueron siempre universales). Nadie salió igual que antes de la guerra de España, nada fue igual. Nada lo siguió siendo. Como en una perversa novela gótica, hubo un horror interminable que todavía nos persigue cuando ni tan siquiera podemos enterrar a nuestros muertos.

Algo de todo esto se respira en esta novela publicada por la Editorial Gallimard, en 1937, apenas un año después de que “los cuatro generales” iniciara su rebelión, hace ahora 80 años. Una novela que está centrada también en el justo medio de ese torbellino. Manuel, el personaje central —que es un claro paradigma de Malraux—, discute con los otros y consigo mismo, mientras no deja de actuar y ser actuado, en las ideas y en los hechos, por las ideas y por los hechos, elaborando a lo largo de toda la novela una concepción afín a las que en ese momento parecía encarnar la tesis comunista: había que pasar del heroísmo individual, del acto aislado, a la consciente construcción de un Ejército capaz de edificar la victoria.

Tan trascendente como la vida misma, que es simple y trágica, la literatura se entreteje aquí como nunca con la Historia, con la acción, y ya no sabemos a ciencia cierta quién escribe a quién: si Malraux a España, o si los pueblos del Estado español a Malraux. Por supuesto, hablar de Malraux, sobre todo el de los años treinta, es encender la llama de la polémica, por otro lado, tan necesaria.

No hay consenso posible sobre hecatombes como la guerra española con todo lo que le siguió, con todo lo que todavía sigue en el vientre de la Bestia. Aunque quizás lo pueda haber en el reconocimiento de esta lectura, de una obra en la que el autor se convirtió en un nosotros.

28/06/2016

Notas:

1/ La esperanza(Cátedra, 1995, reeditada por el diario El País en 2002).

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