Un verano más, los incendios forestales han acaparado la atención pública. Los incendios de Navalacruz (Ávila) o el de Sierra Bermeja (Málaga) han sido dos de los más sonados. Otro año más se debate sobre las causas, consecuencias y forma de abordar este fenómeno recurrente y peligroso. En el presente artículo intentaremos aportar a ese debate desde la perspectiva de un trabajador forestal, poniendo el foco en la relación entre el cambio climático, el abandono del medio rural y el desarrollo del capitalismo contemporáneo.

De manera previa es necesario establecer que el fuego ha sido y sigue siendo un componente más del medio natural y un modelizador del paisaje ibérico que conocemos, especialmente ligado a sus usos agrícolas y ganaderos tradicionales. Sin embargo, las transformaciones sociales en el medio rural han alterado de manera sustantiva el antiguo equilibrio existente, inaugurando una nueva época en la que el fuego se nos presenta como un factor de destrucción del medio natural y una amenaza para la seguridad.

Académicamente, se analiza la evolución de los incendios forestales durante los últimos ochenta años en seis generaciones. Tras la Guerra Civil, la población, muy necesitada en esos momentos, hizo una explotación muy intensa de los recursos que le ofrecía el medio natural. Debido a ello, la vegetación tenía poca continuidad, por lo que los incendios tenían poco recorrido. Solían apagarse por sí solos, o mediante la actuación de la población de la localidad afectada, alertada por el tañido de las campanas del pueblo. Estos son los incendios forestales de primera generación.

Durante las décadas de los 60 y 70 se produce el éxodo de millones de trabajadores y trabajadoras desde el medio rural hacia las grandes ciudades. Ese movimiento inicia un proceso de despoblación de esas zonas y de decadencia de los usos y aprovechamientos tradicionales del medio natural. Este cambio inaugura la época de los incendios de segunda generación. Esta época está caracterizada por el comienzo de la recolonización de la vegetación natural de zonas antes labradas o fuertemente pastoreadas. Al calor de este proceso comienzan a producirse incendios forestales de una mayor entidad y se empiezan a realizar las primeras labores preventivas, los cortafuegos. En estas fechas también se crearon los primeros servicios de extinción de incendios, profesionalizados de manera incipiente.

La tercera generación de incendios llega en los años 80 y 90. La vegetación sigue recuperando territorio, con ello los incendios crecen no solo en extensión, sino también en intensidad y en peligrosidad. A la vez, los servicios de extinción también crecen, tanto en medios humanos como en medios materiales. Poco a poco, el ladrillazo multiplica las segundas residencias en zonas forestales, en muchos casos sin una adecuada ordenación del territorio. Esto transforma los incendios forestales, que comienzan a ser una emergencia de seguridad ciudadana y protección civil en estos escenarios de interfaz urbano-forestal. Son los incendios de cuarta generación.

La quinta generación la definimos a partir de la cada vez mayor simultaneidad del fenómeno, que puede llegar a hacer colapsar a los servicios de extinción, superados por la magnitud y el número de los incendios activos a la vez. Mientras tanto, los incendios han seguido creciendo en magnitud y fuerza, alimentados por la acumulación de biomasa y el cambio climático.

Actualmente, nos adentramos en la sexta generación de incendios forestales, megaincendios que empiezan a hacerse comunes abriendo los noticieros durante el verano. Nuestra realidad viene determinada por los efectos ya notorios del cambio climático, por la reforestación sin una adecuada gestión de las masas forestales y por la abundancia de viviendas y personas en muchas zonas forestales que, definitivamente, han convertido los incendios en un problema de seguridad. Los incendios alcanzan cotas de virulencia nunca antes conocidas. El cambio climático, especialmente la subida de las temperaturas y el cambio en el patrón de precipitaciones, hace que el estrés hídrico de la vegetación sea mayor y dure más tiempo, aumentando su disponibilidad para el fuego. La acumulación de biomasa, de vegetación, confiere al incendio una capacidad de liberar energía superior que, en un contexto de estabilidad atmosférica, puede crear los ahora mediáticamente populares pirocumulonimbos.

El pirocumulonimbo es una nube de desarrollo vertical sobre un incendio, impulsada por el fuerte ascenso de la masa de aire calentada rápidamente por el incendio. El ascenso rápido del aire provoca la condensación del vapor de agua acumulado y puede conllevar aparato eléctrico asociado (con riesgo de focos secundarios). Este desarrollo provoca la autonomía del incendio de las condiciones climáticas circundantes, ya que crea un fuerte viento superficial en dirección al centro del incendio, que tiende a ocupar el hueco dejado por el aire caliente en ascenso. Este viento espolea el incendio, haciéndolo más agresivo e inmune a variaciones meteorológicas generales.

Los incendios forestales que consiguen desarrollarse son cada vez más destructivos. Cada vez menos incendios queman más

Este pirocumulonimbo puede terminar colapsando, especialmente cuando el incendio pierde energía. Al disminuir el calor que impulsa el ascenso de la columna hacia arriba, el movimiento de ascenso va perdiendo velocidad hasta el momento en que puede, como si fuera un balancín, invertir su movimiento, desplomándose. Esto pone en evidente riesgo a los equipos de extinción que trabajan sobre el terreno y a la población que eventualmente pueda permanecer en las cercanías del incendio.

Una vez descrito el contexto en el que nos encontramos, cabe preguntarse, ¿qué podemos hacer?

Abandono del medio rural y cambio climático: pólvora para los incendios

Cuando se desarrolla un incendio especialmente destructivo, la reclamación más típica entre la población es casi siempre pedir más medios de extinción. Sin embargo, esta no suele ser la clave de la situación. Por supuesto, siempre hay que mejorar los dispositivos de extinción, pero una vez traspasado cierto límite, los incendios son, sencillamente, inextinguibles. Da igual cuántos hidroaviones desplaces al lugar, cuántas dotaciones de bomberos actúen: el incendio seguirá avanzando fuera de la capacidad de extinción.

De hecho, paradójicamente, la propia efectividad de los servicios de extinción ha contribuido indirectamente a estos nuevos megaincendios emergentes. Durante decenas de años hemos mejorado nuestra capacidad de extinción, de manera que cada vez un mayor porcentaje de incendios queda contenido como conato (menos de una hectárea quemada). Sin embargo, los incendios forestales que consiguen desarrollarse son cada vez más destructivos. Cada vez menos incendios queman más. Esto es debido a que hemos abortado cualquier régimen recurrente a incendios de pequeña intensidad que eliminan biomasa acumulada. De esta manera, permitimos que durante años y años se amontone vegetación disponible para el fuego. Cuando un incendio finalmente consigue desarrollarse con suficiente magnitud como para sobrepasar a los servicios de extinción, su expansión es imparable.

Esto no solo es un riesgo de seguridad, sino que tiene un impacto ecológico mayor, ya que la liberación energética del incendio es tan fuerte que arrasa el territorio. Un incendio muy potente tiene un impacto ecológico cualitativamente mayor que varios incendios recurrentes de menor entidad.

Lo que debemos debatir, por tanto, es cómo abordar las causas estructurales de los megaincendios forestales. El más conocido de ellos es el cambio climático, que efectivamente tiene una importancia decisiva. Como decíamos anteriormente, el aumento de las temperaturas, el alargamiento del verano climatológico, conlleva que la vegetación esté más tiempo con un estrés hídrico mayor. Y, por lo tanto, más disponible para quemarse. Pero este no es el único efecto apreciable. También los vientos secos, que en muchos casos son decisivos en el desarrollo de un gran incendio forestal, son más secos durante más tiempo.

También influye el cambio en el régimen de precipitaciones. El efecto más evidente es la disminución de las mismas. Pero también está ocurriendo que las que ocurren lo hacen de manera cada vez más torrencial. Este tipo de lluvias torrenciales provoca una gran escorrentía superficial, creando inundaciones, pero poca infiltración que la vegetación pueda aprovechar pasada la precipitación para mantener su humedad durante un tiempo.

En resumen, el cambio climático es un factor de primer orden, no tanto para que ocurran más incendios, sino para que sean más agresivos. Pero este no es el único factor importante. El abandono del medio rural es tan o más importante aún. Como también hemos adelantado, la despoblación del medio rural ha llevado a un abandono masivo de los aprovechamientos forestales tradicionales. Miles y miles de hectáreas que antes se dedicaban a la agricultura, la ganadería, la leña, etc., hoy se encuentran abandonadas y con ello la vegetación natural se regenera. Sin embargo, esa regeneración no es instantánea, no aparece de la nada un bosque maduro. Desde un suelo degradado, las especies que recolonizan esas zonas son las llamadas pioneras, especialmente matorral, como pueden ser los jarales o brezales. 

Estas grandes extensiones de matorral pionero monoespecífico tienen un valor ecológico relativamente bajo, pero son el escenario perfecto para incendios forestales de gran extensión. Algo parecido ocurre con el abandono de suelos cultivados con árboles, como las plantaciones de eucaliptos o pinares. Cuando tenían un aprovechamiento su sotobosque estaba bajo control. Una vez que su explotación no es rentable y se abandonan, el matorral prospera y se acumula material muerto sobre el suelo en un bosque continuo y monótono, disponible para cuando, antes o después, aparezca una fuente de ignición.

Aunque la renaturalización de territorios antes explotados es indudablemente una buena noticia, si ocurre sin ningún tipo de gestión, como está pasando de manera generalizada, supone un grave problema. El valor ecológico de este tipo de reforestación es menor y provoca un riesgo de incendios que, además del riesgo propio del fuego, puede terminar dando al traste con la recuperación del espacio si se calcina.

La precariedad de los servicios de extinción

Llegados a este punto, quiero hacer un pequeño apartado sobre la situación en la que trabajamos los bomberos y bomberas forestales, algo que evidentemente tiene un impacto sobre los incendios. A lo largo del Estado trabajamos unos 25.000 bomberos y bomberas forestales. Un buen porcentaje de las plantillas somos eventuales, como es mi caso personal. Esto significa que trabajamos solo como refuerzos durante la campaña de alto riesgo de incendio, un periodo que, dependiendo de la comunidad autónoma, varía entre 3 y 4, 5 meses.

Al terminar ese periodo, entre septiembre y octubre normalmente, somos despedidos cada año. Para la campaña siguiente tenemos que volver a conseguir entrar en algún dispositivo. Esta situación de extrema temporalidad tiene evidentes consecuencias en lo personal, pero hoy no quiero detenerme en ese aspecto, quiero fijarme en lo que implica respecto a los incendios forestales.

En primer lugar cuestiona la completa profesionalización de los dispositivos de extinción. La labor de un bombero o bombera forestal es extremadamente exigente si el incendio es complicado. Es un escenario de emergencia que todos los años se cobra vidas, como ha sido tristemente este verano la de mi compañero Carlos Martínez Haro. Se necesita una preparación física adecuada, así como una formación teórica y suficiente experiencia y práctica acumulada para poder afrontar un incendio en las mejores condiciones.

Esa capacitación es sencillamente imposible trabajando tres, cuatro o cinco meses por año. Mucho menos cuando se nos contrata directamente para entrar en la campaña de alto riesgo de incendio. ¿Se imaginan un futbolista que es contratado en la fecha del primer partido de liga? La diferencia es que en nuestro caso no nos jugamos tres puntos... sino la vida, el medio natural y la seguridad de la población rural.

Más allá de la merma a la profesionalidad del personal que trabajamos en extinción de incendios, aún más graves son los efectos sobre las labores preventivas. Aunque los focos se fijan normalmente en la espectacularidad de las llamas, las labores más importantes de un bombero o bombera forestal son las preventivas, que nos ocupan la mayor parte del año. Durante los meses de invierno, los retenes y brigadas forestales se dedican a hacer labores preventivas en los montes, realizando especialmente fajas y áreas cortafuegos, pero también manteniendo las pistas forestales o preparando los puntos de agua que luego podemos necesitar cuando ocurre un incendio.

En la época en la que se realizan esas labores, miles de nosotros estamos haciendo malabares en el desempleo para sobrevivir como buenamente se pueda hasta el siguiente periodo de alto riesgo de incendio. Por lo que dichas labores preventivas se realizan, siendo amables, a medio gas. Cuando llega el verano, esta deficiencia significa que en incendios graves nos encontramos unas condiciones mucho más difíciles y peligrosas para atacar el incendio. Las labores preventivas no hacen que haya menos incendios, pero nos permiten tener lugares de oportunidad en los que apoyarnos para tratar de detener el incendio allí.

Mientras los incendios se van alimentando por el cambio climático y el abandono del medio rural, haciéndose cada vez más virulentos, los dispositivos de extinción en lugar de adaptarse a esa realidad van en la dirección contraria. Sirva como dato señalar que en los últimos 15 años la temporalidad en INFOCA (el dispositivo de prevención y extinción de incendios forestales de Andalucía) se ha multiplicado por diez.

Mención aparte merece la extendida privatización de los servicios de prevención y extinción. En numerosas comunidades autónomas, la Administración concesiona a empresas la gestión de los servicios de extinción. Cuando una empresa recibe un servicio público, su objetivo principal es la búsqueda de beneficios económicos. Teniendo en cuenta que la concesión la recibirá si su oferta es la más barata para la Administración, es fácil entender que ese margen de beneficio lo buscarán a base de recortar en condiciones laborales e inversión en equipos. Los dispositivos privatizados o semiprivatizados tienen peores condiciones laborales y de efectividad en el trabajo.

Políticas para la gestión del territorio forestal 

Finalmente queremos plantear qué alternativas políticas existen a las que se vienen desarrollando actualmente desde los gobiernos. Empezando por el apartado anterior, es necesario que los dispositivos de extinción privatizados vuelvan a ser públicos. Y que todos funcionen al 100% durante los 12 meses del año, acabando con la temporalidad y la precariedad. Con ello conseguiríamos que las labores preventivas fueran desarrolladas al máximo y que los bomberos y bomberas forestales llegáramos a la campaña de alto riesgo de incendio adecuadamente preparados.

Además, es necesario investigar e ir desarrollando nuevas técnicas de gestión preventiva, como pueden ser las quemas prescritas, que tratan de imitar el régimen natural de incendios en un ambiente controlado y de bajo impacto, para evitar la acumulación descontrolada de biomasa. Estas quemas prescritas ya se empiezan a usar, pero aún de manera experimental o poco generalizada.

También es necesario que el cambio climático comience a ser combatido de forma consecuente y efectiva. Este es un tema especialmente relevante para evitar los peores escenarios de incendios en el futuro, y seguramente es el prisma que mayor carga económica, social y política tiene. Pero abordar la cuestión con suficiente profundidad desviaría este artículo, siendo además un tema profusamente desarrollado en otras ediciones de viento sur, por lo que me permitiré no extenderme al respecto.

Donde mayor énfasis quiero hacer es en la necesidad de una verdadera revolución en las políticas de gestión de las zonas rurales en general y de las forestales en particular. En primer lugar es necesario desarrollar políticas de fomento de los aprovechamientos tradicionales en el medio rural, como puede ser la ganadería o la biomasa. Para ello, es necesario confrontar el uso masivo de combustibles fósiles y la agricultura y ganadería de tipo industrial, como las macrogranjas porcinas o los olivares intensivos. Es responsabilidad del poder público, de los gobiernos, articular las medidas adecuadas para esta transformación.

Necesidad de una verdadera revolución en las políticas de gestión de las zonas rurales en general y de las forestales en particular

Es necesario que estos aprovechamientos propuestos se regulen desde una estricta normativa que asegure la sostenibilidad; no se trata de volver al extractivismo extremo y destructor. No buscamos limpiar el monte, como se suele decir. El monte es monte, no un jardín. Y tiene una función ecológica insustituible y necesaria. No podemos entender la recuperación de aprovechamientos con el objetivo de pelar el monte. Si así lo hiciéramos, con seguridad los incendios descenderían, pero a costa de destruir preventivamente justo lo que necesitamos conservar.

Por encima del bien que se pudiera lograr incentivando la economía sostenible rural, es necesario que la Administración desarrolle políticas de gestión directa en los montes públicos y obligue a los propietarios privados a desarrollarlas en sus fincas. Esto comienza por los muy conocidos cortafuegos, pero va mucho más allá. De lo que se trata fundamentalmente es de conseguir un paisaje maduro, ecológicamente valioso, en mosaico, que intercale distintas funciones. Igual que la ciudad necesita un ordenamiento urbano, el monte necesita de su propio ordenamiento.

Es completamente seguro que los grandes propietarios forestales se quejarán de los insostenibles gastos que implicaría una gestión de este tipo. Llegados a este punto, es necesario hablar de la propiedad del monte. El latifundio no es un fenómeno exclusivo del suelo agrícola. Según el Inventario Español de Patrimonios Forestales hay el triple de montes privados que públicos. Sobra decir que ese monte privado se gestiona fundamentalmente con criterios de rentabilidad económica particular, orillando la prevención de incendios y su función ecológica a un discreto segundo plano.

Pero ningún interés individual puede estar por encima de la conservación de la biodiversidad, de la seguridad colectiva y de la defensa del medio ambiente en general. Es por ello que las fincas privadas cuya gestión no se adecue a las exigencias de la normativa ambiental deben ser expropiadas sin indemnización y puestas bajo gestión pública.

Por último, es necesario acometer políticas de restauración ecológica de los terrenos baldíos que son recuperados por la vegetación, así como la progresiva sustitución de las especies invasoras importadas por intereses económicos privados (como el eucalipto) por vegetación autóctona. Esta restauración debe acelerar la transformación de las grandes extensiones de matorral pionero en ecosistemas maduros y biodiversos. 

Hay quien pueda pensar que este plan propuesto es demasiado ambicioso, que no sería viable económicamente para la Administración. Y no les faltaría razón si aceptáramos el estado actual de las cosas. No es objeto de estudio de este artículo detallar los aspectos económicos de la cuestión, pero no queremos dejar de señalar que para que este plan tuviera viabilidad, necesitamos una transformación económica anticapitalista radical, que ponga los recursos económicos del IBEX35, la banca y las grandes fortunas al servicio de la sostenibilidad y la justicia social.

Juan Ramos es bombero forestal eventual y militante de Corriente Roja 

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