Y hoy, ante el anuncio del debate sobre la derogación de la ley, aquellos mismos sindicatos han salido a la calle, en Bilbao y en Madrid, para avalar la mordaza.

Cuando apareció el cadáver de Mikel Zabalza, ahogado en el Bidasoa al huir de la Guardia Civil, según el relato oficial aún vigente, torturado hasta la muerte en el cuartel de Intxaurrondo como supuso el pueblo honrado, el ministerio del Interior español intentó soltar lastre. Y anunció, con el peso que daban las portadas de los grandes medios, que «a partir de ahora a los detenidos no se les colocará bolsas de plástico ni capuchas en la cabeza durante los interrogatorios».

José Barrionuevo, entonces ministro y responsable de la versión asombrosa de la huida de Zabalza, no tuvo reparo ni vergüenza en realizar semejantes declaraciones, mostrándolas como un avance socialista para la gestión de los derechos humanos en cuarteles y comisarías. Su credibilidad era nula, condenado años más tarde a una década en prisión por el secuestro de Segundo Marey de los que apenas cumplió tres meses, pero era la de un ministro del Interior. El de la seguridad de un Estado entonces de 38 millones de habitantes. Bolsas de plástico y capuchas siguieron utilizándose hasta el siglo XXI, a pesar de la aseveración de Barrionuevo.

Cuatro antes, en 1981, otro chaparrón había caído sobre la cabeza de Juan José Rosón, también ministro del Interior, cuando sus subordinados mataron a golpes en el interior de una comisaría de Madrid a Joxe Arregi. La evidencia fue tan notoria que hasta el partido ultra de entonces, Fuerza Nueva, liderado por un fascista de pro como Blas Piñar, reconoció que en España se torturaba. Y entonces, Rosón, como Barrionuevo más tarde, abrió las compuertas a las novedades democráticas. Y difundió por todos los medios, con orden de dar prioridad, a una nota de la USP (Unión Sindical de Policías) en la que se pedía que «se erradique toda conducta que suponga vejación y tortura física o mental».

¿Se erradicó la tortura? La pregunta ya lleva intrínseca una respuesta evidente. En las siguientes se torturó aún más que en épocas previas, según recoge el trabajo del IVAC para la Comunidad Autónoma Vasca. Entre nosotros, la cadencia de las detenciones fue disminuyendo desde que ETA avanzó su desaparición en 2010. También la de los malos tratos. El TAT (Torturaren Aurkako Taldea) dejó de existir haca ya unos años.

Sin embargo, ni la tortura ni los malos tratos han desaparecido. Como las bolsas de plástico y las capuchas. En 2011, el Defensor del Pueblo hispano recomendó la instalación de cámaras de televisión en circuito cerrado interno, en las comisarías. Otro ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, anunció años después que iban en camino. Cuando le recriminaron su lentitud y pocas ganas de hacer transparentes los calabozos, señaló que había «dificultades técnicas». Un sarcasmo en un Estado que cuenta con centenares de miles de cámaras en todos los rincones de sus ciudades.

En junio de 2016, el Parlamento de Gasteiz denunció que la Ley Orgánica 4/2015, la de Protección de la Seguridad Ciudadana según denominación oficial, ley mordaza como supone el pueblo honrado por sus connotaciones represivas y de indefensión del estado llano, vulneraba derechos fundamentales y que «estando la mayoría de la Cámara autonómica en contra de esta ley, se adopta el compromiso de que no se aplique».

¿Sucedió lo que deseaban los representantes elegidos por los votantes de la CAV? ¿Dejó la Policía Autonómica dirigida por Estefanía Beltrán de Heredia en la legislatura posterior y por Josu Erkoreka en la última, de aplicar la ley mordaza? Pregunta retórica a estas alturas. La respuesta es obvia. No solo no lo hizo, sino que incrementó su aplicación. Miles y miles de nuevas denuncias, algunas tan retorcidas como la del promotor de la manifestación contra la ley mordaza en Bilbo en 2018. La Ertzaintza le aplicó precisamente la ley mordaza, como a varias de las participantes de la huelga feminista del 8M de 2019.

Y de la tortura, ¿qué resultó? Entre 2013 y 2019 se registraron en el Estado español 448 condenas por tortura, según los informes estadísticos anuales del Consejo del Poder Judicial. ¿No anunciaban en 1981 los sindicatos policiales la erradicación de la tortura? Entre 2015 y 2019, según datos ofrecidos por la Dirección de Instituciones Penitenciarias, se abrieron 504 procedimientos por torturas y malos tratos en las prisiones españolas. Desconozco cuantos concluyeron en condena, pero la cifra ya es suficientemente significativa.

La ley mordaza, gestionada y cocinada por aquel ministro de infausto recuerdo llamado Jorge Fernández Díaz, que en su delirio concedió la medalla al mérito policial a un fetiche conocido con el nombre de la Virgen del Amor, fue aplaudida por la mayoría de sindicatos policiales. Porque agrandaba la impunidad de sus afiliados. Y elevaba su protagonismo de categoría.

Y hoy, ante el anuncio del debate sobre la derogación de la ley, aquellos mismos sindicatos han salido a la calle, en Bilbao y en Madrid, para avalar la mordaza. Lo han hecho con la ultraderecha xenófoba y machista, junto a la caspa franquista. Sindicatos, como el mayoritario ErNE en la Ertzaintza, que negó la mayor cuando el informe encargado sobre su propio Gobierno detectó más de 300 casos de tortura en los cuarteles autonómicos. Sindicatos que exigen ser actores de un modelo histórico que se alarga desde la noche de los tiempos cuando ser agente de policía era la razón suprema para el sostenimiento del régimen, de la dictadura.

La hipocresía, la doble moral, mantiene en pie actuaciones injustificables. Denunciadas a veces en otras latitudes como antidemocráticas, y estrujadas como valedoras de los derechos humanos en casa. Siendo idénticas. La ley mordaza fue un revolcón extraordinario del Estado profundo para mantener y avanzar en su estatus excluyente. Que ahora los servidores de esa naturaleza injusta imploren mantenerla, sugiere que lacayos, cipayos, serviles, escuderos y Tíos Tom no son solo expresiones literarias, sino también formas de entender un modelo coercitivo obsceno.

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