A estas alturas de la película resulta cuanto menos singular que el punto menos controvertido de la política del PCE sea el de la “reconciliación nacional”. Al menos que yo recuerde, nunca me he encontrado un rechazo de esta posición ni tan siquiera entre las corrientes de izquierdas que hablan despectivamente de “los comunistas”, refiriéndose como tales a “los del Partido”; seguramente porque tampoco tenían otra opción. Desde la derecha liberal –la del llamado “contubernio de Munich”-, siempre se reconoció que se trataba de un acierto. Se trata  pues de una opción situada por encima de las dudas, incluyendo las de la izquierda más insumisa que, como en el caso libertario, bastante tenía con sobrevivir. Llegó en un momento de cuesta más arriba: cuando el “mundo libre” se olvidó de que el franquismo fue una parte del Eje, y sí no lo fue más fue por el miedo que todavía provocaba la resistencia, por la situación extrema en que había quedado el país, el régimen pudo seguir exaltando la Victoria “sin complejos”, como dirían ahora. Se trataba de aliviar en lo posible el agobio de una población derrotada que identificaba una detención como una tragedia absoluta. No había pues vuelta de hoja, era fundamental dejarles la guerra a ellos y buscar una nueva línea de demarcación. Otro horizonte en un tiempo en que los restos del naufragio republicano se encarnaba en un debate sobre por qué se perdió la guerra, en realidad sobre quién había tenido la culpa o la mayor parte de ella.

Esta línea vino como anillo al dedo para la recomposición de la resistencia. La anterior había quedado diezmada, inmersa en los esquemas de los años treinta, y la que emergía se sentía más atraída por otros parámetros. Era una promoción que, en su mayor parte, provenía de la mal llamada “zona nacional”. Esto no debe de parecer tan extraño ya que el franquismo, mediante su carácter absolutamente despiadado, había “tomado prestada” una parte considerable de la población que simpatiza con la República o empezaba a hacerlo. La mayoría de esta promoción pasó por la Iglesia aunque fuese instrumentalmente, o sea, porque al ampro de esta era posible llevar actividades que de otra manera resultaban mucho más difíciles y a veces imposible. Por otro lado,  gracias a la emigración y al turismo nos llegó una cierta modernidad amén de una expansión industrial que sentó las bases de una nueva clase trabajadora que miraba más hacia Europa que hacía la historia, esto por más que la memoria fuese inexcusable.

Bardem

En 1956, el PCE, aunque ya se había consolidado como “el Partido de la resistencia”, apenas si contaba con medios para hacer propaganda de sus propuestas. Pero había una excepción: el cine. Ahí se creó un equipo que fue determinante en las conversaciones de Salamanca de 1955, así como en algunas de las mejores películas bajo la dictadura. El hombre más importante en este campo era sin duda Juan Antonio Bardem, alguien de cuya militancia se podía presumir cuando se trataba de la lucha cultural.  Bardem, pues, fue el responsable de la película que más seriamente trató la propuesta, me refiero claro está a La Venganza (España, 1957-58). Recordemos que el cineasta fue por excelencia el director más  comprometido, el que siguió militando cuando un buen número de cineastas de las nuevas generaciones dejaron “el Partido”, salvo alguna que otra excepción como José Luís García Sánchez, situado por lo demás más en la retaguardia. Nadie puede obviar que Juan Antonio Bardem fue el responsable de dos míticas películas cuyo contenido antifranquista resultaba más que obvio: Muerte de un ciclista (1955) y Calle Mayor (1956), que fueron recibidas con alborozo en los festivales y aupadas por la crítica afín a los partidos comunistas. Ambas fueron posibles porque cogieron al régimen descolocado (como les ocurrió con El verdugo y Plácido, de Berlanga, y con Viridiana, de Buñuel), de manera que Bardem fue estrechamente vigilado por la censura, y en su filmografía ulterior bajo el franquismo, solamente Nunca pasa nada (1963) pudo responder a estos criterios, pero aún tratándose de una excelente película, ya casi nadie le prestó atención más allá de los lectores de Nuestro Cine, que no debíamos ser muchos.

En el número 245 (abril, 1996) de la revista Dirigido por…, Bardem era preguntado por ella, de la que se decía que “además de una extraña película sobre la reconciliación, es un film que contiene el discurso de Fernando Rey, donde explicitas la tesis del film, que me parece lo más obvio y elemental que has hecho nunca”. Bardem responde:

Se trataba de un proyecto que había nacido durante mi estancia en el IIEC y que se llamaba Los segadores. Trataba de hacer un fresco sobre los problemas colectivos del campesinado español. Debería haber sido una película casi  documental, pero como se trataba de una producción cara había que contar con actores famosos. Respecto al discurso de Fernando Rey, reconozco que he desconfiado del poder de la imagen, y necesito que alguien —voy a usar una palabra que no me gusta— vehicule, digamos, ese sentido. Yo era absolutamente consciente de eso. He querido hacer siempre un cine didáctico. Si mi capacidad de creación de imágenes no es suficiente, siempre la puedo suplir con un discurso literario de esas características.

El entrevistador (Antonio Castro) insiste:

Pretende ser una película descaradamente política, en la que tratabas de defender la línea que había propugnado el PCE unos meses antes, lo que se acabó llamando la política de reconciliación nacional. Puede que en su momento tuviera algún sentido, pero vista con posterioridad nunca sobrepasa el melodrama y políticamente es de lo más ambigua del mundo, además de muy difícil de entender.

Bardem responde que

en aquel momento, pensaba que el cine era un instrumento político de primera importancia en España, y el tema era el más importante para mi generación, el tema de la guerra civil, y más concretamente el de la reconciliación del pueblo español. Pensé en la posibilidad de que el público lograra entender la historia que yo le contaba a pesar de que algunas cosas no se podían tratar de manera clara y directa. Intenté que el público, a pesar de que se hablase con un lenguaje un poco en clave, entendiera el film porque le dabas una datos.

EI gran problema del film es que hicieron cambiar la fecha en la que transcurría la acción, además del título de Los segadores por el de La Venganza. La historia se desarrollaba en 1958 y me obligaron a situarla en 1930, con lo cual la culpa de todo lo que allí sucedía era del liberalismo….La película comercialmente fue bien pese a que, al haber sido comprada por la MGM, hubo que reducir el metraje de 2 horas 45’ a 2 horas, pero el resultado fue un fracaso porque el público no podía recibir el mensaje de la reconciliación. De paso digo que defiendo y adoro las películas con mensaje” (pp. 58-59).

La película

El argumento ni tan siquiera pudo rozar la guerra civil y mucho menos, la actualidad. Se remitía a una tragedia rural que bien podía haber transcurrido en muchas otras partes. Hay dos familias enfrentadas, pero tampoco quedan claras las diferencias sociales, ya que los hermanos que habían sido víctimas, Juan y Andrea (Jorge Mistral y Carmen Sevilla, que nunca estuvieron mejor) van en la misma cuadrilla que Luís el Torcido (Raf Vallone, un soberbio actor que era militante comunista en Italia) y, por lo tanto, ni guerra ni conflicto social, si acaso rencillas viejas, rencores oscuros, algo de lo que puede ser un magnífico ejemplo El séptimo día, de Carlos Saura (España, 2004).

En aquel momento, Bardem tenía en la cabeza Camino de la esperanza (Cammino della speranza, Italia, 1950), obra de Pietro Germi, y Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath, EE UU, 1940) del mejor John Ford que, aunque de lectura final oficialista, no deja de proclamar la verdad del pueblo, pero el régimen no le iba a permitir la más mínima. Con todo en la película se evocaba una huelga –la cuadrilla hacía el esquirolaje sin querer-, algo que no habría permitido de estar ubicada en 1958.

Ahora resulta fácil menospreciar los esfuerzos de Bardem, con su discurso más bien católico en boca de un escritor caminante encarnado por Fernando Rey, que tenía voz y prestancia para tal papel. Pero seguramente no habría echado en mano a este recurso de haber obtenido vía para otros. También se ha hablado despectivamente de la presencia de “héroes positivos” en sus películas, y el caso de Rey es muy similar al de Ives Masard en Calle Mayor (España, 1956) Personalmente, creo que en medio de la mediocridad total imperante, se puede hablar de gente así, individualidades que no pasaban por el aro, y que sobresalían en el pueblo, en la empresa, en la calle…Era lo que había. Otra cosa es que esto conectara con un modelo como el mal llamado realismo socialista, un ejercicio que Bardem conoció de pleno con su biopic de Dimitrov, pero aquí era otra cosa, o al menos a mí me lo parece.

Aunque La venganza no tuvo la acogida de las anteriores, tuvo sus defensores en Francia y en Italia y la academia de Hollywood la nominó para el Oscar a la Mejor Película en Lengua no inglesa. Pero en realidad la película era lo que quedaba de un metraje que era el doble y después de todos los cambios impuestos por la censura. Cuenta con elementos valiosos, hay una notable descripción de la vida agraria tal como se daba en la España de entonces, como en 1930. Cuenta con importantes detalles, algunos difuminados, de manera que los comediantes apenas si salen, de manera que grandes actores como el francés, Louis Seigner, el italiano Arnaldo Foa o nuestro Fernando Rey, apenas sí cuentan con su tiempo. Pero como era propio de Bardem, extrajo estupendas caracterizaciones secundarias, aunque el ligue de Manolo Alexandre con Conchita Bautista queda como un pegote…

Obviamente, cabe hablar de cierto tono doctrinario, pero cuando la vi en su momento –ya de reestreno-, dicho tono me recordó experiencias concretas de mi pueblo donde el militante comunista más reconocido había mostrado un valor que contrastaba con la mediocridad y el pavor generalizado entre los demás.

La vaquilla

Inicialmente, el proyecto de La vaquilla databa, según Berlanga, de finales de los años cuarenta, pero no la pudo realizar hasta el 50 aniversario de la guerra civil, en plenas libertades. Sin embargo, esta fecha coincide con el momento de mayor olvido de la guerra por parte del gobierno nominalmente socialista hasta el extremo de que apenas sí se realizan actos por la memoria de los vencidos. El equipo de Felipe González no tenía la menor intención de molestar a los nacionales, que acababan de celebrar un matrimonio historiográfico con el neoliberalsmo, de alguna manera un epílogo al entrañable acuerdo Eisenhower-Franco. Es muy posible que el  mensaje primordial de Berlanga según cual la guerra fue una desgracia provocada por los extremistas de un lado y otro, pudo parecer inadmisible a un régimen que tardó todavía su tiempo para dejar de fusilar a sus adversarios políticos. Pero en 1986 el mensaje no era muy diferente al que ofrecían los revisionistas, un mensaje que seguramente fue el que le quedó de recuerdo al autor de Plácido, Berlanga, que tuvo que ingresar en la División Azul para de esta manera tratar de que no fusilaran a su padre. Resultaba además que por entonces, del Berlanga señorito anarquista de sus tiempos más creativos –los que marcan la cumbre del cine español bajo el franquismo- quedan atrás, y por entonces hacía declaraciones de postración al mercado.

En buena medida, La vaquilla trató de representar una forma de “reconciliación nacional” desde la nueva derecha. La de la derecha más liberal, aquella de la equidistancia, de la visión de un enfrentamiento trágico que no se tenía que volver a repetir, y para ello lo más importante  era que las clases trabajadoras y el pueblo se olvidara de sus aspiraciones utópicas y dejara que los políticos cumplieran su función. Esto sucedía en un tiempo en el que el bipartidismo vivía su mejor momento y se permitía arreglar las leyes de forma que quedara solamente para los robagallinas y para que los poderosos no fueran molestados. Menos mal que Berlanga era mucho más que todo eso.

¿Qué queda de toda la política de “reconciliación nacional”? Queda por lo menos un debate, una cierta discusión en la que al final de todo lo más importante quizás haya sido reconocer cómo la derecha se ha apropiado del concepto para tapar el gran terror del franquismo.

Pepe Gutiérrez-Álvarez es escritor y miembro del Consejo Asesor de viento sur

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